174285.fb2 Los Pasadizos Del Poder - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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CAPÍTULO 9

Sentado en la sala de espera del despacho de Simon, mi única distracción es ver cómo Judy, su secretaria particular, escribe a máquina. Es una mujer pequeñita y fuerte con el pelo teñido de rojo. Divorciada el año que Hartson decidió presentarse a presidente, dejó los hombres, se mudó de New Jersey a Florida, el estado de Hartson, y se unió a la campaña. Judy, que es una enciclopedia ambulante de todo lo cotidiano sucedido desde entonces, adora su nueva vida. Pero como tiene dos hijos en edad universitaria y es una madre siempre atenta, nunca podrá dejar de ser quien es.

– ¿Qué te pasa? Pareces enfermo.

– Estoy bien -le contesto.

– No me digas que estás bien. No estás bien.

– Judy, te prometo que todo va perfectamente. -Y como me mira seria, añado-: Estoy triste por lo de Caroline.

– Uf, sí, es terrible. Ni a mi peor enemigo le desearía una…

– ¿Hay alguien con él? -interrumpo, señalando la puerta cerrada de Simon.

– No, ha estado haciendo llamadas. Fue él quien se lo dijo al Presidente. Y a la familia de Caroline. Ahora está hablando con los principales periódicos.

– ¿Por qué? -pregunto, nervioso.

– Su departamento. Su territorio. Es el hombre indicado. La prensa quiere saber la reacción del jefe.

Eso tiene sentido. Nada fuera de lo normal.

– ¿Hay más noticias?

Judy se echa para atrás en la silla, disfrutando su momento de persona más informada.-Fue un ataque al corazón. El FBI todavía está registrando el despacho, pero saben lo que hay: Caroline fumaba más que mi tía Sally y se tomaba seis cafés al día. No quiero ofender, pero ¿qué esperaban?

Me encojo de hombros sin saber muy bien qué responder. En mi silencio, Judy ve algo en mis ojos.

– ¿No quieres decirme lo que te inquieta realmente, Michael?

– Nada. Todo va bien.

– No será que te siguen intimidando esos tipos, ¿verdad? No tendrías por qué, eres mejor que todos ellos. Y esto que te digo es la verdad: eres una persona auténtica. Por eso la gente te quiere.

Cuando llevaba tres semanas en el puesto, envié por error una carta al jefe del Comité Judicial de la Cámara que empezaba «distinguido congresista» en vez de «distinguido señor presidente». Como estamos en Villa Ego, la oficina del presidente del Comité dejó un comentario sarcástico sobre el tema en el buzón de voz de Simon, y después de recibir un rapapolvo de Simon cometí el error de decirle a Judy lo agobiante que resultaba ser un chico de escuela pública en aquel mundo de universidades privadas de la Casa Blanca. Después de aquello, he comprendido que puedo arreglármelas. Para mí, eso ya no supone ningún problema. Para Judy, lo será permanentemente.

– Cuanto más éxito tengas, más se asustarán -me explica-. Tú eres una amenaza para el entramado de los chicos de toda la vida, una prueba sólida como una roca de que no importa a qué escuela hayas ido ni quiénes eran tus padres…

– Ya entiendo la cuestión -digo, cortante.

Judy me concede un segundo para tranquilizarme. Insiste:

– Todavía no lo has superado, ¿verdad?

– Te prometo que estoy bien. Sólo que necesito hablar con Simon.

Hasta anoche, Edgar Simon era un gran tipo. Nacido y crecido en Chapel Hill, Carolina del Norte, no era tan fanfarrón como los mercaderes de poder de la Costa Este y los criados en el círculo político que habían ostentado anteriormente el puesto de abogado jefe de la Casa Blanca. Con dos títulos por Harvard, no le faltaba materia gris. Pero yo nunca me fijo en los curriculums. Lo que más me impresionaba de Simon era su vida personal. Pocos meses antes de llegar yo, la prensa empezó a sospechar que el presidente Hartson ocultaba que tenía cáncer de próstata. Cuando el New York Times comentó que Hartson tenía la responsabilidad legal de poner en conocimiento público su expediente médico, Simon se encontró ante su primera crisis importante. Cuarenta y ocho horas después supo que a su hijo de doce años le habían diagnosticado una neurofibromatosis, un trastorno genético del sistema nervioso que puede dejar impedidos a los niños.

Después de tres días de no dormir y tirarse de los pelos en una maratón investigadora en torno a las cuestiones legales que envolvían los asuntos médicos privados presidenciales, Simon entregó dos cosas al Presidente: un resumen completo de la crisis y su dimisión. Quería dejarlo claro: su hijo era primero.

No hace falta decir que a la prensa le gustó como si fueran palomitas. La revista Parenting lo coronó como Padre del Año, Después, al cabo de un mes, una vez vencida la crisis inicial, Simon volvió a su cargo de consejero. Dijo que el Presidente lo había llevado del brazo. Otros dijeron que no podía soportar permanecer alejado del poder. En cualquiera de los casos, no importaba. Edgar Simon había renunciado a su carrera estando en lo más alto. Por su hijo. Y yo siempre le tendría respeto por aquello.

Al entrar en su despacho, intento recordar al Edgar Simon que conocí, al Padre del Año. Pero, sin embargo, todo lo que veo es el hombre de la noche pasada, la víbora con su secreto de cuarenta mil dólares.

Sentado tras su mesa, me mira con la misma sonrisa malévola que me puso esta mañana. Pero al contrario que en nuestro encuentro anterior, ahora yo sé que anoche nos vio. Y sé lo que le dijo a Caroline -por muy en desacuerdo que estuvieran-, que me señaló con el dedo. Aun así, no hay ni un atisbo de ira en su rostro. De hecho, por el modo en que enarca sus cejas oscuras, la verdad es que parece preocupado.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunta mientras me siento junto a su mesa.

– Muy bien.

– Lamento que te la encontrases de aquel modo.

– Yo también -digo, mirando al suelo.

Queda una larga pausa en el aire, una de esas pausas forzadas en las que sabes que las malas noticias están delante de tu nariz esperando para saltarte al pecho como un resorte. Finalmente, levanto la cabeza.

– Michael, creo que lo mejor sería que te fueras a casa -dice Simon en cuanto nuestros ojos se encuentran.

– ¿Qué?

– No te pongas nervioso… es para tu propia protección.

Apenas si puedo contenerme; no voy a dejar que me cuelgue esto.

– ¿Me manda a casa? ¿Y eso es para protegerme?

A Simon no le gusta que lo desafíen. Su tono es ahora lento y pausad:

– Hay gente que te oyó gritarle a Caroline. Y luego, encuentras el cadáver. Lo último que…

– ¿Qué está diciendo? -pregunto, levantándome de un brinco.

– Escucha, Michael. Los chicos de la campaña nos están tirando con bala… Éste es un juego peligroso. Si has dado una impresión equivocada, vas a hacer que se alce hasta la última ceja votante del país.

– Pero yo no…

– Ni te estoy acusando de nada. Sólo sugiero que te vayas a casa y te tomes un respiro. Esta mañana ya has pasado mucho y te puede venir bien el tiempo libre.

– Yo no necesito…

– Ni me discutas. Vete a casa.

Me muerdo el labio inferior, vuelvo a sentarme sin saber bien que decir. Si saco a relucir lo de anoche, me enterrará con eso: me echará de pasto a la prensa con una sonrisa de traigo-un-pájaro-entre-los-dientes. Mejor estarse callado y ver adonde quiere llegar. Una pequeña tregua vale mucho; especialmente si me mantiene a su lado. Y a su espalda.

Aun así, no puedo evitarlo. Hay demasiados imponderables. ¿Qué pasa si me sale al revés? Tal vez haya algo más que lo de anoche. Simon no parece receloso ni acusador, pero eso no hace que me sienta menos a la defensiva.

– ¿Sabe usted por qué nos peleábamos Caroline y yo? -exclamo, luchando por mantener las cosas claras; y antes de que pueda contestarme, añado-: Ella pensaba que los antecedentes penales de mi padre me hacían incompatible para llevar el trabajo de Medicaid…

– Ahora no es el momento, Michael.

– ¿Pero usted no cree que el FBI…?

Simon no me da la oportunidad de terminar.

– ¿Sabes por qué este despacho está forrado de paneles? -me pregunta.

– ¿Perdón?

– El despacho -dice, señalando los paneles de nogal que cubren las cuatro paredes-. ¿Tienes idea de por qué está forrado de madera?

Niego con la cabeza, extrañado.

– En tiempos de Nixon, este despacho pertenecía al director general de Presupuestos Roy Ash. El despacho situado al fondo del pasillo era el de John Erlichman. Los dos son grandes despachos de esquina. La única diferencia es que el de Erlichman estaba forrado de madera y éste no. Como estamos en la Casa Blanca, Ash imaginaba que eso tenía que significar algo. Pensó que todo el mundo lo veía y lo juzgaba. De modo que, como era de los ricos, se pagó de su propio bolsillo poner paneles en el despacho. Y así ya eran iguales.

– Perdone, pero no lo entiendo.

– La cuestión, Michael, es que no hay que pasarse el tiempo defendiéndose a uno mismo. Ash tenía razón. Todo el mundo te mira. Y en este momento, lo único que ven es una mujer que ha tenido un ataque al corazón. Si empiezas a disculparte, ellos empezarán a pensar otra cosa.

– ¿Y eso qué quiere decir? -digo, sentándome muy derecho.

– Nada en absoluto -dice alegremente-. Me limito a mirar por ti. Ese corte de la frente se te habrá ido mañana. Y, hazme caso, no necesitas que te hagan otro.

– Yo no he hecho nada malo -insisto.

– Nadie dice que lo hicieras. Fue un ataque al corazón. Eso, los dos lo sabemos. -Aprieta sus dedos índices uno contra otro y se los lleva a los labios. Con una sonrisa silenciosa, envía la amenaza a casa. Vete a casa y estáte calladito, o quédate aquí y paga el precio-. Por cierto, Michael, no te metas en más peleas con el Servicio Secreto. No quiero volver a tener noticias suyas.

Mis ojos se pasean por la pared del ego de Simon que tiene sobre sus hombros. En un marco de plata hay una reproducción de la ley penal del año pasado y una de las cuatro plumas que usó el Presidente para firmarla. Hay una foto de Hartson y Simon pescando en un barco en Key West. Y una de Simon despachando con Hartson en el Despacho Oval. Hay una nota personal manuscrita de Hartson dando la bienvenida a Simon en su regreso al cargo. Y hay una foto grande de ellos dos de pie en el pasillo del avión presidencial: Simon está riendo y el Presidente sujeta una pegatina que dice: «Mi abogado puede más que tu abogado.»

– Es lo mejor para ti, créeme -me dice-. Tómate el resto del día libre y descansa.

Es un hijo de puta sin principios, pienso para mis adentros al levantarme de la silla. El prototipo de letrado de la Casa Blanca: se las ha arreglado para no decir nada y pese a ello dejar perfectamente claro lo que quiere. Así que ahora mismo, lo menos peligroso es estarse callado. No es algo que me haga feliz, pero como ya vi esta mañana en el despacho de Caroline, la alternativa tiene sus consecuencias. Voy hacia la puerta y hago lo único que se me ocurre hacer. Asiento con la cabeza y me aguanto. Por ahora.

En cuanto vuelvo a mi apartamento voy directo al único mueble que me traje conmigo de Michigan: un escritorio improvisado que fabriqué apoyando una pieza de roble de gran tamaño sobre dos pequeños archivadores negros. Baqueteado y feo como se lo ve, resulta tan cómodo como yo me siento con él. El resto de los muebles están alquilados con el apartamento. El sofá negro desmontable, la mesita de café de fórmica negra, la gran tumbona de cuero, la pequeña mesa rectangular de la cocina, incluso la cama de matrimonio sobre una tarima lacada en negro… Nada de eso es mío. Pero cuando el agente de la inmobiliaria me enseñó el apartamento amueblado, me sentí como en casa, con la suficiente cantidad de muebles negros como para que un soltero se sienta masculino. Para completarlo, añadí una televisión y una librería alta negra. Desde luego, usar las cosas de otra persona resulta un poco impersonal, pero cuando llegué a la ciudad no quise comprar ningún mueble hasta estar seguro de que iba a poder aguantarlo. Eso fue hace dos años. Lo mismo que en mi despacho de la oficina, las paredes son las que hacen de este lugar algo mío. Encima del sofá hay dos carteles electorales en rojo, blanco y azul con los peores eslóganes que pude encontrar. Uno es de Maine, de una elección al Congreso en 1982, y dice: «Charles Rust – Rima con Trust.» El otro es de una campaña de 1996 en Oregon que lleva la falta de creatividad a un nuevo mínimo: «Buddy Eldom – Americano. Patriota. Americano.»

Acerco la silla a la mesa, levanto la tapa de la carpeta y me preparo para trabajar un poco. Cuando mi madre se marchó, cuando a mi padre lo mandaron fuera, aquél fue siempre mi primer movimiento instintivo: enterrarlo todo en el trabajo. Pero por primera vez en mucho tiempo, esta vez no me hará sentirme mejor.

Me paso veinte minutos con el Lexis hasta que me doy cuenta de que mi investigación sobre el censo no avanza nada. Por mucho que intente concentrarme, mi mente no deja de revolotear en torno a las últimas horas. A Caroline. Y Simon. Y Nora. Tengo tentaciones de llamarla de nuevo, pero rápidamente decido que no. Las llamadas dentro de la Casa Blanca no pueden registrarse. Las que salen de mi casa, sí. Y no es momento de correr riesgos.

En vez de eso, saco la cartera, cojo mi tarjeta de seguridad y llamo al despacho. El carnet de seguridad, del tamaño de una tarjeta de crédito, parece una calculadora enana sin los botones de los números. Mediante un programa de cifrado de bucle continuo y una pequeña pantalla de cristal líquido, la tarjeta te da un código de seis dígitos que cambia cada sesenta segundos. Es la única manera de acceder a tu buzón de voz desde una línea exterior, y al cambiar constantemente el código numérico garantiza que nadie más puede saber tu contraseña y escuchar tus mensajes.

Introduzco la contraseña de seguridad en el acceso de voz y me encuentro con que tengo tres mensajes. Uno de Pam, preguntando dónde estoy. Uno de Trey, para saber cómo me encuentro. Y otro remitido por la secretaria del consejero adjunto Lawrence Lamb para anunciar que la reunión de la tarde con el secretario de Comercio se ha cancelado. De Nora, nada. No me gusta que me abandonen de este modo.

La primera vez que mi madre se marchó para hacer sus pruebas clínicas, yo tenía ocho años. Estuvo fuera tres días, y mi padre y yo no teníamos ni idea de adonde había ido. Como era enfermera, era fácil preguntar en el hospital, pero allí no sabían tampoco dónde estaba. O por lo menos eso decían. Los restos de comida nos bastaron para dos días, pero acabamos por llegar al punto en que necesitábamos alimento. Gracias al trabajo de mi madre, no éramos pobres, pero mi padre no estaba en condiciones de ir a comprar. Cuando me ofrecí voluntario para ir yo, me metió un puñado de billetes en la mano y me dijo que comprase lo que quisiera. Radiante de orgullo ante mi riqueza recién encontrada, me fui andando hasta el supermercado y llené el carro. Mantequilla de cacahuete Skippy en vez de mantequilla de cacahuete sin marca; Coca-Cola en vez del refresco de cola de marca blanca; por una vez viviríamos a lo grande. Tardé casi dos horas en elegirlo todo y llenar el carro casi hasta arriba.

La cajera fue marcando uno a uno cada artículo mientras yo ojeaba una guía de TV. Yo era papá: sólo echaba de menos la pipa y el batín. Pero cuando fui a pagar -cuando saqué del bolsillo el puñado de billetes arrugados- me dijeron que tres dólares no bastaban para todo aquello. Después de que un encargado adjunto me echara una bronca, me dijeron que volviera a poner cada cosa donde la había encontrado. Lo hice. Todas las cosas excepto una. Me quedé con la mantequilla de cacahuete. Teníamos que empezar por algún sitio.

Dos horas más tarde estoy sentado ante la televisión recorriendo mentalmente todas las razones por las que Simon podría haber querido muerta a Caroline. Para ser sincero, no es muy difícil. Caroline, por su cargo, conocía el lado sucio de todos -así descubrió lo de mi padre-, de manera que la respuesta más obvia sería que encontró algo sobre Simon. Tal vez algo que él quería mantener en secreto. Tal vez por eso estaba soltando dinero. Tal vez ella misma le hacía chantaje. Eso, sin duda, explicaría cómo apareció en la caja fuerte de Caroline. Es decir, ¿por qué iba a estar allí, si no? Y si ése fuera el caso, sin embargo, resultaría bastante evidente que Caroline no murió de un vulgar ataque al corazón. El problema está en que, si eso es realmente jugar sucio, mi vida se acabó.

Muerto de miedo, cojo el teléfono y empiezo a marcar. Necesito saber qué está pasando, pero ni Trey ni Pam están. Puedo llamar a otros, pero no voy a arriesgarme a parecer inquieto. Si descubren que Simon me mandó a casa, habrá un nuevo rumor zumbando por los pasillos. Cuelgo el teléfono y miro la tele. Han pasado tres horas desde que salí del despacho y ya estoy bloqueado.

Voy pasando por todos los noticiarios que encuentro, busco lo que ha de ser la reacción más importante frente a la crisis: la conferencia de prensa oficial de la Casa Blanca. Miro el reloj y veo que son casi las cinco y media. Tiene que ser pronto. La oficina de prensa se centra en torno al ciclo de las noticias de las seis, y son demasiado listos para dejar que los noticiarios de la tarde lo cuenten por sus propios medios.

De acuerdo con la norma, el anuncio se hace exactamente a las cinco y media. Contengo el aliento mientras la secretaria de prensa Emmy Goldfarb hace una rápida exposición de los hechos: a primeras horas de esta mañana, Caroline Penzler fue hallada muerta en su despacho de un ataque al corazón ocasionado por una enfermedad de las arterias coronarias. Según va diciendo las palabras, vuelvo a empezar a respirar. Goldfarb hace una exposición breve y amable y cede la vez al doctor León Welp, especialista de corazón del Centro Médico de Georgetown, que explica que hace unos años Caroline sufrió una histerectomía, lo que le hizo sufrir una menopausia prematura. Combínese el descenso de estrógenos con mucho tabaco y ya tienen una receta rápida para lograr un ataque al corazón.

Antes de que nadie pueda hacer preguntas, el propio Presidente aparece para expresar sus condolencias. Es un golpe maestro de la Oficina de Prensa. Olvidarse de los cómos y los porqués, ir directo a las emociones. Prácticamente percibo el sabor sobrentendido: es nuestro líder. Un hombre que se cuida de los suyos.

No soporto los años de elecciones.

Cuando el Presidente se coge del atril con los puños apretados, no puedo dejar de ver el parecido con Nora. El pelo negro. Los ojos penetrantes. La mandíbula inquieta. Manteniendo el control. Antes de que abra la boca, todos sabemos qué va a salir de ella: «Es un día triste; la echaremos de menos amargamente; nuestras oraciones para su familia.» Nada sospechoso; nada de qué preocuparse. Lo culmina todo pasándose brevemente la mano por un ojo: no está llorando, pero es lo suficiente para hacernos pensar que si pudiera estar un momento a solas, lo haría.

De Goldfarb al doctor o al presidente, todos hacen lo propio de su especialidad. Lo único que me sorprende es que no se habla de ninguna investigación. La familia ha solicitado una autopsia, por supuesto, pero Goldfarb alude a ella como una esperanza que pueda ayudar a otros con dolencias similares. Un toque brillante. Y para mayor seguridad, sin embargo, la autopsia se ha fijado para el domingo, lo que asegura que no será el tema de las tertulias de fin de semana y que si los resultados muestran que es un crimen, será demasiado tarde para que las principales revistas puedan sacarlo en portada. Estoy a salvo, por lo menos otros dos días. Intento decirme que puede haberse acabado -que todo desaparecerá-, pero, como Nora dijo, no sé mentir.

La hora de la cena viene y se va y yo sigo sin moverme del sofá. El estómago chilla, pero no puedo parar de ir saltando de canal en canal. Tengo que estar seguro. Necesito saber que nadie está usando esas palabras: Sospecha. Juego sucio. Asesinato.

La cuestión es que no lo mencionan en ningún sitio. Lo que Adenauer y el FBI hayan encontrado se lo guardan para sí. Apoyo la cabeza en mi alquile-un-sofá y acabo por aceptar que será una noche tranquila.

Llaman fuerte a mi puerta.

– ¿Quién es? -pregunto.

No hay respuesta. Simplemente, golpean con más fuerza.

– ¿Quién es? -repito, alzando la voz.

Nada.

Me levanto corriendo del sofá y voy a la puerta. Por el camino cojo un paraguas que cuelga del pomo del armario de los abrigos. Es una arma patéticamente mala, pero es la mejor que tengo. Acerco mi ojo lentamente a la mirilla y logro ver a mi enemigo imaginario. Pam. Abro los cerrojos y luego la puerta. Lleva la cartera en una mano, y en la otra, una bolsa de la compra de plástico azul. Sus ojos van derechos al paraguas.

– ¿Nervioso, muchacho?

– No sabía quién era.

– ¿Y coges eso? ¿Tienes la cocina llena de cuchillos de carnicero y coges un paraguas? ¿Qué pensabas hacer? ¿Llevarme bien seca hasta la muerte? -Su boca dibuja una cálida sonrisa y levanta la bolsa azul-. Bueno, venga, ¿qué tal si me invitas a pasar? He traído comida tailandesa.

Me aparto de su camino y entra en casa.

– ¿Y tú me llamas a mí el boy scout? -le pregunto.

– Anda, coge esto -añade, tendiéndome su cartera y echando a andar hacia la cocina. Antes de que yo pueda reaccionar, ya está revolviendo por armaritos y cajones, cogiendo platos y cubiertos. Cuando tiene lo que necesita, se va hacia la zona de comedor fuera de la cocina y saca de la bolsa azul tres cajitas de comida tailandesa. La cena está servida.

Yo sigo de pie junto a la puerta, confuso.

– Pam, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Si me la haces de prisa… Estoy hambrienta.

– ¿Qué haces aquí?

Levanta la vista del Pad Thai y su expresión cambia.

– ¿Aquí? -pregunta. Tiene un tono ofendido en la voz, casi dolorido-. Estaba preocupada por ti.

Su respuesta me coge desprevenido. Es casi demasiado sincera. Doy un paso hacia la mesa de comedor y le devuelvo la sonrisa. La verdad es que es una buena amiga. Y que a los dos nos viene bien la compañía.

– Te agradezco esto que haces.

– Tendrías que haberme llamado antes.

– Estuve intentándolo toda la tarde, pero no estabas.

– Eso es porque el FBI me estuvo interrogando durante dos horas. Nosotros dos compartimos oficina, ya sabes.

En ese instante perdí el apetito.

– ¿Y qué les dijiste?

– Contesté sus preguntas. Me preguntaron en qué estaba trabajando Caroline y les dije todo lo que sabía.

– ¿Les contaste algo de Nora y de mí?

– No hay nada que contar -dice con una sonrisa-. Yo no sé nada, señor agente. Lo único que recuerdo es que él se marchó del despacho.

Como ya he dicho, es una buena amiga.

– ¿Te hicieron muchas preguntas sobre mí?

– Tienen sospechas, pero no creo que tengan ni una pista. Sólo me dijeron que me tomara el resto del día libre. Y ahora, ¿quieres decirme tú qué es lo que está pasando en realidad?

Estoy tentado de hacerlo, pero decido que no.

– Sé que estás en dificultades, Michael. Eso te lo veo en la cara.

Mantengo los ojos fijos en el Pad Thai. No hay ninguna razón para involucrarla a ella.

– Pienses lo que pienses, esto no podrás hacerlo solo. Quiero decir, Nora ya te ha dejado colgado, ¿a que sí? Y eso nada lo cambiará. Ahora la única cuestión es saber si vas a ser tan tozudo que no quieras pedir ayuda. -Alarga el brazo y me pone una mano en el hombro-. Yo nunca traicionaré tu lealtad, Michael. Si quisiera ver cómo te ahogabas, ya podría haberlo hecho.

– ¿Haber hecho qué?

– Decirles lo que pienso.

– ¿Y qué es?

– Creo que Nora y tú os encontrasteis con algo que no teníais que encontrar. Y que, fuese lo que fuese, te hace pensar que en el infarto de Caroline hay algo más de lo que dijeron en los comunicados de prensa.

No respondo.

– Tú crees que alguien la mató, ¿no?

Yo sólo puedo seguir mirando el Pad Thai.

– Podemos salir de esto, Michael -me promete-. Basta con que me digas quién era. ¿Qué visteis? No tienes que guardártelo todo para ti…

– Simon -susurro.

– ¿Qué?

– Simon -repito-. Ya sé que suena disparatado, pero anoche fue a Simon a quien vimos.

Una vez abiertas las puertas, no me lleva mucho tiempo contarle toda la historia. Despistar a los del Servicio Secreto. Encontrar el bar. Seguir a Simon. Que nos pillaran con el dinero. Una vez contado, he de admitir que noto el peso que me he quitado de encima. No hay nada peor que estar solo.

Pam se limpia lentamente la boca con una servilleta mientras aún está procesando la información.

– ¿Y tú crees que él la asesinó?

– No sé qué pensar. No he tenido ni un segundo para tomar aliento.

– Estás en peligro, Michael -me dice moviendo la cabeza-. Estamos hablando de Simon.

Dice algo más, pero no la oigo. Lo único que entiendo es que el «nosotros» se ha convertido otra vez en «tú». El tenedor se me escurre de la mano y se estrella contra el plato. Sobresaltado por el ruido, vuelvo a estar como al principio.

– ¿Así que no vas a ayudarme?

– No, por supuesto que no se trata de eso -tartamudea, bajando la vista-. Te ayudaré, está decidido.

Me muerdo el interior del labio. Lo único que quiero hacer es aceptar el ofrecimiento. Pero cuanto más la miro picar la comida… pienso que no voy a meterla en esto, sobre todo porque yo todavía estoy luchando por saber cómo salir.

– Te agradezco que me escuches, pero…

– Está bien, Michael, yo sé lo que me hago.

– No, tú…

– Sí que lo sé -me interrumpe en tono de más confianza-. No he venido aquí para dejarte volar solo. -Hace una breve pausa y añade-: Te sacaremos de ésta.

Le muestro una sonrisa en mi rostro, pero, en lo más profundo, rezo para que tenga razón.

– Estaba pensando en sacar los expedientes del FBI de Simon y Caroline. Tal vez por ahí averigüemos por qué…

– Olvídate de los expedientes -dice-. Yo creo que tendríamos que ir directamente al FBI y…

– ¡No! -grito, cogiéndonos a los dos por sorpresa-. Perdona… es que… ya he visto los resultados de esa idea. Si yo abro la boca, Simon abre la suya.

– Pero si tú les dices que…

– ¿A quién piensas que van a creer: al consejero del Presidente o al joven adjunto al que pillaron con diez mil pavos en la guantera? Además, en cuanto empiece a cantar, me arruino la vida. Los buitres y sus unidades móviles meterán la nariz hasta la última prenda de ropa sucia que logren encontrar.

– ¿Estás preocupado por tu padre?

– ¿Tú no lo estarías?

No me responde. Quita su plato de la mesa y replica:

– Yo sigo sin creer que puedas limitarte a quedarte sentado y esperar a que pase todo.

– No me quedo sentado… sólo es que… tendrías que haber oído a Simon hoy. Estar callado es lo único que me puede servir… -Hago una pausa porque otra vez me quedo sin aire-. Es todo lo que tengo, Pam. Quedarme callado y empezar a buscar. Cualquier otra cosa sería echarme a mí mismo a las fieras. -Dejo que la lógica gane su punto y añado-: Además, no nos olvidemos del trasfondo de esto: un escándalo así es una bomba de relojería para la reelección. Tengo la seguridad de que por eso el FBI lleva las cosas tan a la chita callando.

El silencio de Pam me indica que tengo razón. Cojo mi plato y la sigo a la cocina. Pam está tirando la mitad de su comida a la basura. Otra que perdió el apetito. Sin darse la vuelta, me pregunta:

– ¿Y Nora, qué?

– ¿Qué pasa con ella? -digo, nervioso, bebiendo un sorbito de agua.

– ¿Qué va a hacer para ayudarte? Quiero decir, que si ella no fuera una cabra loca, tú no estarías en este lío.

– No todo es culpa suya. Su vida no es tan fácil como crees.

– ¿Que no es tan fácil? -me pregunta Pam haciéndome frente. Me lanza una mirada larga, firme, y luego hace girar los ojos con rapidez-. ¡Oh, no! -gime-. ¿No irás a intentar salvarla ahora, eh?

– No es que yo quiera salvarla…

– Sólo que tienes que hacerlo, ¿verdad? Estas cosas siempre son así.

– ¿De qué hablas?

– Sé por qué lo haces, Michael; incluso me admira por qué lo haces… pero sólo porque no pudieras ayudar a tu padre…

– ¡Esto no tiene nada que ver con mi padre!

Pam deja pasar el exabrupto, sabe que eso me calmará. En el silencio, tomo aliento. Desde luego que crecí procurando proteger a mi padre, pero eso no significa que quiera proteger a todo el mundo. Con Nora es… es distinto.

– Es un sentimiento maravilloso, Michael, pero esto no es como lo que hiciste por Trey. Nora no será tan fácil de encubrir.

– ¿De qué me hablas?

– No tienes por qué hacerte el tonto. Trey me contó cómo os conocisteis; y cómo acudió a tu despacho en busca de ayuda.

– No necesitaba ayuda; sólo quería algún consejo.

– Vamos, venga… lo pillaron pintando barbas de demonio y monóculos en los carteles de la campaña de Dellinger, y lo arrestaron por daños a la propiedad. Y estaba aterrorizado de tener que contárselo a su jefe…

– No estuvo detenido -le aclaro-. No fue más que una citación. Todo el asunto no fue más que una broma inocente, y lo más importante, lo hizo todo en su tiempo libre, no era como si lo hiciera dentro de la campaña.

– Aun así, cuando entró, tú apenas lo conocías; no era más que otra cara nueva de los del cuartel general… lo que significa que no hubieras tenido por qué pedir ningún favor a tus amiguetes de la facultad que están en la oficina del fiscal.

– No hice nada ilícito…

– No digo que lo hicieras, pero tampoco tenías necesidad de correr a rescatarlo.

Muevo la cabeza. No lo comprendo.

– Pam, no saques las cosas de quicio. Trey necesitaba ayuda y me la pidió a mí.

– No -exclama, levantando la voz-. Te la pidió porque necesitaba ayuda. -Me observa atentamente y añade-: Cada uno tenemos nuestra reputación aquí, para lo bueno y para lo malo.

– Y entonces, ¿qué tiene eso que ver con Nora?

– Pues lo que te he dicho: que ayudar a Trey, y a tu padre, y a tus amigos, y a cualquiera que necesite que lo rescaten, no significa que puedas lograrlo con Nora. Por no mencionar el hecho de que si no te andas con cuidado, dejará que te vayas a pique tú solo.

Pienso en la noche anterior y en cómo se rompía la voz de Nora cuando pedía perdón. La manera en que lo dijo… el temblor de la mandíbula… Nunca me dejaría hundirme solo.

– Si ahora se queda callada, tiene que tener alguna razón.

– ¿Alguna razón? -dice Pam. Puedo leerlo en las arrugas de su frente. Cree que me obnubilan las estrellas-. Ahora te estás comportando como un perfecto idiota.

– Lo siento… pero yo lo veo así.

– Bueno, aparte de lo ciego o no que quieras estar, sigues necesitando que te ayude. Porque ella es la única que puede corroborar tu historia sobre Simon.

Asiento con la cabeza intentando no ahondar en por qué no ha querido verme hoy.

– Cuando todo se calme, seguro que aparece.

– ¿Y por qué me resultará tan difícil creer eso?

– Porque a ti ella no te gusta.

– Ella me importa un comino… sólo estoy preocupada por ti.

– Pues no te preocupes, no nos va a dejar en la estacada.

– Espero que tengas razón -dice Pam-. Porque si lo hace, vas a hacer una caída libre sin paracaídas. Y antes de que puedas parpadear siquiera, estarás apurando hasta el último segundo del impacto.

Por razones de economía, el sábado por la mañana significa que sólo dos de mis cuatro periódicos me esperan en el lado de fuera de mi puerta. Los sueldos de funcionario no llegan más allá, ni siquiera para un abogado. Aun así, el ritual es prácticamente el mismo. Al meter los periódicos, contemplo por segundo día consecutivo la foto de Bartlett en primera: una instantánea radiante de él y su mujer en un partido de fútbol de su hijo. Dejo el periódico a un lado y miro en el faldón de la primera del Post la noticia de la muerte de Caroline y busco mi nombre. No está. Todavía no.

En vez de eso hay un resumen de su muerte, seguido de un breve apunte sobre lo buena amiga de la Primera Dama que era. Según dice el pie de una foto antigua de las dos amigas, esa relación cambió la vida de Caroline. Pero mirando la imagen no entiendo por qué. Caroline es una estudiante de Derecho, con los ojos muy abiertos y apasionados y una blusa barata y una falda arrugada; la señora Hartson es su supervisora, la consejera chispeante que recauda fondos para el Parkinson con su traje blanco a lo Miami que muestra su poder. Una amistad terminada por un ataque al corazón. Por favor, ojalá que sólo sea un ataque al corazón.

El sábado por la mañana bajo en coche hacia el centro y según me acerco a la Casa Blanca la avenida de Pennsylvania está atestada de corredores y ciclistas que pretenden dejar atrás el trabajo de la semana. A sus espaldas, el sol reverbera en las columnas de marfil de la mansión. Es de esa clase de vistas que te hacen desear pasar el día al aire libre. Es decir, si consigues quitarte el trabajo de la cabeza.

Me paro ante el primer control ante la verja de la Puerta Suroeste y muestro mi tarjeta de identidad al guardia uniformado del Servicio Secreto. Echa un vistazo a la foto y me pone una sonrisilla vagamente burlona. En la mano derecha lleva algo que parece un taco de billar con un espejo irrompible redondo sujeto en un extremo. Sin decir palabra, pasa el espejo por debajo del coche. Ni bombas ni pasajeros sorpresa. Como conozco el resto del ritual, abro el maletero. El primer agente revuelve por la trasera de mi jeep cuando descubro a otro de pie a un lado con un pastor alemán más que alerta. Cuando por fin mi coche esté aparcado, enviarán al perro a que olfatee de hora en hora. En este momento, me indican con la mano que pase.

Encuentro un sitio libre en la State Place justo al lado de los barrotes de acero. Para mi nivel, es el mejor parking posible. Fuera de la verja. Por lo menos tengo pase para el aparcamiento.

Hago el resto del camino a pie, cruzo la verja, meto mi chapa en el torniquete y espero a que suene el cierre. Cruzo ante otros dos guardias, ninguno de los cuales me vuelve a mirar. Pero al mirar hacia atrás, sin embargo, veo que el agente del espejo está del otro lado de la verja. Y que me está mirando fijamente a través de los barrotes. Con la misma sonrisilla en la cara.

Acelero el paso hacia la acera llevando el EAOE a la izquierda y el Ala Oeste a la derecha. El pasaje entre ambos está lleno de Mercedes, Jaguars y Saabs alineados y mezclados con justo los suficientes Saturns destartalados como para disipar los reproches de elitismo. El aparcamiento más prestigioso de la ciudad. Todo lo que está dentro de las verjas. El aparcamiento de la avenida West Exec, una isla en sí mismo, es también el lugar donde se expone a la vista del mundo la jerarquía de mando en la Casa Blanca: cuanto más cerca de la entrada del Ala Oeste esté tu plaza, más alto es tu rango. El jefe de Gabinete está más cerca que el jefe adjunto de Gabinete, que está más cerca que el consejero de Política Interior, que está más cerca que yo. E incluso aunque yo no voy habitualmente en coche al trabajo, eso no quiere decir que no quiera tener plaza en el interior de la verja.

Cada vez más cerca de la fachada, no puedo contenerme. Finjo que oigo que alguien me llama y vuelvo a mirar hacia atrás. El guardia continúa allí. Nuestros ojos se encuentran y murmura algo por su walkie-talkie. Qué demonios… Olvídalo. Sólo pretende asustarme. ¿Con quién habla?

Vuelvo al aparcamiento y veo un Volvo negro en la plaza 26. Simon está por el edificio. Al final de esa fila, hay un Honda gris viejo en el puesto 94. Es el de Trey, cuya jefa le deja utilizar su plaza los fines de semana. A medio camino entre los dos, veo que hay un coche rojo nuevo flamante aparcado en el 41. Caroline lleva menos de veinticuatro horas muerta y alguien ha cogido ya su parking.

Al acercarme a la entrada lateral del EAOE, echo una última mirada al guardia del exterior de la verja. Por primera vez desde que llegué, no está, ha vuelto a deslizar su espejo por los bajos de los coches que llegan. Aun así, es igual que la noche en el terraplén: no sólo tengo el cuello empapado en sudor, sino que tampoco puedo quitarme de encima la sensación de que me observan.

Sin pensarlo, levanto la vista a las docenas de ventanas grises de este lado del enorme edificio. Todas ellas parecen vacías, pero todas me miran de algún modo como si fueran lupas cuadradas. Mis ojos recorren los cristales buscando un rostro amigo. No hay nadie.

Dentro del edificio, no tardo mucho tiempo en llegar a la antesala de mi despacho. Al abrir la puerta, sin embargo, me quedo sorprendido al ver que las luces están encendidas. No he visto el coche de Julian en la State Place, y Pam me dijo que iba a trabajar en casa. La oficina tendría que estar a oscuras. Echo la culpa al descuido de las limpiadoras y meto el brazo por detrás del archivador más alto para desconectar la alarma. Pero mientras voy tanteando el yeso, no me gusta lo que descubro. La alarma ya está desconectada.

– ¿Pam? -llamo-. ¿Julian? ¿Estás ahí?

Nadie contesta. Por debajo de la puerta de Pam creo ver la luz encendida.

– ¿Estás ahí, Pam?

Justo al girar hacia su despacho, me doy cuenta de que las tres bandejas apilables de plástico que nos hacen de buzones están llenas. Junto a la mesa, la cafetera está apagada. Estoy a punto de abrir la puerta de Pam y me quedo helado. Conozco a mi amiga. Sea quien sea quien esté ahí, no es Pam.

Me apresuro hacia mi despacho, abro la puerta con fuerza y me precipito dentro. Me giro, raudo, cojo el pestillo y lo cierro. Entonces, me doy cuenta. No tendría que haber podido abrir mi puerta, se supone que está cerrada con llave.

A mi espalda, algo se mueve junto al sofá. Después, junto a la mesa. Un chasquido de vinilo. Un lapicero rodando por una carpeta. No están en el despacho de Pam. Están en el mío.

Me doy la vuelta luchando por recuperar el aliento. Demasiado tarde. Hay dos hombres esperándome. Ambos vienen hacia mí. Me vuelvo hacia la puerta, pero la he cerrado. Me lanzo sobre el cerrojo con las manos temblando.

Cae un puño que me golpea en los nudillos. Mis manos siguen sin soltar el pestillo. Agarrado. Aferrado. Lo que sea para salir.

Una mano gorda y carnosa pasa sobre mi hombro y me tapa la boca. Intento gritar, pero me sujeta demasiado fuerte. Las puntas de sus dedos se hunden en mi mandíbula, las uñas me arañan la mejilla.

– No se resista -me advierte-. Sólo será un momento.