174285.fb2
– ¿Adonde demonios vamos? -pregunto mientras avanzamos por el pasillo. Los sábados, este lugar está prácticamente vacío. Los dos hombres me sujetan con fuerza por detrás de los brazos y me empujan hacia la salida de la avenida West Exec.
– Deje de quejarse -dice el de mi derecha. Es un negro alto con el cuello tan grueso como mi muslo. Por su corpulencia y maneras, asumo que es del Servicio Secreto, aunque no va vestido para el papel: demasiado informal, no lo bastante pulido. Y no lleva micrófono en la oreja. Y aún más importante: no se han identificado, lo que significa que estos tipos no son lo que pensaba que eran.
Sacudo el brazo para intentar liberarlo. Molesto, aprieta todavía más y me clava dos dedos en el bíceps. Duele como la madre que lo parió, pero me niego a darle la satisfacción de gritar. Lo que hago es morder tan fuerte como puedo. Sigue apretando y noto que la cara se me pone roja. No puedo aguantar mucho más. Se me empieza a entumecer el hombro. La sonrisa viciosa de su cara dice que está disfrutando de verdad. Su placer es mi dolor.
– ¡Uuf! -exclamo cuando por fin suelta-. ¿Qué demonios le pasa?
No responde. Se limita a empujar la puerta y obligarme a salir al aparcamiento de la West Exec. Intentando controlar el pánico, me digo que nada malo puede suceder mientras estemos en el Ala Oeste: las medidas de seguridad son demasiado fuertes. Pero antes de que pueda relajarme, un empujón brusco a la izquierda me hace comprender que el Ala Oeste no está en nuestro itinerario. Cruzamos hacia el lado norte de la Casa Blanca, pasamos por delante de la sala de instrucciones, camino de la entrada de suministros, por donde se traen la mayoría de suministros de la mansión. Fijo los ojos en una gran furgoneta amarilla que está frente a nosotros. Tendría que haber operarios a su alrededor, pero no veo a ninguno. Nos acercamos más. Las puertas de atrás están abiertas de par en par. Dejo de andar y empiezo a hacer marcha atrás. Sacudo los brazos para liberarme. No voy a dejarlos que me metan ahí. Mi escolta refuerza la presa y me arrastra hacia adelante. Mis zapatos rascan contra el cemento. Mis brazos siguen en su sitio. Por mucho que me revuelva, no sirve de nada. Son demasiado fuertes.
– Ya casi estamos -avisa uno de ellos.
Con un último empellón, llegamos junto a la furgoneta. El interior está vacío. Estoy a punto de gritar. Y así, sin más, me empujan hacia la derecha y pasamos de largo. Vuelvo la vista atrás y la furgoneta se aleja. Entonces miro otra vez al frente y comprendo cuál es nuestro verdadero destino. La entrada de suministros. No sé muy bien qué es peor.
Ya en el interior del edificio, hacen un gesto de reconocimiento con la cabeza al agente de uniforme que guarda la puerta. Nos deja pasar, con lo que queda claro que estos tipos están haciéndole un favor a alguien. Sólo Lamb y Simon tienen un poder así. El pasillo está salpicado con docenas de cajas y envases vacíos. El aroma a flores frescas de la florista de la Casa Blanca llena el aire. Hacemos un giro brusco a la izquierda y continuamos por otro largo corredor. El corazón me golpea contra el pecho. Nunca había estado aquí abajo. Uno de mis captores, el blanco, saca un manojo de llaves como de portero. Mete una llave y abre la puerta. Es una área demasiado apartada.
– Oiga, qué…
– No se preocupe, estará a salvo. -Trata de agarrarme del brazo, pero lo aparto a toda prisa. Este no es sitio para encontrarse con Simon o Lamb.
– ¡No pienso entrar ahí!
El otro tipo me coge por la nuca. Le suelto un viaje, pero no tengo la menor posibilidad. Me retuercen los brazos por detrás y me obligan a entrar con un rápido empujón. Tropiezo y casi caigo de narices. Aterrizo sobre las rodillas y las palmas de las manos y por fin observo lo que me rodea. Es una habitación alargada, increíblemente estrecha. Delante de mí hay una larga pista de madera pulida. Al fondo del todo hay diez bolos de rayas. A la derecha oigo el zumbido del automático. ¿Qué hago en una bolera?
– ¿Preparado para una partida, chaval? -me pregunta una voz conocida.
Me vuelvo hacia los asientos para los espectadores que hay detrás de la mesa de anotar. Nora se pone en pie y viene hacia mí. Alarga el brazo y me tiende la mano con la esperanza de ayudarme a ponerme en pie. Rechazo la oferta.
– ¿Qué demonios te pasa? -le pregunto.
– Quería hablar contigo.
– ¿Y lo haces así? ¿Me mandas al planeta de los simios para que me manejen? -Consigo ponerme en pie y me sacudo la ropa.
– Les dije que no dijeran nada, nunca se sabe quién puede estar escuchando.
– O no. Debo haberte llamado veinte veces; no me contestaste ni una.
Nora vuelve al asiento que ocupaba y me indica que me reúna con ella. Es su manera de esquivar la cuestión.
– No, gracias -le digo-. ¿Y por qué hiciste que los del Servicio Secreto me dijeran una mentira cuando vine a verte?
– Por favor, no te enfades, Michael. Estaba a punto de…
– ¿Por qué me mientes? -exclamo, y mi voz retumba por toda la estrecha habitación.
Comprende que necesito airearme, y lo deja pasar. Han sido dos días duros. Para ambos. Realmente, además, no me importa. El que se las va a cargar soy yo, no ella. Finalmente, levanta la cabeza y dice:
– No tenía otra elección.
– ¿Así que, de repente, te has quedado sin libre albedrío?
– Ya sabes de qué estoy hablando. No es nada fácil.
– En realidad, es muy fácil: lo único que tienes que hacer es coger el teléfono y marcar mi extensión. Puedo decirte que es lo mínimo que podrías hacer.
– ¿Así que todo es culpa mía?
– Fuiste tú la que cogió el dinero.
Me lanza una mirada fría, mantenida.
– Y tú eres la última persona que la vio con vida.
No me gusta el tono de su voz.
– ¿Qué estás diciendo?
– Nada -murmura, de pronto desinteresada.
– No me digas eso, eres tú… -la voz se me quiebra-. ¿Me estás amenazando?
Me lanza una sonrisa sombría. Tiene la voz suave como el hielo.
– Como le digas una palabra a alguien, Michael, te arrancaré la cabeza -mientras sus palabras brotan de sus labios, yo noto el corazón en la garganta; no puedo respirar, lo juro-. Esto es lo que sacas por ser un buen chico -añade, negándose a dejarlo-. Jode que te toque a ti, ¿eh?
Oh, Dios mío. Justo tal y como dijo Pam…
Nora cambia a una sonrisa. Y se echa a reír. Me apunta con el dedo y se ríe. Toda la sala se llena de sus carcajadas juguetonas.
Una broma. No era más que una broma.
– Venga, Michael, ¿de verdad piensas que te dejaría solo? -pregunta, todavía muy divertida.
La sangre acude de nuevo a mis mejillas. La contemplo sin poder creerlo. Un cuerpo, dos personas.
– Eso no tiene gracia, Nora.
– Pues entonces no señales con el dedo. Ése no es modo de hacer amigos.
– No señalaba con el dedo… sólo es que… es que no me gusta que me dejen colgado.
Se da la vuelta y mueve la cabeza. Todo su cuerpo parece repentinamente abatido.
– Yo no podría hacerte eso, Michael. Aunque quisiera. Después que tú… -Se para buscando las palabras-. Lo que hiciste por mí… Te debo mucho más que esto.
– ¿Eso quiere decir que vas a ayudarme? -digo tras sentir prácticamente que el péndulo vuelve.
Vuelve a mirarme, casi sorprendida por la pregunta.
– Pero bueno, vamos, después de todo esto, ¿de verdad piensas que no estaré de tu parte?
– No se trata sólo de estar de mi parte… Si las cosas van mal, puede que te necesite para corroborar mi versión de la historia.
Ella baja la vista y mira fijamente la hoja de anotación vacía que tiene delante.
– ¿Qué? -le pregunto-. Dilo.
Pero todo lo que hace es seguir mirando aquella hoja. No puedo creerlo.
– ¿Así son las cosas, eh? Ahora, de pronto, ¿vuelvo a estar yo solo?
– No, para nada -me replica-. Te he dicho que nunca haría eso… Sólo es que… -Se corta, pero finalmente se vuelve hacia mí-. ¿No lo entiendes, Michael? Si yo me meto, sólo sirve para empeorar las cosas.
– ¿Pero de qué me hablas?
– ¿Comprendes siquiera lo que pasaría si descubrieran que salimos juntos?
¿Acaba de decir que salimos juntos?
– Acabarían contigo, Michael. Pondrían tu foto en primera página, hablarían con cada profesor o enemigo que hayas tenido, y te comerían vivo… sólo por ver si eres lo bastante bueno para mí. Ya viste cómo destrozaron a mi último novio. Después de tres semanas de tener a los periodistas a sus talones, me llamó y me dijo que le estaba saliendo una úlcera y rompimos.
Comprendo que éste no es momento para distraerse, pero no puedo dejar de sonreír.
– ¿Entonces ahora yo soy tu novio?
– No cambies de tema. Aunque yo apareciera y me llevase mi parte, no dejarían de machacarte a ti.
Me detengo a mitad de paso, muy cerca de la mesa de anotaciones.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo alguien? -No hace falta que me lo diga… ya sabes cómo funciona. Por mucho que odie admitirlo, en eso tiene razón. Cada vez que cae un pez gordo, cualquiera que esté cerca del epicentro se va con él. Aunque yo fuera inocente, el público necesita pensar que se ha limpiado la casa.
Cierro los ojos y me los cubro con la mano con la esperanza de obtener una cierta distancia. Durante los dos días pasados, siempre quedaba al menos una salida clara: sacrificar a Nora y salvarme a mí mismo. Pero una vez más, con Nora nunca nada es tan simple. Aunque la entregue a ella, seguirán colgándome a mí a la vista de todos. -¡Mierda!
Mi exclamación rueda por la pista, pero Nora no levanta los ojos. Con la cabeza baja y las manos detrás de las rodillas, vuelve a ser la niña pequeña. Tampoco es fácil para ella. Y sabe que esta vez me ha metido a mí. Es la lucecita al final del túnel: no está preocupada sólo por ella, está preocupada por mí.
– Michael, te lo juro, si hubiera sabido que sería así, nunca hubiera.
– No hace falta que lo digas, Nora.
– No. Sí. Pase lo que pase, fui yo la que te metió en esto y yo te sacaré.
Hay fuerza en sus palabras, pero yo sigo notando su miedo. Mantiene los ojos fijos en el suelo de la pista de bolos. Su propia pista de bolos. Ella tiene mucho más que perder.
– ¿Estás segura de que quieres correr ese riesgo, Nora?
Levanta los ojos hacia mí lentamente. Lleva desde que la dejé la otra noche decidiendo eso. Sus manos continúan metidas nerviosamente detrás de la rodilla. Pero su respuesta surge tan rápido como su sonrisa.
– Yea -dice, asintiendo con la cabeza-. Sin dudarlo.
Por mi mente corren todas las razones para alejarme de ella que me dieron Pam y Trey. Y todas las explicaciones freudianas baratas de por qué no lo haría: mi necesidad de proteger, mi necesidad de ayudar a mi padre, mi necesidad de entrar de algún modo por la pista interna hacia el Presidente… Pero estando aquí de pie mirando a Nora, no hay más que una cosa que tiene auténtico sentido. Y no son como antes esas cosas estúpidas del estilo de cómo me mira o cómo dice mi nombre. Tampoco sobre lo mucho que me necesita, ni siquiera por quién es. Al final, ahora que lo entiendo todo, se trata de lo que Nora Hartson está dispuesta a dejar -por mí- para hacer las cosas bien.
– Yo te sacaré -repite, confiada-. Yo te…
– Nosotros -la interrumpo-. Nos metimos los dos. Saldremos los dos. -Tomo asiento junto a ella y le pongo una mano en el hombro. Es lo mismo que con mi padre, hay veces que el único modo de resolver problemas es recordar cómo nos metimos en ellos. Y aunque no es que me guste, precisamente… con mi familia… no conozco ningún otro modo de vivir.
Nora vuelve a levantar la cabeza. Una sonrisa suave le ilumina las mejillas.
– De todos modos, ¿sabes?, no soporto los románticos.
– Yo tampoco. Los odio con pasión -le replico. Tiene la respuesta lista, pero no le dejo meterla. El único modo de salir de la jaula es descubrir lo que realmente sucedió-. ¿Y qué hay de tus guardaespaldas? ¿Les has contado lo que pasa?
– ¿A esos tipos? Sólo trabajan los fines de semana. Les conté que habíamos salido juntos y tú me habías cabreado. Se piensan que es una pelea. ¿Por qué? ¿Se lo contaste tú a tu novia Pam?
– ¿Qué sabes tú de Pam?
– Te he investigado, Garrick. Yo no salgo con cualquier paria del edificio.
– No es mi novia -añado.
– Eso no es lo que ella cree, Romeo. -Se levanta del asiento, se dirige hacia la pista y lanza una bola imaginaria-. ¿Sabes que Nixon solía bajar aquí y hacerse diez partidas una tras otra? ¿Esto es un psiquiátrico o qué?
Mientras lanza la pregunta, no puedo dejar de notar lo rápido que cambia de estado de ánimo. En unos segundos es otra persona. Y otra vez tengo presente que nunca he conocido a nadie que logre hacer que me sienta tan viejo y tan joven al mismo tiempo.
– Entonces qué, ¿se lo dijiste a Pam?
– Sí… -vacilo-. No tenía nadie más con quien hablar, así que…
– No te disculpes. Chris dice que yo tendría que haberte hablado antes.
– ¿Se lo has dicho a tu hermano?
– Es de la familia, y uno de los pocos que sabe llevarlo. -Lanza otra bola imaginaria por la pista.
Señalándole el estante de bolas, le digo:
– Las de verdad las tienes justo detrás de ti, ¿sabes?
– Odio los bolos -dice como al descuido después de mirarme con esos ojos que te penetran-. Ahora cuéntame lo que pasó cuando fuiste a verla.
– ¿Caroline?
– No, esa otra muerta que también tenía treinta mil en la caja fuerte. Pues claro que Caroline, naturalmente.
Expongo rápidamente todos los detalles importantes.
– ¿De manera que Simon te lo colgó a ti? -me pregunta cuando termino-. Olvídate de la brutalidad de Washington, ese tipo es puro Hollywood.
– Eso como mínimo. No nos olvidemos de que puede que la haya matado él.
– ¿Tú no crees que fuera un ataque al corazón?
– Supongo que puede haberlo sido… pero… con todo lo que hay en marcha, me parece demasiada coincidencia.
– Puede ser -empieza ella-. Pero te sorprendería saber por qué suceden muchas cosas… especialmente por aquí.
No estoy muy seguro de a qué se refiere pero no me va a dar la oportunidad de preguntarle.
– Suponiendo que fuera Simon -continúa-, ¿por qué crees que lo haría?
– Tiene que tener algo que ver con ese dinero.
– ¿Sigues convencido de que está vendiendo secretos?
– No sé. Cuando vendes secretos, sueltas información. Y allí no había más que billetes… los mismos billetes que estaban en la caja fuerte de Caroline.
– ¿Entonces crees que le hacían chantaje?
– ¿Un hombre casado en un bar gay? Tú viste su expresión allí dentro. Me daba la impresión de controlarlo, estaba asustado. Si querías control, hablabas con Caroline.
– Ya veo adonde quieres ir a parar. La chantajista es Caroline y Simonía mató para quedarse tranquilo.
– Ella era la única que tenía acceso a todas las informaciones personales. Y disfrutaba con ello. Tendrías que haber visto cómo vino por mí. -Mirando al fondo de la pista, tengo una visión lateral que me permite ver los diez bolos-. Sólo hay una cosa que no encaja: si el chantaje lo hacía Caroline, ¿por qué Simon no volvió a coger el dinero cuando la mató?
Una vez más, Nora encuentra su sonrisa sombría. Menea la cabeza como si me estuviese dejando algo de lado.
– Puede que no supiera la combinación de la caja fuerte. Puede que no quisiera que lo pillaran con él. Y por lo que sabemos, puede que fuera realmente un ataque al corazón. O mejor aún, con su historia falsa, puede que sea la mejor manera de echarte la culpa a ti. Si nos vio la otra noche, sin duda también puede haber visto a los polis. Así que ahora cambia toda la trama. Los diez mil que confiscaron los guardias sólo eran una cuarta parte. El resto se lo diste a Caroline por su silencio. La numeración consecutiva de los billetes lo demuestra. El chantaje te lo hacían a ti. Tú eres el que tiene el dinero. Tú la mataste.
El dinero. Todo vuelve siempre al dinero. En la caja fuerte. En la guantera de mi coche. A mi nombre. Con la numeración consecutiva, todo él está ligado a mí. Nora ha dado en el clavo. El dinero que tiene la policía de Washington D. C. es una bomba de relojería. En cuanto alguien descubra su existencia, explotará. Y aunque hubiera sido un ataque al corazón, con todo ese efectivo en mi poder… y en aquel barrio… se alzará el espectro de las drogas, la historia de mi trabajo. Soltarán mi lastre sólo por evitar la noticia en primera página. Y si la autopsia demuestra que es un asesinato… Oh, Dios mío. Me froto la nuca, hago cuanto puedo por aplazarlo. Lo que estoy a punto de decir la va a disparar, pero tengo que hacerlo.
– Nora, si esto empieza a convertirse en una bola de nieve, va a seguir rodando hasta arriba del todo.
Al otro lado de la estrecha habitación, se apoya en el estante de las bolas y me mira fijamente. Sabe que es verdad. Lo noto en el movimiento de sus ojos. Está aterrada.
– ¿Intentarán liquidarlo con eso, verdad?
Ahí está otra vez. Su padre. Salga como salga, por un escándalo de este tipo se paga un duro peaje. Especialmente con Bartlett acercándose a la primera posición.
– Lo único que necesitamos es un poco de tiempo -dice frotándose vigorosamente la nariz-. Todavía puede salir perfectamente.
Cuanto más habla, más fuerza coge su voz. Me recuerda el discurso que hizo en la convención nacional del partido cuando la nominación de su padre hace todos esos años. En un principio habían pedido que hablara su hermano, Chris, pensando que Norteamérica se uniría en torno a un joven que defendía a su padre. Pero después de unos cuantos ensayos en privado, como Chris tropezaba con las palabras y daba la impresión general de estar aterrado, Nora preguntó si podía hacerlo ella. En la campaña aquello se presentó como la primogénita que se pone en vanguardia, mientras nuestros oponentes la presentaban como otro de esos Hartson mandones compitiendo por el control.
Cuando todo terminó, Nora, como cualquier otra chica de dieciocho años que se dirige a un grupo de ciento diez millones de personas, fue criticada por nerviosa y poco pulida. Eso es lo que pasa cuando intentas quedarte con los focos, comentaron unos cuantos críticos. Pero ahora, mirándola balancearse ansiosa adelante y atrás ante la mera mención del sufrimiento de su padre, pienso que fue menos una escena de poder que una de protección. Si salía ella, Chris no tenía que hacerlo. Y cuando los palos son especialmente fuertes, todos protegemos a los nuestros.
– Por lo que sabemos… lo dan como un simple ataque al corazón -tartamudea-. E incluso puede que Simon se quede callado.
¿Y yo qué he de decir? «¿Es indudable que a tu padre le van a destrozar la vida, sobre todo si yo proclamo la verdad a voces?»
En el transcurso de unos pocos segundos, las opciones se reducen rápidamente: si abro la boca, su padre se lleva el palo, y puesto que yo estoy en el epicentro, caemos todos; si mantengo la boca cerrada, gano algo de tiempo para husmear, pero me arriesgo a caer yo solo. Vuelvo a mirar los bolos al fondo de la pista. No puedo dejar de sentirme como el que está en el vértice del triángulo. El que siempre se lleva la bola.
– Tal vez deberías hablar con él -le sugiero-. Así sabrá de quién fiarse. Quiero decir, aunque sólo haya sido un ataque al corazón, a Simon lo chantajearían con algo, y a menos que lo averigüemos, la soga me la seguirá poniendo al cuello a mí.
Nora me mira pero no dice ni una palabra.
– ¿Entonces hablarás con él?
– No puedo -responde después de una pausa.
– ¿Qué quieres decir con que no puedes?
– Te lo diré, no se le puede molestar con estas cosas. No… no lo entenderá. No es como un padre corriente.
En ese punto, dejo de discutir. Conozco esa frustración en su voz. Y conozco ese mundo: el huérfano con padre vivo.
– ¿Hay alguna otra cosa que tú puedas…?
– Se lo he dicho ya a mi tío Larry.
– ¿A quién?
– A Larry. Larry Lamb.
– Naturalmente -digo, tratando de parecer despistado.
No iba a llamarlo Lawrence. Lo conoce desde que nació -leí la historia principal en la revista People-, su hermano y ella pasaban los veranos en su granja de Connecticut. Había una foto de Nora y Christopher gritando en un columpio y otra en que se escondían debajo de las mantas de la cama con dosel de Lamb.
Me hundo en mi asiento y recompongo mis pensamientos. Lamb es la sombra del Presidente, y ella lo llama tío Larry. Cuando lo piensas, suena tonto. Pero ésa es ella. Pretendiendo todavía no estar impresionado, pregunto finalmente:
– ¿Y qué dijo?
– Exactamente lo que era de esperar: «Gracias. Me alegro de que me lo hayas contado. Han dictaminado que fue un ataque al corazón, pero lo miraré.» Tiene la vista puesta en la reelección y no hay manera de que tire del enchufe en este momento. Cuando las cosas se calmen, abrirán una investigación oficial.
– ¿Dónde nos deja eso a nosotros? -pregunto.
– Nos deja como que somos las únicas dos personas a quienes les interesa proteger tu cabeza. Tal como están las cosas, Simon parece contento con dejarlo tranquilo, pero ésa no es una solución.
Asiento en silencio. La tregua no durará para siempre. Antes o después, el bando más poderoso se da cuenta de su ventaja. Y el otro bando muere.
– Me gustaría que tuviéramos algo más de información. Si Caroline estaba haciendo eso, probablemente no sería sólo a Simon. Sabía todos nuestros secretos… podría habérselo hecho a…
– Por cierto, eso me recuerda… -Nora va hasta la mesa de anotaciones, coge su bolso de cuero negro y saca un papel doblado.
– ¿Qué es esto? -le pregunto cuando me lo tiende.
– Llegó cuando estaba hablando con tío Larry. Son los nombres que había en dos de los expedientes del FBI que encontraron en el despacho de Caroline.
Rick Ferguson y Gary Seward. Uno pretende un nombramiento presidencial en Hacienda y el otro acaba de empezar en Comercio.
– No lo entiendo -digo-. ¿Por qué sólo dos?
– Al parecer, tenía toneladas de expedientes por todo el despacho, y no sólo los de los nombramientos presidenciales. Algunos eran de jueces, otros de la Asesoría Jurídica…
– Tenía el mío. Yo lo vi.
– El FBI está volviendo a comprobarlos todos.
– ¿Entonces pasaron una lista completa de los nombres?
– No, hasta que hayan terminado. Según la nota, no quieren que nadie se dé cuenta. Así que por razones de seguridad, nos los irán pasando según los tengan, uno o dos cada vez.
– ¿Y cómo conseguiste éstos? -pregunto, levantando el papel.
– Ya te lo he dicho, por tío Larry.
– ¿Te los dio él?
– En realidad, salió para hablar con su secretaria y yo copié los nombres en un papel suelto.
– ¿Los robaste?
– ¿Los quieres o no?
– Pues claro que los quiero. Pero no quiero que se los robes a Lawrence Lamb.
– A él le da igual. Es mi padrino, él me quitó las ruedas pequeñas de la bici; no le importará que eche una miradita a una carpeta. Por lo menos, así no estaremos totalmente a oscuras.
Menudo consuelo.
– Entonces eso significa que el FBI está repasando mi expediente.
– Tranquilo, Michael. Estoy segura de que estarás limpio.
Intento creerlo y contemplo la lista. La letra de Nora tiene una especie de toque de pompa circular. Como una niña de tercer grado que está aprendiendo a escribir en cursiva. Rick Ferguson. Gary Seward. Dos personas que han sido declaradas inocentes por el FBI. Intento recordar cuántas carpetas vi en el despacho de Caroline. Debajo de la mía había por lo menos cinco o seis, y probablemente había más en los cajones. Parece como si el FBI estuviera pensando también en chantaje. Me vuelvo hacia Nora y pregunto:
– ¿Por qué has esperado hasta ahora para darme esto?
– No lo sé. Supongo que se me olvidó -dice, encogiéndose de hombros-. Oye, tengo que irme corriendo. Hay un primer ministro de algún lado que trae a su familia para que nos hagamos unas fotos.
– ¿Vas a ver a tu tío allí?
– La única persona que voy a ver es al hijo del primer ministro. Un mozo muy guapo, por cierto.
No sé bien si intenta cambiar de tema o ponerme celoso. En cualquier caso, le funciona.
– ¿Entonces ése es al que dejas tirado por mí?
– Eh, si tú consigues tener un país tuyo, también pretenderán que te lama el culo a ti. Pero mientras tanto, tengo que hacérmelo en otro lado… Esos tíos se pondrán rabiosos si llego tarde.
– Eso seguro. Los mercados exteriores se tambalearán y el honor se perderá. Eso va de la mano con los retrasos: un incidente internacional.
– Te gusta escucharte a ti mismo, ¿eh?
– Más incluso que a ti las sesiones de fotos con extranjeros. Pero en fin, no es más que un día como todos, ¿eh?
– Desde mi última hora en sexto grado.
– No entiendo.
– Ése fue el día en que papá se decidió a presentarse a gobernador. O por lo menos, el día que me lo dijo. Todavía me acuerdo de estar esperando a que sonase el último timbre y luego salir a todo correr de la clase y volar a buscar la bicicleta con Melissa Persily. Tenía que dormir en su casa aquella noche. Era una de esas chicas tranquilas que viven lo bastante cerca de la escuela como para ir en bici, así que tener un aparcamiento para bicis era algo importante. Tenía un candado con combinación y una bici vieja negra de diez marchas que había sido de su hermano… -la voz de Nora se acelera según va alzando la vista-. Tío, era una mara… -En el instante en que nuestros ojos se encuentran, se queda cortada. Igual que antes, su mirada se va directamente al suelo.
– ¿Qué? -pregunto.
– No… nada…
– ¿Cómo que nada? ¿Qué pasó? Llegasteis al parking de bicis… ibais a dormir en su casa…
– Nada, realmente -insiste dando un paso atrás-. Oye, de verdad, tengo que irme.
– No es más que una historia de niños, Nora. Por qué te asustas…
– No estoy asustada -insiste.
Y ahí es donde veo que miente.
Nora ha pasado cada día de los últimos dos meses en plena fiebre de elecciones -desde almuerzos de trescientas personas con los grandes contribuyentes, a estar sentada junto a su madre en reuniones televisadas por satélite, a, si está de muy buen humor y consiguen que coopere, conceder entrevistas sobre por qué los jóvenes universitarios deben movilizarse y votar-, ha sido la maestra más joven y menos entusiasta del aprieta-y-sonríe. Es lo que conoce desde sexto grado. Pero hoy… hoy se ha visto atrapada por un entusiasmo real: incluso disfrutaba. Y aquello la ha aterrado.
– Nora -le digo cuando se dirige ya a la puerta-. Sólo para que lo sepas, no se lo diré a nadie.
Se para en seco y se gira lentamente.
– Ya lo sé -dice dándome las gracias con un gesto de cabeza-. Pero, de verdad, tengo que irme… ya sabes cómo es… los presidentes en ejercicio tienen que mostrar firmeza en política exterior.
Vuelvo a pensar en Bartlett en la foto de portada.
Nora ya casi ha salido por la puerta. Y entonces, justo cuando está a punto de irse, se vuelve hacia mí y toma aliento con fuerza. En su voz hay una desgana escondida.
– Cuando llegamos al parking de bicis, mamá estaba allí sentada esperándome. Me llevó a casa, papá me dijo que se presentaba a gobernador y ya está. Nada de dormir en casa de Melissa Persily… soy la única que se lo perdió. Al año siguiente, Melissa empezó a llamarme «eso». Como por ejemplo «ahí está eso», o «no dejes que eso se me acerque». Era una estupidez, pero toda la clase la imitó. Y era en primero de bachillerato.
Sin decir nada más, Nora vuelve a coger el pomo de la puerta. El hijo del primer ministro espera.
– ¿Nunca te cansas de estas cosas? -le pregunto.
Nuevamente hay una oportunidad para abrirse. Esboza una sonrisa.
– No.
No hay que ser muy listo para ver lo que hay detrás de su respuesta. Pero el instinto sigue haciéndole decir no. En cierto modo, no se fía del todo de mí. Acabaré consiguiéndolo. Ella misma lo dijo. Pase lo que pase, además, yo estoy saliendo con la Primera Hija de los Estados Unidos.
Entro en el despacho de Trey enarbolando una sonrisa de gato de Cheshire. Diez minutos después, ya me está gritando.
– ¡Eres imbécil, Michael! Imbécil, imbécil, imbécil.
– ¿Por qué te cabreas tanto?
– ¿A quién más se lo has contado? ¿A cuántos?
– Sólo a ti -le contesto.
– No me mientas.
Me conoce demasiado bien.
– Se lo he dicho a Pam. Sólo a ti y a Pam. A nadie más. Te lo juro.
Trey se pasa la palma de la mano desde la suave piel marrón de su frente hasta atrás del todo de su rizado afro cortito. La mano pequeña se mueve despacio por la cabeza -ya lo he visto otras veces-, llama a eso «el frote». Un frote rápido es como una risita o mueca de embarazo, y lo emplea cuando algún dignatario tropieza o se cae en medio de una sesión de fotos. La velocidad se aminora cuanto más graves son las consecuencias, y cuanto más lento se frote, más incómodo está. Cuando en Time salió un perfil poco halagador de la Primera Dama, se frotaba lentamente. Cuando se rumoreó que el Presidente tenía cáncer, todavía más lento. Hace cinco minutos le conté lo que pasó con Nora y Caroline. Observé su mano para cronometrar la velocidad. Melaza.
– Sólo a dos personas. ¿Por qué haces tantos aspavientos?
– Te lo diré lo más claro posible: me encanta que estés ascendiendo en este mundo, y me encanta que me confíes todos tus secretos. Me encanta incluso que Nora quiera subírsete a los pantalones (aunque sobre esto volveremos a hablar, créeme), pero cuando la cuestión es algo tan gordo, tendrías que mantener la boca bien cerrada.
– ¿Entonces no tendría que habértelo dicho a ti?
– No tendrías que habérmelo dicho a mí ni tendrías que habérselo dicho a Pam. -Hace una breve pausa-. Vale, a mí podías decírmelo. Pero a nadie más.
– Pam nunca dirá nada.
– ¿Y eso cómo lo sabes? ¿Te ha confiado a ti ella alguna de sus cosas?
Ya sé a qué se refiere cuando pregunta eso. Puede que sea sólo un oficinista de veintiséis años, pero a la hora de saber dónde hay que pisar, Trey sabe dónde están todas las minas.
– Te digo que si Pam no comparte eso contigo -añade-, tú no deberías compartir nada con ella.
– Mira, ahora te estás poniendo demasiado político. En la vida no todo es toma y daca.
– Estamos en la Casa Blanca, Michael. Aquí todo es toma y daca.
– Me da igual. Te equivocas con Pam. No tiene nada que ganar.
– Por favor, chico, sabes que te quiere mucho.
– ¿Y qué? Yo también.
– No, no de ese modo, listo. No es simplemente que te tenga cariño. -Se pone la mano sobre el corazón como si estuviera haciendo el juramento de lealtad y luego inmediatamente empieza a tamborilear sobre el pecho-. Ella te aaama -canturrea, poniendo los ojos en blanco-. Me refiero a los bonitos sueños de color rosa: ositos de peluche… batidos de vainilla… arco iris felices en el aire…
– No te enrolles, Trey. No puedes estar más lejos de la realidad.
– No te burles de mí, chico. Si es igual que lo que hace el Presidente con Lawrence Lamb.
– ¿A qué te refieres?
Instintivamente, Trey se inclina hacia atrás en la silla y gira el cuello para vigilar el resto de la zona de recepción. Comparte el despacho con otras dos personas. Las mesas de sus dos colegas están ambas junto a una ventana, aisladas por unos archivadores. La de Trey está junto a la puerta. Le gusta ver quién entra y sale. Hoy no está ninguno de sus compañeros, pero Trey no puede evitarlo. Es la primera regla de la política. Averigua quién te escucha. Cuando está seguro de que estamos solos, dice:
– Fíjate cómo es su relación. Lamb asiste a todas nuestras reuniones, participa en todas las decisiones finales, incluso su cargo se llama consejero adjunto, pero cuando hay que hacer el trabajo jurídico de verdad, no aparece por ningún lado. ¿Por qué piensas que esto es así?
– ¿Porque es un cabrón holgazán y sin dientes?
– Hablo en serio. Lamb está allí para vigilarte a ti y a todos los de tu departamento.
– Eso no es…
– Venga, Michael, si tú fueras presidente, ¿a quién preferirías tener guardándote la espalda: a un grupo de extraños de tu gabinete o a alguien que es amigo desde hace más de treinta años? Lamb conoce todas las cuestiones de personal, por eso se confía en él. Y lo mismo pasa entre nosotros, ya hace casi cuatro años que hablamos por primera vez en la campaña, pero aquí el tiempo se mueve de prisa. Mientras que con Pam…
– Te agradezco la preocupación, pero nunca dirá nada. Es de Ohio.
– Ulysses S. Grant era de Ohio y tuvo la administración más corrupta de la historia. Es todo comedia, esa gente del Medio Oeste no tiene principios.
– Yo soy de Michigan, Trey.
– Excepto los de Michigan. A ésos los adoro.
– Estás enfadado porque se lo conté primero a Pam -le digo moviendo la cabeza.
No puede evitar poner una sonrisita.
– Quiero que sepas que he sido yo el que mantuvo tu nombre a salvo de la prensa. No le dije a nadie que tú encontraste el cuerpo.
– Y te lo agradezco. Pero ahora mismo, quiero hablar de Nora. Cuéntame, qué sabes.
– ¿Qué hay que saber? Es la Primera Hija. Tiene su propio club de fans. No tiene que contestar el correo. Y está terriblemente apetitosa. También es carne de psiquiatra, pero eso, ahora que lo pienso, creo que me excita.
Algo va mal. Está haciendo demasiados chistes.
– Dime lo que estás pensando, Trey.
Se pasa las manos a lo largo de la corbata barata de rayas marrones. Con sus patillas alargadas, las gafas a lo John Lennon y la cazadora tiesa de la marina con el botón dorado bien abrochado en su sitio, está a pocos dólares del modelo jovencito estudiante. Es asombroso. Tiene menos dinero que cualquier otro del equipo y aun así es el único que lleva traje los sábados.
– Ya te lo dije antes, Michael: estás en dificultades. Esa gente no son pesos ligeros.
– ¿Pero tú qué piensas de Nora?
– Creo que será mejor que te andes con cuidado. No la conozco personalmente, pero la veo cuando viene a buscar a mamá. Entra y sale, siempre de prisa; a veces nerviosa; nunca dice una palabra a nadie.
– Eso no significa…
– No estoy hablando de cortesía… estoy hablando de lo que hay debajo. Puede que te deje coger sus galletas, puede que sea una amiga atractiva, pero ya conoces los rumores: X, Especial K, puede que algo de cocaína…
– ¿Quién ha dicho que toma coca?
– Nadie. Por lo menos, todavía no. Por eso hablamos de rumores, amigo mío. Es demasiado gordo para publicarlo sin una fuente solvente.
Permanezco en silencio.
– Tú no la conoces, Michael. Puede que la hayas visto tirarle el frisbee a su perro en el jardín sur, y puedes haberla visto ir a su primera clase de Sociología en la universidad, pero eso no es su vida. Eso sólo son recortes de prensa y pacotilla para las mentiras de la noche. El resto de la película está oculto. Y es una película muy larga.
– ¿Entonces lo que dices es que tengo que abandonarla?
– ¿Abandonarla? -se echa a reír-. Después de todo lo que has hecho… nadie podría acusarte de eso. Ni siquiera Nora.
Tiene razón. Pero eso no lo hace más fácil. Como no respondo, añade:
– Está empezando a afectarte en serio, ¿eh?
– Simplemente, no me gusta que todo el mundo la ponga automáticamente en el punto de mira.
– ¿A ella? ¿Y qué…? -Se contiene. Y ve la expresión de mi cara-. Oh, Dios mío, Michael, no me digas que… oh, estás, ¿sí? No se trata sólo de protegerla… está empezando a gustarte de verdad, ¿no es cierto?
– No -le replico-. Ahora estás interpretando más de lo que…
– ¿De veras? -dice, retador-. Entonces contéstame a esto: desde el punto de vista sexual, aquella primera noche que salisteis, ¿qué pasó en realidad?
– No te entiendo.
– ¿Quieres que te lo pregunte en latín? Salisteis por ahí los dos juntos. Antes de marcharte, juraste que me contarías hasta el último detalle. De hecho, me parece que tus palabras fueron: «Voy a pasar revista de la ropa interior a la Primera Hija.» Todos habéis sido bien instruidos en cuestiones de vestuario, así que oigámoslo. ¿Qué pasó realmente? ¿Qué tal besa? Cuéntamelo todo punto por punto.
Vuelvo a permanecer en silencio.
– No te lo guardes -continúa Trey-. ¿Es buena metiendo la lengua?
Mi mente se inunda de imágenes de ella entre mis brazos… y de cómo deslizó la mano por mi muslo… Oh, muchacho, Trey se moriría si supiera… Me detengo y bajo la vista para mirar la alfombra azul industrial descolorida.
– ¿Y qué? -dice Trey-. Cuéntame lo que pasó.
Estoy seguro de que todos los tíos que han salido alguna vez con ella se han visto en esta situación. Mi respuesta es un susurro.
– No.
– ¿Qué?
– No -repito-. Esto no es asunto de nadie. Ni siquiera tuyo.
Trey hace rodar los ojos, se cruza los brazos sobre el pecho y se recuesta hacia atrás.
– Que la hayas visto en la tele de tu sala no significa que haya estado allí, Michael. Además, aunque no estén bien los secretitos, lo primero y más importante de todo es que es la hija de Hartson.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Quiere decir que lleva la política en la sangre. Así que si os ponen a los dos contra la pared, pues bueno… será ella la que consiga escurrirse.