174285.fb2 Los Pasadizos Del Poder - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

Los Pasadizos Del Poder - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

CAPÍTULO 17

– Toc, toc -anuncio al entrar en la pequeña habitación. A la izquierda hay una cama y a la derecha un armario ropero. Mi padre está sentado ante una mesa situada junto a la pared del fondo-. ¿Hay alguien?

– ¡Mikey! -exclama mi padre con una sonrisa toda dientes. Se levanta de un salto, derriba un bote de rotuladores de la mesa. Ni se entera. Sólo me ve a mí.

Me aprieta en un gran abrazo de oso e intenta levantarme del suelo.

– Cuidado, papá. Ahora peso más.

– Nunca pesas demasiado para… ¡esto! -Me levanta y me da una vuelta y me planta en el centro de la habitación-. Pesas -dice con un ligero ruido nasal-. Y tienes cara de cansado.

De espaldas a la puerta, no ve que Nora está de pie en el umbral. Me agacho y empiezo a recoger los rotuladores del suelo. Me fijo en el periódico de la mesa y le pregunto:

– ¿Qué estás haciendo?

– Un crucigrama.

– ¿De verdad? Déjame ver. -Coge el periódico y me lo tiende. La versión paterna de un crucigrama terminado: ha pintado todos los cuadros blancos de un color diferente.

– ¿Qué te parece?

– Fantástico -le digo, tratando de expresar entusiasmo-. El mejor que has hecho.

– ¿En serio? -pregunta, ampliando su sonrisa. Es una sonrisa blanca que ilumina el cuarto con su fulgor. Con los cinco dedos extendidos, cierra el espacio entre el pulgar y el índice detrás de la oreja y luego dobla la parte de arriba hacia abajo y la suelta. Cuando yo era pequeño, eso me recordaba a un gato bañándose. Y me encantaba.

– ¿Tú pondrías letras? -pregunta.

– Ahora no, papá -le interrumpo. Le doy una palmada en la espalda y le pongo dentro la etiqueta de la camisa. Detrás de él interpreto la mirada de Nora. Por fin empieza a entender el cuadro. Ahora sabe dónde termina mi infancia-. Papá, quiero que conozcas a alguien. -Señalo hacia la puerta y añado-: Ésta es mi amiga Nora.

Se gira y ambos se observan, se evalúan. A los cincuenta y siete años, mi padre tiene la sonrisa permanente de un niño de diez, pero sigue siendo extraordinariamente guapo, con una mata de pelo gris revuelto que apenas aclara un poco en las sienes. Lleva su camiseta favorita, la del logotipo del ketchup Heinz, y sus eternos caquis cortos, demasiado subidos en la cintura. Abajo, zapatillas de deporte blancas y calcetines negros. Al mirar a Nora empieza a balancearse sobre los dedos de los pies. Atrás y adelante, atrás y adelante, atrás y adelante. En la cara de Nora hay sorpresa.

– Encantada de conocerlo, señor Garrick -le dice, quitándose la gorra de béisbol. Es la primera vez que lo hace en público. Se acabó el esconderse.

– ¿Sabes quién es? -pregunto, disfrutando del asunto de repente.

– Éste es mi niño -dice mi padre a Nora, rodeándome orgulloso con el brazo. Y al decir esas palabras, aparta la vista de ambos. Sus ojos siempre abiertos van directamente a un rincón del cuarto y los hombros se le inclinan torpemente hacia adelante.

– Papá, te he preguntado algo. ¿Sabes quién es?

Se queda con la boca abierta y se vuelve hacia ella con una larga mirada de costado. Está confuso.

– ¿Una chica guapa con tetas pequeñas? -dice.

– ¡Papá!

– ¿No? -pregunta, como asustado, apartando la vista.

– Bueno, en realidad ése es mi sobrenombre -dice Nora, tendiendo la mano-. Soy Nora.

– Frank -suelta con una sonrisa-. Frank Garrick. -Se limpia la mano en el estómago y se la ofrece a Nora.

Sé lo que está pensando ella. En cómo la boca se le queda abierta; en cómo mira siempre al infinito… no es como se lo esperaba. Sus dientes un poco salidos hacia adelante, el cuello estirado hacia arriba. Es un adulto, pero más bien parece un niño demasiado grande que resulta tener muy poco sentido de la moda.

– ¿Por qué sigues llevando esos calcetines negros, papá? Te dije que quedan fatal con las zapatillas deportivas.

– Se aguantan mejor -dice, estirándoselos para arriba hasta el límite-. Eso no es nada malo.

– No, claro -dice Nora-. Yo creo que está muy guapo.

– Dice que estoy guapo -repite él, columpiándose atrás y adelante.

Los observo a los dos y él se pone junto a ella -invadiendo completamente su espacio personal-, pero Nora no da ni un paso atrás.

Sonrío a Nora, pero se gira para estudiar la habitación. Sobre la cama hay colgada una foto de los Juegos Paralímpicos de Michigan. Es una toma aérea de un joven compitiendo en salto de longitud. En la pared contraria tiene enmarcado un collage que le hice cuando se trasladó al hogar. Está hecho con fotografías de los últimos treinta años y le sirve para saber que yo siempre estoy ahí.

– ¿Éste eres tú? -me pregunta Nora, examinando el collage.

– ¿Cuál?

– El del pelo de fraile y la camisa Oxford rosa. El pequeño colegial.

– Ése es Mikey con su camisa de machote -dice mi padre con orgullo-. A la escuela, a la escuela…

Nora, desde la esquina, mira las hileras de botellas de ketchup Heinz vacías, alineadas junto a los estantes y los alféizares, y la mesita que hay junto a la cama y en cualquier otro espacio libre del cuarto. Mi padre sigue su mirada y resplandece. Yo le clavo los ojos. Ya le enseñará las botellas de ketchup después. Ahora, no.

La cama, al lado de la librería, está hecha, pero el escritorio es un desastre. Encima de aquel revoltijo hay un marco con una foto de boda. Nora va directa a por ella.

Inmediatamente, papá se pone a chasquear el dedo corazón contra el pulgar. Trie, trie, trie.

– Es mi esposa. Philly. Phillis. Phillis -repite cuando Nora coge el marco. Ataviados con su esmoquin y traje de novia correspondientes, a mi padre se lo ve joven y esbelto; a mi madre, tímida y gordita.

– Es muy guapa -dice Nora.

– Es bella. Yo soy guapo -dice él. Trie, trie, trie-. Aquí está Michael con el Presidente. El de verdad. -Alarga la mano y tiende a Nora una foto mía y de su padre.

– ¡Guau! -dice-. ¿Y Michael se la regaló? -Ya te lo he dicho: es mi hijo.

Después de una partida rápida de Cuatro en Raya nos vamos al patio de atrás para almorzar. Limpiamos los restos de nuestros sandwiches de pavo con ketchup, y nos sentamos ante una vieja mesa de madera plegable.

– ¿Queréis un postre sorpresa? -pregunta mi padre tan pronto acaba de comer.

– Yo sí -dice Nora inmediatamente.

– ¿Y tú, Michael?

– Claro -añado.

– ¡Adjudicado! Esperad aquí. -Se levanta de un salto y casi tira el plato.

– ¿Adonde vas? -le pregunto al verlo alejarse de la casa.

– Aquí al lado -explica sin volverse.

Lo observo atentamente mientras avanza hacia la cerca de madera que separa las dos propiedades.

– ¡Vete con cuidado! -le grito.

Me contesta agitando el brazo en el aire.

– Te pones loco con él, ¿verdad? -me dice Nora.

Arranco un trozo de corteza de pan y la desmenuzo con la mano.

– No puedo evitarlo. Desde que aquel fotógrafo me sacó una foto… Si están tan interesados, seguro que acabarán por aparecer por aquí.

– ¿Y qué hay de terrible en eso?

Piensa que me avergüenzo de él. Pero aunque no sea así, ojalá fuera tan sencillo.

– No me dirás que no hay razones para preocuparse.

– Puede que no sea más que un juego mental. Puede que sea la manera en que Simon te dice que guardes silencio.

– ¿Y si no es así, qué? ¿Qué pasa si la prensa ya sabe lo de ese tal Vaughn…?

– Ya te dije antes que no juegues a «qué pasa si…». El lunes verás a Vaughn, así que lo averiguarás muy pronto. Hasta entonces, hablaremos con Marlon y le diremos que vigile bien.

– Pero ¿qué pasa si…? -Me corrijo-: Tal vez tendría que llevármelo otra vez a la ciudad. Puede quedarse en mi casa.

– Ésa es una idea espantosa, y lo sabes.

– ¿Tienes alguna mejor?

– Voy a pedirle al Servicio Secreto que le pongan vigilancia aquí.

– ¿Y lo harán?

– Es el Servicio Secreto. Se tragarían las balas de una metralleta si pensasen que así nos garantizaban seguridad.

– Quieres decir que si eso garantiza tu seguridad.

– Se acabó el festival benéfico -dice, arqueando una ceja-. Si a mis amigos les sucede algo sospechoso, tengo que informar. Abren un expediente y lo investigan. Eso sería más que suficiente para procurar que él esté protegido.

Formo una hilera muy ordenada de migas en el plato. Es hora de poner orden.

– Gracias, Nora. Eso sería estupendo. -Levanto la vista y veo que todavía no se ha puesto la gorra de béisbol-. La verdad es que eso significaría mucho para nosotros.

Se limita a asentir. Se pone en pie, coge el plato vacío y empieza a limpiarlo.

– Déjalo -le digo-. A Marlon le gusta que lo haga mi padre. El objetivo de esta residencia-hogar es que sean autosuficientes.

– ¿Pero él no…? -Nora se queda cortada.

– Qué.

– No, nada. Sólo… -Otra vez se interrumpe. Ha vivido toda su vida en el terminal receptor de esto mismo. Fascinados por papá. Rogar lo mata.

– Tiene retraso mental -le digo-. No te preocupes, no me importa que lo preguntes.

Nora aparta la vista pero se ha ruborizado. Está roja. Así que eso es lo que la incomoda.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sufre? -pregunta.

– No sufre -le explico-. Simplemente, nació con menos capacidad de aprender, lo que significa que es más lento con la lógica y otros razonamientos complejos. Y el lado bueno, en cambio, es que nunca miente sobre sus emociones. Tiene el encanto de la transparencia. Lo que dice es porque quiere decirlo.

– ¿Eso significa que tengo las tetas pequeñas?

– Perdona -digo, riendo-. Hay veces que tiene parte de sus habilidades sociales disminuidas.

– ¿Y tu madre también…?

Ya estamos: la primera pregunta que hacen todos.

– No, mi madre era normal. Al menos, a mi entender.

– No comprendo.

– Echa otra mirada a la foto de la boda. Era una enfermera rellenita con gafas de culo de vaso, el tipo de mujer triste, fuertota, que nunca ves por ahí porque nunca sale. Se sentaba en casa y leía libros. Toneladas de libros. Todos de fantasía. Mi padre fue al hospital por una infección de vejiga, y ella lo cuidaba. Y al margen de los chistes de penes, él la adoraba, nunca tenía bastante y no paraba de tocar el timbre de su cama para que fuera a visitarlo. La llamaba «su mariposa». Y ella no necesitó más. Por primera vez en su vida alguien le decía que era hermosa y lo decía de verdad.

– Mucha gente diría que eso es verdadero amor.

– Estoy de acuerdo. Mi madre lo quería tal como era, y él le correspondía. Nunca fue algo unilateral, que aprendas con lentitud no significa que tengas el cerebro muerto. Es una persona afectuosa y delicada, y la eligió a ella. Y al mismo tiempo, ella no lo veía ennegrecido por su incapacidad. Y además, poder cuidarse de él, lo mismo que él hacía por ella, después de tantos años sola… en fin, todo el mundo quiere que le quieran.

– Entonces supongo que te crió ella.

Nora dice esto con cuidado. Lo que de verdad quiere saber es: ¿cómo he resultado yo tan normal?

– Independientemente de lo que opinase de sí misma, mi madre siempre encontró en mí su refugio. Cuando empecé a leer, de muy pequeño, y le pregunté si podíamos suscribirnos a un periódico, hizo cuanto estaba en su mano para animarme. No podía creerse que mi padre y ella hubieran producido… -Hago una pausa-. Era tan tímida que le daba miedo hablar con la cajera del supermercado, pero no podría haberme querido ni apoyado más.

– ¿Y lo hizo todo sola?

– Ya sé que piensas que eso es imposible, pero en realidad es bastante habitual. ¿No viste el magazine del New York Times hace unas semanas? Venía una cosa larga sobre niños hijos de padres con retraso mental. Cuando era más joven, estaba en un grupo de apoyo de seis personas y nos reuníamos dos veces por semana; ahora tienen programas terapéuticos combinados. Aparte de eso, también nos ayudaban algo los tíos y tías de mamá, una gente bastante rica de Ohio. Por desgracia para nosotros, todos eran unos gilipollas, incluidos los que viven por aquí. Intentaron que se divorciara de mi padre, pero les dijo que se fueran a freír espárragos. Y entonces ellos le dijeron que hiciera lo mismo. Es una de las cosas que más me hacen respetarla. Había nacido teniendo de todo, y prefirió no tener nada.

– ¿Y cuál es tu rollo? ¿Como naciste sin nada, ahora lo quieres todo?

– Todo es mejor que nada.

Me mira detenidamente estudiando mi expresión. Tiene las uñas cortas cogidas al borde del plato de papel. No tengo ni idea de qué está pensando, pero me niego a decir algo. Siempre he creído que la gente conecta en silencio. Digestión mental, lo llamó alguien una vez. Lo que sucede entre las palabras.

Finalmente, Nora deja de pellizcar el plato. Una idea.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunto.

Me lanza una mirada que nunca le había visto.

– ¿Alguna vez te molesta tener que ocuparte de tu padre? Quiero decir, ¿alguna vez consideras que es una carga… o que es… no sé, más de lo que puedes aguantar?

Es la primera vez que la oigo decir algo difícil. Algo que no sale con facilidad ni aun como pensamiento.

– Mi madre solía decirme que siempre habría alguien que estuviera mucho peor.

– Supongo -dice ella-. Sólo es que a veces… quiero decir, incluso venir aquí. Este sitio debe de costarte la mitad del sueldo.

– Sólo un poco más de la cuarta parte, en realidad. El resto va a cargo de Medicaid. Pero aunque no fuera así, no es cuestión de dinero. ¿No viste cómo andaba cuando nos enseñaba la cocina? Pecho erguido, sonrisa de oreja a oreja. Aquí está orgulloso de sí mismo.

– ¿Y a ti eso te basta?

Me vuelvo hacia los maizales que se extienden por el campo de la granja.

– Nora, ante todo, ésta es la razón por la que Caroline sacó mi expediente. -Ahora ya está fuera. Sin lamentaciones. Sólo alivio.

– ¿De qué estás hablando?

– El expediente. Hemos estado esperando a que el FBI le diera el visto bueno, pero por alguna razón lo tenía Caroline.

– Pensé que sería por lo de Medicaid; puesto que están pagando para que tu padre esté aquí, había un conflicto de intereses para que tú trabajases en la revisión legislativa.

– Hay algo más que eso -digo.

No se inmuta. Es difícil sorprender a alguien que lo ha visto todo.

– Adelante -dice.

Me inclino hacia adelante y me subo las mangas hasta los codos.

– Fue justo después de que hube empezado en Presidencia. Acababa de trasladarme a Washington y todavía no había encontrado sitio para mi padre. Compréndelo, no quería meterlo en cualquier lugar, en Michigan estaba en uno de los mejores del estado. Como éste, una granja donde se cuidaban de que estuviera seguro y estimulado y que tuviera un trabajo…

– Ya me hago una idea.

– No creo. No es como encontrar algo sólo para el día.

– ¿Y qué hiciste?

– Si no conseguía meterlo aquí, lo hubieran enviado a un internado, a alguna institución. Y allí, Nora, olvídate de una vida normal, allí hubiera ido languideciendo hasta morir.

– Dime lo que hiciste, Michael.

Deslizo las uñas por los surcos de la mesa de madera.

– Cuando empecé a trabajar en la Asesoría Jurídica utilicé el papel de carta de la Casa Blanca para escribir al jefe del programa de servicios residenciales de Virginia. Después de tres llamadas de teléfono, les dejé claro que si aceptaban a mi padre en una residencia privada tanto él como toda la comunidad de retraso mental «tendrían un amigo en la Casa Blanca».

Al terminar se produce una larga pausa. Todo lo que puedo hacer es concentrarme en las plantas de maíz.

– ¿Ya está? -me pregunta, riendo.

– Eso es un completo abuso de poder, Nora. Utilicé mi posición para…

– Sí, eres un auténtico monstruo… te colaste en la cola de la cafetería para ayudar a tu padre retrasado mental. Cosa gorda. Dime una sola persona en Norteamérica que no hubiera hecho lo mismo.

– Caroline -digo llanamente.

– ¿Lo descubrió?

– Por supuesto que lo descubrió. ¡Vio la carta encima de mi mesa!

– Tranquilízate -dice Nora-. No te denunció, ¿o sí?

– Me llamó a su despacho -digo, negando nerviosamente con la cabeza-, me hizo unas cuantas preguntas y luego me mandó marchar. Me dijo que no lo contara a nadie. Por eso tenía mi expediente. Juro que era por esa única razón.

– Está bien, Michael. No tienes que preocuparte de…

– Si la prensa pilla eso…

– Pero no…

– Lo único que tiene que hacer Simon es darle mi expediente a Inez… no hace falta más. Y tú sabes lo que harán, Nora, y él no podrá aguantar en una institu…

– Michael…

– Tú no entiendes…

– Naturalmente que sí. -Se inclina apoyándose en ambos codos y me mira directamente a los ojos-. Si yo estuviera en tu lugar, hubiera hecho exactamente lo mismo. No me importa qué teclas tuviera que tocar, puedes apostar a que ayudaría a mi padre.

– Pero si…

– Nadie lo descubrirá nunca. Yo guardo mis secretos… y los tuyos.

Alarga la mano a través de la mesa y coge la mía. Va abriendo mi puño cerrado dedo a dedo. Es la segunda vez que hace esto hoy. Y mientras sus uñas dibujan pequeños círculos en mis palmas, la calma se va apoderando de mis hombros.

– ¿Qué tal? -pregunta.

Las preguntas no son más fáciles. El sol que le da en la espalda hace brillar las puntas de sus cabellos. La gente se pasa toda la vida esperando y no llega a tener un momento como éste. Me niego a dejarlo pasar, me inclino hacia adelante y cierro los ojos.

– ¡Mikey-Mikey-muu! -grita mi padre a voz en cuello.

Me aparto, sobresaltado. Tranquila, y con mucha más seguridad, Nora hace lo mismo. Se echa para atrás y mira lentamente detrás de mí. La emoción se ha ido y aquí llega papá.

– ¡Tengo una sorpresa! -exclama a mi espalda.

– ¿De dónde lo ha sacado? -dice Nora con una sonrisa que estira sus mejillas. Se ha levantado al instante.

Al otro lado de la cerca de palos, mi padre trae en la mano una correa de cuero a la que está sujeto un precioso caballo color chocolate.

– Es precioso -dice Nora, colándose entre las barras horizontales de la cerca-. ¿Cómo se llama?

– ¿Ibas a besarlo, eh? -le pregunta mi padre con los ojos más abiertos incluso de lo habitual.

– ¿A quién? -pregunta Nora, señalándome-. ¿A él? -Mi padre dice que sí vigorosamente con la cabeza-. Ni pensarlo -termina Nora.

– Me parece que sois novio y novia -dice mi padre con una risita.

– Es usted muy listo.

– ¿Y a lo mejor vais a casaros?

– Eso no lo sé, pero tampoco diría…

– Nora -la interrumpo-. Él no…

– Tiene razón. -Se vuelve otra vez a mi padre y añade-: Ha criado usted un buen hijo, señor Garrick. Es el primer amigo de verdad que he tenido desde… desde hace mucho tiempo.

Pendiente de todas sus palabras, se lo ve como hipnotizado. De repente, empiezan a temblarle los labios. Esconde los pulgares en los puños. Ya sabía yo que pasaría esto. Antes incluso de que Nora lo vea, los ojos se le inundan de lágrimas y la frente se le arruga de rabia.

– ¿Qué es lo que pasa? -pregunta Nora, intrigada.

La voz de mi padre suena como una rabieta de niño pequeño.

– No me dejaréis ir a la boda, ¿verdad? -grita-. ¡Ni siquiera me lo diréis!

Ante la explosión, Nora se echa atrás pero, en cosa de segundos, extiende la mano hacia él.

– Por supuesto que…

– ¡No me mientas! -le grita, apartándole la mano de un golpe con el extremo de la correa; tiene la cara roja-. ¡Odio las mentiras! ¡No las soporto!

– No tiene usted que… -dice Nora dando otro paso hacia él.

– ¡Hago lo que quiero! ¡Puedo hacer lo que quiera! -chilla con las lágrimas rodándole por las mejillas. Y como un domador de leones, va soltando latigazos con la correa.

– ¡Papá! ¡No le pegues! -exclamo yo, corriendo hacia la valla. Nora no logra esquivarla aunque se echa atrás en el momento en que él golpea. Por la expresión de su cara noto que está desconcertada, pero sigue decidida a continuar. Cuenta en voz baja y calcula justo. Mi padre lanza otro latigazo, pero, antes de que recupere la correa, Nora se precipita hacia adelante. Justo cuando yo salto la valla, ella abre los brazos y lo sujeta. Él se debate para soltarse, pero ella lo abraza con fuerza.

– Shhh -sisea ella, frotándole suavemente la espalda.

Poco a poco, él deja de debatirse aunque su cuerpo sigue temblando.

– Cómo es…

– Está bien, todo está bien -continúa ella sin soltarlo-. Por supuesto que está invitado.

– ¿Seguro, seguro? -solloza.

Ella le levanta la barbilla y le limpia las lágrimas.

– ¿No es usted su padre? ¿No es usted quien lo hizo nacer?

– Sí -dice, orgulloso, mientras procura recuperar el aliento-. Yo lo hice.

Levanta los cinco dedos y se toca la punta de la nariz con el del medio. Recobra la confianza y vuelve a rodear a Nora con los brazos. Sigue sollozando, pero en sus ojos el brillo cuenta otra historia. Son lágrimas de alegría. Lo que quería era ser parte de todo. Que no lo dejaran fuera.

En un instante, todo se termina. Todavía en brazos de Nora, aprieta la cabeza contra el hombro de ella, se balancea adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás. Ya lo tiene todo controlado y, por primera vez, comprendo que ésa es su gran virtud. Identificarse con lo que falta. Eso es lo que conoce. Una vida a medio completar.

– ¿El caballo es suyo? -pregunta finalmente Nora, viendo que mi padre no ha soltado la correa del caballo chocolate.

– Ésta, ésta es Cometa -susurra él-. Pertenece a los de al lado… a la señora Holt. Laura Holt. También es buena.

– ¿Lo deja cuidar a Cometa'?

– Limpiarla, cepillarla, darle de comer -dice mi padre con la voz creciente por la situación-. Primero el peine, luego el cepillo, luego… Ése es mi trabajo. Yo tengo un trabajo.

– ¡Uau! ¡Un trabajo y un hijo! ¿Qué más se puede pedir?

Mi padre se encoge de hombros y aparta la mirada.

– Nada, ¿verdad?

– Eso es -dice Nora-. Nada de nada.

Mi coche sale del aparcamiento y va dando botes por el camino de tierra. Nora y yo llevamos una mano fuera de la ventanilla. Ambos las agitamos como saludando en un desfile en honor de mi padre, que se despide moviendo las manos frenéticamente.

– ¡Adiós, papá! -grita él con toda la fuerza de sus pulmones.

– ¡Adiós, hijo! -le respondo. Vio lo del intercambio de nombres en una película antigua y quedó prendado inmediatamente. Desde entonces, esto se ha convertido en la forma habitual de despedirnos.

Al volver a las sinuosas carreteras de Virginia, compruebo por el retrovisor que Harry y el Suburban marrón están en su sitio.

– ¿Quieres que intentemos despistarlo otra vez? -pregunta Nora, siguiendo mi mirada.

– Sería divertido -digo al entrar en la Ruta 54. A mi espalda, el sol comienza finalmente a asentarse en el cielo. No queda nada más que hacer sino preguntar-. Y qué, ¿qué piensas?

– ¿Qué quieres que piense? Es maravilloso, Michael. Igual que su hijo.

Ella no es muy de cumplidos, así que le tomo la palabra.

– ¿Entonces estás de acuerdo en todo?

– No te preocupes… no tienes de qué avergonzarte.

– No me avergüenzo. Sólo es…

– ¿Sólo es que qué?

– No me avergüenzo -repito.

– ¿A quién más le has hablado de él? ¿A Trey? ¿A Pam? ¿A alguien?

– Trey lo sabe, y le dije que podía contárselo a Pam, pero ella y yo nunca hemos hablado de ello entre nosotros.

– Ooooh, debió de haberse enfadado muchísimo cuando se enteró.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– ¿Estás de broma? ¿El amor de su vida escondiéndole este tipo de cosas? Debes de haber destrozado su corazoncito.

– ¿El amor de su vida?

– Venga, monada, no hacen falta gafas de rayos X para verlo. Ya vi cómo te cogía la mano en el funeral. Se muere por echarte el lazo.

– Si ni siquiera la conoces.

– Déjame decirte algo: he conocido a cientos de chicas de pueblo como ella. Totalmente previsibles. Cuando entras en su dormitorio, ya tienen preparada la ropa del día siguiente.

– Lo primero de todo, que eso es completamente falso. Lo segundo, que ni siquiera me importa. Sólo somos amigos. Y buenos amigos, por cierto, así que no te metas con ella.

– Si sois tan buenos amigos, ¿por qué no le contaste lo de tu padre?

– Sencillamente, porque siempre lo hago así. Cada vez que saco el tema, la gente se pone muy poco natural y de repente tienen que demostrar que son personas muy sensibles. -Con la mirada fija en las líneas de la carretera, añado-: Es difícil de explicar, pero hay veces en que sólo quisieras dejarlo. O cogerlos por el cuello y gritarles: «Espabila, Barnum, esto no es un circo.» Quiero decir que sí, que es mi vida, pero que eso no significa que esté disponible para el consumo público. No sé si esto tiene sentido, pero…

Por el rabillo del ojo miro un momento a Nora. A veces resulto un cabrón bastante tonto. Había olvidado con quién estaba hablando. Y es Nora Hartson. Con sólo leer el USA Today, ya puedes saber por quién le pusieron el nombre, qué notas sacó en la universidad y que celebró su último cumpleaños subiendo al monte Rainier con los del Servicio Secreto. Se vuelve hacia mí y alza una ceja como diciendo en-este-tema-fíate-de-mí. Para Nora, tiene un perfecto sentido.

– Qué hay, Vance -saluda Nora al centinela de la Puerta Sureste de la Casa Blanca.

– Buenas tardes, señorita Hartson.

– Nora -le pide ella-. Nora, Nora, Nora.

La verja de hierro negra se abre con un fuerte chasquido. El guardia no necesita ver mi pase azul ni mi permiso de aparcamiento. Le basta con ver a Nora.

– Gracias, Vance -le lanza con una voz fuerte que suena más ligera y más abierta de lo que nunca la he oído.

Vamos hacia el pórtico sur de la mansión en la base del edificio. Me cuesta mucho contenerme. Es tan distinto de la última vez… Ni pánico, ni esconderse, ni fingir. Sin miedo. Durante unas horas, Simon, Caroline, el dinero… toda esa pesadilla baja la voz y cambia los gritos por susurros. Sólo quedamos nosotros.

Al llegar al toldo que cubre el pórtico sur, piso el freno.

– ¿Qué haces? -pregunta Nora.

– ¿No tengo que dejarte aquí?

– Supongo -dice, perdiendo de pronto la seguridad en la voz. Está a punto de salir del coche pero se detiene-. Si quieres, puedes subir.

Contemplo la reluciente fachada blanca de la mansión más famosa del mundo.

– ¿Lo dices en serio?

– Yo soy muy seria -dice, recuperando la confianza-. ¿Estás dispuesto?

Me había equivocado. Las preguntas no resultan mucho más fáciles.

– ¿Dónde aparco?

Abarca con un gesto todo el jardín sur de la Casa Blanca y dice:

– Donde quieras.