174285.fb2 Los Pasadizos Del Poder - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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CAPÍTULO 18

– ¿Habías venido alguna vez por este lado? -pregunta Nora, dirigiéndose a la entrada sur, debajo del toldo. Seguimos la alfombra roja hasta la Sala de Recepción Diplomática de forma ovalada en la que Franklin D. Roosevelt celebraba sus tertulias junto al fuego.

– No estoy seguro… siempre lo confundo con mi apartamento y la alfombra roja que va hasta el futón.

– Eso es divertido. Nunca lo había oído antes.

– ¿Antes? ¿A cuántos tíos has traído a hacer el tour?

– ¿De qué tour estás hablando?

– Este tour, ya lo sabes. El tour por dentro de mi cinturón.

– Oh, ¿eso es lo que habías creído? -dice, riéndose.

– ¿Estás diciendo que estoy equivocado?

– No, te estoy diciendo que estás en plena alucinación. Te invitaré a un café y después te echaré de una patada en el culo.

– Tú harás lo que quieras, pero las amenazas inútiles no son la mejor manera de ganar mi amor.

– Ya veremos.

– Oh, claro que lo veremos. -Hago cuanto está en mi mano para tener la última palabra. Sólo así se entusiasma, cuando no tiene el resultado bajo control.

Al atravesar la Sala Diplomática adopto un balanceo de hombros chuleta para decirle que no tiene ni la menor posibilidad. La mentira es tan mala que resulta patética. Salimos de la sala y giramos a la izquierda por el Corredor de la Planta Baja. Al final de la alfombra rojo apagado, hay un guardia de uniforme en el lado izquierdo del pasillo. Me quedo helado. Nora sonríe.

– ¿Pero no lo llevabas tan bien hace nada? -me provoca-. Ibas contoneándote y todo.

– No tiene gracia -le susurro-. La última vez que estuve aquí, esos tíos…

– Olvídate de la última vez -me susurra al oído-. Mientras estés conmigo, eres un invitado.

Se acerca más y me sopla un beso tentador. Es asombroso cómo escoge los peores momentos para excitarme. Al pasar junto al guardia, éste apenas nos mira. Simplemente, susurra tres palabras en su walkie-talkie:

– Sombra más uno.

Una vez cruzamos la puerta, podemos subir en ascensor o por la escalera. Como sé que hay guardias en el rellano siguiente, voy hacia el ascensor. Nora se lanza hacia la escalera. Desaparece en un instante. Me quedo solo y sin elección. Muevo la cabeza y salgo tras ella.

Al llegar al rellano, dos agentes de uniforme esperan. La última vez, me pararon. Esta vez, cuando doblo el ángulo de la escalera, dan un paso atrás para dejarme sitio.

Salto los escalones de dos en dos y me acerco a Nora. Deja la escalera en el siguiente rellano y, siguiéndola, entro en el pasillo principal de la residencia. Al igual que el de la planta baja, es un corredor amplio y espacioso con puertas a lo largo de las paredes. La diferencia está en la decoración. Éste está pintado de un amarillo claro muy cálido y tiene estanterías de obra, media docena de óleos y cantidad de antigüedades del siglo XVIII y del XIX. Esto no es una trampa para turistas. Es un hogar. Mientras deambulo por el pasillo, observo los cuadros. El primero que veo es una naturaleza muerta con manzanas y peras. Casi se me escapa: «Plagio de Cézanne.» Y entonces veo la firma al pie: Cézanne.

– Comprado en un rastro -dice Nora.

Asiento con la cabeza. Enfrente del Cézanne veo un abstracto de De Kooning. Hora de frenar. Tomo aliento con fuerza y vuelvo a mi zona.

– ¿Quieres hacer una visita relámpago? -pregunta Nora.

Hago una pausa, aparentando que lo pienso.

– Si tú quieres… -digo, encogiéndome de hombros.

Sabe que es un farol, pero su sonrisa me dice que agradece el esfuerzo. A mitad del pasillo, nos paramos ante una sala ovalada amarillo brillante.

– Sala Oval Amarilla -exclamo.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Muchos años de crayola. -Señalo el interior y pregunto-: ¿Y qué se hace en una sala como ésta? ¿Es sólo para enseñar o qué?

– Todo este piso es más que nada para recibir: después de una cena oficial, para cócteles, influir a los senadores, tonterías así. La gente siempre acaba aquí porque les encanta la Terraza de Truman; cuando salen fuera y tocan las columnas se sienten importantes.

– ¿Podemos salir?

– Si quieres hacer de turista…

Deja el desafío en el aire. Tío, sabe dónde pegar. Aun así, me niego a darle esa satisfacción.

– Éste era el dormitorio de Chelsea -dice, señalando la puerta opuesta a la del Oval Amarillo-. Lo convertimos en gimnasio.

– Entonces, ¿dónde está tu cuarto?

– ¿Por qué? ¿Tienes prisa?

No estoy dispuesto a ceder ahora tampoco. Señalo la puerta del final del pasillo.

– ¿Qué hay allí detrás?

– El dormitorio de mis padres.

– ¿De verdad?

– Sí -dice estudiando mi reacción-. De verdad.

Maldición. Ésta la está apuntando contra mí. Tendría que haberlo pensado. Sus padres siempre son terreno prohibido. Más adelante, dobla una esquina y se para junto a la pared de su izquierda. La adelanto y me encuentro ante el vestíbulo del Dormitorio Lincoln.

– ¿Y cuándo vamos a tomarnos ese café? -pregunto.

– Ahora mismo. -Está jugueteando con algo en la pared, pero no sé qué es-. La cocina está arriba.

Interpreto que volveremos hacia la escalera, pero no.

Me acerco y veo que ha metido los dedos en una estrecha abertura en la pared. Da un tirón fuerte y la pared se mueve hacia nosotros, dejando al descubierto una escalera hasta entonces oculta. Nora me mira y sonríe.

– Podemos ir por la escalera de este lado de la casa.

– Fíjate bien -dice Nora-, porque esta parte es la mejor -se dirige por una rampa empinada cuya alfombra nos conduce a la habitación que está justo sobre la Oval Amarilla -. Voilà -dice, haciendo una reverencia-. El solarium.

Como un pequeño invernadero en lo alto de la mansión, las paredes exteriores del solarium son todas de vidrio tintado de verde. En el interior, hay muebles de mimbre y una mesa de juego de cristal que le dan el aspecto de un apartamento de Palm Beach. A la izquierda hay una cocinita, y a la derecha, un sofá blanco muy mullido y una pantalla grande de televisión. Por toda la sala hay salpicadas docenas de fotos familiares.

A mi derecha, al fondo, hay una estantería baja con lo que parecen trabajos caseros de artes y oficios. Hay una casita de pájaros azul y morada que parece obra de un niño de trece años; a un lado tiene las iniciales N. H. con pintura naranja descascarillada. También hay un pato o un cisne -está demasiado aplastado para saberlo- de papier maché, un platito o cenicero de cerámica y una pieza plana de madera pintada de color castaño con unos cincuenta clavos más o menos que sobresalen para formar las iniciales N. H. Para asegurarse de que las letras destacan, las cabezas de los clavos están pintadas de amarillo. En la parte de abajo del estante descubro incluso unos trofeos: uno de fútbol y otro de hockey hierba. En conjunto, se puede seguir la progresión de los trabajos desde primer grado hasta llegar a séptimo u octavo. Después de ése, nada más reciente.

Nora Hartson tenía doce años cuando su padre anunció que iba a presentarse a gobernador. Sexto grado. Si tuviera que fecharlos, diría que son del mismo año que hizo el cisne-pato. Después, juraría que vino la casita de pájaros. Y ahí termina su infancia.

– Venga, te estás perdiendo lo mejor -dice, haciéndome señas de que me reúna con ella junto al enorme ventanal.

Cruzo la habitación y me fijo en un vídeo que está sobre el televisor.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -empiezo a acercarme a ella.

– Si es sobre la historia de la casa, la verdad es que yo no…

– ¿Cuál es tu película favorita? -le espeto.

– ¿Cómo?

– Tu película favorita. Pregunta facilita.

– Annie Hall -dice sin dudarlo.

– ¿De verdad?

Pone la más dulce de las sonrisas.

– No -dice, riendo. Después de lo de hoy, no es tan fácil decir mentiras.

– ¿Entonces, cuál es?

Mira por la ventana como si fuera algo importante.

– Hechizo de luna -sugiere finalmente.

– ¿Aquella antigua de Cher? -le pregunto, confuso-. ¿No es una historia de amor?

Mueve la cabeza y me lanza una buena mirada.

– Lo que tú no sabes de las mujeres… abulta un montón.

– Pero yo…

– Disfruta de la vista, anda -me dice, señalándome la ventana. Y cuando le hago caso, añade-: ¿Qué te parece?

– Mucho mejor que la de la Terraza Truman -digo, apretando la frente contra el cristal. Desde aquí tengo una vista completa del jardín sur y el monumento a Washington.

– Espera a verlo cara a cara. -Abre una puerta en la esquina de la derecha y sale al exterior.

Aquí arriba, la terraza es pequeña, y aunque se curva como una letra C gigante a todo lo largo del solarium, no hay más que una baranda de hormigón blanco para protegerte. En el momento en que salgo, Nora está asomada sobre el borde.

– Es hora de divertirse… ¡Suéltate y vuela! -Y con la barriga apretada contra la barandilla, extiende los brazos y se inclina hacia adelante hasta que le quedan las piernas en el aire.

– ¡Nora! -exclamo, cogiéndola por los tobillos.

Vuelve a ponerse en tierra y sonríe.

– ¿Te dan miedo las alturas?

Antes de que pueda decirle algo, echa a correr y se aleja de prisa por la larga curva. Intento cogerla, pero se me escabulle de las manos, toma la curva y desaparece. Trato de alcanzarla y trato aún con más fuerza de no mirar por encima del borde y corro por el extremo del balcón. Pero cuando vuelvo la esquina, no veo a Nora por ninguna parte. Continúo avanzando con determinación, dando por hecho que se habrá colado por otra puerta para volver al solarium. Sólo hay un problema. A este lado del balcón no existe ninguna otra puerta. Al llegar a la esquina, no hay salida. Nora ha desaparecido.

– ¡Nora! -llamo. No hay muchos sitios donde esconderse. Desde donde yo estoy, el balcón corre pegado a la mansión.

Aprieto las manos contra la pared, buscando grietas con las uñas. Tal vez haya otra puerta secreta. A los treinta segundos, resulta obvio que no hay nada. Miro, nervioso, hacia el borde. No se habrá atrevido… Me lanzo hacia adelante y me agarro con fuerza a la barandilla.

– ¿Nora? -llamo mientras escudriño el suelo-. ¿Dónde…?

– Shhh… baja la voz.

Me doy la vuelta siguiendo el sonido.

– Un poco más arriba, Sherlock.

Miro para arriba y por fin la encuentro. Está sentada en el tejado de la mansión, columpiando los pies por el borde. Está lo bastante abajo como para poder tocar las piernas que se balancean, pero el resto está fuera de mi alcance.

– ¿Cómo has llegado ahí arriba?

– ¿Eso quiere decir que quieres venir conmigo?

– Dime simplemente cómo has subido ahí.

– ¿Ves allí, donde la barandilla se mete en la pared? -dice, señalando con el pie-. Ponte allí de pie y date impulso.

Echo un vistazo a la baranda de cemento y después miro a Nora.

– ¿Estás mal de la cabeza? Eso es un disparate.

– Para algunos es un disparate. Para otros, divertido.

– Vamos, baja aquí… Te prometo que será más divertido.

– No, no, no -dice esgrimiendo un dedo-. Si lo quieres, tendrás que venir por él.

Echo otra mirada a la barandilla. Tampoco es tan alta, sólo es que no puedo vencer el miedo.

– Estás sólo a unos centímetros de coronar la montaña -canta Nora-. Piensa en la recompensa.

Ya está. Miedo vencido. Me subo en la barandilla de cemento y me apoyo en la pared para tener equilibrio. «No mires abajo, no mires abajo, no mires abajo», voy diciéndome. Despacio, cautelosamente, intento subirme sobre los pies. Primero una rodilla, luego la otra. El mareo aparece, aprieto la mejilla contra la pared y mis dedos trepan por el mármol como arañas asustadas. Qué modo tan estúpido de morir.

– Sólo tienes que ponerte de pie, ya casi estás -dice Nora.

Sólo unos centímetros más. Haciendo equilibrios en la barandilla y apoyándome en la pared, trato de alcanzar el tejado con las manos. En pocos segundos, me sujeto a la moldura de mármol y me agarro con todas mis fuerzas. Luego, ya bien anclado, me enderezo lentamente. Nora ya no está fuera de mi alcance. Un saltito y un empujón rápido y asunto terminado.

Al colocarme en el borde, oigo que Nora aplaude en sordina. Sigue balanceando los pies y la tapa una alta estructura de mármol que parece un conducto de ventilación.

– ¿Qué estás…?

– Shhh -susurra, indicándome el otro lado del tejado. Al ver su gesto de que me acerque, me doy cuenta de a quién trata de evitar. Al otro lado del tejado hay un hombre con una gorra de béisbol oscura y uniforme de faena azul oscuro. A la luz de la luna veo la silueta del fusil con visor de larga distancia que lleva colgado al hombro. Unidad antiterrorista, la versión gubernamental de Rambo.

– ¿Seguro que no hay peligro?

– No te preocupes -dice Nora-. Son inofensivos.

– ¡Inofensivos! Ese tipo podría matarme con un rollito de celo y un rotulador. Quiero decir, ¿qué pasa si se cree que somos espías?

– Entonces nos pegará con la cinta y nos subrayará en amarillo.

– Nora…

– Relájate -gime, imitando mi lamento-. Sabe quiénes somos. En cuanto me vio subir aquí, se fue a la otra esquina. Si nos mantenemos tranquilos, ni siquiera darán parte.

Luchando por mostrarme aliviado, me acurruco junto a ella, apoyándome contra el respiradero de mármol.

– ¿Preocupado todavía? -pregunta frotando su hombro contra el mío.

– No -digo, disfrutando del contacto-. Pero te advierto que si me pegan un tiro, será mejor que me vengues.

– Creo que estarás perfectamente. En todas las veces que he subido aquí arriba, nunca me ha disparado nadie.

– Naturalmente que no, tú eres la joya de la corona. El blanco de prácticas soy yo.

– Eso no es verdad. No dispararán contra ti sin una buena razón.

– ¿Y cuál es una buena razón?

– Ya sabes -dice volviéndose hacia mí-, asaltar el complejo, amenazar a mis padres, atacar a alguno de los Primeros Hijos…

– Espera, espera, espera… defíneme «atacar».

– Oh, eso es difícil -dice mientras su mano pasea por mi pecho-. Creo que es una de esas cosas que lo-sabes-cuando-la-ves.

– Como la pornografía.

– En realidad, no es una mala comparación -responde.

Alargo el brazo y le pongo la mano en la cadera.

– ¿Y esto, sirve?

– ¿Como qué? ¿Pornografía o ataque?

Fijo una mirada inmensamente larga en sus ojos.

– Los dos.

Ésta parece que le ha gustado.

– Entonces, ¿esto sirve? -repito.

No aparta la mirada.

– Es difícil decirlo.

Deslizo la mano un poco más arriba, abriéndome camino lentamente hacia la camisa suelta. La meto por dentro y mis dedos se sumergen bajo la cintura de sus vaqueros y tocan el borde de la ropa interior. Tiene la piel tan tersa que me hace añorar la universidad. Con tanta suavidad como puedo, voy avanzando por su estómago.

– Ahí no -me dice cogiéndome la mano.

– Perdona. No quería…

– No te preocupes -dice ofreciéndome una sonrisa. Se señala los labios y añade-: Empieza un poco más arriba.

Estoy a punto de inclinarme hacia ella cuando veo que se saca algo de la boca.

– ¿Pasa algo? -pregunto.

– Sacaba el chicle -lleva la mano al bolsillo y saca un pape-rito. Me da la espalda, envuelve el chicle en el papel y mete un nuevo trozo.

– ¿No quieres sacarte también el aparato de los dientes? – mascullo.

Nora me mira, chupándose el dedo índice. Se lo saca de la boca y emite un ruido seco de beso.

– ¿Otra vez?

No tengo ninguna respuesta que pueda hacerle justicia. Lo que hago es quedarme allí sentado un segundo, disfrutando.

Para Nora, es un segundo de más. Con un movimiento rápido, se gira, me engancha las piernas y con un ligero golpe tira de mí hacia ella y desliza su lengua entre mis labios. En ese momento, todo me vuelve corriendo a la mente. Durante las dos últimas semanas, he soñado con su olor. Agridulce, casi narcótico. En cuanto nos besamos, me desliza el chicle en la boca. Mi novia de quinto grado solía hacer lo mismo. Empiezo a mascarlo, pero noto como si todavía estuviera envuelto en papel. Me ha pillado con la guardia baja, me aparto entre toses. Demasiado duro. Incapaz de liberar el chicle con la lengua, me meto dos dedos hasta el fondo de la garganta pero, antes de que pueda sacarlo, se ha ido, me lo he tragado sin querer.

– ¿Todo bien? -me pregunta.

– Creo que sí… sólo que… no estaba preparado.

– No te preocupes -dice con una risita dulce-. No me importa volver a empezar.

De nuevo se inclina hacia adelante y me mete la lengua. Acaricio su pelo con los dedos; los besos se hacen más intensos. En algún momento, nuestros pulsos se encuentran. Desde entonces, unos pocos minutos de besos me devuelven el valor de volver al modo exploratorio, y acabo deslizando las manos por la espalda de su camisa palpando en busca del sostén. No lleva. Perdido en su beso, siento que el tiempo desaparece. Podrían ser quince minutos o cincuenta, pero estamos empezando a arder.

Todavía encima de mí, me empuja hacia atrás y desliza las manos dentro de mi camisa. No me resisto, como ella, me limito a quedarme apoyado en los codos y cerrar los ojos. Sus uñas mordidas se abren camino por los flancos de mi pecho hacia arriba, detrás de los hombros. Donde cabalga mis piernas, siento su calor sobre mí. Al principio es un paso lento, un balanceo casi invisible. Poco a poco, incrementa el ritmo. Pero en un instante, sin embargo, todo me da vueltas.

Siento la cabeza ligera y de pronto me entra una súbita náusea. Trato de impedir la tos, evitar una arcada seca, pero el mundo entero se ha puesto a encenderse y apagarse de repente. Si levanto la vista, todo se me desliza hacia la derecha. En el cielo amarillo, veo un avión que se convierte en cuatro. El monumento a Washington es el cuello de un cisne. «¿Qué está pasando?», pregunto, aunque no oigo sonido alguno. Sólo interferencias.

Lucho por permanecer consciente, me pongo en pie y voy dando tumbos hasta el borde del tejado. Ya no está tan alto. Sólo es un escaloncito. Voy a bajarlo, pero algo tira de mí hacia atrás. Espalda contra la chimenea. Duele, pero no. Me acurruco, sentado, pero me es difícil mantener la cabeza derecha. El cuello no deja de doblárseme, como si lo tuviera relleno de gelatina de uvas. Al fondo de la garganta todavía noto el chicle que me tragué. ¿Cuánto hace de eso? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? El ruido de las interferencias sigue aumentando. Incapaz de sostener la cabeza, la dejo caer contra la chimenea. Vuelvo la mirada hacia Nora pero ella, simplemente, se está riendo. Tiene la boca completamente abierta y se ríe. Se ríe. Una boca llena de dientes. Y colmillos.

– Hija de puta -mascullo, mientras el mundo se vuelve negro. Me ha drogado.