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– ¿Qué hace usted aquí?
– Acabo de volver de pescar -dice Adenauer con su deje dulzón del sur-. Tres días en Chesapeake. Tremendo, te deja sin aliento… tiene que ir por allí alguna vez. -Con su traje barato y su divertida corbata de Keith Haring, la verdad es que parece venir en son de amigo de verdad. Como que quiere ayudar.
– Siéntese -le ofrezco.
Me dirige un gesto con la cabeza para agradecérmelo.
– Le prometo que esta vez será breve. -Se instala en la silla y explica-: Mientras revuelvo la grasa, hay algo que no me puedo quitar de la cabeza. -Hace una breve pausa-: ¿Qué está pasando entre Simon y usted?
Ya le he oído ese tono antes: no es una acusación, está preocupado por mí. Aun así, me hago el tonto.
– No sé si he entendido bien la pregunta.
– La última vez que hablamos, me sugirió usted que revisásemos las cuentas bancadas de Simon. Cuando fuimos a ver a Simon, nos dijo que tendríamos que mirar las de usted.
Recibo el golpe en pleno estómago. Las reglas están empezando a cambiar. Todo el tiempo pensé que Simon mantendría el silencio. Pero ahora, la tregua empieza a quebrarse. Y cuanto más lucho en contra, Simon más me señala con el dedo. Ya puedo olvidarme del trabajo. Lo que quiere es llevarse mi vida.
– No intente hacerlo por su cuenta, Michael. Nosotros podemos ayudarlo.
– ¿Qué encontraron en sus cuentas bancarias?
– No mucho. Recientemente vendió unas acciones, me dijo que era para arreglar la cocina.
– Puede que mienta.
– Y puede que no. -A pesar de que no lo demuestro, Adenauer sabe que estoy asustado. Con esperanzas de ayudarme, añade-: Pero le diré una cosa, sin embargo: si quiere ver una cuenta interesante, mire la de Caroline. Para una mujer que está en la zona media de la escala salarial, desbordaba liquidez. Tenía más de quinientos mil, para ser exactos, cincuenta mil en billetes escondidos en una caja de tampones en su apartamento.
Ahora vamos a alguna parte.
– ¿Entonces Caroline es la chantajista?
– Eso dígamelo usted -dice.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– También hemos comprobado su cuenta, Michael. Y perdone que se lo diga, pero me parece que la cosa está un poco flaca.
– Eso es porque la cuarta parte de cada cheque la transfieren directamente para mi padre. Compruébelo y lo verá.
Se pasa la mano a todo lo largo de la corbata, con expresión casi dolida. No disfruta tocando teclas.
– Por favor, Michael, sólo trato de ayudarlo. ¿Qué hay de la familia de su madre? ¿No tienen bastante dinero? ¿A cuánto han llegado ya, a cuarenta tiendas en todo el país?
– Yo no me hablo con la familia de mi madre. Nunca.
– ¿Ni siquiera si hay una emergencia? -se inclina hacia adelante en su silla y afila una sonrisa sombría.
El abogado que hay en mí salta ante la alerta.
– ¿Qué clase de emergencia?
– No sé… ¿y si su padre corriera peligro? ¿Y si Caroline estuviera a punto de abrir la boca y mandarlo a una de esas instituciones hospitalarias? ¿Y si hubiera pedido cuarenta mil por quedarse callada? ¿Los llamaría entonces?
– No. -Me da un vuelco el estómago al comprender adonde quiere ir a parar. Olvidémonos de Simon, el verdadero sospechoso soy yo. Intento cubrirme las espaldas y añado-: Además, ¿de dónde saca usted cuarenta mil? Creí que sólo habían encontrado treinta.
– Supongo que pueden ser ambas cosas -replica mientras continúa pasándose la mano por la corbata.
No soporto ese tono de voz. Tiene algo.
– ¿Adonde quiere llegar? -pregunto.
– A ningún sitio, sólo es una hipótesis. Mire, cuando controlamos los treinta mil de la caja fuerte de Caroline, vimos que tenían numeración consecutiva. El único problema es que hacia la mitad de la serie, hay un salto en los números. Y basándonos en la secuencia, suponemos que puede haber otros diez que todavía no se han encontrado. ¿No sabrá usted algo de ellos por casualidad?
Detrás de la mesa, mi pie golpetea nerviosamente contra la alfombra.
– Tal vez el empleado del banco cogió los fajos de dinero sin seguir el orden.
– O tal vez esos otros diez mil se usaron para pagar a Vaughn. Es una transacción sencilla: se coge el dinero de la víctima. El único problema es que uno de ustedes cogió el fajo equivocado.
– ¿Cómo uno de nosotros?
Se pasa la lengua por el interior de su labio superior. Ahora se está divirtiendo.
– ¿Y cómo va todo entre usted y Nora? ¿Siguen entendiéndose?
– Mejor que nunca -le replico.
– Eso es bueno, porque salir con una mujer en su posición… eso produce mucha tensión innecesaria en la relación. ¿Y cuando surgen problemas? No puede uno recurrir a nadie de fuera; es casi como si tuvieras que arreglártelas contigo mismo. Quiero decir, que ése es el único modo de que esté contenta, ¿verdad?
¿Ésa es su teoría? ¿Que yo hice matar a Caroline por Nora?
– No estoy aquí para hacer acusaciones, Michael. Pero si Caroline descubrió que uno de nuestros principales tomaba drogas… y que esa persona principal tenía relación con alguien como Vaughn… no sería mucho pedirle a usted que lo dejara entrar, me parece, ¿no?
– Si va usted a continuar acosándome…
– La verdad es que estoy intentando protegerlo. Y si usted nos ayuda a nosotros, es probable que acabe dándose cuenta.
Lamb tenía razón en una cosa: por mucho que vayan a por mí, sólo soy el cebo para el pez gordo.
– A ella no le importa usted -continúa-. Para la gente como ella, los demás no somos más que diccionarios: son útiles cuando se necesitan, pero cualquiera sirve.
Está utilizando el nosotros para que me sienta más cómodo. Pero no me lo creo ni por un momento.
– Es evidente que usted no sabe nada de ella.
– ¿Está seguro?
Lo miro. Ni siquiera pestañea.
– Que usted sepa, ya hemos hablado dos veces. Una por teléfono y otra en la Residencia. En realidad, ella podría haberme empujado hacia usted.
Sé que eso es mentira.
– Eso nunca lo haría -digo.
– ¿Que no lo haría para salvarse? Todos somos humanos, Michael. Y si piensa en las circunstancias… si ella se hunde, se hunden los dos. Eso entra en la limpieza de la casa. Pero si es usted quien cae, si el culpable es usted, ella se queda donde está. -Hace una pausa para que lo que acaba de decir se me grabe bien en el cerebro-. Ya sé que usted no quiere hacerle daño, pero sólo hay una manera de ayudarse… y si puede darnos a Vaughn…
– ¿Cuántas veces tiene usted que oírlo? ¡Yo no he hecho nada y tampoco conozco a Vaughn!
Adenauer se sacude un hilito minúsculo de la rodilla del pantalón. El profesor de inglés complaciente hace rato que se fue.
– ¿Entonces nunca han estado ustedes en contacto?
– Exactamente.
– No me estará usted mintiendo, ¿verdad?
Puedo contarle lo de la cita de mañana, o puedo marcarme un farol. No estoy dispuesto a rendirme todavía.
– No he visto ni hablado con ese tipo en la vida.
Menea la cabeza al oírlo.
– Michael, déjeme darle un consejito -dice otra vez en tono preocupado-. Tengo a ese Vaughn perfilado al detalle. Se traiga lo que se traiga entre manos con Nora, los dos lo venderán a usted en un segundo.
Consigo parar el temblequeo de la pierna y hago una profunda inspiración mental. No dejes que se acerque.
– Ya sé lo que dice en el informe del SETV, pero le juro que yo no le autoricé la entrada. -Esperando coger las riendas, me lanzo a un cambio de tema-: ¿Y qué hay de la muerte de Caroline? ¿Ya tienen los resultados?
– Creí que usted decía que fue un ataque al corazón. Este hombre nunca se rinde.
– Ya sabe a qué me refiero, ¿han mandado ya el informe del laboratorio de toxicología?
Mueve la cabeza justo lo suficiente para que vea cómo arquea la ceja.
– No lo sé. Hace tiempo que no pregunto.
Es una mentira patente y quiere que me dé cuenta. No me va a ceder ésa. A no ser que coopere. Y sobre todo, no cuando ya está tan cerca.
– ¿Seguro que no quiere contarme lo que pasó realmente? -pregunta, haciéndose otra vez el maestro.
Yo me niego a contestar.
– Por favor, Michael. Sea lo que sea, nosotros deseamos trabajar con usted.
Es una oferta tentadora… pero no una garantía. Además, si aparece Vaughn… ése no es sólo el medio más rápido para demostrar que es Simon, también es el mejor medio de proteger a Nora. Y a mí mismo. Todavía callado, aparto la vista de Adenauer.
– Usted elige -me dice-. Lo veré el viernes.
– ¿Qué pasa el viernes? -pregunto tras una pausa.
– Vamos, muchacho, ¿cree que vamos a quedarnos aquí sentados esperándolo? Si no he sabido nada de usted en los próximos tres días, hago público lo de Vaughn. Eso será más que suficiente para quitar del medio a Nora. El viernes, Michael. El viernes Norteamérica lo conocerá.
– ¿Iba en serio? -pregunta Trey por teléfono.
Contemplo la tele en blanco del despacho. No contesto. En la pantalla sólo veo mi reflejo.
– Te he hecho una pregunta, Michael: ¿Adenauer iba en serio?
– ¿Eh?
– Si iba…
– Eeeh, eso creo -digo por fin-. Es decir, ¿desde cuándo el FBI hace amenazas gratuitas?
Trey tarda unos segundos en contestar. Sabe lo que estoy pasando, pero eso no significa que vaya a echarse atrás.
– No sólo es un mal día para el pelo -me advierte-. Si por algún lado se filtra aunque sea un pelo…
– Ya lo sé, Trey. Créeme que lo sé, me lees los números todas las mañanas, pero ¿qué puedo hacer? Ayer me decías que me entregase para que Nora no me enterrara a mí; hoy, me sueltas que si algo se sabe, hundo yo solo la Presidencia. Lo único seguro es que en cualquier caso estoy jodido.
– No quería decir que…
– Lo único que puedo hacer es buscar la verdad: encontrar a Vaughn y averiguar si sabe algo de lo que pasó realmente. Y si eso no funciona… -Me interrumpo, incapaz de terminar la frase.
Trey me concede unos segundos para que me tranquilice y finalmente pregunta, todavía decidido a ayudar:
– ¿Y qué pasa con los impresos de la declaración de bienes de Simon? Pensé que íbamos a mirar eso para ver de dónde sacó el dinero.
– Según Adenauer, en sus cuentas bancadas no hay nada raro.
– ¿Y vas a aceptar su palabra?
– ¿Qué otra cosa quieres que haga? Cursé la solicitud hace más de una semana, tendría que estar aquí cualquier día de éstos.
– Bueno, lamento mucho decírtelo, pero cualquier día no sirve. Sólo te quedan tres. Yo que tú, pondría mi voz de chico encantador y tendría esa conversación que Nora te debe hace tiempo.
Vuelvo a mirar la televisión en silencio dando vueltas en la cabeza a esa opción. Está en lo cierto. Aunque, si Vaughn aparece… y si a él también lo ha jodido Simon… ésa es la puerta de una realidad completamente nueva. Tal vez Vaughn fuera aquel que Simon encontró en el bar. Puede que pidiera prestado el dinero. Tal vez por eso no aparece nada en las cuentas del banco.
– ¿Qué dices entonces? -pregunta Trey.
Muevo la cabeza, aunque él no puede verlo.
– Mañana es mi cita con Vaughn -digo entre dudas-. Después de eso, siempre podré hablar con Nora.
La larga pausa me dice que Trey no está de acuerdo.
– ¿Qué? -le pregunto-. Pensé que querías que me reuniera con Vaughn.
– Y quiero.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
Otra vez se produce una pausa.
– Ya sé que para ti es difícil aceptar esto, Michael, pero recuerda que, algunas veces, tendrías que pensar en ti mismo.
Me lleva mi buena media hora volver a concentrarme en mi exposición, pero una vez en ello, me atrapa. El expediente de las grabaciones está extendido ante mí y tengo toda la mesa inundada por una pila de artículos jurídicos, estudios científicos, textos de opinión y encuestas de opinión actuales. He pasado los últimos dos meses averiguando cuanto pude sobre el tema. Ahora tengo que pensar cómo explicarlo. No, no simplemente explicarlo: explicárselo al líder del mundo libre.
Dos horas después sigo trabajando en la introducción. Esto no es un debate de secundaria con el señor Ulery. Es el Despacho Oval con T. Hartson. El presidente Hartson. Con el diccionario al lado, vuelvo a escribir la primera frase por decimoséptima vez. Cada palabra ha de ser exactamente la precisa. Y todavía no está ahí.
Primera frase. Toma dieciocho.
Trabajo todo seguido sin almorzar y doy con el núcleo del argumento. Naturalmente que nos han enseñado a presentar un enfoque objetivo, pero seamos sinceros: esto es la Casa Blanca. Todo el mundo opina.
Como resultado, no tardo mucho en elaborar una lista de razones por las que el Presidente debe pronunciarse en contra de las grabaciones móviles. Ésta es la parte fácil. La difícil es convencer al Presidente de que tengo razón. Especialmente en año de elecciones.
A las cinco en punto me tomo mi único descanso: diez minutos de paseo rápido, ida y vuelta al Ala Oeste, justo a tiempo para la primera ronda de patatas fritas que salen de la cafetería. Durante las cuatro horas siguientes repaso cientos de casos penales, buscando los mejores para apoyar mi idea. Será una noche larga, pero si las cosas siguen tranquilas, conseguiré terminarlo.
– ¡Caramelos! ¿Quién quiere caramelos? -anuncia Trey, entrando por la puerta-. ¿Adivinas qué acaban de añadir a las máquinas de monedas? -Antes de que pueda contestar, añade-: Dos palabras, Lucy: Hostess. Magdalenas. Las he visto abajo; nuestra infancia, atrapada detrás de un cristal. Por setenta y cinco centavos nos la devuelven.
– La verdad es que ahora es muy mal momento…
– Comprendo, estás hasta el cuello. Déjame decirte por lo menos lo de…
– No puedo…
– Nada de no puedo. Además, esto es impor…
– Coño, Trey, ¿nunca entiendes una indirecta?
Eso no le ha gustado. Sin decir palabra, me da la espalda y se va hacia la salida.
– Trey…
Abre la puerta.
– Venga, Trey…
En el último segundo, se detiene.
– Oye, creído, no necesito disculpas. Sólo he pasado porque tu periodista favorita del Post acaba de llamarnos por lo de los registros del SETV. Puede que Adenauer espere hasta el viernes, pero Inez se está cobrando hasta el último favor de prensa que le deben. Así que por mucho que estés intentando ponerte en forma para ir a ver al Presidente, tendrías que saber que el reloj sigue haciendo tic-tac y que puede que explote antes de lo que piensas. -Se gira en redondo y cierra de un portazo.
Sé que tiene razón. En las cuentas de Adenauer, tengo poco más de dos días. Pero como tengo muchas cosas más en marcha, habrá que esperar hasta mañana. Después del Presidente y después de Vaughn.
Para las ocho, el gruñido de mi estómago me dice que tengo hambre, el dolor difuso de la zona lumbar me dice que he estado demasiado tiempo sentado, y la vibración del busca me dice que alguien me llama.
Desengancho el clip del cinturón y miro el mensaje. «Emergencia. Ven a verme a la sala de cine. Nora.»
Al leer esas palabras, noto que la cara se me pone pálida. Sea lo que sea, no puede ser bueno. Salgo zumbando sin pensarlo.
A los tres minutos, corro como un loco por el pasillo de la planta baja de la mansión. Al final de ese corredor, atravieso unas últimas puertas, atajo a través de la pequeña zona de venta de libros para los turistas de la Casa Blanca, y veo el busto de gran tamaño de Abraham Lincoln. Durante el día, este vestíbulo suele estar lleno de grupos de turistas que contemplan los diagramas arquitectónicos y las famosas fotos de la Casa Blanca que se alinean en la pared de la izquierda. La mayoría de los visitantes e invitados creen que son bastante interesantes. Me pregunto cómo reaccionarían si supieran que al otro lado de esa pared está el cine privado del Presidente.
Me paso la palma de la mano por la frente con la esperanza de disimular el sudor. Al aproximarme al guardia que está de puesto allí al lado, señalo mi punto de destino.
– Tengo una cita con…
– Está dentro -me dice.
Abro la puerta con fuerza, huelo un ligero resto de palomitas y me precipito en la sala.
Nora está sentada en la primera fila del recinto de cincuenta y un asientos vacíos. Tiene los pies subidos sobre el brazo de su butaca y una gran bolsa de palomitas en el regazo.
– ¿Preparado para la sorpresa? -pregunta, volviéndose hacia mí.
No estoy seguro de si me siento aliviado o enfadado.
– Quítate ese aspecto deprimido por una vez. Y siéntate -dice dando una palmada en el asiento que tiene al lado.
Atontado, me dirijo a la primera fila. Hay nueve filas de butacas de cine tradicionales, pero la primera está formada por cuatro asientos reclinables de cuero La-Z-Boy. Los mejores sillones de la casa. Me siento en el que está a la izquierda de Nora.
– ¿Por qué me mandaste ese mensa…?
– ¡Dale, Frankie! -grita en el momento en que me siento.
Las luces bajan lentamente y el aire se llena con el parpadeo brillante del proyector. Las paredes de la sala están tapizadas con tela y cortinas Soul Train de color naranja requemada con dibujos beige de pájaros. Igual que la Sala de Música. A Elvis le hubiera encantado.
Al iniciarse los títulos de crédito me doy cuenta de que estamos viendo la nueva película de Terrance Landaw. No llegará a los cines hasta dentro de un mes, pero la Asociación de Productores se asegura de que a la Casa Blanca se le suministren todos los martes las películas nuevas más interesantes. Presión política subliminal.
– ¿Hay alguna razón para…?
– ¡Chist! -sisea con una mueca juguetona.
Permanezco callado todo el resto de los títulos de crédito, intentando adivinar qué pasa. Nora se embute palomitas en la boca. Después, cuando surge el plano inicial, alarga la mano y me cosquillea el vello del antebrazo.
La miro y tiene los ojos en la pantalla, como un zombi hipnotizado por el cine.
– Nora, ¿tienes idea de en qué estoy trabajando precisamente ahora?
– Chist.
– No me hagas callar, me dijiste que era una emergencia.
– Pues claro que te lo dije -dice, volviendo a acariciarme el brazo-. ¿Hubieras venido si no?
Vuelvo la cabeza y empiezo a levantarme. Antes de llegar a nada, se coge de mi bíceps con ambos brazos, agarrándose como una niña pequeña.
– Venga, Michael, sólo la primera media hora. Un descansito mental. Diré que la paren y podemos terminar de verla mañana.
Me siento tentado de decirle que no se puede pulsar pausa en un cine, pero luego recuerdo con quién estoy hablando.
– Será divertido -me promete-. Diez minutos más.
Es difícil discutir por diez minutos, y según iban las cosas, será bueno recargar un poco.
– Diez -amenazo.
– Quince máximo. Y ahora calla, no soporto perderme el principio.
Miro la pantalla pensando todavía en el informe de decisión. Llevo dos años haciendo análisis legal de las políticas más candentes de la Presidencia, de las propuestas más complicadas, pero ni una sola de ellas me excita tanto como diez minutos a oscuras con Nora Hartson. Vuelvo a sentarme en la butaca y entrelazo mis dedos con los de ella. Con todo lo que pasa, esto es precisamente lo que necesitamos. Un momento tranquilo, agradable, a solas, en el que por fin podamos tomar aliento y relaj…
– ¿Nora? -susurra alguien. Una lámina de luz blanca acuchilla la oscuridad detrás de nosotros.
Nos volvemos ambos, sorprendidos al ver a Wesley Dodds, el jefe de Gabinete del Presidente. Tiene su cuello de lápiz metido ya dentro de la sala y hace entrar al resto de su cuerpo.
– ¡Largo! -brama Nora.
Como la mayoría de los peces gordos, Wesley no escucha. Se va directo a la primera fila.
– Te pido disculpas, pero tengo al jefe de la IBM y a una docena de directores generales de pie en el vestíbulo esperando para ver su película.
Nora ni siquiera lo mira.
– Lo siento.
Dodds alza una ceja.
– Lo siento -repite Nora-. Como en Siento que vayas a quedarte decepcionado. O mejor todavía: lo siento, pero está usted interrumpiendo.
Él es demasiado hiperlisto para entablar una discusión con la hija del jefe, así que se limita a asentar jerarquías.
– ¡Frankie, enciende las luces!
El proyector se detiene y se encienden las luces. Nora y yo guiñamos los ojos y parpadeamos para adaptarlos a la luz. Ella se levanta de su asiento la primera y tira por el aire la bolsa de palomitas.
– ¿Qué demonios haces? -grita.
– Ya te lo he dicho, tenemos ahí fuera esperando un grupo de altos ejecutivos. Ya sabes en qué época estamos.
– Llévalos al dormitorio Lincoln.
– Ya lo he hecho -le replica-. Y por si así te sientes mejor, te diré que hace un mes que reservamos la sala. -Se refrena al darse cuenta de que se está calentando demasiado-. No te pido que te marches, Nora; en realidad, sería mucho mejor si te quedases. Así podrán decir que vieron una película con la Primera Hija.
– Largo de aquí, ésta es mi casa.
– Seguro que sí, pero si quieres vivir en ella otros cuatro años, será mejor que te muevas y dejes sitio. ¿Entiendes lo que te digo?
Por primera vez, Nora no responde.
– Olvídalo -digo poniéndole una mano en el hombro-. No es nada tan…
– ¡Cállate! -brama, apartándose.
– ¡Rebobínala, Frankie! -le grita Wesley.
– No te…
– Se acabó -le advierte él-. No me hagas llamar a tu padre.
Oh, mierda.
A Nora se le achican los ojos, pero Wesley no se mueve. Ella se echa hacia atrás y juro por Dios que pienso que está a punto de darle. Pero entonces, una sonrisa de diablo surge en su cara por arte de magia. Suelta una risita profunda, muy bajito. Definitivamente, tenemos problemas. Antes de que pueda decir nada, coge su bolso y sale corriendo hacia la puerta.
Fuera, en el vestíbulo, una docena de hombres de cincuenta a sesenta años están agrupados observando las fotografías en blanco y negro de las paredes. Nora pasa volando a su lado antes de que puedan siquiera reaccionar. Pero todos saben a quién han visto. Y aunque intentan jugar a hacerse los indiferentes, sus ojos se abren de emoción mientras se dan codazos y circulan el mensaje entre el grupo. «¿Has visto? Era-ya-sabes-quién.»
Es asombroso. Aquí dentro, hasta los más poderosos no son más que niños en el patio del colegio. Y por lo que veo, la primera regla del patio del colegio continúa vigente: siempre hay alguno que es mayor.
De regreso hacia el pasillo de la planta baja, voy sólo unos pasos detrás de Nora. La llamo pero no me responde. Es igual que aquella primera noche con los escoltas. No se parará por nada. Braceando con energía, avanza por la alfombra roja del pasillo. Doy por supuesto que se encamina a la Residencia, pero al llegar a la entrada de la escalera no gira. Se limita a seguir avanzando, directa por el pasillo, a través de la Sala de Palmeras, y luego fuera, por la columnata oeste. Justo antes de alcanzar la puerta que lleva al Ala Oeste, hace un giro brusco a la izquierda y pasa junto a un agente de traje oscuro. «¡Oh, no!», murmuro para mis adentros al verla avanzar por la explanada de cemento que rodea el Ala Oeste. Sólo hay un sitio al que pueda ir por ahí. La entrada trasera del Despacho Oval. Directamente a lo más alto. Como sé que nadie entra por ahí, piso fuerte los frenos. Por si había alguna duda, el agente me lanza una mirada de confirmación: la única excepción es Nora. Me apoyo contra una de las enormes columnas blancas que siguen hasta el Ala Oeste y observo el resto desde ahí.
Quince metros por delante, sin mirar atrás, Nora se para ante una doble puerta muy alta y aplasta la nariz contra los cristales, escudriñando el interior del despacho. Si fuera cualquier otra persona, ya le habrían pegado un tiro.
Las luces del interior de la estancia la iluminan como a una polilla rabiosa. Da golpes sonoros sobre los cristales para llamar la atención y luego coge el pomo de la puerta. Pero en cuanto la abre, toda su actitud cambia. Como si hubiera accionado un interruptor. Sus hombros pierden la rigidez y sus puños se abren. Luego, en vez de entrar, le hace gestos a él para que salga. El Presidente tiene a alguien dentro.
Aun así, si su hija lo llama…
El Presidente sale a la terraza y cierra la puerta tras él. Mide un buen palmo más que Nora, lo cual le permite inclinarse sobre ella con autoridad plenamente paternal. Por el modo en que se cruza de brazos, no le gusta que lo interrumpan.
Dándose cuenta de ello, Nora explica rápidamente su caso haciendo gestos expresivos para que se entienda su postura. No está furiosa, ni siquiera enfadada. Sus movimientos son controlados. Es como si estuviera contemplando a otra mujer. Apenas levanta la vista mientras habla con él. Todo en sordina.
Él la escucha con una mano en la barbilla y apoyando el codo en el brazo que tiene paralelo a la cintura. Con el Jardín de Rosas en primer término y ellos dos detrás, no puedo dejar de pensar en todas aquellas fotos en blanco y negro de John y Bobby Kennedy, que tenían sus famosas discusiones de pie exactamente en ese mismo lugar.
Lo siguiente que veo es que Hartson mueve la cabeza y pone cariñosamente una mano en el hombro de Nora. Es algo que no olvidaré mientras viva. Lo bien que conectan, la manera en que él la tranquiliza acariciándole la espalda. Un brazo sobre el hombro. En esa silueta, el poder ya no está, no son más que un padre y su hija. «Lo siento -dice su lenguaje corporal mientras continúa acariciándole la espalda-, esta vez las cosas tendrán que ser así.»
Antes de que Nora pueda discutirle, el Presidente vuelve a abrir la puerta de su despacho y hace un ademán a alguien para que salga. No logro ver quién es, pero se la presenta rápidamente: «Ésta es mi hija, Nora.» Ella se pone firme, instruida por toda una vida de etiqueta de campaña. El Presidente sabe lo que se hace. Ahora que hay un invitado presente, Nora no podrá decir nada.
Se gira para marcharse y el Presidente mira en mi dirección. Me muevo rápidamente y me pongo detrás de una columna blanca. No necesito hacer mi entrada hasta mañana.
– ¡Que se joda! -exclama Nora mientras nos apresuramos por el pasillo de la Planta Baja, desierto, sin que nadie la oiga.
– Olvídate -vuelvo a decirle, esta vez a su altura-. Déjalos que tengan su fiestecita.
– ¿Tú no lo entiendes, verdad? -pregunta mientras volvemos a cruzar entre la tienda de libros y nos acercamos al busto gigante de Lincoln a la puerta del cine-. ¡Lo estaba pasando realmente bien! ¡Para una vez que era divertido!
– Pues lo prepararemos para mañana. De todas formas, sólo íbamos a seguir allí diez minutos más.
– ¡Ésa no es la cuestión! ¡Esos diez minutos eran nuestros! ¡No suyos! Yo escogí la película, les hice preparar palomitas y te mandé el mensaje y entonces… -su voz se empieza a quebrar. Se frota la nariz con fuerza pero le tiemblan las manos-. Se supone que esto es una casa, Michael. Una puta casa de verdad, pero siempre pasa como en la Sala de Música -se pasa la mano por los ojos-, siempre es un show. -Se muerde el labio, intentando luchar contra las lágrimas, pero sus ojos rojos me dicen que no lo logrará-. No tenía que ser así. Cuando llegamos aquí, todo el mundo hablaba de los extras. «Oh, tendréis muchos extras. Espera a ver los extras.» ¡Bueno, todavía estoy esperando! ¿Dónde están, Michael? ¿Dónde?
Vuelve la mirada por encima de cada uno de sus hombros como si buscase esos extras físicamente. Lo único que ve es un guardia de uniforme sentado en su puesto a la entrada de la sala de cine y que nos mira fijamente.
– ¡Qué! -le grita Nora-. ¿Es que ya no puedo llorar en mi propia casa? -la voz se le quiebra aún más. No hace falta ser un lince para descubrir que se acerca el ataque.
Hago un gesto al guardia y le lanzo una mirada de interrogación. ¿Podemos-hablar-un-segundo? Él decide que es momento para un descanso, se levanta y desaparece tras la esquina. Por lo menos hay alguien aquí que tiene un poco de sentido común.
Mientras esperamos que desaparezca, Nora está a punto de derrumbarse. No la he visto así desde la noche que me enseñó la cicatriz. El pecho se le agita, la mandíbula le tiembla. Se muere por soltarlo al fin, por contarme cómo es de verdad. No ella, este sitio. Inspira tan profundamente como puede y luego expulsa el aire de nuevo. Hay cosas demasiado complicadas.
Se limpia la nariz con la mano, se recuesta sobre la pared y apoya el hombro contra una caja blanca de metal que parece albergar un teléfono de emergencia del Servicio Secreto.
– ¿Quieres hablar de eso? -le pregunto.
Mueve la cabeza sin querer mirarme. Una y otra vez repite el movimiento. No, no, no, no, no. Su respiración está húmeda -saliva entre dientes apretados-, y con cada movimiento de cabeza el ritmo se acelera, se hace más violento. En pocos segundos, es demasiado. Apoyada aún contra la pared, levanta la mano izquierda y descarga el puño contra el yeso.
– ¡ Joder! -grita. La palabra resuena por el vestíbulo y como una réplica de su reacción inicial, la rabia que se convirtió en desesperación vuelve a convertirse en rabia.
– Nora…
Es demasiado tarde. Con un impulso rápido de las caderas, se separa de la pared y se aleja del teléfono. Hay un ruido ligero de algo que se desgarra. Se detiene. Se ha enganchado la camisa en un borde filoso de la caja metálica.
– ¡Hijo de…! -Tira fuerte con el hombro, rabiosa por el obstáculo, y se oye un desgarro mayor. Los dos seguimos el ruido. Desde encima del hombro hasta el sobaco tiene un roto en la camisa por el que asoma el tirante de su sostén de encaje negro.
– Cálmate, Nora…
– ¡Hijo de puta! -Se gira y lanza el brazo contra el lado de la caja de metal. Una vez. Otra vez y otra. Me precipito a sujetarla por detrás con un abrazo de oso.
– Por favor, Nora… el guardia volverá en seg…
Lucha contra mí, me lanza el codo izquierdo contra la mandíbula. La suelto y se escabulle. Con una rabia ciega, levanta los dos puños en el aire y pega un golpe mortal contra la caja. Pega de arriba abajo y resuena un ruido hueco de metal y la puerta de la caja salta por el aire. Dentro no hay ningún teléfono. Sólo hay una pistola, negra y brillante.
Nora y yo nos quedamos helados, sorprendidos por igual.
– ¿Pero qué…?
– Reserva para casos de emergencia -aventura.
Doy unos pocos pasos atrás y observo el pasillo que empieza en la esquina. No se ve al guardia por ningún lado.
A Nora le importa un bledo. Sin mirar siquiera, alarga la mano con los ojos completamente encendidos.
– Nora, no…
Ella agarra la pistola y la arranca de su escondrijo.