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Cuando volví al hotel tenía un mensaje de teléfono en recepción. Cale Hanniford había llamado a las siete y cuarto. Iba a llamarlo. Había dejado un número, el mismo que ya me había dado. Su número de la oficina.
Lo llamé desde mi habitación. Estaba almorzando. Su secretaria dijo que me llamaría cuando volviese. Le dije que no, que intentaría llamarlo yo en una hora más o menos.
La llamada me hizo recordar a J. J. Cottrell, S.A., la referencia laboral que Wendy había puesto en su solicitud de alquiler. Encontré el número en mi agenda y lo intenté de nuevo, por si me había confundido al marcar la primera vez. Me saltó la misma grabación. Busqué J. J. Cottrell en la guía telefónica y no encontré nada. Lo intenté en el servicio de información y tampoco obtuve ningún resultado.
Me quedé pensando un momento y después marqué un número especial. A la mujer que descolgó le dije:
– Policía Lewis Pankow, distrito 6. Tengo un número que está temporalmente fuera de servicio y necesito saber a quién corresponde.
Me preguntó el número, se lo di y me pidió por favor que no colgara. Me quedé sentado con el teléfono en la oreja durante casi diez minutos, a la espera de que ella volviera a estar en línea.
– No está temporalmente desconectado -dijo-. Está desconectado de forma permanente.
– ¿Me podría decir a quién se le asignó por última vez este número?
– Me temo que no puedo, oficial.
– ¿No tiene esa información archivada?
– Debemos tenerla en alguna parte, pero yo no puedo acceder a ella. Tengo acceso a las desconexiones recientes, pero ese número fue desconectado hace más de un año, por lo tanto no hay nada que yo pueda hacer. Lo que me sorprende es que aún no se le haya asignado a otra persona.
– Entonces lo único que sabe es que lleva fuera de servicio más de un año.
Eso era todo lo que sabía. Le di las gracias y colgué. Me serví una copa y cuando acabé con ella pensé que Hanniford ya debía de estar de vuelta en su oficina. Y así fue.
Me dijo que había logrado encontrar las postales. La primera, con el matasellos de Nueva York, había sido enviada el 4 de junio. La segunda había sido enviada desde Miami el 16 de septiembre.
– ¿Eso le dice algo, Scudder?
Me decía que ella había estado en Nueva York a principios de junio, si no antes. También me decía que antes de la firma del contrato de su apartamento había hecho un viaje a Miami. Aparte de eso, poca cosa.
– Otra pieza del rompecabezas -dije-. ¿Tiene las postales ahí?
– Sí, justo delante de mí.
– ¿Podría leérmelas?
– No dicen gran cosa. -Esperé y él dijo-: Bueno, no hay razón para no leerlas. Esta es la primera: «Queridos papá y mamá. Espero que no estéis muy preocupados por mí. Todo va bien. Estoy en Nueva York y me gusta mucho la gran ciudad. La escuela se convirtió en un gran problema. Os lo explicaré todo cuando os vea». -La voz se le quebró un poco al teléfono, pero carraspeó y continuó-. «Por favor, no os preocupéis. Os quiere, Wendy».
– ¿Y la otra?
– Apenas escribió. «Queridos papá y mamá. No está mal, ¿eh? Siempre pensé que Florida era solo para el invierno, pero está fenomenal en esta época del año. Nos veremos pronto. Os quiere, Wendy».
Me preguntó cómo iban las cosas. En realidad no sabía qué contestar. Le dije que había estado muy ocupado tratando de unir piezas, pero que no sabía cuándo podría decirle algo.
– Wendy estuvo compartiendo piso con otra chica durante varios meses antes de que Vanderpoel apareciera en escena.
– ¿La otra chica era una prostituta?
– No lo sé. Lo dudo pero no estoy seguro. Voy a ir a verla mañana. Por lo visto se conocían de la escuela universitaria. ¿Les mencionó alguna vez a una amiga llamada Marcia Maisel?
– ¿Maisel? Creo que no.
– ¿Conoce los nombres de algunos de sus amigos de la escuela?
– Me temo que no. Déjeme pensar. Me parece recordar que se refería a ellos por sus nombres de pila, pero no me quedé con ellos.
– Probablemente no sea importante. ¿El nombre de Cottrell le dice algo?
– ¿Cottrell? -Lo deletreé y lo repetí en voz alta-. No, no me dice nada. ¿Debería?
– Wendy utilizó una empresa con ese nombre como referencia laboral al firmar su contrato de arrendamiento. Y parece que la empresa no existe.
– ¿Por qué piensa que yo podría haber oído hablar de ella?
– Solo era un palo de ciego. He estado dando muchos últimamente, señor Hanniford. ¿Wendy era buena cocinera?
– ¿Wendy? Que yo sepa, no. Claro que puede que hubiera desarrollado un interés por la cocina en la escuela y yo no me hubiese enterado. Cuando vivía en casa, creo que nunca hizo nada más ambicioso que un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. ¿Por qué?
– Por nada.
Sonó su otro teléfono y me preguntó si había alguna otra cosa. Me disponía a decir que no, pero de repente se me ocurrió algo en lo que tendría que haber pensado desde el principio.
– Las postales -dije.
– ¿Qué pasa con ellas?
– ¿Qué pone por el otro lado?
– ¿Por el otro lado?
– Son postales con foto, ¿no es así? Deles la vuelta. Quiero saber lo que hay al otro lado.
– Miraré. La tumba de Grant. ¿Es una pieza importante del rompecabezas, Scudder?
Ignoré el sarcasmo.
– Eso es Nueva York -dije-. Me interesa más la de Miami.
– Es un hotel.
– ¿Qué hotel?
– Por el amor de Dios. Ni había pensado en eso. ¿Podría significar algo?
– ¿Qué hotel, señor Hanniford?
– El Eden Roc. ¿Es alguna pista importante?
No lo era.
Di con el director del Eden Roc y le dije que era un oficial de policía de la ciudad de Nueva York que estaba investigando un caso de fraude. Le hice buscar las hojas de registros del mes de septiembre del 1970. Estuve al teléfono una media hora mientras él localizaba las hojas y las examinaba en busca de un registro a nombre de Hanniford o de Cottrell. No apareció nada.
No me sorprendió en absoluto. Cottrell no debió ser el hombre que la llevó a Miami. Y aunque lo hubiera sido, eso no querría decir que necesariamente firmara con su verdadero nombre en la hoja de registro. Las cosas habrían sido más simples si lo hubiera hecho, pero hasta ahora nada en la vida y la muerte de Wendy Hanniford había sido simple y no podía esperar en ese momento un golpe repentino de simplicidad.
Me serví otra copa y decidí pasar el resto del día de esa manera. Estaba intentando hacer demasiadas cosas, intentando colar toda la arena del desierto. Es inútil, porque estoy buscando respuestas para unas preguntas que mi cliente ni ha llegado a formular. No importaba mucho quién era Richie Vanderpoel, por qué había trazado líneas rojas sobre Wendy. Lo que Hanniford quería era una idea de la vida que su hija llevó en los últimos momentos de su vida. Al día siguiente, la señora de Gerald Thal, de soltera Marcia Maisel, me lo proporcionaría.
Hasta entonces podía optar por lo fácil. Mirar el periódico, beber mis copas y pasarme por Armstrong's cuando se me cayeran encima las paredes del cuarto.
Solo que no podría. Alargué la copa casi media hora, después enjuagué el vaso, me puse el abrigo y tomé el tren A hacia el centro.
Cuando das con un bar gay en mitad de la tarde de un día entre semana, te preguntas por qué no lo llamarán de otra forma. Por las noches, con un buen número de personas bebiendo y ligando, existe mucho colorido en el ambiente. Puede parecer forzado y puedes percibir un trasfondo de desesperación insuficientemente aplacada, pero entonces la palabra gay es tan buena como la que más. No así alrededor de las tres o las cuatro de la tarde de un jueves, cuando en el lugar hay tan solo un puñado de bebedores empedernidos sin ningún otro sitio al que ir y un camarero cuyo rostro dice que sabe que las cosas van mal y que está parado esperando a que se mejoren.
Hice el recorrido. Un club en un sótano en la calle Bank, en el que un hombre con un largo cabello canoso y un bigote poblado jugaba solo a la máquina de bolos mientras su cerveza se consumía. Una gran sala en la calle Décima Oeste, cuyo ambiente estaba acaparado por antiguos atletas de la escuela universitaria, con serrín en el suelo y banderines con letras griegas en las paredes de ladrillos desnudos. En total, media docena de bares gay en un radio de cuatro manzanas desde el 194 de la calle Bethune.
Muchos de los clientes se me quedaban mirando. ¿Sería un poli? ¿O un posible ligue? ¿O ambas cosas?
Tenía la foto del periódico de Richie, y se la estuve mostrando a cualquiera que estuviera dispuesto a mirarla. Casi todo el mundo reconocía la foto porque la habían visto en el periódico. El asesinato era reciente, había tenido lugar en el vecindario, y los heterosexuales no tienen el monopolio de la curiosidad morbosa. La mayoría de ellos reconocían la foto y bastantes lo habían visto por el vecindario, o decían que lo habían visto, pero nadie recordaba haberlo visto por los bares.
– Claro que yo no vengo aquí tan a menudo -escuché en más de una ocasión-. Solo de vez en cuando para tomarme una cerveza cuando me raspa la garganta.
En un lugar llamado Sinthia's el camarero me reconoció y me miró dos veces de forma teatral.
– ¿Me engañan los ojos? ¿O es realmente el único e incomparable Matthew Scudder?
– Hola, Ken.
– No me digas que has decidido convertirte, Matt. Fue bastante chocante cuando me enteré de que habías dejado la pocilga. Pero si Matthew Scudder llega a la creencia de que ser gay es bueno, en fin, me desmontaría completamente.
Aún aparentaba veintiocho años y debía de tener el doble. El pelo rubio era suyo, aunque el color era de bote. Si te acercabas a él podías ver las marcas del lifting, pero a dos metros no parecía ni un día más viejo que cuando lo había arrestado, quince años atrás, por fomentar la delincuencia de un menor. No me enorgullezco de ello, el menor tenía diecisiete y era más delincuente de lo que Ken se podía imaginar, pero también tenía un padre y dicho padre presentó una queja y yo tuve que arrestar a Kenny. Consiguió un abogado decente y se le retiraron los cargos.
– Tienes buen aspecto -le dije.
– El alcohol, el tabaco y el sexo en cantidad lo mantienen a uno joven.
– ¿Has visto alguna vez a este joven? -Solté en la barra la foto del periódico. La miró y me la devolvió.
– Interesante.
– ¿Lo reconoces?
– Es ese tipo que fue tan cruel la semana pasada, ¿no es cierto? Una historia horrible.
– Sí.
– ¿Qué pintas tú en eso?
– Es difícil de explicar. ¿Lo has visto por aquí, Kenny?
Apoyó los codos sobre la barra, hizo una «V» con sus manos y apoyó la barbilla en ella.
– La razón por la que dije que era interesante -dijo- es que pensé que reconocía la foto cuando el Post la publicó.
Tengo una memoria extraordinaria para las caras. Entre otras partes de la anatomía.
– ¿Lo has visto antes?
– Eso pensé, pero ahora creo que estoy seguro. ¿Por qué no nos invitamos a una copa para que refresque mi memoria?
Puse un billete sobre la barra. Me sirvió un bourbon y él se sirvió algo mezclado con naranja. Dijo:
– No voy a andarme con rodeos, Matthew. Estoy tratando de recordar lo que iba junto con esa cara. Sé que no lo había visto en mucho tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Al menos un año. -Dio unos tragos, se enderezó, juntó las manos por detrás del cuello y cerró los ojos-. Un año como mínimo. Ahora lo recuerdo. Le pedí el carné la primera vez que vino y no pareció sorprenderle, como si siempre le estuvieran pidiendo que demostrara su edad.
– Solo tenía diecinueve años.
– Bueno, podía haber pasado por un chaval de dieciséis años maduro. Hubo un período de un par de semanas en las que venía aquí cada noche. Después nunca más se le volvió a ver.
– Tengo entendido que era gay.
– Bueno, no había venido aquí a encontrar chicas, ¿no crees?
– Podía haber estado mirando escaparates.
– Es cierto. Hay mucha gente de esa, ¿no? Sin embargo, Richie no. No era un gran bebedor, ¿sabes? Se pedía un vodka Collins y le duraba hasta que se derretía el hielo.
– No era un cliente muy rentable.
– Ah, no, cuando se trata de jóvenes y guapos no te preocupa si gastan mucho o poco. Son buenos escaparates y atraen a otros a entrar. Forman parte del escaparate, pero no, nuestro hombre no se dedicaba solo a mirar, por cierto. No me creo que ninguna noche de las que vino aquí no dejara que algún tipo lo llevara a su casa.
Se fue al otro lado de la barra para servirle otra copa a alguien. Cuando volvió le pregunté si había estado en la casa de Vanderpoel.
– Matthew, cariño, si lo hubiera hecho, no tendría ningún problema para recordarlo, ¿no crees?
– Podías haberlo hecho.
– ¡Serás perra! No, en ese momento estaba atravesando un período monogámico. No levantes la ceja con tanto escepticismo, cariño. No te sienta bien. Supongo que podía haberlo intentado, pero a pesar de lo bueno que estaba, no era mi tipo.
– Pensé que era justo tu tipo.
– Vaya, pues no me conoces tan bien como piensas, ¿verdad, Matthew? Me gusta un poco de pollo de vez en cuando, lo admito. Dios sabe que no es el secreto mejor guardado del mundo. Pero no es la juventud lo único que me gusta, ya sabes. Es la juventud pervertida.
– ¿Ah sí?
– Ese aire delicioso de decadencia inmadura. La fruta joven que se pudre en las viñas.
– Tienes una forma preciosa de describir las cosas.
– ¿De veras? Pero Richard no era así, en absoluto. Tenía una inocencia intocable. Podías ser su octavo cliente de la noche, y todavía sentir que estabas seduciendo a una virgen. Y yo, querido, como dicen los niños, paso de eso.
Se sirvió una nueva copa y se cobró de mi cambio. A mí todavía me quedaba bastante bourbon. Dije:
– Has dicho algo sobre el octavo cliente de la noche. ¿Vendía su cuerpo?
– Para nada. Nunca llegaba a pagar sus copas, pero si bebía una por noche ya era mucho. No ganaba ni un pavo de esa manera.
– ¿Ligaba con muchos?
– No, una pareja por noche era lo máximo que parecía querer. Hasta donde yo sé.
– Y después dejó de venir. Me pregunto por qué.
– Puede que desarrollara alergia al decorado.
– ¿Solía llevar a alguien en especial a casa?
Ken sacudió la cabeza.
– Nunca al mismo amigo dos veces. Creo que pasó por aquí durante un período de tres semanas, y puede que nos hiciera quince o dieciocho visitas en total y nunca le vi repetir. No es tan extraño, ¿sabes? A mucha gente le encanta la variedad. Especialmente a los jóvenes.
– Se fue a vivir con Wendy Hanniford aproximadamente en la época en la que dejó de venir aquí.
– Me enteré de que estaba viviendo con ella. No sabía lo del factor tiempo.
– ¿Por qué viviría con una mujer, Ken?
– La verdad es que no lo sé, Matt. Y no soy psiquiatra. Tuve uno, pero ese no era uno de los temas de los que hablábamos, precisamente.
– ¿Por qué viviría un homosexual con una mujer?
– Dios sabe.
– En serio, Kenny.
Tamborileó con los dedos sobre la barra.
– ¿En serio? Está bien. Sería bisexual, ya sabes. No es tan inaudito en los tiempos que corren. Tengo entendido que todo el mundo lo hace. Los heteros prueban escenarios gays para ver si les conviene. Los gays hacen algunos experimentos con la heterosexualidad. -Bostezó de forma exagerada-. Lo siento, pero yo soy un reaccionario sin esperanza de las viejas costumbres. Un sexo ya es suficiente complicado para mí. Dos serían un verdadero desastre.
– ¿Alguna otra idea?
– La verdad es que no. Si lo hubiera conocido, Matt… Pero para mí era solo otra cara bonita.
– ¿Quién lo conoció?
– ¿Quién conoce a quién? Supongo que los que se lo llevaron a la cama llegarían a conocerlo.
– ¿Quién se lo llevó a la cama?
– No soy un tanteador, querido. Ha habido bastante movimiento de mercancía por aquí en los últimos meses. La mayoría de los antiguos clientes se ha marchado en busca de pastos más frescos. Últimamente pasan por aquí un montón de chavales zalameros enfundados en cuero. -Se puso a pensar con el ceño fruncido, pero entonces recordó que te salen arrugas al fruncir el ceño y obligó a su rostro a recobrar su expresión normal-. No me gusta mucho la gente que estamos atrayendo últimamente. Moteros, sadomasoquistas. La verdad es que no quiero que asesinen a nadie en mi bar, ya sabes. En especial, es mi lado sensible el que no quiere.
– ¿Por qué no haces algo al respecto?
– Para serte sincero, me dan miedo.
Me acabé la copa.
– Existe una forma fácil de manejar esto.
– Dime.
– Pasa por el distrito 6 y habla con el teniente Edward Koehler. Cuéntale tu problema y pídele que haga unas cuantas redadas.
– Tienes que estar bromeando.
– Piensa en ello. Suéltale un par de pavos. Con cincuenta bastará. Él se ocupará de hacer unas cuantas redadas en tu local y tus chicos de cuero se asustan. No se presentarán cargos contra ti, por lo que no te joderán con el ANS. Tu licencia de alcohol no estará en peligro. Los moteros son como cualquier otro. No pueden permitirse el lujo de meterse en líos. Encontrarán otro lugar que frecuentar. Naturalmente tu negocio se resentirá durante un par de semanas.
– Se resiente de todos modos. Esos hijos de puta solo beben cerveza y no dejan propinas.
– Entonces no perderás tanto. Después de aproximadamente un mes empezarás a tener el tipo de clientela que quieres.
– Qué mente más retorcida tienes, Matthew. Y encima creo que puede funcionar.
– Debería. Y no me elogies tanto. Se hace constantemente.
– ¿Has dicho que con cincuenta sería suficiente?
– Debería. Así era cuando yo estaba en el cuerpo, pero todo está subiendo últimamente, incluso los sobornos. Si Koehler quiere más, te lo hará saber.
– No lo dudo. Bueno, no es que yo no haya dado nunca dinero al cuerpo de policía de Nueva York. Cada viernes se acercan a recaudar, y no te haces una idea de lo que me cuesta en Navidad.
– Sí, me la hago.
– Pero nunca he pagado para conseguir otra cosa que seguir con el negocio. Nunca pensé que pudieras pedir favores.
– Es un sistema de libre empresa.
– Eso parece. Puede que lo intente. Te invito a un trago por ello.
Me sirvió una copa generosa. Levanté la copa y lo miré por encima de ella.
– Hay otra cosa que podrías hacer por mí -dije.
– ¿Ah sí?
– Pregunta un poco a la gente por Richie Vanderpoel. Sé que no quieres darme nombres. Eso es razonable. Pero mira a ver si puedes descubrir lo que le gustaba. Yo lo apreciaría.
– No esperes gran cosa.
– No lo haré.
Se peinó su bonito cabello con los dedos.
– ¿De verdad te interesa lo que le gustaba, Matt?
– Sí -dije-. Evidentemente me interesa.
Puede que fuera una reacción a demasiadas visitas a bares que eran gays solo de nombre. No estoy seguro, pero de camino al metro paré en una cabina que había en la calle y busqué un teléfono en la agenda. Eché una moneda y lo marqué. Cuando me contestaron dije:
– ¿Elaine? Soy Matt Scudder.
– Ah, hola, Matt. ¿Cómo va todo?
– No demasiado mal. Me preguntaba si te gustaría tener compañía.
– Me apetece verte. ¿Me das media hora? Me estaba dando una ducha.
– Claro.
Me tomé un café y un panecillo y leí el Post. El nuevo alcalde estaba teniendo problemas para nombrar a, su vicealcalde. La comisión de investigación había descubierto que los posibles candidatos eran gente involucrada en diferentes e interesantes tipos de corrupción. Había una solución evidente y el alcalde daría con ella tarde o temprano. Iba a tener que deshacerse de la comisión de investigación.
Varios ciudadanos más habían sido asesinados desde que la edición de ayer entrara en las rotativas. Dos policías fuera de servicio habían tomado unas cuantas copas en un bar en Woodside y se habían liado a tiros entre sí. Uno resultó muerto y el otro gravemente herido. Un hombre y una mujer que habían cumplido una condena de noventa días por malos tratos a su hijo habían presentado una demanda con éxito para volver a obtener la custodia del niño y quitárselo a los padres de acogida quienes lo habían tenido durante tres años y medio. Habían encontrado el torso desnudo de un adolescente en el tejado de una vivienda de la calle Quinta Este. Alguien había grabado una «X» en su pecho, presumiblemente la misma persona que le había cercenado los brazos, las piernas y la cabeza.
Dejé el periódico encima de la mesa y cogí un taxi.
Vivía en un buen edificio de la Cincuenta y Cinco, entre la Primera y la Segunda. El portero confirmó que me estaba esperando y me indicó el ascensor al tiempo que asentía con la cabeza. Ella me estaba esperando en la puerta, vestida con una falda ajustada azul marino, una blusa verde lima y unos aros de oro en las orejas. Olía a perfume caro y almizcleño.
Puse el abrigo sobre una silla Eames mientas ella cerraba la puerta y echaba el cerrojo. La estreché entre mis brazos, la besé en la boca y ella frotó su pequeño cuerpo contra el mío.
– Mmmm -dijo-. Es estupendo.
– Tienes muy buen aspecto, Elaine.
– Déjame mirarte. Tú tampoco estás mal, algo tosco y rudo. ¿Cómo te ha ido?
– Muy bien.
– ¿Ocupado?
– Ajá.
En el estéreo sonaba música de cámara. Estaba acabando la última melodía, y me senté en el sofá a observar cómo iba ella hacia el tocadiscos y revolvía el montón de discos. Me pregunté si el meneo de caderas era para mí o si era normal en ella. Siempre me he preguntado eso.
Me gustaba la casa. Tenía una moqueta blanca, un mobiliario moderno y austero, más cómodo de lo que aparentaba, con muchos colores primarios y con cromados. Un par de óleos abstractos en las paredes. Yo no podría vivir en una casa como esa. Pero disfrutaba pasando allí momentos ocasionales.
– ¿Quieres una copa?
– Por ahora no.
Se sentó en el sofá cerca de mí y habló sobre libros que había leído y películas que había visto. Tenía una buena conversación. Supongo que debía tenerla.
Nos besamos unas cuantas veces, toqué sus pechos y puse una mano sobre su redondeado trasero. Ella me susurró con dulzura.
– ¿Quieres que vayamos a la cama, Matt?
– Claro.
La cama era pequeña, con una combinación de colores suaves. Encendió una lámpara pequeña con luz tenue y apagó la que teníamos sobre la cabeza. Nos desnudamos y nos tendimos sobre la pequeña cama.
Era una joven ardiente y ansiosa, con una piel suave y perfumada y un cuerpo firme. Tenía una boca y unas manos habilidosas. Pero algo no iba bien, y después de unos minutos me aparté de ella y le acaricié los hombros suavemente.
– Relájate, cariño.
– No, no va a funcionar -dije.
– ¿Es por algo que he hecho?
Sacudí la cabeza.
– ¿Demasiado alcohol?
No era eso. Tenía la mente bloqueada por completo.
– Puede ser -dije.
– Esas cosas pasan.
– O puede que no sea mi momento del mes.
Ella se rió.
– Cierto, tienes el período.
– Debe de ser.
Nos vestimos. Saqué tres de diez de mi cartera y los puse sobre el aparador. Como de costumbre, ella hizo ver que no se había dado cuenta.
– ¿Quieres esa copa ahora?
– Aja, creo que sí. Bourbon, si tienes.
No tenía. En su lugar tenía scotch, así que me conformé con eso. Ella se sirvió un vaso de leche y nos sentamos juntos en el sofá a escuchar la música sin decir nada. Me sentía tan relajado como si hubiéramos hecho el amor.
– ¿Tienes trabajo estos días, Matt?
– Ajá.
– Bueno, todo el mundo tiene que trabajar.
– Ajá.
Sacó un cigarrillo y se lo encendí.
– Tienes muchas cosas en la cabeza -dijo-. Eso es lo que pasa.
– Puede que tengas razón.
– Sé que tengo razón. ¿Quieres hablar de algo?
– En realidad, no.
– Está bien.
Sonó el teléfono y contestó desde su habitación. Cuando volvió le pregunté si había vivido con algún hombre.
– ¿Te refieres a un chulo? Nunca lo he tenido ni lo tendré.
– Me refiero a un novio.
– Nunca. Es una cosa rara tener novios en este negocio. Siempre acaban por convertirse en chulos.
– ¿En serio?
– Ajá. Conozco a muchas chicas que dicen: «Ah, no es un chulo, es mi novio». Pero siempre hace de intermediario en los trabajos: él se dedica a eso y ella paga por todo. Pero no es su chulo, sino su novio. Esas chicas son expertas engañándose a sí mismas. A mí se me da fatal. Por eso ni lo intento.
– Bien por ti.
– No puedo permitirme novios. Estoy ahorrando para mi vejez.
– Bienes inmuebles, ¿no es cierto?
– Ajá. Casas de apartamentos en Queens. Tú puedes invertir en bolsa. Yo quiero algo que se pueda tocar.
– Tú, una propietaria. Eso tiene gracia.
– Ah, nunca veo a los inquilinos. Hay una compañía que lo dirige por mí.
Pensé si sería Gestión Bowdoin, pero no me molesté en preguntar. Me preguntó si quería probar la cama de nuevo. Dije que no.
– No te apures, pero vendrá un amigo en cuarenta minutos.
– Claro.
– Puedes tomarte otra copa si quieres.
– No, es hora de irme. -Me acompañó hasta la puerta y me cogió el abrigo. Le di un beso de despedida.
– No tardes tanto tiempo en volver a visitarme.
– Cuídate, Elaine.
– Sí, lo haré.