174286.fb2 Los pecados de nuestros padres - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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En mi habitación del hotel abrí un diccionario de santos en rústica y estuve hojeándolo. Me encontré a mí mismo leyendo sobre santa María Goretti, nacida en Italia en 1890. Cuando tenía 12 años un joven empezó a hacerle insinuaciones. Finalmente intentó violarla y la amenazó con matarla si se resistía. Pero ella lo hizo, y él la mató, la apuñaló una y otra vez con su cuchillo. Murió al cabo de solo veinticuatro horas.

Tras ocho años de encarcelamiento impenitente, el asesino sufrió un cambio en su corazón, leí. Después de veintisiete años fue puesto en libertad, y el día de Navidad de 1937 procuró comulgar al lado de la madre viuda de María. Desde entonces ha sido citado como un ejemplo por aquellos que abogan por la abolición de la pena capital.

Siempre encuentro algo interesante en ese libro.

Fui a cenar al sitio que estaba junto al hotel, pero no tenía mucho apetito. El camarero se ofreció a guardarme el filete que me sobró en una bolsa. Le dije que no se molestara.

Después me fui a Armstrong's y acabé en la mesa del rincón del fondo, en la que había empezado todo hacía unos días. Cale Hanniford entró en mi vida el martes y ya era sábado. Parecía haber pasado mucho más tiempo.

Yo me impliqué el martes, pero la verdad es que el caso había empezado mucho antes que eso. Di un sorbo de bourbon con café y me pregunté cuándo. Probablemente, más tarde o más temprano habría sido inevitable, pero no sabía en qué momento exacto había ocurrido. Hubo un día en el que Richie Vanderpoel y Wendy se encontraron el uno al otro, y ese tuvo que ser un momento decisivo, pero es posible que sus finales hubieran estado trazados por separado desde mucho antes de esa fecha, y su encuentro únicamente dispusiera que influyeran el uno en el otro. Puede que viniera incluso de más atrás, al morir Robert Blohr en Corea y cortarse Margaret Vanderpoel las venas en su bañera.

Puede que fuera culpa de Eva y de la manzana. Una cosa peligrosa fue otorgar a la humanidad el conocimiento del bien y del mal. Y la capacidad de hacer la elección equivocada más a menudo de lo conveniente.

– ¿Invitas a una dama a una copa?

Levanté la vista. Era Trina, ataviada con ropa de calle y con una sonrisa que se esfumó al ver mi cara.

– Oye -dijo-. ¿Dónde has estado?

– A la caza de pensamientos privados.

– ¿Quieres estar solo?

– Eso es lo último que quiero. Has dicho algo sobre invitarte a una copa.

– Era una idea, sí.

Hice una seña al camarero y pedí un stinger para ella y otro de lo mismo para mí. Me habló sobre un par de clientes extraños que había tenido la noche anterior. Estuvimos charlando durante unas cuantas rondas, y luego ella alargó la mano y me tocó la barbilla con el dedo.

– Oye.

– ¿Sí?

– Oye, tienes mala cara. ¿Problemas?

– He tenido un día fatal. He volado al interior y he tenido una conversación no muy divertida.

– ¿Se trata del asunto del que me hablaste la otra noche?

– ¿Estuve hablando contigo de eso? Sí, supongo que sí.

– ¿Quieres hablar de ello ahora?

– Puede que un poco más tarde.

– Claro.

Estuvimos sentados un rato sin decir gran cosa. El lugar estaba tranquilo, como solía estarlo los sábados. De repente entraron dos chavales y se dirigieron a la barra. No me había dado cuenta de ellos.

– ¿Matt, te pasa algo?

No contesté. El camarero les vendió un par de paquetes de seis y se fueron. Solté el aire que había contenido sin saberlo.

– ¿Matt?

– Solo ha sido un reflejo. Pensé que el bar estaba a punto de ser atracado. Atribúyeselo a los nervios.

– Claro. -Me cogió una mano-. Es tarde ya -dijo.

– ¿Ah, sí?

– Un poco. ¿Me acompañas a casa? Solo está a un par de manzanas.

Vivía en el décimo piso de un edificio nuevo en la Cincuenta y Seis, entre la Novena y la Décima. El portero se sacudió la modorra de encima lo suficiente como para dirigirle una sonrisa.

– Tengo algo de beber -me dijo-, y preparó un café mejor que el de Jimmie. ¿Quieres subir?

– Me gustaría.

Su apartamento era un estudio, una gran sala con un nicho que contenía una cama estrecha. Me mostró dónde colgar el abrigo y sacó un montón de discos. Me dijo que si me ponía el café y le dije que se olvidara del café. Preparó unas copas para los dos. Se acurrucó en un sofá de felpa rojo y yo me senté en un sillón gris y desgastado.

– Un sitio acogedor -dije.

– Está empezando a serlo. Quiero poner algunos cuadros en las paredes y tendría que cambiar algunos muebles, pero mientras tanto me sirve.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Desde octubre. Vivía en las afueras de la ciudad y detestaba tener que coger taxis para ir y volver del trabajo.

– ¿Has estado casada, Trina?

– Durante casi tres años. Llevo divorciada cuatro.

– ¿Ves a tu ex?

– No sé ni en qué estado vive. Creo que en la costa, pero no estoy segura. ¿Por qué?

– Por nada. ¿Tienes hijos?

– No. El no quería. Por lo que cuando todo se acabó me alegré de que no los hubiéramos tenido. ¿Y tú?

– Dos chicos.

– Eso debe de ser duro.

– No sé. A veces, supongo.

– ¿Matt? ¿Qué habrías hecho si hubiera habido un atraco esta noche?

Lo pensé.

– Nada, probablemente. La verdad es que no podía hacer nada. ¿Por qué?

– No te viste cuando estaba pasando. Parecías un gato preparado para saltar.

– Reflejos.

– Todos esos años de poli.

– Algo así.

Se encendió un cigarrillo. Cogí la botella y rellené nuestras copas. Después me senté en el sofá junto a ella y le hablé de Wendy y de Richard, se lo conté todo. No sabía si era ella, el alcohol o una combinación de ambos, pero de repente me resultaba muy fácil hablar de ello, y muy importante hacerlo.

Y dije:

– Lo difícil era saber cuánto contarle al hombre. Tenía miedo de lo que pudiera haberle hecho a ella, limitando su cariño hacia ella, o actuando de forma seductora con ella sin saberlo él mismo. Yo no podía encontrar esas respuestas mejor que él, pero otras cosas sí. La muerte, la manera en que murió su hija… ¿Cuánto de eso se supone que le debía contar?

– Bueno, ya lo sabe todo, ¿no es así, Matt?

– Supongo que ya sabe lo que tiene que saber.

– No te sigo.

Empecé a decir algo, pero lo dejé. Serví más bebida en las dos copas. Me miró.

– ¿Estás intentando emborracharme?

– Estoy intentando que ambos nos emborrachemos.

– Bueno, creo que está funcionando. Matt…

Dije:

– Es difícil saber hasta dónde tiene derecho a actuar una persona. Supongo que he estado demasiado tiempo en el cuerpo. Quizá no tendría que haberlo dejado. ¿Sabes de qué te hablo?

Desvió los ojos.

– Algo me contaron una vez…

– Bien, si no hubiera sucedido lo que sucedió, ¿lo habría dejado de todas formas más tarde o más temprano? Siempre me lo pregunto. Tienes una cierta seguridad cuando eres poli. No me refiero a seguridad en el trabajo, sino a seguridad emocional. No había tantas preguntas, y las únicas que surgían tenían respuestas obvias, o al menos en el momento parecían obvias.

»Deja que te cuente una historia. Esto sucedió hace unos diez años. Puede que doce. Además le sucedió a una chica de unos veinte años, en el Village. Fue violada y asesinada en su propio apartamento. Tenía una media de nailon alrededor de su cuello. -Trina se estremeció-. El caso no estaba tan claro, no había nadie circulando por las calles empapado en su sangre. Era uno de esos casos en los que tienes que seguir excavando, investigando a todo aquel que hubiera flirteado con la chica, a todo el que viviera en el edificio, a todo el que la conociera del trabajo, a todos los hombres que habían desempeñado algún tipo de papel en su vida. Dios, debimos de hablar con unas doscientas personas.

»Bien, había un tipo a por el que quería ir desde el principio. Un hijo de puta grande y musculoso que era el conserje del edificio en el que ella vivía. Un ex oficial de la marina licenciado por mala conducta. Lo teníamos fichado. Dos arrestos por asalto, de los que salió libre porque las demandantes no quisieron presentar cargos. Las demandantes en ambos casos eran mujeres.

»Todo eso era motivo suficiente para interrogarlo. Cosa que hicimos. Y cuanto más hablaba con él más claro tenía que ese hijo de puta lo había hecho. A veces resulta evidente.

»Pero tenía una coartada. Conocíamos el momento de la muerte y su mujer estaba preparada para jurar sobre una pila de biblias que en todo el día no había desaparecido de su vista. Y por otro lado no teníamos nada, ni el más mínimo indicio que lo situara en el apartamento de la chica a la hora del asesinato. Nada en absoluto. Ni siquiera una pequeña huella digital, y aunque la hubiéramos tenido, no habría significado nada puesto que era el conserje y podía haberlas dejado al reparar el baño o algo. No teníamos nada, ni una mísera pista, y la única razón por la que sabíamos que lo había hecho era simplemente que lo sabíamos, y a ningún fiscal de distrito se le ocurriría presentar eso ante un gran jurado.

»Por lo que seguimos investigando a cualquier otro que pudiera ser vagamente sospechoso. Y, como es natural, no encontramos a nadie en ninguna parte porque no había ninguna otra parte en la que buscar, y el caso quedó archivado, lo que significa que sabíamos que nunca iba a cerrarse, que en efecto todo estaba cerrado porque nadie se tomaría la molestia de mirarlo nunca más.

Me puse en pie y crucé la habitación. Dije:

– Pero sabíamos que lo había hecho él, ¿entiendes? Y nos estaba volviendo locos. No sé cuántos tíos salen impunes de un asesinato cada año. Muchos más de lo que |a gente se imagina. Sabíamos que el tal Ruddle, sin embargo, era nuestro tipo, y no podíamos hacer nada. Así se llamaba, Jacob Ruddle.

»Por lo que después de que se declarara abierto el caso, mi compañero y yo no pudimos quitárnoslo de la cabeza. Era imposible, no había día en que uno de nosotros no lo sacara a relucir. Así que finalmente fuimos a por él y le preguntamos si estaba dispuesto a someterse a la prueba del polígrafo. ¿Sabes lo que es?

– Un detector de mentiras.

– Un detector de mentiras. Fuimos muy claros con él, le dijimos que podía negarse a hacerlo, también le dijimos que no podía ser utilizado como una prueba en su contra, lo cual era cierto. No estoy seguro de que sea una buena idea, por cierto, pero esa es la ley.

»Aceptó hacerse la prueba. No me preguntes por qué. Puede que pensara que parecería sospechoso si se negaba, aunque ya debía de saber que nosotros estábamos casi seguros de que él la había matado y nada iba a hacer que dejara de parecer sospechoso a nuestros ojos. O puede que pensara sinceramente que podía vencer a la máquina. Bueno, el caso es que se sometió a la prueba, y yo me aseguré de que tuviéramos el mejor operador disponible para hacerlo, y los resultados fueron los esperados.

– ¿Era culpable?

– Sin duda. Le puso al descubierto, pero no había nada que pudiéramos hacer con eso. Le dije que la máquina decía que estaba mintiendo. «Bueno, esas máquinas deben de cometer algunos errores de vez en cuando», dijo, «porque acaba de cometer uno». Y me miró directo a los ojos, y supo que yo no le creía y que no había nada que pudiera hacer al respecto.

– Dios.

Volví y me senté de nuevo junto a ella. Di un trago, cerré los ojos por un momento, y recordé la mirada en los ojos de ese bastardo.

– ¿Qué hicisteis?

– Mi compañero y yo empezamos a darle vueltas. Él quería lanzarlo al río.

– ¿Quieres decir matarlo?

– Liquidarlo, meterlo en cemento y lanzarlo en alguna parte del Hudson.

– No harías algo así.

– No lo sé. Puede que hubiera estado de acuerdo. Entiéndelo, él lo hizo, mató a esa chica, y era muy probable que volviera a hacerlo más tarde o más temprano. Oh, demonios, y eso no era todo. Saber que lo había hecho, saber que él sabía que sabíamos que lo había hecho y enviar a ese bastardo a su casa… Tirarlo al río empezó a parecerme una buena idea, y puede que lo hubiera hecho si no se me hubiera ocurrido algo mejor.

– ¿El qué?

– Yo tenía a un amigo en la brigada de narcóticos. Le dije que necesitaba algo de heroína, mucha, y le dije que se la devolvería toda. Entonces una noche que Ruddle y su mujer estaban fuera de su casa, yo mismo me colé allí y peiné el lugar tan bien como casi nunca se ha hecho. Metí la heroína en el interior de un toallero. Pegué una bolsita en la boya de la cisterna, dejé toda esa mierda por cada escondite verdaderamente obvio que pude encontrar.

»Después regresé con mi amigo de narcóticos, y le dije que sabía dónde podía encontrar un buen alijo. El tío se presentó allí, con una orden de registro y todo, y Ruddle estuvo en el interior de Dannemora antes de saber lo que le había pasado. -De repente sonreí-. Fui a verle entre el juicio y la fecha de la sentencia. Toda su defensa consistía en que no tenía ni idea de cómo esa heroína había llegado allí y, como era de esperar, el jurado no se pasó toda la noche discutiendo el caso. Fui a verlo y le dije: «Ya sabes, Ruddle, es una lástima que no puedas someterte a un detector de mentiras. Así la gente creería que no sabías de dónde había salido la heroína». Solo levantó la vista hacia mí porque entonces entendió todo lo que había ocurrido y se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer al respecto.

– Dios.

– Le cayeron de diez a veinte años por tenencia ilícita de drogas. A los tres años de su sentencia tuvo un enfrentamiento con otro presidiario y recibió un navajazo mortal.

– Dios.

– Lo cierto es que te preguntarás hasta qué punto una persona tiene derecho a dar vueltas a las cosas de esa manera. ¿Teníamos derecho a tenderle esa trampa? Yo no podía permitir que anduviera suelto por ahí, y ¿de qué otro modo podría haberlo pillado? Pero si no hubiéramos podido hacerlo, ¿habríamos tenido derecho a tirarlo al río? Esa es una pregunta más difícil de contestar. Tengo muchos problemas con eso. Debe de existir una cuerda y es difícil saber hasta dónde se puede tirar de ella.

Un poco más tarde dijo que estaba llegando su hora de acostarse.

– Me iré -dije.

– A menos que prefieras quedarte.

Resultó que estábamos muy bien el uno con el otro. Por un rato todas las preguntas difíciles desaparecieron y permanecieron en lugares oscuros.

Después me dijo que debía quedarme.

– Prepararé el desayuno por la mañana.

– Está bien.

Y, ya adormilada, dijo:

– ¿Matt? Esa historia que has contado antes. La de Ruddle…

– Ajá.

– ¿Qué es lo que te hizo pensar en ella?

En cierto modo quería contársela, probablemente por la misma razón que le había contado la historia. Pero no podía hacerlo, ya que no podía hablarle de Cale Hanniford.

– Tan solo las similitudes de los casos -dije-. Otro caso de una chica violada y asesinada en el Village. Una cosa me ha llevado a la otra.

Murmuró algo que no pude entender. Cuando estuve seguro de que dormía profundamente salí de la cama y me vestí. Caminé las dos manzanas hasta mi hotel y fui a mi habitación.

Pensé que tendría problemas para dormir, pero fue más fácil de lo que esperaba.