174286.fb2 Los pecados de nuestros padres - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Era un hombre voluminoso, aproximadamente de mi estatura, pero con el cuerpo un poco más robusto que el mío. Sus cejas, arqueadas y prominentes, todavía se conservaban negras, y su cabello gris peinado hacia atrás le daba a su enorme cabeza un aspecto leonino. Llevaba gafas, pero las había dejado sobre la mesa de madera de roble que nos separaba. Sus ojos oscuros parecían estar buscando algún mensaje oculto en mi cara. Si hubieran encontrado alguno, seguro que no se habría reflejado en ellos. Sus rasgos habían sido cincelados bruscamente -una nariz aguileña, una boca enorme y una mandíbula hosca-, pero el efecto total de su cara era como el de una losa en blanco que esperaba que alguien grabase sobre ella los mandamientos.

Dijo:

– No sé gran cosa sobre usted, Scudder.

Yo sí sabía algo sobre él. Se llamaba Cale Hanniford. Tenía alrededor de cincuenta y cinco años. Vivía en Utica, donde poseía un negocio de venta al por mayor de medicamentos y algunos bienes inmuebles. Tenía un Cadillac -modelo del año pasado, aparcado fuera, junto a la acera-, una mujer esperándolo en su habitación del Carlyle y una hija en un frío cajón de acero en el depósito de cadáveres de la ciudad.

– No hay mucho que saber -dije-. Fui poli.

– Un poli excelente, según el teniente Koehler. -Me encogí de hombros-. Y ahora es detective privado.

– No.

– Yo pensaba…

– Los detectives tienen licencias. Pinchan teléfonos y persiguen a la gente. Rellenan formularios, toman notas y demás. Yo no hago eso. En ocasiones hago favores a gente a cambio de algo.

– Ya entiendo.

Di un sorbo al café. Estaba tomando un café con un poco de bourbon. Hanniford tenía un Dewar's con agua frente a sí, pero no le prestaba mucho interés. Estábamos en Armstrong's, un local de buena reputación con paredes de madera oscura y techo con molduras. Eran las dos de la tarde del martes 2 de enero y teníamos el lugar prácticamente para nosotros solos. Un par de enfermeras del hospital Roosevelt estaban tomando unas cervezas en el otro extremo de la barra y un chaval con una barba incipiente estaba comiéndose una hamburguesa en una de las mesas que había junto a la ventana.

Dijo:

– Me es difícil explicarle lo que quiero que haga por mí, Scudder.

– No estoy seguro de que pueda hacer algo por usted. Su hija está muerta. Yo no puedo cambiar eso. Al chico que la mató lo han detenido en la escena del crimen. Por lo que he leído en los periódicos, no habría estado tan claro ni en una película de asesinatos. -Su cara se ensombreció; imagino que le estaría viniendo a la mente esa película, la del cuchillo asesino. Continué rápidamente-. Lo arrestaron, lo registraron y lo metieron en The Tombs. Eso fue el jueves, ¿no? -El asintió-. Y el sábado por la mañana lo encontraron colgado en su celda. Caso cerrado.

– ¿Es eso lo que opina? ¿Que el caso está cerrado?

– Desde el punto de vista de la ley, sí.

– No me refiero a eso. Es natural que la policía lo vea de esa manera. Cogieron al asesino y ahora ya no se le puede castigar. -Se inclinó hacia delante-. Pero hay cosas que necesito saber.

– ¿Como qué?

– Quiero saber por qué la han asesinado. Quiero saber quién era ella. No tenía contacto con Wendy desde hacía tres años. Dios, ni siquiera estaba seguro de que estuviera viviendo en Nueva York. -Sus ojos esquivaron los míos-. Dicen que no tenía trabajo. Ninguna fuente de ingresos clara. He visto el edificio en el que vivía. Quise subir a su apartamento, pero no pude. Su alquiler era de casi cuatrocientos dólares al mes. ¿Eso qué le sugiere?

– Que algún hombre le pagaba el alquiler.

– Compartía el apartamento con el chico ese, Vanderpoel. El chico que la mató. El trabajaba para un importador de antigüedades. Ganaba alrededor de ciento cincuenta y cinco dólares a la semana. Si un hombre estuviera manteniéndola como si fuera su amante, no le permitiría tener a Vanderpoel como compañero de piso, ¿no le parece? – Hizo una pausa-. Creo que es bastante obvio que era prostituta. La policía no me lo ha dicho con esas palabras. Han sido discretos. Los periódicos no lo han sido tanto.

– La policía normalmente lo es. Y era el tipo de caso del que a los periódicos les gusta sacar partido. Una chica atractiva cuyo asesinato ha tenido lugar en el Village, con un claro móvil sexual. Cogieron a Richard Vanderpoel mientras corría por las calles cubierto de sangre. Ningún editor que se precie lo dejaría escapar.

Dijo:

– Scudder, ¿comprende por qué el caso no está cerrado para mí?

– Creo que sí. -Fijé mi mirada en sus oscuros ojos-. El asesinato ha sido como una puerta que ha empezado a abrirse para usted. Ahora quiere saber lo que hay al otro lado.

– Veo que lo entiende.

Lo entendía y habría preferido no hacerlo. No quería el trabajo. Trabajaba lo menos posible. En esos momentos no tenía necesidad de trabajar. No necesitaba mucho dinero. Mi alquiler era barato y mis gastos cotidianos bastante bajos. Además, no tenía ninguna razón para sentir antipatía hacia aquel hombre. Siempre me siento más cómodo recibiendo dinero de hombres a quienes tengo antipatía.

– El teniente Koehler no entendió lo que yo quería. Estoy seguro de que únicamente me dio su nombre como una manera educada de deshacerse de mí. -Eso no era exactamente así, aunque lo dejé pasar-. Pero yo necesito saber todas esas cosas, lo necesito de verdad. ¿Quién era ella? ¿Quién hizo que acabara así? ¿Y por qué alguien quiso matarla?

¿Por qué alguien quería matar a nadie? En Nueva York se cometen cuatro o cinco asesinatos al día. El verano pasado hubo una semana horrible, en la que la cifra ascendió a cincuenta y tres. La gente mata a sus amigos, a sus parientes, a sus amantes… Un hombre de Long Island hizo una demostración de karate a sus hijos mayores golpeando a su hija de dos años hasta matarla. ¿Por qué la gente hace esas cosas?

Caín dijo que él no era el guardián de Abel. ¿Existen solo esas dos opciones, guardián o asesino?

– ¿Trabajará para mí, Scudder? -Esbozó una pequeña sonrisa-. Me expresaré de otro modo. ¿Quiere hacerme el favor de trabajar para mí? Sería un gran favor.

– Me pregunto si eso es cierto.

– ¿Qué quiere decir?

– Esa puerta abierta. Puede que haya cosas al otro lado que no quiera ver.

– Lo sé.

– Y por eso tiene que hacerlo.

– Así es.

Me terminé el café. Dejé la taza sobre la mesa y respiré profundamente.

– Sí -dije-. Haré lo que pueda.

Se reclinó en la silla, sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Era el primero que se fumaba desde que entró. Algunas personas recurren a los cigarrillos cuando están en tensión y otras cuando la tensión ha pasado. Él estaba ahora más relajado y era como si sintiese que había conseguido algo.

Yo tenía una nueva taza de café delante y un par de páginas escritas en mi libreta. Hanniford todavía seguía con la misma bebida. Me había contado muchas cosas sobre su hija que yo no necesitaba saber. Puede que algunas de las cosas sí que fueran importantes, pero no había forma de saber cuáles eran. Hacía tiempo que había aprendido a escuchar todo lo que un hombre tenía que decir.

Así me enteré de que Wendy era hija única, de que había acabado con buenas notas la enseñanza secundaria, de que había sido popular entre sus compañeros de clase, pero no había salido con muchos chicos. Estaba empezando a perfilar la imagen de una chica, poco definida aún, que de alguna manera tendría que fundirse con la de la puta acuchillada en un apartamento del Village.

La imagen empezó a enturbiarse cuando se marchó a la escuela universitaria de Indiana. Evidentemente, fue ahí cuando sus padres empezaron a perderla. Se especializó en inglés y estudió administración como asignatura secundaria. Un par de meses antes de su graduación hizo la maleta y desapareció.

– La escuela se puso en contacto con nosotros. Yo estaba muy preocupado; nunca antes había hecho una cosa así. No sabía qué hacer. Al poco recibimos una postal. Estaba en Nueva York, tenía un trabajo y había algunas cosas que tenía que resolver. Varios meses más tarde recibimos otra tarjeta procedente de Miami. No sabíamos si se había trasladado allí o estaba de vacaciones.

Y desde entonces nada, hasta la llamada de teléfono en la que se enteraron de que estaba muerta. Tenía 17 años cuando acabó el instituto, 21 cuando abandonó la universidad y 24 cuando Richard Vanderpoel la acuchilló. Nunca llegaría a envejecer más.

Empezó a contarme cosas de las que yo me enteraría con más detalle por Koehler. Nombres, direcciones, fechas, horarios. Le dejé hablar. Me surgió una pregunta, pero la dejé almacenada en la mente.

Dijo:

– El chico que la mató. Richard Vanderpoel. Era más joven que ella. Solo tenía 20 años. -Hizo memoria con el ceño fruncido-. Cuando me enteré de lo que había ocurrido, de lo que había hecho, sentí ganas de matarlo. Quería estrangularlo con mis propias manos. -Cerró los puños al recordarlo y después los fue abriendo lentamente-. Pero cuando se suicidó, no sé, algo cambió dentro de mí. Algo me decía que él también era una víctima. Su padre es un pastor.

– Sí, lo sé.

– De una iglesia en algún lugar de Brooklyn. Tuve un impulso. Quería hablar con ese hombre. No sé lo que pensaba decirle. Fuera lo que fuese, tras un momento de reflexión me di cuenta de que nunca llegaría a tener esa conversación. Y sin embargo…

– Quiere conocer al chico, para así conocer a su hija.

Asintió.

Dije:

– ¿Sabe lo que es un retrato robot, señor Hanniford? Probablemente lo habrá visto en artículos de periódicos. Cuando la policía tiene un testigo presencial, utiliza un sistema de transparencias superpuestas para reconstruir una foto compuesta de un sospechoso. ¿La nariz es así? ¿O se parece a esta otra? ¿Más grande? ¿Más ancha? ¿Cómo son las orejas? Y así con todos los rasgos de la cara.

– Sí, lo he visto.

– Entonces probablemente también habrá visto fotografías reales de los sospechosos junto a sus retratos robot. Nunca parecen coincidir, especialmente para alguien que no está entrenado. Pero hay una semejanza factual, y un oficial cualificado puede sacarle un gran partido. ¿Ve adónde quiero llegar? Usted quiere fotografías de su hija y del chico que la mató. Yo no puedo ofrecerle eso. Nadie puede. Puedo sacar a la luz los suficientes hechos e impresiones como para reconstruir retratos robot para usted, pero el resultado puede que no se aproxime a lo que realmente busca.

– Comprendo.

– ¿Quiere que me ponga en marcha?

– Sí. Sin duda.

– Puede que le resulte más caro que una de las grandes agencias. Ellas trabajarían por día o por hora, más gastos. Yo le pediré una cierta cantidad de dinero y de ahí sacaré para pagar mis propios gastos. No me gusta tomar notas, ni escribir informes, ni llamar por teléfono periódicamente para mantener al cliente contento si no hay nada que decir.

– ¿Cuánto dinero quiere?

Nunca sé cómo establecer los precios. ¿Cómo valorar tu tiempo cuando su único valor es personal? Y cuando has reestructurado deliberadamente tu vida para reducir al mínimo tu implicación en la vida de los demás, ¿cuánto le cargas al hombre que te obliga a implicarte en la suya?

– Quiero que me dé dos mil dólares ahora. No sé cuánto tiempo me llevará esto, o cuándo decidirá que ya ha visto suficiente del cuarto oscuro. Puede que le pida algún dinero más en algún momento de la investigación, o cuando haya acabado. Naturalmente, siempre tiene la opción de no pagarme.

Él sonrió de repente.

– Es usted un hombre de negocios muy poco ortodoxo.

– Supongo.

– Nunca se me ha presentado la ocasión de contratar a un detective, por lo que en realidad no sé cómo funciona. ¿Le importa si le pago con un cheque?

Le dije que un cheque estaba bien, y mientras él lo rellenaba, me vino a la mente la pregunta que había dejado pasar anteriormente.

Dije:

– ¿No llegó a contratar a un detective cuando Wendy desapareció de la escuela universitaria?

– No. -Levantó la vista-. No pasó mucho tiempo hasta que recibimos la primera de las dos postales. Había considerado la posibilidad de contratar a uno, naturalmente, pero una vez que supimos que estaba bien desechamos la idea.

– Pero seguían sin saber dónde se encontraba, o cómo estaba viviendo.

– Sí. -Volvió a bajar la vista-. Como es lógico, eso forma parte del motivo de que ahora esté buscando respuestas. -Volvió los ojos hacia los míos, y vi algo en ellos que me hubiera gustado sonsacar, pero no pude-. Necesito saber hasta qué punto soy culpable.

¿Pensaba realmente que iba a encontrar la respuesta a eso? Bueno, puede que encontrara algo, pero no sería la respuesta exacta. No existe la respuesta exacta para una pregunta tan ineludible.

Acabó de rellenar el cheque y me lo pasó. Había dejado en blanco el espacio que correspondía a mi nombre. Me preguntó si quería que me lo extendiera al portador. Le dije que si lo extendía a mi nombre estaba bien; volvió a destapar su bolígrafo y escribió «Matthew Scudder» en la línea de puntos. Lo doblé y me lo guardé en la cartera.

Dije:

– Señor Hanniford, hay algo que no me ha contado. Algo que no cree que sea importante, pero puede que lo sea. Piense qué puede ser.

– ¿Cómo lo sabe?

– Instinto, me imagino. He pasado muchos años observando a la gente mientras decide cuánto va a acercarse a la verdad. No tiene que decirme nada si no quiere, pero…

– Bah, es irrelevante, Scudder. Lo he omitido porque no pensaba que viniera al caso, pero… Bueno, al infierno con ello. Wendy no es mi hija biológica.

– ¿Era adoptada?

– Yo la adopté. Mi mujer sí es su madre. El padre de Wendy fue asesinado antes de que ella naciera. Era un marine y murió en el desembarco de Inchon. -Apartó la mirada de nuevo-. Me casé con la madre de Wendy tres años más tarde. Desde el principio la quise como si fuera su verdadero padre. Cuando descubrí que yo era… incapaz de tener hijos, me sentí incluso más agradecido por su existencia. ¿Y bien? ¿Es importante?

– No sé -dije-. Probablemente no. -Pero por supuesto que lo era. Revelaba algo más sobre la carga de culpa que Hanniford llevaba encima.

– Scudder, usted no está casado, ¿verdad?

– Divorciado.

– ¿Algún hijo?

Asentí. Se disponía a decir algo, pero no lo hizo. Empecé a desear que lo dejara.

Dijo:

– Debe de haber sido un policía muy bueno.

– No era malo. Tenía instinto de poli y aprendí a moverme. Eso es al menos el noventa por ciento del secreto del éxito.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en el cuerpo?

– Quince años. Casi dieciséis.

– ¿No tendría derecho a una pensión o algo si hubiera estado veinte?

– Así es.

No me preguntó nada más, lo que, curiosamente, resultó más molesto que si lo hubiera hecho.

Dije:

– Perdí la fe.

– ¿Igual que un sacerdote?

– Algo parecido. No exactamente lo mismo, ya que no es extraño que un poli pierda la fe y continúe siendo poli. Incluso puede que nunca la haya tenido. Lo que pasa es que, en mi caso, se sumó a que descubrí que ya no quería seguir siendo poli. -Ni marido ni padre. Ni miembro productivo de la sociedad.

– ¿Demasiada corrupción en el departamento o algo parecido?

– No, no. -La corrupción nunca me había molestado. Me habría resultado difícil sostener a una familia sin eso-. No, fue otra cosa.

– Entiendo.

– ¿En serio? Bueno, no es ningún secreto. Una noche de verano en que me encontraba fuera de servicio en un bar de los alrededores de Washington donde los polis no tienen que pagar las copas, dos chavales entraron a atracar. Al salir le pegaron un tiro al camarero en el corazón. Los cogí en la calle. Maté a uno de ellos de un disparo y al otro le di en el muslo. Nunca volvió a caminar recto.

– Entiendo.

– No, no lo creo. No era la primera vez que mataba a alguien. Estaba contento de haber acabado con uno de ellos y sentí la recuperación del otro.

– Entonces…

– Un disparo se desvió y rebotó. Le dio a una niña de 7 años en el ojo. El rebote le quitó a la bala gran parte de la fuerza que llevaba. Unos centímetros más arriba y probablemente le habría dado en la frente; le habría dejado una fea cicatriz, pero nada más. Sin embargo, de aquella manera solo había un tejido suave entre medias y la bala fue directamente a su cerebro. Me dijeron que murió al instante. -Me miré las manos. El temblor apenas era visible. Cogí la taza de café y di un sorbo-. No se me consideró culpable. De hecho, obtuve un elogio del departamento. Y a continuación dimití. Ya no quería seguir siendo poli.

Me quedé allí sentado unos minutos cuando se fue. Después hice una seña a Trina y me trajo otra taza de café con licor.

– Tu amigo no es un gran bebedor -dijo. Le confirmé que no lo era. Algo en mi tono debió de alertarla porque se sentó en la silla de Hanniford y puso su mano sobre la mía por un momento-. ¿Problemas, Matt?

– En realidad no. Tengo cosas que hacer y preferiría no hacerlas.

– Preferirías quedarte aquí sentado y emborracharte.

Le dirigí una sonrisa.

– ¿Cuándo me has visto a mí borracho?

– Nunca. Y nunca te he visto haciendo otra cosa que no sea beber.

– Es un agradable punto medio.

– No puede ser bueno para ti, ¿o sí?

Deseé que me tocara de nuevo la mano. Sus dedos eran largos y finos, y su tacto, muy frío.

– Nada es demasiado bueno para nadie -dije.

– El café y la bebida. Es una combinación muy extraña.

– ¿Lo es?

– La bebida para emborracharte y el café para mantenerte sobrio.

Sacudí la cabeza.

– El café nunca ha despejado a nadie. Simplemente te mantiene despierto. Dale a alguien un café bien cargado de alcohol y tendrás un borracho bien despierto a tu merced.

– ¿Eso es lo que eres, cariño? ¿Un borracho bien despierto?

– No soy ninguna de las dos cosas -le dije-. Eso es lo que hace que siga bebiendo.

Llegué a la caja de ahorros un poco más tarde de las cuatro. Metí quinientos en mi cuenta y me llevé el resto del dinero de Hanniford en efectivo. Era mi primera visita desde principios de año, por lo que añadieron algunos intereses a mi libreta de ahorros. Una máquina lo calculó todo en un abrir y cerrar de ojos. La suma apenas era lo bastante grande para que mereciera la pena perder el tiempo de la máquina en ello. Volví caminando por la calle Cincuenta y Siete hasta la Novena, y después me dirigí hacia las afueras dejando atrás Armstrong's y el hospital hasta llegar a St. Paul's. La misa estaba acabando y esperé fuera a que un par de docenas de personas salieran de la iglesia. Principalmente eran mujeres de mediana edad. Después entré e introduje cuatro billetes de cincuenta dólares en el cepillo de las limosnas.

Una décima parte. No sé por qué. Se había convertido en una costumbre. En realidad se había convertido en mi costumbre al visitar las iglesias. Empecé a hacerlo poco después de trasladarme a mi habitación de hotel.

Me gustan las iglesias. Me gusta sentarme en ellas cuando tengo cosas en que pensar. Me senté aproximadamente en el centro, junto al pasillo. Creo que estuve allí unos veinte minutos, puede que incluso un poco más.

Dos mil dólares para mí, procedentes de Cale Hanniford; doscientos dólares para el cepillo de St. Paul's de mi parte. No sé qué hacen con ese dinero. Es posible que compren comida y ropa para las familias pobres. Puede que compren Lincolns para el clero. En realidad no me preocupa lo que hagan con ello.

Los católicos reciben más dinero mío que nadie. No es que sienta debilidad por ellos, sino que ellos le echan más horas. La mayoría de los protestantes cierra el chiringuito durante la semana.

Pero una buena cosa a favor de los católicos es que puedes encender velas. Encendí tres de camino a la salida. Por Wendy Hanniford, que nunca llegaría a cumplir los 25 años, por Richard Vanderpoel, que nunca llegaría a los 21. Y, naturalmente, por Estrellita Rivera, que nunca llegaría a los 8.