174286.fb2 Los pecados de nuestros padres - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Gordon Kalish tenía un reloj de péndulo pasado de moda colgado de la pared, el típico que normalmente se ve de las estaciones de tren. Se quedó mirándolo y comprobó la hora en su reloj de pulsera. Al principio pensé que trataba de decirme algo. Más tarde me di cuenta de que era una costumbre. En los primeros años de su vida alguien debió de decirle que su tiempo era muy valioso y él no lo había olvidado, aunque no acababa de creérselo del todo.

Era socio de Gestión de Bienes Inmuebles Bowdoin. Yo había llegado a las oficinas de la compañía del edificio Flatiron unos minutos después de las diez y esperé aproximadamente unos veinte minutos hasta que Kalish me concedió un poco de su tiempo. En ese momento tenía documentos y libros por todo el escritorio y se disculpó por no poder atenderme mejor.

– Nosotros alquilamos el apartamento a la propia señorita Hanniford -dijo-. Puede que haya tenido un compañero de piso desde el principio. Si es así, no nos habló de ello. Ella era la inquilina que estaba registrada. Podía haber tenido a cualquiera viviendo con ella, hombre o mujer, y no lo habríamos sabido. Ni nos hubiera importado.

– Tenía una compañera de piso cuando la señorita Antonelli se trasladó allí como conserje. Me gustaría ponerme en contacto con esa mujer.

– No tengo ninguna manera de saber quién era. Ni cuándo llegó o se marchó. Siempre que la señorita Hanniford se presentara con el alquiler el uno de cada mes y no creara problemas, no teníamos razones para tomarnos un interés especial en ella. -Se rascó la cabeza-. Si hubo otra mujer y se mudó, ¿no tendría la oficina de correos una dirección?

– Necesitaría su nombre para conseguirla.

– Ah, claro. -Sus ojos se volvieron hacia el reloj de pared, después al suyo y de nuevo se posaron sobre mí-. Todo era muy diferente cuando mi padre comenzó con el negocio. Dirigía las cosas de una forma mucho más personal. En un principio fue fontanero. Ahorró dinero y compró una propiedad, todo un edificio de una vez. Él mismo hacía los trabajos de reparación y empleaba los beneficios de un edificio en la adquisición de otro. Conocía a sus inquilinos. Iba a los apartamentos para cobrar el alquiler en persona. El uno de cada mes, o una vez a la semana en algunos edificios. A ciertos inquilinos les toleraba demoras de meses si estaban atravesando momentos difíciles. A otros los echaba a la calle si se retrasaban cinco días. Decía que tenías que ser un buen juez de la gente.

– Debió de ser todo un señor.

– Todavía lo es. Está jubilado, naturalmente. Llevará viviendo en Florida cinco o seis años. Recolectando las naranjas de sus propios árboles. Y sigue pagando sus cuotas a la unión de fontaneros cada año. -Juntó las manos-. Ahora el negocio es diferente. Vendimos la mayoría de los edificios que él compró. Ser propietario trae muchos quebraderos de cabeza. Da muchos menos problemas dirigir la propiedad de otra persona. El edificio en el que vivía la señorita Hanniford, el 194 de la calle Bethune, pertenece a un ama de casa de una zona residencial de Chicago, que heredó la propiedad de un tío suyo. Nunca lo ha visto; nosotros le enviamos su cheque cuatro veces al año.

Dije:

– ¿Entonces, la señorita Hanniford era una inquilina modelo?

– En el sentido de que nunca hizo nada que llamara nuestra atención, sí. Los periódicos dicen que era prostituta. Podría ser, me imagino. Nunca hemos tenido ninguna queja.

– ¿La conocía usted?

– No.

– ¿Siempre era puntual con el pago del alquiler?

– De vez en cuando se retrasaba una semana, como todo el mundo. No más de eso.

– ¿Pagaba con cheque?

– Sí.

– ¿Cuándo firmó el contrato de arrendamiento?

– ¿Dónde lo tengo…? Aquí está. Bien, veamos. En octubre de 1970. Un contrato estándar de arrendamiento de dos años, renovable automáticamente.

– ¿Y el alquiler mensual era de cuatrocientos dólares?

– Ahora trescientos ochenta y cinco. Entonces era más bajo, ha habido algunos incrementos permisibles desde entonces. Cuando lo firmó era de trescientos cuarenta y dos con cincuenta.

– Usted no alquilaría a nadie sin un medio de sustento visible.

– Naturalmente que no.

– Entonces debió de decirle que estaba trabajando y le daría algunas referencias.

– Tendría que haber pensado en eso -dijo. Revolvió entre los papeles y encontró la solicitud que ella había rellenado. La examiné. Había declarado que trabajaba como analista de sistemas industriales con un salario de diecisiete mil dólares al año. Estaba contratada por J. J. Cottrell, S. A. Había un número de teléfono apuntado y lo copié.

Pregunté si las referencias habían sido comprobadas.

– Tienen que haberlo sido -dijo Kalish-. Pero eso no significa nada, es bastante simple falsificarlo. Lo único que ella habría necesitado era a alguien en ese número que apoyara su historia. Hacemos las llamadas automáticamente, pero a veces me pregunto si merece la pena molestarse.

– Entonces alguien debió de llamar a este número. Y alguien contestó el teléfono y corroboró sus mentiras.

– Evidentemente.

Le di las gracias por su tiempo. En el vestíbulo de abajo metí una moneda en un teléfono y marqué el número que Wendy había dado. Una grabación me dijo que el número que había marcado ya no existía.

Volví a meter la moneda y llamé al Carlyle. Dije en recepción que me pasaran con la habitación de Cale Hanniford. Una mujer contestó al teléfono al segundo toque. Di mi nombre y le pedí hablar con el señor Hanniford. Este me preguntó si había hecho algún progreso.

– No lo sé -dije-. Esas tarjetas postales que recibieron de Wendy. ¿Aún las tienen?

– Es posible. ¿Es importante?

– Me ayudaría a conseguir un orden cronológico. Su hija firmó el contrato de arrendamiento hará tres años, en octubre. Me dijo usted que se fue de la escuela en primavera.

– Creo que fue en marzo.

– ¿Cuándo recibieron la primera postal?

– Después de dos o tres meses, según creo recordar. Permítame preguntar a mi mujer. -Volvió un poco después-. Mi mujer dice que la primera postal llegó en junio. Yo diría que a finales de mayo. La segunda postal, la de Florida, fue unos meses más tarde. Siento no poder ser más explícito. Mi mujer dice que cree recordar dónde guardó las postales. Volveremos a Utica mañana por la mañana. Supongo que lo que quiere saber es si Wendy se fue a Florida antes o después de alquilar el apartamento.

Eso era lo que quería, por lo que le contesté que sí. Le dije que le llamaría en dos o tres días. Ya tenía el teléfono de su oficina de Utica y me dio también el número de su casa.

– Pero, por favor, intente llamarme a la oficina -dijo.

Importaciones de Antigüedades Burghash estaba en University Place, entre la Undécima y la Duodécima. Me quedé parado en un pasillo, rodeado por las reliquias de la mitad de los áticos de Europa Occidental, y miré un reloj como el que había visto en la pared de Gordon Kalish. Tenía un precio de 225 dólares.

– ¿Está interesado en los relojes? Este está muy bien.

– ¿Está en hora?

– Ah, esos relojes de péndulo son indestructibles. Y son extraordinariamente precisos. Lo único que hay que hacer para que vayan más rápido o más lento es aumentar o disminuir el peso. Ese que usted está mirando está en unas condiciones especialmente buenas. Por supuesto no se trata de un ejemplar único, pero es difícil encontrar uno en tan buen estado. El precio se podría negociar si está usted realmente interesado.

Me volví para mirar al tipo. Tendría entre veinticinco y treinta años, un joven delgado, ataviado con unos pantalones de franela y un jersey de cuello vuelto azul claro. Llevaba un corte de cabello bastante caro. Y las patillas le llegaban hasta el lóbulo de la oreja. Tenía un bigote muy cuidado.

Dije:

– En realidad no estoy interesado en los relojes. Quería hablar con usted sobre un chico que trabajaba aquí.

– ¡Debe de referirse a Richie! ¿Es usted policía? ¿No es increíble?

– ¿Lo conocía bien?

– No, apenas. Solo llevo aquí desde poco antes del día de Acción de Gracias. Antes trabajaba en la galería de subastas que está al final de la manzana, pero había demasiada actividad.

– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando aquí Richie?

– Sinceramente, no lo sé. El señor Burghash podría decírselo. Está ahí detrás, en la oficina. Esto es un verdadero infierno para todos nosotros desde que sucedió. Todavía no puedo creerlo.

– ¿Usted estaba trabajando aquí el día en que sucedió?

Él asintió.

– Lo vi esa misma mañana. El jueves por la mañana. Después estuve toda la tarde ocupándome de la entrega de una carga de muebles franceses bastante horribles para un château dúplex igualmente horrible en Syosset. Eso está en Long Island.

– Lo sé.

– Bueno, yo no lo sabía. He vivido todos estos años en la maravillosa ignorancia de que existiera un sitio conocido como Syosset. -De pronto recordó la gravedad de lo que estábamos hablando y su cara volvió a ponerse seria-. Volví a las cinco, justo a tiempo para colaborar en el cierre de la tienda. Richie se había ido pronto. Creo que por entonces ya había sucedido todo, ¿no es así?

– El asesinato tuvo lugar alrededor de las cuatro.

– Mientras yo me peleaba con el tráfico en la autopista de Long Island. -Tembló de manera teatral-. No me enteré hasta que vi las noticias de las siete de la noche. Y no podía creer que fuera nuestro Richard Vanderpoel, pero mencionaron el nombre de la firma y… -Suspiró y puso los brazos en jarras-. Uno nunca sabe -dijo.

– ¿Cómo era?

– Apenas tuve tiempo de conocerlo. Era agradable y atento, y siempre estaba preocupado por agradar. No sabía mucho de antigüedades, pero tenía buen ojo para ellas, si sabe a lo que me refiero.

– ¿Sabía que estaba viviendo con una chica?

– ¿Cómo iba a saber eso?

– Puede que lo hubiera mencionado.

– Bueno, pues no lo hizo. ¿Por qué?

– ¿No le sorprende que estuviera viviendo con una chica?

– Le aseguro que nunca pensé en ello, ni en un sentido ni en otro.

– ¿Era homosexual?

– ¿Cómo demonios iba a saberlo yo?

Me acerqué más a él. Se echó hacia atrás sin mover los pies. Dije:

– ¿Por qué no se deja de gilipolleces?

– ¿Disculpe?

– ¿Richie era gay?

– Le aseguro que yo no estaba interesado en él. Y nunca lo vi con otro hombre, ni me pareció que fuera detrás de nadie.

– ¿Piensa que era gay?

– Está bien, siempre lo supuse, por Dios. Sí, parecía gay, sin duda.

Encontré a Burghash en la oficina. Era un hombre pequeño, con un ceño fruncido que llegaba casi hasta lo alto de su cabeza. Tenía un bigote descuidado y una barba de dos días. Me dijo que los polis y reporteros le salían ya por las orejas y que tenía un negocio que dirigir. Le dije que no le robaría mucho tiempo.

– Tengo algunas preguntas -dije-. Volvamos al jueves, al día del asesinato. ¿Actuaba de forma diferente a lo normal?

– La verdad es que no.

– ¿No estaba nervioso o algo parecido?

– No.

– Se fue a casa pronto.

– Eso es cierto. No se sentía bien al volver del almuerzo. Había comido curry en el restaurante hindú de la esquina y no debió de sentarle bien. Yo siempre le decía que se quedara con la comida blanda, la típica comida americana. Tenía un aparato digestivo sensible y siempre estaba probando comidas exóticas que no le convenían.

– ¿A qué hora se fue de aquí?

– No me fijé. Cuando volvió del almuerzo se sentía indispuesto. Le dije que se tomara el resto del día libre. No se puede trabajar con ardor de estómago. Aunque él quería aguantar el tipo. Era un chaval ambicioso, un trabajador duro. A veces tenía indigestiones como esa y al cabo de una hora volvía a estar bien, pero esta vez fue a peor en lugar de mejorar, y finalmente le dije que se dejara de tonterías y lo mandé a casa. Debió de quedarse aquí… No sé. ¿Hasta las tres? ¿Tres y media? Algo así más o menos.

– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para usted?

– Aproximadamente un año y medio. El pasado julio hizo un año que empezó a trabajar para mí.

– Se fue a vivir con Wendy Hanniford en diciembre. ¿Conocía su anterior dirección?

– El YMCA de la calle Vigesimotercera. Ahí es donde vivía cuando empezó a trabajar para mí. Después se trasladó unas cuantas veces. No tengo las direcciones. Por último, me imagino que en diciembre, se trasladó a la calle Bethune.

– ¿Sabía usted algo de Wendy Hanniford?

Sacudió la cabeza.

– No llegué a conocerla. Nunca supe su nombre.

– ¿Sabía que estaba compartiendo piso con una chica?

– Sabía que él había dicho que lo estaba.

– ¿Cómo?

Burghash se encogió de hombros.

– Me imaginé que estaba compartiendo piso con alguien, y si él quería que yo pensara que era una chica, yo estaba dispuesto a seguirle la corriente.

– Usted pensaba que era homosexual.

– Ajá. No es exactamente un escándalo en este negocio. No me importa que mis empleados se vayan a la cama con orangutanes. Lo que hagan con su tiempo libre es asunto suyo.

– ¿Sabe si tenía algún amigo?

– No que yo sepa. Solía estar solo la mayor parte del tiempo.

– Y era un buen trabajador.

– Muy bueno. Muy concienzudo y tenía muy buen ojo para los negocios. -Fijó los ojos en el techo-. Me daba la sensación de que tenía problemas personales. Nunca me habló de ellos, pero él estaba… ¿Cómo decirlo? Muy excitable.

– ¿Nervioso? ¿Susceptible?

– No, no exactamente. Excitable es el mejor adjetivo que puede describirlo, creo yo. Parecía que había cosas que lo agobiaban y lo ponían nervioso. Pero, ya sabe, se hizo más obvio cuando empezó a trabajar aquí. El año pasado parecía más cómodo, como si se hubiera aceptado a sí mismo.

– El año pasado. En otras palabras, desde que se trasladó a vivir con esa chica, Hanniford.

– No lo había relacionado, pero supongo que es así.

– ¿Se sorprendió al enterarse de que la había matado?

– Me quedé pasmado. No podía creerlo. Y todavía no doy crédito. Ves a alguien cinco días a la semana durante un año y medio y piensas que lo conoces. Después descubres que no tienes ni idea de quién es.

De camino a la salida, el joven del jersey de cuello vuelto me detuvo. Me preguntó si había encontrado algo que pudiera servirme. Le dije que no lo sabía.

– Pero todo se acabó -dijo-. ¿No es así? Ambos están muertos.

– Sí.

– Entonces ¿qué sentido tiene andar husmeando?

– No tengo idea -dije-. ¿Por qué piensa que estaba viviendo con ella?

– ¿Por qué vive alguien con otra persona?

– Supongamos que era gay. ¿Por qué viviría con una mujer?

– Puede que estuviera harto de quitar el polvo y de fregar. Enfermo de hacer su propia colada.

– No sé si ella era tan buena ama de casa. Lo más probable es que fuera prostituta.

– Ya veo.

– ¿Por qué viviría un homosexual con una prostituta?

– Dios mío, no lo sé. Puede que lo ayudara con los gastos. Puede que en realidad fuera un heterosexual no declarado. Por mi parte, no viviría con nadie, ni hombre ni mujer. Ya tengo suficientes problemas viviendo yo solo.

No podía rebatir eso. Me dirigí hacia la puerta y miré a mi alrededor. Había demasiadas cosas que no cuadraban y resultaban tan chirriantes como la tiza sobre la pizarra.

– Solo quiero que todo esto cobre sentido -dije, tanto para mí como para él-. ¿Por qué demonios la mataría? La violó y la mató. ¿Por qué?

– Bueno, era hijo de un pastor.

– ¿Y?

– Están todos locos -dijo-. ¿No es así?