174286.fb2 Los pecados de nuestros padres - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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6

El reverendo Martin Vanderpoel no quería verme.

– Ya he hablado con suficientes periodistas -me dijo-. No dispongo de tiempo para usted, señor Scudder. Tengo responsabilidades para con mis feligreses. El tiempo que me sobra necesito dedicarlo a la oración y a la meditación.

Conocía ese sentimiento. Le expliqué que no era un periodista, que representaba a Cole Hanniford, el padre de la chica asesinada.

– Entiendo -dijo.

– No le quitaré mucho tiempo, reverendo Vanderpoel. El señor Hanniford ha sufrido una desgracia, como usted. Perdió a su hija antes de que fuera asesinada. Ahora quiere saber más de ella.

– Lo siento pero yo sería una pésima fuente de información.

– Me dijo que quería verlo a usted, señor.

Hubo una larga pausa. Por un momento pensé que se había cortado la llamada. Después me dijo:

– Es una solicitud difícil de rechazar. Me temo que esta tarde estaré ocupado con los asuntos de la iglesia. ¿Puede ser por la noche?

– Esta noche estaría bien.

– ¿Tiene la dirección de la iglesia? La casa parroquial está justo al lado. Lo estaré esperando a las… ¿Las ocho le parece bien?

Dije que a las ocho me iba de perlas. Saqué otra moneda, busqué otro número e hice otra llamada. El hombre con el que hablé se mostró menos reacio a hablar de Richard Vanderpoel. De hecho parecía aliviado de que le hubiera llamado y me dijo que le parecía bien que nos encontráramos.

Se llamaba George Topakian, y su hermano y él habían constituido Topakian y Topakian, Abogados. Su oficina estaba en la avenida Madison alrededor del número 40. Los diplomas enmarcados que colgaban de las paredes testificaban que se había graduado en el City College hacía veintidós años y que después había estudiado derecho en Fordham.

Era un hombre pequeño, de constitución delgada y piel morena. Me senté en una silla de cubo de cuero rojo y él me preguntó si quería un café. Respondí que un café estaría bien. Llamó a su secretaria por el intercomunicador y le dijo que trajera una taza para cada uno. Mientras ella las traía, me dijo que su hermano y él solían trabajar en asuntos de herencias. Los únicos casos criminales que habían manejado, aparte de trabajos menores para clientes habituales, eran los que les asignaban de oficio. La mayoría de ellos eran delitos menores -robos de carteras, asaltos de poca monta, posesión de narcóticos- hasta que el tribunal le asignó la defensa de Richard Vanderpoel.

– Yo esperaba ser relegado -dijo-. Su padre era un pastor y casi con toda seguridad habría arreglado mi sustitución por un abogado criminalista. Pero a pesar de ello fui a ver a Vanderpoel.

– ¿Cuándo fue eso?

– A última hora de la tarde del viernes. -Se rascó el lateral de la nariz con el índice-. Podría haberlo visitado antes, supongo.

– Pero no lo hizo.

– No. Lo evité. -Me miró con compostura-. Contaba con que me sustituyeran -dijo-. Y pensé que si mi sustitución era inminente, podía ahorrarme la visita. Mi tiempo vale demasiado como para emplearlo en eso.

– ¿Qué quiere decir?

– No quería ver a ese hijo de puta.

Se levantó de su mesa y caminó hacia la ventana. Jugueteó con la cuerda de las persianas venecianas, subiéndolas y bajándolas unos centímetros. Esperé a que acabase. Suspiró y se giró hacia mí.

– Era un tipo que había cometido un asesinato, había acuchillado a una mujer hasta matarla. No quería poner mis ojos sobre él. ¿Tanto le cuesta entenderlo?

– En absoluto.

– Me fastidiaba. Soy un abogado y se supone que debo representar a la gente, independientemente de lo que hayan hecho. Debería haberme puesto directamente manos a la obra y buscar la mejor defensa para él. Desde luego no tendría que haber asumido la culpabilidad de mi cliente sin haber hablado antes con él. -Volvió a su mesa y se sentó de nuevo-. Pero lo hice, claro. La policía lo cogió en la misma escena del crimen. Puede que hubiera recusado su caso si hubiera acabado ante el tribunal, pero en mi mente ya había juzgado a ese bastardo y lo consideraba culpable del delito que se le imputaba. Y puesto que tenía la esperanza de que fuera relegado del caso, busqué maneras de no tener que ir a ver a Vanderpoel.

– Pero finalmente fue el viernes por la tarde.

– Ajá. Estaba en su celda de The Tombs.

– Lo vio en su celda, entonces.

– Sí. No presté mucha atención a los alrededores. Al final derribaron la cárcel de mujeres. Hace años solía pasar todos los días por allí, cuando mi mujer y yo vivíamos en el Village. Un lugar horrible.

– Lo sé.

– Ojalá hicieran lo mismo con The Tombs. -Volvió a tocarse el lateral de la nariz-. Supongo que vi la misma tubería de la que se colgó el pobre bastardo. Y las sábanas que utilizó para hacer el trabajo. Estuvo sentado en su cama mientras hablábamos. Me dejó la silla a mí.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con él?

– No creo que fuera más de media hora. Aunque se me hizo mucho más largo.

– ¿Habló?

– Al principio no. Estaba como ido, sumido en sus propios pensamientos. Intenté comunicarme con él, pero no tuve mucha suerte. Tenía una luz en sus ojos como si estuviera teniendo un intenso diálogo sin palabras consigo mismo. Intenté despertarlo, y al mismo tiempo empecé a planificar la defensa que utilizaría si me veía obligado a hacerlo. Esperaba que no fuera así, compréndalo. Era una práctica hipotética, al menos hasta que me viera verdaderamente implicado. Pero tenía pensado intentar un alegato por enajenación mental.

– Todo el mundo parece estar de acuerdo en que estaba loco.

– Hay una diferencia entre eso y la enajenación mental. Se convierte en una lucha de expertos; tú presentas a tus testigos y la acusación presenta a los suyos. Bueno, continué hablándole e intentando conseguir que saliera un poco de su letargo, y entonces se giró hacia mí y me miró como si se preguntara de dónde había salido, como si no se hubiera enterado de que llevaba un rato allí. Me preguntó quién era yo, y volví a dar un repaso a todo lo que había dicho desde el principio.

– ¿Le pareció cuerdo?

Topakian consideró la pregunta.

– No sé si parecía estar cuerdo -dijo-. Parecía estar actuando de forma racional en ese momento.

– ¿Qué dijo?

– Ojalá pudiera recordarlo con exactitud. Le pregunté si había matado a esa chica, Hanniford. Dijo… Déjeme pensar… Dijo: «No pudo haberlo hecho sola».

– «No pudo haberlo hecho sola».

– Creo que esa fue la manera de expresarse. Le pregunté si recordaba que la había matado él y él afirmó que no lo había hecho. Dijo que le dolía el estómago, y al principio pensé que quería decir que tenía dolor de estómago mientras conversábamos, pero luego me di cuenta de que se refería al día del asesinato.

– Se había ido pronto del trabajo a causa de una indigestión.

– Sí, él recordaba el dolor de estómago. Dijo que le dolía el estómago y que se fue al apartamento. Después no paraba de hablar de sangre: «Ella estaba en la bañera y había sangre por todas partes». Me dijeron que la habían encontrado en la cama.

– Sí.

– ¿No había estado en la bañera o algo así?

– Fue asesinada en la cama, según los informes de la policía.

Sacudió la cabeza.

– Estaba muy confundido. Dijo que ella estaba en la bañera, con sangre por todas partes. Le pregunté si la había asesinado, se lo pregunté varias veces, y en realidad nunca me dio una respuesta. A veces decía que no recordaba haberla matado. Otras me decía que tenía que haberlo hecho, porque ella no podía haberlo hecho sola.

– Dijo eso más de una vez, entonces.

– Bastantes veces.

– Qué interesante.

– ¿Usted cree? -Topakian se encogió de hombros-. Pienso que no me mentía. Quiero decir que no creo que recordara que la mató. Ya que admitió algo… aún peor.

– ¿El qué?

– Que tuvo relaciones sexuales con ella.

– ¿Eso es peor que matarla?

– Que tuvo relaciones sexuales con ella después de muerta.

– ¿Qué?

– No hizo ningún intento por ocultarlo. Dijo que la encontró tirada y llena de sangre y que se aprovechó de ella.

– ¿Qué palabras empleó?

– No lo sé exactamente. ¿Quiere decir para referirse al acto sexual? Dijo que se la había follado.

– Cuando ya estaba muerta.

– Evidentemente.

– ¿Y no tuvo ningún problema para recordar eso?

– Ninguno. No sé si tuvo sexo con ella antes o después del asesinato. ¿La autopsia dice algo en un sentido o en otro?

– Si lo hace, no aparece reflejado en el informe. No estoy seguro de que puedan decir si los dos actos están cercanos en el tiempo. ¿Por qué?

– No lo sé. Él no paraba de decir «Me la he follado y está muerta». Como si el haber tenido sexo con ella hubiera sido la causa de su muerte.

– Pero no llegó a recordar que la mató. Supongo que pudo eliminar eso de su mente con facilidad. Me pregunto por qué no apartó de su mente todo lo demás. El acto sexual. Permítame volver sobre eso una vez más. ¿Dijo que entró y se la encontró de esa manera?

– No puedo recordarlo todo con claridad, Scudder. Entró y la vio muerta en la bañera, eso es lo que dijo: Ni siquiera llegó a decir específicamente que estuviera muerta, solo que estaba en una bañera llena de sangre.

– ¿Le preguntó por el arma homicida?

– Le pregunté qué es lo que había hecho con ella.

– ¿Y?

– No lo sabía.

– ¿Le preguntó cuál fue el arma?

– No. No tuve que hacerlo. Él dijo: «No sé qué ocurrió con la navaja».

– ¿Sabía que había sido una navaja?

– Evidentemente. ¿Por qué no iba a saberlo?

– Bueno, si no recordaba haberla tenido en sus manos, ¿por qué iba a recordar lo que era?

– Puede que escuchara a alguien hablar del arma homicida y que le dijeran que era una navaja de afeitar.

– Puede ser -dije.

Caminé un rato en dirección sur y oeste. Me paré a tomar algo en la Sexta Avenida, en los alrededores de la calle Decimoséptima. Un hombre sentado entre dos taburetes estaba diciéndole al camarero que estaba enfermo de dejarse el culo trabajando para que la asistencia social comprara cadillacs para los negros. El camarero dijo:

– ¿Tú? Por el amor de Dios, si te pasas aquí ocho horas al día. Los impuestos que pagas no llegan ni para un tapacubos del tuyo.

Me alejé un poco más hacia el suroeste, entré en una iglesia y me senté un rato. Creo que era St. John's. Me coloqué cerca de la entrada y observé a la gente que entraba y salía del confesionario. Al salir no parecían diferentes de cuando entraban. Pensé en lo agradable que podría ser poder soltar tus pecados en una pequeña cabina con cortinas.

Richie Vanderpoel y Wendy Hanniford… Volvía a ellos una y otra vez para tratar de establecer un modelo. Había una conclusión a la que mis sentimientos me dirigían, pero a la que no quería agarrarme. Estaba equivocado, tenía que estar equivocado, y mientras todo aquello siguiera atormentándome me impediría hacer el trabajo para el que me habían contratado.

Sabía cuál era el siguiente paso. Había estado esquivándolo, pero no dejaba de golpearme y no podría evitarlo siempre. Y ese momento era el mejor del día para afrontarlo, mucho mejor que en mitad de la noche.

Esperé bastante tiempo para encender un par de velas y meter un par de billetes por la ranura de las ofrendas. Después cogí un taxi frente a la estación Penn y le dije al conductor cómo llegar a la calle Bethune.

Los inquilinos del primer piso estaban fuera. La señora Hacker, del segundo, dijo que había tenido muy poco contacto con Wendy y Richard. Recordaba que la anterior compañera de piso de Wendy tenía el cabello oscuro. Decía que en ocasiones ponían el equipo de música alto por la noche, pero nunca lo suficiente como para quejarse. A ella le gustaba la música, me dijo. Le gustaba todo tipo de música, clásica, medio clásica, de moda; todo tipo de música.

La puerta del apartamento del tercer piso tenía un candado. Habría sido bastante fácil romperlo, pero no de forma discreta.

En el cuarto piso no había nadie. Lo cual me alegraba bastante. Subí al quinto piso. Elizabeth Antonelli me había dicho que los inquilinos no volverían hasta marzo. Llamé al timbre y escuché atentamente por si llegaba algún ruido desde el interior del apartamento. No oí nada.

Había cuatro cerraduras en la puerta, incluida una Taylor que era imposible de forzar. Abrí las otras tres con una tira de celuloide, una vieja tarjeta de crédito de una compañía petrolífera que no me servía porque ya no tenía coche. Después rompí a patadas la Taylor. Tuve que golpearla dos veces para franquear la puerta.

Cerré las otras tres cerraduras una vez dentro. Los inquilinos se lo pasarían en grande intentando descubrir lo que había sucedido con la Taylor, pero eso era problema suyo, y no surgiría hasta algún momento de marzo. Me introduje hasta llegar a la ventana que daba a la escalera de incendios, la abrí, y bajé dos pisos por ella hasta el apartamento de Hanniford y Vanderpoel.

La ventana no estaba cerrada con llave. La abrí, me metí y cerré por dentro.

Una hora más tarde salí por la ventana y volví a subir por la escalera de incendios. Había luces en el apartamento del cuarto, y una sombra se acercó a la ventana por la que pasé. Volví a entrar en el apartamento del quinto, salí al pasillo, eché las cerraduras, bajé las escaleras y salí del edificio. Tenía tiempo suficiente para tomar un sándwich antes de la cita con Martin Vanderpoel.