174288.fb2 Los r?os de color p?rpura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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I

1

Ga-na-mos! ¡Ga-na-mos! <strong>[1]</strong>

Pierre Niémans, con los dedos crispados en el aparato de radio, miraba más abajo hacia la multitud que descendía por las rampas de cemento del Parque de los Príncipes. Millares de cráneos enrojecidos, sombreros blancos y bufandas chillonas formaban una cinta abigarrada y delirante. Una explosión de confeti. O una legión de demonios alucinados. Y siempre las tres notas, lentas y obsesivas:

– ¡Ga-na-mos!

El policía, de pie sobre el tejado de la escuela primaria que se hallaba frente al estadio, ordenó maniobrar a las brigadas tercera y cuarta de las compañías de seguridad republicanas. Los hombres de azul oscuro corrían bajo sus cascos negros, protegidos por sus escudos de policarbonato. El método clásico. Doscientos hombres en cada zona de puertas, y comandos «pantalla» encargados de evitar que los partidarios de los dos equipos se cruzaran, se acercaran, se apercibieran siquiera…

Esta tarde, para el encuentro Zaragoza-Arsenal, final de la Recopa 96, único partido del año en que se enfrentaban en París dos equipos no franceses, habían sido movilizados más de mil cuatrocientos policías y gendarmes. Controles de identidad, cacheos y vigilancia de los cuarenta mil seguidores venidos de los dos países. El comisario principal Pierre Niémans era uno de los responsables de estas maniobras. Este tipo de operaciones no se correspondía con sus funciones habituales, pero el policía de cabellos al cepillo apreciaba estos ejercicios. Eran vigilancia y enfrentamiento puros. Sin investigación ni instrucción. En cierto modo, semejante gratuidad le descansaba. Y le encantaba el aspecto militar de ese ejército en marcha.

Los seguidores ya llegaban al primer nivel, se les podía distinguir entre la estructura de cemento, encima de las puertas H y G. Niémans miró su reloj de pulsera. Dentro de cuatro minutos estarían fuera y se desparramarían por las calles. Entonces empezarían los riesgos de enfrentamientos, destrozos, disturbios. El policía respiró hondo. Aquella noche de octubre [2] estaba cargada de tensión.

Dos minutos. Por reflejo, Niémans se volvió y vislumbró a lo lejos la plaza de la Porte-de-Saint-Cloud. Perfectamente desierta. Las tres fuentes se erguían en la noche como tótems de inquietud. A lo largo de la avenida se sucedían en fila india los coches de los CRS. Delante, los hombres enderezaban los hombros, con los cascos sujetos a la cintura y las porras golpeándoles las piernas. Las brigadas de reserva.

El alboroto se incrementó. La multitud se desplegaba entre las verjas erizadas de púas. Niémans no pudo reprimir una sonrisa. Esto era lo que había venido a buscar. Hubo una oleada. Unas trompetas rasgaron el estrépito. Un estruendo hizo vibrar hasta el menor intersticio del cemento. «¡Ga-na-mos! ¡Ga-na-mos!» Niémans apretó el botón de la radio y habló a Joachim, el jefe de la compañía este.

– Aquí Niémans. Ya salen. Encáuzalos hacia los autocares del bulevar Murat, los aparcamientos, las bocas del metro.

Desde las alturas, el policía evaluó la situación: los riesgos de aquel lado eran mínimos. Esta noche, los seguidores españoles eran los vencedores y, por lo tanto, los menos peligrosos. Los ingleses salían por la parte contraria, puertas A y K, hacia la tribuna de Boulogne: la tribuna de las fieras. Niémans iría a echar un vistazo en cuanto esa operación hubiera comenzado.

De improviso, bajo el resplandor de los faroles, por encima de la multitud, voló una botella de cristal. El policía vio abatirse una porra, retroceder hileras cerradas, caer unos hombres. Gritó al micrófono:

– ¡Joachim, capullo! ¡Contenga a sus hombres!

Niémans se precipitó hacia la escalera de servicio y bajó a pie los ocho pisos. Cuando salió a la avenida, ya acudían dos hileras de CRS dispuestos a contener a los hooligans. Niémans corrió por delante de los hombres armados y agitó los brazos con grandes movimientos circulares. Las porras estaban a varios metros de su rostro cuando Joachim surgió a su derecha con el casco colocado sobre el cráneo. Levantó la visera y le dirigió una mirada furiosa:

– Dios mío, Niémans, ¿está majareta o qué? De paisano, van a hacerle…

El policía hizo caso omiso de su comentario.

– ¿Qué significa esta mierda? ¡Domine a sus hombres, Joachim! De lo contrario, tendremos un tumulto dentro de tres minutos.

Gordo, rubicundo, el capitán jadeaba. Su pequeño bigote, modelo de principios de siglo, vibraba al ritmo de su respiración entrecortada. La radio resonó: «Lla… Llamando a todas las unidades… Llamando a todas las unidades… La curva de Boulogne… Calle del Comandante Guilbaud… ¡Tengo… tenemos un problema!». Niémans miró fijamente a Joachim como si fuera el único responsable del caos general. Sus dedos apretaron el micrófono:

– Aquí Niémans. Ya vamos. -Después, con voz mesurada, ordenó al capitán-: Ya voy. Envíe allí el máximo de hombres. Y controle la situación de aquí.

Sin esperar la respuesta del oficial, el comisario corrió en busca del subalterno que le servía de chófer. Cruzó la plaza a zancadas, vio de lejos a los camareros de la Brasserie des Princes que bajaban a toda prisa la persiana metálica. El aire estaba saturado de temor.

Descubrió por fin, cerca de una berlina negra, al pequeño moreno con cazadora de cuero que golpeaba el suelo con los pies para calentarse. Niémans chilló, aporreando el capó del coche:

– ¡Deprisa! ¡La curva de Boulogne!

Los dos hombres subieron en el mismo segundo. Las ruedas humearon al ponerse en marcha. El subalterno giró a la izquierda del estadio a fin de llegar a la puerta K lo más rápidamente posible por una ruta habilitada para seguridad. Niémans tuvo una corazonada:

– No -musitó-, da la vuelta. La riada va a subir hacia nosotros.

El coche giró en redondo, patinando en los charcos de los vehículos cisterna ya dispuestos para controlar a los alborotadores. Después atravesó la avenida del Parque de los Príncipes a lo largo de un pasillo estrecho formado por los coches grises de la guardia móvil. Los hombres con casco que corrían en el mismo sentido se apartaron sin ni siquiera mirarlos. Niémans había colocado en el techo el giróscopo magnético. El subalterno torció a la izquierda en las inmediaciones del instituto Claude-Bernard y dio la vuelta a la plaza a fin de seguir el tercer muro del estadio. Acababan de pasar de largo la tribuna de Auteuil.

Cuando Niémans vio planear en el aire las primeras capas de gas, supo que había tenido razón: el enfrentamiento ya había llegado a la plaza de Europa.

El coche atravesó la bruma blanquecina y tuvo que embestir a las primeras víctimas, que huían a todo correr. La batalla había explotado justo delante de la tribuna presidencial. Hombres encorbatados y mujeres enjoyadas corrían y tropezaban con la cara húmeda de lágrimas. Algunos buscaban un resquicio hacia las calles, otros volvían a subir los escalones hacia los pórticos del estadio.

Niémans saltó del vehículo. En la plaza, cuerpos entremezclados se zurraban de lo lindo. Se distinguían vagamente los colores chillones del equipo inglés y las siluetas oscuras de los CRS. Algunos de estos últimos se arrastraban por el suelo -como una especie de babosas ensangrentadas- mientras otros dudaban en utilizar a distancia sus fusiles antidisturbios a causa de sus colegas heridos.

El comisario se quitó las gafas y se ató un pañuelo en torno a la cara. Se acercó al CRS más cercano y le arrancó la porra, alargando con el mismo gesto su carné tricolor. El hombre estaba estupefacto; el vaho empañaba la visera traslúcida de su casco.

Pierre Niémans corrió hacia el enfrentamiento. Los seguidores del Arsenal atacaban a puñetazos, con barras, con tacones claveteados, y los CRS contestaban retrocediendo e intentando defender a los suyos, ya en el suelo. Los cuerpos gesticulaban, los rostros se lastimaban, las mandíbulas chocaban contra el asfalto. Las porras se alzaban y abatían, torciéndose bajo la violencia de los golpes.

El oficial se arrojó sobre la multitud.

Usó el puño y la porra. Derribó a un individuo corpulento y después le lanzó una serie de directos. A los costados, al bajo vientre, a la cara. De repente recibió un puntapié, surgido de la derecha, y se levantó gritando. Su porra se dobló sobre la garganta del agresor. Le hervía la sangre en la cabeza., un gusto de metal le anestesiaba la boca. Ya no pensaba en nada, no sentía nada. Estaba en la guerra y lo sabía.

De pronto vislumbró una escena extraña. A cien metros de allí, un hombre de paisano se debatía, bastante escoñado, sujetado por otros dos hooligans. Niémans escrutó los hematomas en el rostro del seguidor; los gestos mecánicos de los otros dos, sacudidos por el odio. Un segundo más y Niémans lo comprendió: el herido y los otros dos lucían en sus cazadoras insignias de clubes rivales.

Un ajuste de cuentas.

Mientras lo comprendía, la víctima ya había escapado de sus asaltantes y huía por una calle transversal: la calle Nungesser-et-Coli. Los dos pendencieros le siguieron los pasos. Niémans tiró su porra, se abrió camino y les fue a la zaga.

Comenzó la persecución.

Niémans corría con un aliento regular ganando terreno a los dos perseguidores, quienes a su vez se acercaban a su presa por la calle sumida en el silencio.

Torcieron otra vez a la derecha y pronto alcanzaron la piscina Molitor, completamente rodeada por un muro. Los gamberros acababan de atrapar a su víctima. Niémans vio la plaza de la Porte-Molitor, que domina la carretera de circunvalación, y no creyó lo que estaba viendo: uno de los asaltantes había sacado un machete.

Bajo las luces glaucas de la arteria, Niémans entrevió la hoja que cortaba sin tregua al hombre postrado de rodillas, que acusaba los golpes con pequeños estremecimientos. Los agresores levantaron el cuerpo y lo balancearon por encima de la barandilla.

– ¡No!

El policía había gritado y desenfundado su revólver en el mismo instante. Se apoyó contra un coche, apretó el puño derecho contra la palma izquierda y apuntó conteniendo el aliento. Primer disparo. Fallido. El asesino del machete se volvió, estupefacto. Segundo disparo. También fallido.

Niémans reanudó su carrera esgrimiendo el arma pegada al muslo, en posición de combate. La cólera le aceleraba el corazón: sin las gafas, había errado por dos veces el blanco. Llegó al puente. El hombre del machete ya huía por el monte bajo que bordea la carretera de circunvalación. Su cómplice permanecía inmóvil, petrificado. El oficial de policía asestó un culatazo en la garganta del hombre y lo arrastró por los cabellos hasta una señal de tráfico. Lo esposó con una mano y entonces se volvió hacia los coches.

El cuerpo de la víctima se había estrellado sobre la calzada y varios vehículos le habían pasado por encima antes de que las colisiones detuvieran totalmente el tráfico. Coches amontonados en batería caóticamente, estruendo de chapas… El atasco lanzaba ahora su canto frenético de bocinas. A la luz de los faros, Niémans divisó a uno de los conductores titubeando junto a su coche con las manos en la cara.

El comisario dirigió su mirada más allá de la circunvalación. Vio al asesino, con un brazalete colorado, que cruzaba el follaje. Niémans empezó a correr al tiempo que se enfundaba el arma.

A través de los árboles, el asesino le lanzaba ahora breves ojeadas. El policía no se ocultaba: el hombre debía saber que el comisario principal Pierre Niémans iba a cargárselo. De repente, el hooligan saltó un terraplén y desapareció. El ruido de los pasos al pisar la grava informó a Niémans de su dirección: los jardines de Auteuil.

El policía le siguió y vio reflejarse la noche en los guijarros grises de los jardines. Caminando junto a los invernaderos, percibió la silueta que escalaba un muro. Aceleró el paso y descubrió las pistas de Roland-Garros.

Las puertas de reja no tenían echado el cerrojo: el asesino pasaba sin dificultad de pista en pista. Niémans agarró una puerta, penetró en el terreno rojo y saltó una primera red. Cincuenta metros más allá, el hombre empezó a ir más despacio, dando muestras de fatiga. Todavía logró saltar una red y subir los escalones entre las graderías. En cambio Niémans los subió ágilmente, sin apenas un jadeo. Se encontraba a sólo unos metros cuando, en la parte más alta de la tribuna, la sombra saltó al vacío.

El fugitivo acababa de llegar al tejado de una vivienda particular. Desapareció de golpe, en el otro extremo. El comisario retrocedió y se lanzó a su vez. Aterrizó en la plataforma de gravilla. Abajo, césped, árboles, silencio.

Ninguna huella del asesino.

El policía se dejó caer y rodó por la hierba húmeda. Sólo había dos posibilidades: el edificio principal, desde cuyo tejado acababa de saltar, y un vasto edificio de madera en el fondo del jardín. Desenfundó su MR 73 y se lanzó contra la puerta que se levantaba detrás de él. No ofreció ninguna resistencia.

El comisario dio varios pasos y luego se detuvo, atónito. Se hallaba en un vestíbulo de mármol, dominado por una placa de piedra circular grabada con letras desconocidas. Una rampa dorada se elevaba hacia las tinieblas de los pisos superiores. Colgaduras de terciopelo, de un rojo imperial, pendían en la penumbra, brillaban ánforas hieráticas… Niémans comprendió que había penetrado en una embajada asiática.

De pronto sonó un ruido en el exterior. El homicida estaba en el otro edificio. El policía atravesó el parque por el césped y alcanzó el edificio de tablas de madera. La puerta todavía oscilaba. Entró, una sombra en la sombra. Y la magia volvió a cerrarse con sigilo. Era una cuadra, dividida en caballerizas recortadas, ocupadas por pequeños caballos de crines cortadas a cepillo.

Grupas temblorosas. Paja volátil. Pierre Niémans avanzó, empuñando el arma. Dejó atrás una caballeriza, dos, tres… Un ruido sordo a su derecha. El policía se volvió. Sólo el crujido de un casco. Un bufido a la izquierda. Otra media vuelta. Demasiado tarde. La hoja se abatió. Niémans se apartó en el último momento. El machete le rozó el hombro y se hundió en la grupa de un caballo. La coz fue fulgurante: el hierro del casco saltó al rostro del asesino. El policía aprovechó la ventaja, se abalanzó sobre el hombre, dio la vuelta a su arma y la usó como martillo.

Asestó un golpe, otro, y se detuvo de repente, mirando con fijeza los rasgos ensangrentados del hooligan. Huesos protuberantes despuntaban bajo la carne destrozada. Un globo ocular pendía del extremo de un entramado de fibras. El asesino ya no se movía, tocado aún con su gorra de los colores del Arsenal. Niémans volvió a empuñar el arma y sujetó la culata ensangrentada con las dos manos, y entonces hundió el cañón en la boca reventada del hombre. Levantó el gatillo y cerró los ojos. Iba a disparar… cuando se oyó un ruido estridente.

El teléfono móvil sonó en su bolsillo.

2

Tres horas después, a lo largo de las calles demasiado nuevas y demasiado simétricas del barrio de Nanterre-Préfecture, un pequeño resplandor brillaba en el edificio de la dirección central de la policía judicial del Ministerio del Interior. Una especie de destello de potencia difusa y concentrada que centelleaba muy bajo, casi a ras del despacho de Antoine Rheims, sentado en la sombra. Frente a él, detrás del halo, se erguía la alta silueta de Pierre Niémans. Acababa de resumir, lacónicamente, el informe que había redactado sobre la persecución de Boulogne. Rheims preguntó, escéptico:

– ¿Cómo está el hombre?

– ¿El inglés? En coma. Fracturas faciales múltiples. He llamado hace un momento al hospital: están intentando un injerto de piel para el rostro.

– ¿Y la víctima?

– Triturado por los coches en la circunvalación. En Porte Molitor.

– Dios mío. ¿Qué ha pasado?

– Un ajuste de cuentas entre hooligans. Entre los seguidores del Arsenal había hombres del Chelsea. Al amparo de la pelea, los dos hooligans con machete se han cargado a su rival.

Rheims asintió, incrédulo. Tras un silencio, prosiguió:

– ¿Y el tuyo? ¿Estás bien seguro de que es una coz lo que le ha puesto en este estado?

Niémans no respondió y se volvió hacia la ventana. Bajo la luna de yeso se discernían extraños motivos pastel que cubrían las fachadas de los barrios vecinos: nubes, arco iris que planeaban encima de las colinas verde oscuro del parque de Nanterre. Se oyó de nuevo la voz de Rheims:

– No te comprendo. Pierre. ¿Por qué enredarte en historias de este tipo? Realmente, la vigilancia del estadio…

Su voz se extinguió. Niémans guardaba silencio.

– Ya no es cosa de tu edad -continuó Rheims-. Ni de tu competencia. Nuestro contrato fue claro: basta de acción, basta de actos violentos…

Niémans dio media vuelta y caminó hacia su superior jerárquico.

– Vayamos al grano, Antoine. ¿Por qué me has llamado aquí en plena noche? Cuando me has telefoneado, no podías estar al corriente de lo del estadio. ¿Qué pasa?

La sombra de Rheims no se movió. Hombros anchos, cabello gris y un poco rizado, perfil duro. Un físico de guardián de faro. El comisario de departamento dirigía desde hacía varios años la Oficina Central para la Represión de la Trata de Seres Humanos -la OCRTEH-, un nombre complicado para designar simplemente una instancia superior de la brigada social. Niémans le conocía desde mucho antes de que reinara en este chollo administrativo, desde que ambos eran polis callejeros, empapados por la lluvia, rápidos y eficaces. El policía de cabellos a cepillo se inclinó y repitió:

– ¿Bueno, qué?

Rheims susurró:

– Se trata de un asesinato.

– ¿En París?

– No, en Guernon. Un pueblo del Isère, cerca de Grenoble, ciudad universitaria.

Niémans agarró una silla y se sentó delante del comisario de departamento.

– Te escucho.

– Encontraron el cuerpo ayer cuando anochecía. Empotrado entre unas rocas, encima de un río que bordea el campus. Todo indica que se trata del crimen de un maníaco.

– ¿Qué sabes sobre el cuerpo? ¿Es una mujer?

– No. Un hombre. Un tipo joven. El bibliotecario de la facultad, al parecer. El cuerpo estaba desnudo. Presentaba indicios de tortura: cortes, desgarros, quemaduras… También me han hablado de estrangulación.

Niémans plantó los codos sobre la mesa. Manipulaba un cenicero.

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Porque pienso enviarte allí.

– ¿Qué? ¿Por ese asesinato? Pero si los tipos del SRPJ de Grenoble detendrán al asesino dentro de una semana, y entonces…

– Pierre, no te hagas el idiota. Sabes muy bien que nunca es tan sencillo. Nunca. He hablado con el juez. Quiere un especialista.

– ¿Un especialista en qué?

– En homicidios. Y en asuntos sociales. Sospecha un móvil sexual. En fin, algo de esa clase.

Niémans alargó el cuello hacia la luz y notó la quemadura acre de la bombilla halógena.

– Antoine, no me lo estás contando todo.

– El juez es Bernard Terpentes. Un viejo colega. Los dos somos oriundos de los Pirineos. Se pone muy nervioso, ¿entiendes? Y quiere arreglar esto lo antes posible. Evitar las vaguedades, los medios de comunicación, todas esas estupideces. Dentro de pocas semanas es la reapertura de la universidad: hay que solucionar el asunto antes de esa fecha. Ya te lo puedes imaginar.

El comisario principal se levantó y volvió a la ventana. Escrutó las luminosas cabezas de alfiler de los faroles, las sombrías bóvedas del parque. La violencia de las últimas horas seguía latiéndole en las sienes: los golpes de machete, la circunvalación, la carrera a través del Roland-Garros. Pensó por milésima vez que la llamada telefónica de Rheims le había sin duda impedido matar a un hombre. Pensó en aquellos accesos de violencia incontrolable que cegaban su conciencia, rasgando el tiempo y el espacio, hasta el punto de hacerle cometer lo peor.

– ¿Y bien? -preguntó Rheims.

Niémans se volvió y se apoyó en el marco de la ventana.

– Hace cuatro años que no llevo este tipo de investigación. ¿Por qué me propones este asunto?

– Necesito un hombre eficaz. Y sabes que las oficinas centrales pueden coger a uno de sus hombres para mandarle a cualquier lugar de Francia. -Sus grandes manos teclearon en la oscuridad-. Utilizo el poco poder que tengo.

El policía de gafas de acero sonrió.

– ¿Sacas al lobo de su guarida?

– Saco al lobo de su guarida. Para ti, es un soplo de aire fresco. Para mí, es un favor que devuelvo a un viejo amigo. Por lo menos, durante un tiempo no darás una tunda a nadie…

Rheims recogió las hojas de un fax que brillaban sobre su escritorio:

– Las primeras conclusiones de los gendarmes. ¿Aceptas o no?

Niémans se acercó al escritorio y arrugó el papel.

– Te llamaré. Para tener noticias del hospital.

El policía abandonó enseguida la calle Trois-Fontanot y llegó a su domicilio de la calle La-Bruyère en el distrito noveno. Un gran apartamento casi vacío, de parqués encerados a la antigua. Se duchó y curó las heridas -superficiales- y se observó en el espejo. Facciones huesudas, arrugadas. Un corte de pelo a cepillo, brillante y gris. Gafas con montura de metal. Niémans sonrió a su propia imagen. No le habría gustado cruzarse con esa jeta en una calle desierta.

Metió varias mudas en una bolsa de deporte y deslizó entre camisas y calcetines una escopeta de aire comprimido Remington, calibre 12, así como cajas de cartuchos y speedloader para su Manhurin. Por último cogió la funda para trajes y dobló en su interior dos trajes de invierno y varias corbatas con arabescos.

Por el camino hacia la puerta de La Chapelle, Niémans se detuvo en el McDonald del bulevar de Clichy, abierto toda la noche. Engulló rápidamente dos Royal Cheese sin perder de vista su coche, aparcado en doble fila. Las tres de la madrugada. Bajo los neones blanquecinos, algunos fantasmas familiares recorrían la mugrienta sala. Negros con ropa demasiado ancha. Prostitutas con largas trenzas jamaicanas. Drogados, borrachos, vagabundos, todos estos seres pertenecían a su universo de otros tiempos: el de la calle. Este universo que Niémans habría debido abandonar por un trabajo de oficina, bien pagado y respetable. Para cualquier otro policía, acceder a las oficinas centrales era un ascenso. Para él, había sido un arrinconamiento, un arrinconamiento dorado pero, aun así, una mortificación. Observó otra vez a los seres crepusculares que lo rodeaban. Esas apariciones habían sido los árboles de su bosque, el bosque por el que antes avanzaba metido en la piel del cazador.

Niémans condujo de un tirón, con los faros largos, despreciando radares y límites de velocidad. A las ocho de la mañana tomó la salida de la autopista en dirección a Grenoble. Atravesó Saint-Martin-d'Hères, Saint-Martin-d'Uriage y se dirigió hacia Guernon, al pie del Grand Pie de Belledonne. A lo largo de la sinuosa carretera se alternaban los bosques de coníferas y las zonas industriales. Allí reinaba una atmósfera ligeramente mórbida, como siempre en el campo cuando el paisaje ya no consigue disimular su profunda soledad con la mera belleza de sus parajes.

El comisario cruzó las primeras señales que indicaban la dirección de la facultad. A lo lejos, las altas cumbres se dibujaban entre la algodonosa luz de la mañana borrascosa. Después de una curva divisó la universidad en el fondo del valle: grandes edificios modernos, bloques estriados de hormigón, rodeados por todas partes de largas explanadas de césped. Niémans pensó en un sanatorio que tuviera el tamaño de una ciudad administrativa.

Salió de la nacional y se orientó hacia el valle. Divisó en el oeste los ríos verticales que se entremezclaban, ensordeciendo los flancos sombríos de las montañas con su sonoridad de plata. El policía aminoró la marcha: se estremeció al contemplar aquellas aguas heladas que caían en picado, ocultándose bajo borbotones de maleza para reaparecer enseguida, blancas y resplandecientes, y desaparecer de nuevo…

Niémans se decidió por un pequeño desvío. Tomó la bifurcación, circuló bajo una bóveda de alerces y abetos, salpicados por el rocío matinal, y descubrió luego una larga llanura, bordeada de altas murallas negras.

El oficial se detuvo. Se apeó del vehículo y cogió los gemelos. Escrutó largo rato el paisaje: había perdido de vista el río. Pronto comprendió que el torrente, una vez llegado al fondo del valle, fluía justo detrás del muro de rocas. Podía incluso divisarlo a través de algunos picos abiertos en las piedras.

De improviso se fijó en otro detalle, que situó con ayuda de los gemelos. No, no se había equivocado. Volvió al coche y lo puso rápidamente en marcha en dirección al barranco. Acababa de descubrir, en una de las fallas entre las rocas, el cordón de un amarillo fluorescente, específico de la gendarmería nacional:

Prohibido el paso.

3

Niémans descendió por la falla rocosa donde se dibujaban las curvas de un estrecho sendero. Pronto se vio obligado a detenerse, ya que el espacio no era lo bastante ancho para la berlina. Salió del vehículo, pasó por debajo del cordón plastificado y accedió al río.

Una presa natural detenía allí el curso de las aguas. El torrente, que Niémans esperaba descubrir burbujeante de espuma, se transformaba en un pequeño lago, claro y tranquilo. Como un rostro del que hubiera desaparecido súbitamente toda la cólera. Más lejos, a la derecha, volvía a fluir y sin duda atravesaba el pueblo, que aparecía, grisáceo, en el cauce del valle.

Pero Niémans se paró en seco. Un hombre ya estaba allí, a su izquierda, en cuclillas, sobre el agua. Con un gesto reflejo, Niémans levantó la cinta de velero de su cinturón. El gesto hizo entrechocar ligeramente las esposas. El hombre se volvió hacia él y sonrió.

– ¿Qué hace usted aquí? -interrogó bruscamente Niémans.

El desconocido sonrió de nuevo, sin responder y se enderezó, sacudiéndose el polvo de las manos. Era un hombre joven de rostro delgado y cabellos rubios y tiesos. Cazadora de ante y pantalón de pinzas. Replicó, con voz clara:

– ¿Y usted?

Esta señal de insolencia desarmó a Niémans, que contestó en tono desabrido:

– Policía. ¿Es que no ha visto el cordón? Espero que tenga un buen motivo para haber rebasado el límite, porque…

– Éric Joisneau, SRPJ de Grenoble. Me he adelantado. Otros tres OPJ llegarán por la tarde.

Niémans se reunió con él en la estrecha orilla.

– ¿Dónde están los agentes? -preguntó.

– Les he dado media hora libre. Para desayunar. -Se encogió de hombros, indiferente-. Yo tenía trabajo aquí. Quería estar tranquilo… comisario Niémans.

El policía de cabellos canosos puso mala cara. El joven continuó, seguro de sí mismo:

– Le he reconocido enseguida. Pierre Niémans. Ex gloria del RAID. Ex comisario de la BRB. Ex cazador de asesinos y traficantes. En resumen, ex muchas cosas…

– ¿La insolencia figura en el programa de los inspectores ahora?

Joisneau se inclinó en una postura irónica:

– Discúlpeme, comisario. Intento sencillamente desmitificar a la estrella. Sabe muy bien que es un divo, un «superpolicía» que alimenta los sueños de todos los inspectores jóvenes. ¿Ha venido por el asesinato?

– ¿Tú qué crees?

El policía se inclinó otra vez.

– Será un honor trabajar a su lado.

Niémans miraba a sus pies la superficie transparente de las aguas lisas, como vitrificadas por la luz matutina. Una luminiscencia de jade parecía elevarse del fondo.

– Cuéntame lo que sepas.

Joisneau alzó los ojos hacia la muralla de roca.

– El cuerpo estaba incrustado allí arriba.

– ¿Allí arriba? -repitió Niémans, observando la pared donde pronunciados relieves proyectaban sombras abruptas.

– Sí. A quince metros de altura. El asesino hundió el cuerpo en una de las fallas de la pared. Con una postura extraña.

– ¿Qué postura?

Joisneau flexionó las piernas, levantó las rodillas y cruzó los brazos contra el torso.

– La posición fetal.

– Curioso.

– Todo es curioso en este asunto.

– Me han hablado de heridas, quemaduras -continuó Niémans.

– Aún no he visto el cuerpo. Pero parece, en efecto, que hay numerosos indicios de tortura.

– ¿La víctima murió a causa de esas torturas?

– No hay nada seguro por el momento. La garganta muestra también unos cortes profundos. Marcas de estrangulación.

Niémans se volvió de nuevo hacia el pequeño lago. Vio su silueta -pelo al rape y abrigo azul- reflejada con claridad.

– ¿Y aquí? ¿Has encontrado algo?

– No. Hace una hora que busco un detalle, un indicio. Pero no hay nada. En mi opinión, la víctima no murió aquí. El asesino sólo la colocó allí arriba.

– ¿Has subido hasta la falla?

– Sí. Nada digno de mención. No cabe duda de que el asesino subió hasta la cima de la muralla por el otro lado y después bajó el cuerpo atado a una cuerda. Entonces bajó él con ayuda de otra cuerda e incrustó a su víctima. Debió de esforzarse mucho para darle esta postura teatral. Es incomprensible.

Niémans volvió a mirar la pared, erizada de aristas, surcada de asperezas. Desde donde se hallaba no podía evaluar claramente las distancias, pero le parecía que el nicho donde habían descubierto el cuerpo estaba a media altura de la pared, tan alejado del suelo como de la cima del acantilado. Se volvió en redondo.

– Vámonos.

– ¿Adónde?

– Al hospital. Quiero ver el cuerpo.

Destapado justo hasta los hombros, el hombre estaba desnudo y puesto de perfil sobre la mesa centelleante. Era una postura encogida, como si hubiese temido que un rayo le acertase en plena cara. Con los hombros hundidos y la nuca baja, el cuerpo conservaba los dos puños cerrados bajo el mentón, entre las rodillas dobladas. La piel blanquecina, los músculos protuberantes, la epidermis surcada de heridas proporcionaban al cadáver un aspecto, una realidad casi insoportables. El cuello presentaba largas heridas, como si hubieran intentado cortarle la garganta. Las venas difusas se desplegaban bajo las sienes como ríos hinchados.

Niémans levantó la mirada hacia los otros hombres presentes en el depósito de cadáveres. Estaba el juez de instrucción Bernard Terpentes, silueta estrecha y bigote breve; el capitán Roger Barnes, colosal, oscilante como un carguero, que dirigía la brigada de gendarmería de Guernon; y el capitán René Vermont, delegado por la sección de investigación de la gendarmería, un hombre bajo y calvo, de cara rojiza y ojos penetrantes como barrenas. Joisneau se mantenía un poco atrás y hacía gala de la expresión de un subalterno celoso.

– ¿Se conoce su identidad? -preguntó Niémans sin dirigirse a nadie en concreto.

Barnes dio un paso hacia delante, muy militar y carraspeó.

– La víctima se llama Rémy Caillois, señor comisario. Tenía veinticinco años. Desempeñó durante tres años el puesto de bibliotecario jefe en la Universidad de Guernon. El cuerpo ha sido identificado por su esposa, Sophie Caillois, esta mañana.

– ¿Había denunciado su desaparición?

– Ayer domingo al atardecer. Su marido se había ido la víspera de excursión a la montaña, hacia la punta del Muret. Solo, como hacía cada fin de semana. A veces dormía en uno de los refugios. Por eso no se había inquietado. Hasta ayer por la tarde, y…

Barnes se interrumpió. Acababan de destapar el torso del cadáver.

Reinó una especie de espanto silencioso, un grito mudo que permaneció bloqueado en las gargantas. El abdomen y el tórax de la víctima estaban acribillados de llagas negruzcas, de formas y relieves variados. Cortes con bordes violáceos, quemaduras irisadas, algo parecido a nubes de hollín. También se distinguían laceraciones, menos profundas, que se prolongaban alrededor de brazos y muñecas, como si hubieran maniatado al hombre con un trozo de cable.

– ¿Quién descubrió el cuerpo?

– Una mujer joven… -Barnes echó una ojeada a su expediente y prosiguió-: Fanny Ferreira. Una profesora de la universidad.

– ¿Cómo lo descubrió?

Barnes volvió a aclararse la voz.

– Es una deportista que practica la natación en aguas vivas. Ya sabe, se desciende por los rápidos sobre una balsa con traje de buzo y aletas. Es un deporte muy peligroso y…

– ¿Y entonces?

– Al terminar el recorrido más allá del remanso natural del río, al pie de la muralla que rodea el campus, subió al parapeto y desde allí divisó el cuerpo, embutido en la pared.

– ¿Qué le dijo?

Barnes echó una mirada insegura a su alrededor.

– Bueno, pues, yo…

El comisario descubrió totalmente el cuerpo. Dio la vuelta en torno a la criatura blanquecina, acurrucada, cuyo cráneo de cabellos muy cortos se alzaba como una flecha de piedra.

Niémans agarró las hojas del certificado de defunción que Barnes le tendía. Recorrió las líneas mecanografiadas. El documento había sido redactado por el director del hospital en persona. No se pronunciaba sobre la hora de la muerte. Se contentaba con describir las heridas visibles y concluía que se había producido por estrangulación. Para saber algo más, sería preciso enderezar el cuerpo y practicar la autopsia.

– ¿Cuándo llegará el médico forense?

– Lo esperamos de un momento a otro.

El comisario se acercó a la víctima. Se inclinó, observó sus rasgos. Un rostro más bien agraciado, joven, con los ojos cerrados, y sobre todo sin ninguna huella de golpes o malos tratos.

– ¿Nadie ha tocado la cara?

– Nadie, comisario.

– ¿Tenía los ojos cerrados?

Barnes asintió. Con el pulgar y el índice, Niémans separó ligeramente los párpados de la víctima. Entonces sucedió lo imposible: una lágrima fluyó, lenta y clara, del ojo derecho. El comisario se sobresaltó, descompuesto. El rostro lloraba.

Niémans fijó la mirada sobre los otros hombres: nadie se había percatado de este detalle asombroso. Conservó la sangre fría y repitió su gesto, de nuevo desapercibido para los demás. Lo que vio le demostró que no estaba loco y que este asesinato era sin duda lo que todo policía espera o teme a lo largo de toda su carrera, según su personalidad. Se enderezó y volvió a cubrir el cuerpo con un gesto seco. Murmuró, dirigiéndose al juez:

– Háblenos del procedimiento de la investigación.

Bernard Terpentes se puso rígido.

– Señores, comprenderán que este asunto puede ser difícil y… nada habitual. Por esta razón el procurador y yo hemos decidido requerir la ayuda del SRPJ de Grenoble y la SR de la gendarmería nacional. También he llamado al comisario principal Pierre Niémans, aquí presente, que ha venido de París. Sin duda su nombre les es conocido. El comisario pertenece hoy a una instancia superior de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo en París. De momento no sabemos nada sobre los móviles del asesinato, pero es posible que se trate de un crimen de motivación sexual. De un maníaco, en todo caso. Y la experiencia del señor Niémans nos será muy útil. Por esto les propongo que el comisario tome la dirección de las operaciones…

Barnes asintió con un leve movimiento de cabeza, Vermont le imitó, pero en una versión menos apresurada. En cuanto a Joisneau, respondió:

– Por mí, no hay ningún problema. Pero han de llegar mis colegas del SRPJ y…

– Yo se lo explicaré -cortó Terpentes, que se volvió hacia Niémans-: Comisario, le escuchamos.

Lo teatral de la escena molestaba a Niémans. Tenía prisa por estar fuera, investigando, y sobre todo, solo.

– Capitán Barnes -preguntó-, ¿cuántos hombres tiene usted?

– Ocho. No… discúlpeme, nueve.

– ¿Están acostumbrados a interrogar a testigos, tomar nota de indicios, organizar cordones de carretera?

– Pues… En realidad no es la clase de cosas que solemos hacer…

– Y usted, capitán Vermont, ¿de cuántos hombres dispone?

La voz del gendarme resonó como una salva de honor:

– De veinte. Hombres de experiencia. Dividirán en zonas los terrenos que rodean los lugares del descubrimiento y…

– Muy bien. Sugiero que interroguen además a todas las personas que residan cerca de las carreteras que llevan al río, que visiten también las gasolineras, estaciones y casas vecinas a las paradas de autobús… Durante sus caminatas, el joven Caillois dormía a veces en los refugios. Localícelos y regístrelos. Es posible que la víctima fuera sorprendida en uno de ellos.

Niémans se volvió hacia Barnes.

– Capitán, quiero que lance peticiones de información por toda la comarca. Quiero obtener antes de mediodía la lista de vagabundos, merodeadores y demás indigentes del departamento. Quiero que verifiquen las salidas recientes de prisión en un radio de trescientos kilómetros. Los robos de coches y los robos en general. Quiero que interrogue a todos los hoteles y restaurantes. Envíe cuestionarios por fax. Quiero conocer el menor hecho singular, la menor llegada sospechosa, el menor signo. También quiero la lista de hechos ocurridos aquí, en Guernon, desde hace veinte años y más que pudieran recordar, de cerca o de lejos, nuestro asunto.

Barnes tomaba nota de cada exigencia en un cuaderno. Niémans se dirigió a Joisneau:

– Contacta con el Servicio de Información General. Pídeles la lista de sectas, de magos y de todos los individuos estrafalarios censados en la región.

Joisneau asintió. Terpentes opinó lo mismo que el jefe, en señal de asentimiento superior como si le quitara las ideas de la cabeza.

– Ya tienen en qué ocuparse mientras esperamos los resultados de la autopsia -concluyó Niémans-. Huelga indicarles que debemos observar el silencio más absoluto sobre todo esto. Ni una palabra a la prensa local. Ni una palabra a nadie.

Los hombres se separaron en la escalinata del CHRU -el Centro Hospitalario Regional Universitario-, y aceleraron el paso entre la llovizna matinal. Bajo la sombra del alto edificio, que parecía datar de por lo menos dos siglos, subió cada uno a su coche con la cabeza baja y los hombros hundidos, sin una palabra ni una mirada.

La caza había comenzado.

4

Pierre Niémans y Éric Joisneau se dirigieron inmediatamente a la universidad, a la entrada del pueblo. El comisario pidió al teniente que le esperase en la biblioteca, situada en el edificio principal, mientras él visitaba al rector de la facultad, cuyas oficinas ocupaban el último piso del edificio administrativo, a cien metros de distancia.

El policía entró en una vasta construcción de los años setenta, ya renovada, de techo muy alto, donde cada pared lucía un color pastel diferente. En el último piso, en una especie de antesala ocupada por una secretaria y su pequeña oficina, Niémans se presentó y solicitó ver al señor Vincent Luyse.

Esperó varios minutos y pudo contemplar en las paredes fotografías de estudiantes destacados blandiendo copas y medallas a lo largo de pistas de esquí y de impetuosos torrentes.

Unos minutos más tarde. Pierre Niémans estaba de pie ante el rector, un hombre de cabellos crespos y nariz achatada, pero de tez muy blanca. El rostro de Vincent Luyse era una curiosa mezcla de rasgos negroides y palidez anémica. En la bochornosa penumbra se filtraban algunos rayos de sol, recortando virutas de luz. El rector ofreció asiento al policía y empezó a frotarse nerviosamente las muñecas.

– ¿Y bien? -preguntó con voz seca.

– ¿Y bien qué?

– ¿Ha descubierto algún indicio?

Niémans estiró las piernas.

– Acabo de llegar, señor rector. Deme tiempo para situarme. Será mejor que responda a mis preguntas.

Luyse se puso rígido. Todo el despacho era de madera ocre, adornado con móviles metálicos que recordaban tallos de flores en un planeta de acero.

– ¿Ha habido ya casos sospechosos en su facultad? -inquirió Niémans en tono tranquilo.

– ¿Sospechosos? En absoluto.

– ¿Ni historias de droga? ¿O de robos? ¿Ninguna pelea?

– No.

– ¿Tampoco hay bandas, clanes? ¿Jóvenes con fantasías?

– No veo adonde quiere ir.

– Pienso, por ejemplo, en los juegos de rol. Ya sabe, esos juegos llenos de ceremonias, de rituales…

– No. Aquí no hay nada de todo eso. Nuestros estudiantes son personas equilibradas.

Niémans guardó silencio. El rector le miró de arriba abajo: cabellos a cepillo, ancho de espaldas, culata del MR 73 asomando por el abrigo. Luyse se pasó la mano por la cara antes de declarar como si intentara convencerse a sí mismo:

– Me han dicho que era usted un excelente policía.

Niémans no añadió nada y miró al rector fijamente. Luyse desvió la vista y continuó:

– Yo sólo deseo una cosa, comisario, y es que descubran al asesino lo antes posible. El curso empezará pronto y…

– De momento, ¿ningún estudiante ha puesto los pies en el campus?

– Sólo algunos internos. Se instalan allí arriba, en la buhardilla del edificio principal. Hay también varios profesores, que preparan sus cursos.

– ¿Puede darme su lista?

– Pero… -vaciló- ningún problema…

– Y Rémy Caillois, ¿cómo era?

– Era un bibliotecario muy discreto. Solitario.

– ¿Le querían los estudiantes?

– Pues claro… Desde luego.

– ¿Dónde vivía? ¿En Guernon?

– Aquí mismo. En el campus. En el primer piso del edificio principal, con su esposa. El piso de los internos.

– Rémy Caillois tenía veinticinco años. En la actualidad, esto es un poco joven para casarse, ¿no?

– Rémy y Sophie Caillois son antiguos estudiantes de nuestra facultad. Creo que antes se conocieron en el colegio del campus, reservado a los hijos de nuestros profesores. Son… eran amigos de infancia.

Niémans se levantó bruscamente:

– Muy bien, señor rector. Muchas gracias.

El comisario se eclipsó enseguida, huyendo del olor a miedo que se respiraba allí.

Libros.

Por doquier, en la gran biblioteca de la universidad se extendían cientos de estantes de libros bajo la luz de los neones. Las estanterías metálicas iluminadas sostenían verdaderas murallas de papel perfectamente ordenadas. Lomos de color oscuro. Cinceladuras de oro o plata. Etiquetas con las siglas de la Universidad de Guernon. En el centro de la sala desierta, mesas plastificadas, separadas en pequeños compartimientos acristalados. Cuando Niémans había entrado en la sala había pensado inmediatamente en un locutorio de prisión.

El ambiente era a la vez luminoso y recogido, espacioso y recoleto.

– Los mejores profesores enseñan en esta universidad -explicó Éric Joisneau-. La flor y nata del sudeste de Francia. Derecho, Economía, Letras, Psicología, Sociología, Física… Y sobre todo Medicina; todas las lumbreras de Isère enseñan aquí y tienen consultorio en el hospital: el CHRU. De hecho, son los edificios antiguos de la facultad. Los locales han sido enteramente renovados. La mitad del departamento viene a curarse aquí y todos los habitantes de las montañas han nacido en esta maternidad.

Niémans le escuchaba con los brazos cruzados, apoyado en una de las mesas de lectura.

– Hablas como un entendido.

Joisneau cogió un libro al azar.

– He seguido mis estudios en esta facultad. Había empezado Derecho… Quería ser abogado.

– ¿Y te has convertido en policía?

El teniente miró a Niémans. Sus ojos brillaban bajo las luces blancas.

– Cuando me licencié, me entró un miedo repentino de aburrirme. Entonces me matriculé en la escuela de inspectores de Toulouse. Me dije que el de poli era un oficio de acción, de riesgo. Un oficio que me reservaría algunas sorpresas…

– ¿Y te ha defraudado?

El teniente devolvió el libro al estante. Su leve sonrisa desapareció.

– Hoy no, en absoluto. Sobre todo, hoy no. -Miró a Niémans de hito en hito-. Ese cuerpo… ¿Cómo se puede hacer una cosa así?

Niémans eludió la pregunta.

– ¿Cómo era el ambiente de la universidad? ¿Algo de particular?

– No. Muchos burguesitos, con la cabeza llena de clisés sobre la vida, sobre la época, sobre las ideas que se debían tener… También hijos de campesinos, de obreros. Aún más idealistas. Y más agresivos. En cualquier caso, entonces todos estábamos citados con el paro.

– ¿No había historias extrañas? ¿Grupúsculos?

– No. Nada. Bueno, sí. Recuerdo que existía una especie de élite en la facultad. Un microcosmos compuesto de los hijos de los profesores de la propia universidad. Algunos eran superdotados. Cada año arramblaban con todos los puestos de honor. Incluso en el terreno deportivo. No nos hacía ninguna gracia.

Niémans recordó los retratos de campeones en la antesala de la oficina de Luyse. Preguntó:

– ¿Forman esos alumnos un clan aparte? ¿Podrían haberse unido en torno a un proyecto absurdo?

Joisneau soltó una carcajada.

– ¿En qué piensa? ¿En una especie de… conspiración?

Esta vez le tocó el turno a Niémans de levantarse y recorrer las estanterías.

– En una facultad, el bibliotecario está en el centro de todas las miradas. Es un blanco ideal. Imagínate a un grupo de estudiantes entregados a no sé qué delirio. Un sacrificio, un ritual… En el momento de elegir a su víctima, podrían haber pensado, con toda naturalidad, en Caillois.

– Olvídese entonces de los superdotados de que le he hablado. Están demasiado ocupados en superar a todo el mundo en los exámenes para mezclarse con cualquier otra cosa.

Niémans se deslizó entre las estanterías de libros, marrones y dorados. Joisneau le pisó los talones.

– Un bibliotecario -prosiguió- es también el que presta los libros… El que sabe qué lee cada uno, qué estudia… Tal vez sabía algo que no debía saber.

– No se mata a alguien de esta manera sólo por… ¿Y qué secreto quiere que escondan los estudiantes tras sus lecturas?

Niémans se volvió bruscamente,

– No lo sé. Desconfío de los intelectuales.

– ¿Tiene ya una idea? ¿Una sospecha?

– Al contrario. De momento, todo es posible. Una riña. Una venganza. Una historia de intelectuales. O de homosexuales. O, sencillamente, un vagabundo, un maníaco que encontró a Caillois por azar en la montaña.

El comisario propinó un manotazo al lomo de las obras.

– Mira, no soy un sectario. Pero vamos a empezar por aquí. Pasando por el tamiz los viejos libracos que puedan tener una relación con el asesinato.

– ¿Qué tipo de relación?

Niémans atravesó de nuevo el pasillo de libros y salió a la gran sala. Se encaminó hacia la oficina del bibliotecario, situada en el otro extremo, sobre un estrado que dominaba las mesas de lectura. Un ordenador ocupaba el centro del pupitre, cuadernos de espiral estaban colocados en los cajones. Niémans dio unos golpecitos contra la pantalla negra.

– Aquí dentro debe de haber la lista de todos los libros consultados, prestados cada día. Quiero que pongas a trabajar a unos cuantos OPJ. Los más literarios que puedas encontrar, si existen. Pide también ayuda a los internos. Quiero que incluyan todos los libros que hablan del mal, de la violencia, de la tortura y también de sacrificios e inmolaciones religiosas. Que busquen, por ejemplo, en los libros de etnología. También quiero que anoten los nombres de los estudiantes que han consultado a menudo esta clase de obras. Y que encuentren la tesis de Caillois.

– ¿Y… yo?

– Tú interroga a los internos. De uno en uno. Viven aquí noche y día, deben conocer a fondo la universidad. Las costumbres, el estado de ánimo, los chicos originales… Quiero saber cómo consideraban los demás a Caillois. También quiero que me informes sobre sus paseos por la montaña. Encuentra a sus compañeros de excursión. Descubre quién conocía sus excursiones. Quién habría podido encontrarse con él allí arriba…

Joisneau lanzó una mirada escéptica al comisario. Niémans se acercó a él y ahora le habló en voz baja:

– Voy a decirte qué tenemos. Tenemos un asesinato extravagante, un cadáver pálido, liso, acurrucado, que exhibe las señales de un sufrimiento sin límites. Una historia que apesta a locura a cien kilómetros de distancia. De momento, es nuestro secreto. Disponemos de algunas horas, espero que un poco más, para resolver el asunto. Después, los medios de comunicación se entrometerán, las presiones comenzarán y se desencadenarán las pasiones. Concéntrate. Sumérgete en la pesadilla. Da lo mejor de ti mismo. Así es como descubriremos el rostro del mal.

El teniente parecía asustado.

– ¿Cree usted de verdad que en unas pocas horas podremos…?

– ¿Quieres trabajar conmigo, sí o no? -le cortó Niémans-. Entonces voy a explicarte mi manera de ver las cosas. Cuando se ha cometido un asesinato, hay que considerar cada elemento relativo al mismo como un espejo. El cuerpo de la víctima, la gente que la conoce, el lugar del crimen… Todo esto refleja una verdad, un aspecto particular del delito, ¿comprendes? -Golpeó la pantalla del ordenador-. Esta pantalla, por ejemplo. Cuando esté encendida, se convertirá en el espejo de la vida cotidiana de Rémy Caillois. El espejo de su actividad diaria, de sus propios pensamientos. Aquí dentro hay detalles, reflejos que pueden interesarnos. Es preciso sumergirnos en su interior. Pasar al otro lado.

Se irguió y abrió los brazos.

– ¡Estamos en un palacio de espejos, Joisneau, en un laberinto de reflejos! Por tanto, mira bien. Míralo todo. Porque en alguna parte, a lo largo de estos espejos, en un ángulo muerto, está el asesino.

Joisneau se quedó con la boca abierta.

– Para ser un hombre de acción, le encuentro más bien cerebral…

El comisario le golpeó el tórax con el dorso de la mano.

– Esto no es filosofía, Joisneau. Es la práctica.

– ¿Y usted? ¿A quién… a quién va a interrogar?

– ¿Yo? Voy a interrogar a nuestra testigo, Fanny Ferreira. Y también a Sophie Caillois, la mujer de la víctima.

Niémans guiñó el ojo.

– Las chicas, Joisneau. La práctica.

5

Bajo el cielo sombrío, la carretera asfaltada culebreaba a través del campus y comunicaba entre sí a todos los edificios grisáceos, de ventanas azules y herrumbrosas. Niémans circulaba al paso -se había procurado un plano de la universidad- y seguía el camino de un gimnasio aislado. Llegó a un nuevo edificio de hormigón estriado que se parecía más a un bunker que a un pabellón deportivo. Se apeó del coche y respiró a fondo. Caía una lluvia fina y grácil.

Escrutó el campus y los edificios desperdigados en varios centenares de metros. Sus padres también habían sido profesores, pero en pequeños colegios de las afueras de Lyon. No se acordaba de nada, o de casi nada. El abrigo familiar le había parecido muy pronto una debilidad, una mentira. Había presentido muy pronto que debería luchar en solitario y que, por consiguiente, cuanto antes empezara, mejor. A la edad de trece años pidió estudiar interno. No se atrevieron a negarle ese destierro voluntario, pero aún se acordaba de los sollozos de su madre detrás del tabique de su habitación: era un sonido en su cabeza, y al mismo tiempo una sensación física, algo húmedo y caliente sobre su piel. Había huido a escape.

Cuatro años de internado. Cuatro años de soledad y de entrenamiento físico, paralelamente a los cursos. Todas sus esperanzas se centraban entonces en un solo objetivo, una sola fecha: el ejército. A los diecisiete años, Pierre Niémans, brillante bachiller, esperó los tres días reglamentarios y solicitó el ingreso en la escuela de oficiales. Cuando el médico militar le anunció que había sido rechazado y le explicó la razón del veredicto, el joven Niémans lo comprendió. Sus angustias eran tan manifiestas que le habían traicionado hasta lo más profundo de su ambición. Supo que su destino sería siempre ese largo corredor monótono, tapizado de sangre, con unos perros, al fondo, aullando en las tinieblas…

Otros adolescentes habrían abandonado, escuchado dócilmente el juicio de los psiquiatras. Pero no Pierre Niémans. Se obstinó, reanudó sus actividades físicas, redobló la rabia y la voluntad. El joven Pierre no sería nunca militar. Escogería, pues, otro combate: el de las calles, la lucha anónima contra el mal cotidiano. Emplearía sus fuerzas, su alma, en una guerra sin gloria ni bandera, pero que asumiría hasta el final. Niémans sería policía. Con ese propósito se entrenó durante largos meses para superar las pruebas psíquicas. Después ingresó en la escuela de policía de Cannes-Écluse. Inició entonces la era de la violencia: entrenamiento de tiro, resultados de excepción. Niémans no dejaba de mejorar, de fortalecerse. Se convirtió en un policía fuera de serie. Tenaz, violento, resabiado.

Fue destinado al principio a comisarías de barrio y después fue tirador de élite en la brigada que se convertiría en la BRI (Brigada de Investigación e Intervención). Pasó a operaciones especiales. Mató a su primer hombre. En ese instante hizo un pacto consigo mismo y consideró por última vez su propia maldición. No, no sería nunca un soldado ambicioso, un oficial valiente. Pero sería un combatiente de las ciudades, inquieto, obstinado, que ahogaría sus propios temores en la violencia y la rabia del asfalto.

Niémans respiró a fondo el oxígeno de la montaña. Pensó en su madre, muerta hacía años. Pensó en el tiempo pasado, que había adquirido el aspecto de un escarpado acantilado, y en los recuerdos, que se habían agrietado y desvanecido después, batiéndose en retirada frente al olvido.

Bruscamente, Niémans percibió un pequeño trote, como en un sueño. El perro era todo músculos, su corto pelaje brillaba bajo la llovizna. Sus ojos, dos bolas de laca oscura, miraban fijamente al policía. Se acercaba, meneando las ancas. El oficial se inmovilizó. El perro siguió aproximándose. Su hocico húmedo temblaba. De repente, se puso a gruñir. Sus ojos centellearon. Había sentido miedo. El miedo que emanaba del hombre.

Niémans estaba petrificado.

Una fuerza incontenible parecía golpearle los miembros. La sangre se le escapaba por un sifón invisible en alguna parte de su vientre. El perro ladró, y levantó el hocico. Niémans conocía el proceso. El miedo producía moléculas olfativas que el perro sentía y que desencadenaban en él temor y hostilidad. El miedo engendraba miedo. El perro ladró y después carraspeó e hizo crujir los dientes. El policía desenfundó el arma.

– ¡Clarisse! ¡Clarisse! ¡Vuelve, Clarisse!

Niémans salió del paréntesis de inmovilidad. Divisó, tras un velo rojo, a un hombre gris con jersey de camionero. Se acercó a pasos rápidos.

– ¿Está loco o qué?

Niémans masculló:

– Policía. Lárguese y llévese a su fiera.

El hombre estaba atónito.

– Vaya, esto es increíble. Ven, Clarisse, ven, bonita…

El amo y su chucho se eclipsaron. Niémans intentó tragar saliva. Notó las asperezas de su garganta, seca como un horno. Sacudió la cabeza, enfundó su arma y rodeó el edificio. Al torcer hacia la izquierda, hizo un esfuerzo de memoria: ¿cuánto tiempo hacía que no había visto a su psiquiatra?

En el segundo ángulo del gimnasio, el comisario descubrió a la mujer.

Fanny Ferreira estaba de pie, cerca de un pórtico abierto, y pulimentaba con papel de lija una tabla de gomaespuma de color rojo. El poli supuso que sería la canoa sobre la que la mujer descendía por los torrentes.

– Buenos días -dijo inclinándose.

Había vuelto a encontrar calor y seguridad.

Fanny levantó la vista. Debía de tener apenas veinte años. Su piel era mate y sus cabellos ondulados se enroscaban en finos rizos sobre las sienes y en pesadas cascadas sobre los hombros. Su rostro era oscuro, aterciopelado, pero sus ojos tenían una claridad deslumbrante, casi indecente.

– Soy Pierre Niémans, comisario de policía. Investigo el asesinato de Rémy Caillois.

– ¿Pierre Niémans? -repitió ella, incrédula-. Mierda, entonces. Es increíble.

– ¿Qué?

Ella señaló con la cabeza una pequeña radio colocada en el suelo.

– Acaban de hablar de usted en los informativos. Dicen que esta noche ha detenido a dos asesinos cerca del Parque de los Príncipes, lo cual está bien. También dicen que ha desfigurado a uno de ellos, lo cual está bastante mal. ¿Posee el don de la ubicuidad o qué?

– Sencillamente, he conducido toda la noche.

– ¿Qué hace entre nosotros? ¿Es que los polis de aquí no son suficientes?

– Digamos que soy un refuerzo.

Fanny prosiguió su trabajo: estaba humedeciendo la superficie oblonga de la tabla y apoyando las dos palmas para aplastar el papel de lija doblado. Su cuerpo parecía robusto, sólido. Vestía sin elegancia: un traje de inmersión, de neopreno, con capucha, botas altas de cuero claro, bien atadas, con cordones. La luz velada proyectaba iridiscencias sobre toda la escena.

– Parece haber encajado bien el impacto -continuó Niémans.

– ¿Qué impacto?

– Bueno, pues… el hallazgo del…

– Evito pensar en ello.

– ¿Y no le molesta mencionarlo de nuevo?

– Está aquí para eso, ¿no?

No miraba al policía. Sus manos no dejaban de subir y bajar por la canoa. Sus gestos eran secos, brutales.

– ¿En qué circunstancias descubrió el cuerpo?

– Cada fin de semana desciendo por los rápidos… -señaló su embarcación invertida- en esta especie de cascara de nuez. Acababa de terminar uno de mis paseos. En los alrededores del campus hay un muro de rocas, un embalse natural que detiene la corriente del río y permite acercarse a la orilla sin problemas. Subía mi canoa cuando distinguí…

– ¿En las rocas?

– Sí, en las rocas.

– Mentira. Yo fui hasta allí y me di cuenta de que no se podía retroceder. Es imposible ver algo, a lo largo de toda la pared, a quince metros de altura…

Fanny tiró en el cubilete la hoja de papel de lija, se limpió las manos y encendió un cigarrillo. Estos simples gestos suscitaron de repente en Niémans un deseo violento.

La joven echó una larga bocanada de humo azulado.

– El cuerpo estaba en la muralla. Pero yo no lo vi en la muralla.

– ¿Dónde?

– Lo vi en las aguas del río. Reflejado. Una mancha blanca en la superficie del lago.

Las facciones de Niémans se distendieron.

– Es exactamente lo que yo pensaba.

– ¿Es importante para su investigación?

– No. Pero me gustan las cosas claras.

Niémans hizo una pausa y luego añadió:

– ¿Practica el alpinismo?

– ¿Cómo lo sabe?

– No sé… La región. Y además, me ha parecido muy… deportiva.

Ella se volvió y abrió los brazos hacia las montañas que dominaban el valle. Era la primera vez que sonreía.

– ¡He aquí mi feudo, comisario! Desde el Grand Pic de Belledonne a las Grandes Rousses, conozco de memoria todas estas montañas. Cuando no bajo por los riachuelos, escalo las cumbres.

– A su juicio, ¿para colocar el cuerpo a lo largo de la muralla hacía falta ser alpinista?

Fanny recobró la seriedad y observó el extremo incandescente de su cigarrillo.

– No necesariamente. Las rocas forman prácticamente escalones naturales. Pero es preciso tener mucha fuerza para llevar semejante peso sin perder el equilibrio.

– Uno de mis inspectores cree que el asesino saltó desde el otro lado, donde la pendiente es menos abrupta, y después bajó el cuerpo colgado de una cuerda.

– Esto requeriría un buen rodeo. -La mujer titubeó, y añadió-: De hecho, hay una tercera solución, muy sencilla, siempre que se conozcan un poco las técnicas del salto.

– La escucho.

Fanny Ferreira apagó el cigarrillo bajo la bota y lo lanzó con un giro de muñeca.

– Venga conmigo -ordenó.

Penetraron en el interior del gimnasio. En la penumbra, Niémans distinguió pequeñas colchonetas amontonadas, las sombras rectilíneas de barras paralelas, pértigas y cuerdas de nudos. Fanny comentó, dirigiéndose hacia el muro de la izquierda:

– Es mi guarida. Durante el verano, nadie pone los pies aquí. Puedo guardar mi equipo.

Encendió un quinqué, colgado sobre una especie de mesa sobre la cual había muchas piezas metálicas en punta y en forma de eslabones de diferentes tamaños, que proyectaban reflejos plateados y de tonos vivos. Fanny encendió otro cigarrillo. Niémans preguntó:

– ¿Qué es todo esto?

– Clavos para hielo, ganchos de resorte, triángulos, palancas: material de alpinismo.

– ¿Y qué?

Fanny expelió humo una vez más, pero simulando un hipo repetido.

– Pues que entonces, señor comisario, un asesino que tuviera estos instrumentos y supiera utilizarlos habría podido subir el cuerpo sin problemas desde la orilla del río.

Niémans cruzó los brazos y se apoyó contra la pared. Fanny retuvo el cigarrillo en los labios y manipuló los utensilios. Ese gesto anodino incrementó el deseo del policía. La muchacha le gustaba muchísimo.

– Ya se lo he dicho -continuó-. En este lugar la pared forma escalones naturales. Para una persona que sepa de alpinismo o que esté acostumbrada a las caminatas, subir primero sin el cuerpo sería un juego de niños.

– ¿Y después?

Fanny cogió una polea verde y fluorescente, constelada de pequeños orificios.

– Después fija esto en la roca, encima del nicho.

– ¡En la roca! ¿Cómo? ¿Con un martillo? Esto debe requerir una eternidad, ¿no?

La mujer declaró a través de las volutas de su cigarrillo:

– Sus conocimientos de alpinismo se aproximan al grado cero, comisario. -Cogió unos cáncamos de rosca del mostrador-. Esto son spits, pitones para las rocas. Con un perforador como éste -señaló una especie de taladro, negro y grasiento-, se pueden clavar varios spits en cualquier roca en pocos segundos. Fija sus poleas y ya sólo le falta izar el cuerpo. Es la técnica que se utiliza para hacer subir los sacos hasta lugares estrechos o difíciles.

Niémans hizo una mueca escéptica.

– No he subido hasta allí arriba pero, en mi opinión, el nicho es muy estrecho. No veo cómo el asesino habría podido, afianzado en esta falla, tirar del cuerpo con la simple fuerza de sus brazos. O bien hemos de remitirnos al mismo perfil del sospechoso: un gigante.

– ¿Quién ha hablado de tirar de él hasta allí arriba? Para izar a su víctima, el alpinista sólo tenía que hacer una cosa: dejarse caer por el otro lado de las poleas, para hacer contrapeso. El cuerpo subiría por sí solo.

El policía comprendió enseguida la técnica y sonrió ante la evidencia.

– Pero sería preciso que el homicida fuese más pesado que el muerto, ¿no?

– O de un peso igual: al lanzarse al vacío, su peso se incrementa. Una vez izado el cuerpo, su asesino podría haber subido rápidamente, por las peñas, y empotrar a su víctima en esa falla espectacular.

El comisario miró otra vez todos los pitones, tornillos y aros que descansaban sobre la mesa. Pensó en el material para un robo con escalo, pero era un delito particular: un escalador conocedor de elevadas altitudes y gravedades.

– Según usted, ¿cuánto tiempo requeriría semejante operación?

– Para alguien como yo, menos de diez minutos.

Niémans asintió: se dibujaba un perfil de asesino. Los dos interlocutores salieron. El sol se filtraba a través de las nubes, iluminando las cimas con una claridad cristalina. El policía preguntó:

– ¿Es usted profesora de esta facultad?

– De Geología.

– ¿Y de qué más?

– Enseño varias disciplinas: la taxonomía de las piedras, las dislocaciones tectónicas, también la glaciología, la evolución de los glaciares.

– Parece muy joven.

– Aprobé el doctorado con veinte años. Y ya era profesora adjunta. Soy la diplomada más joven de Francia. Ahora tengo veinticinco años y soy profesora titular.

– Una verdadera empollona de facultad.

– Exacto. Una empollona de facultad. Hija y nieta de profesores eméritos, aquí, en Guernon.

– ¿De modo que pertenece a la cofradía?

– ¿Qué cofradía?

– Uno de mis tenientes hizo sus estudios en Guernon. Me ha explicado que en la universidad había una élite aparte, compuesta por los hijos de los profesores de la facultad…

Fanny meneó la cabeza con gesto malicioso.

– Yo diría más bien una gran familia. Los hijos de los que usted habla crecen en la facultad, en la enseñanza, en la cultura. Después alcanzan excelentes resultados. Parece natural, ¿no?

– ¿Incluso en el terreno deportivo?

Ella arqueó las cejas.

– Eso se debe al aire de la montaña.

Niémans continuó:

– Usted conocía sin duda a Rémy Caillois. ¿Cómo era?

Fanny contestó sin vacilar:

– Solitario. Introvertido. Arisco, incluso. Pero muy brillante. Cultivado hasta el vértigo. Un rumor corría por aquí… Se decía que había leído todos los libros de la biblioteca.

– ¿Cree que ese rumor era fundado?

– Lo ignoro. Pero conocía a fondo la biblioteca. Era su antro, su refugio, su madriguera.

– El también era muy joven, ¿verdad?

– Había crecido en esta biblioteca. Su padre ya era el jefe de bibliotecarios de la facultad.

Niémans dio algunos pasos.

– No lo sabía. ¿Pertenecían también los Caillois a su «gran familia»?

– Desde luego que no. Al contrario, Rémy era hostil. A pesar de su cultura, nunca había obtenido los resultados que esperaba. Creo… en fin, supongo que tenía celos de nosotros.

– ¿Cuál era su especialidad?

– Filosofía, me parece. Estaba terminando su tesis.

– ¿Sobre qué tema?

– No tengo ni idea.

El comisario se calló. Escrutó las montañas, cada vez más soleadas. Parecían gigantes deslumbrados.

– Su padre -continuó-, ¿vive todavía?

– No. Desapareció hace varios años. Un accidente de alpinismo.

– ¿Nada sospechoso por ese lado?

– ¿Qué busca? Murió bajo una avalancha. La de la Grande Lance d'Allemond, en el 93. Es usted un poli, no cabe duda.

– Tenemos dos bibliotecarios alpinistas. Un padre y un hijo. Muertos ambos en las montañas. La coincidencia merece ser señalada, ¿no?

– Nada dice que Rémy haya sido asesinado en las montañas.

– Es cierto. Pero salió para una larga caminata la mañana del sábado. El asesino debió de sorprenderle en las alturas. Tal vez conocía su itinerario y…

– Rémy no era de los que siguen un itinerario clásico. Ni de los que lo revelan a otros. Era un hombre muy… secreto.

Niémans se inclinó.

– Muchas gracias, señorita. Ya conoce la fórmula: si recuerda un detalle… puede ponerse en contacto conmigo en uno de estos números.

Niémans anotó los números de su móvil y de una sala que el rector le había asignado en la universidad; el policía prefería instalarse en la facultad que en la gendarmería.

Murmuró:

– Hasta pronto.

La joven no levantó los ojos. El policía ya se iba cuando ella dijo:

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Le miraba fijamente con sus pupilas cristalinas. Niémans sintió una especie de malestar. Esos iris eran demasiado claros. Eran de cristal, de agua viva, cortantes como la escarcha.

– La escucho -respondió.

– Han dicho por la radio… En fin, ¿es cierto que era usted del equipo que mató a Jacques Mesrine?

– Era joven. Pero es cierto, sí.

– Me preguntaba… ¿Qué se siente después?

– ¿Después de qué?

– Después de una historia semejante.

Niémans dio varios pasos hacia la muchacha. Ésta retrocedió instintivamente. Pero levantó la mirada con valentía, con arrogancia.

– Siempre me complacerá conversar con usted, Fanny. Pero nunca me oirá hablar de eso. Ni de lo que perdí aquel día.

Su interlocutora bajó los ojos. Dijo con voz sorda:

– Ya veo.

– No, no ve nada. Y es una gran suerte para usted.

6

Los gorgoteos del agua restallaban en su espalda. Niémans había pedido prestados unos zapatos de marcha a la gendarmería y subía ahora los escalones naturales de la pared, relativamente fáciles de escalar. Una vez llegado a la altura de la falla, el policía observó el estrecho orificio donde había sido descubierto el cuerpo. Escrutó con atención todos los lados de la pared rocosa. Con las manos protegidas por guantes de látex, buscaba huellas de pitones en la muralla.

Agujeros en la piedra.

El viento cargado de gotas de agua helada le azotaba el rostro y a Niémans le encantaba esa sensación. Pese a las circunstancias, al llegar al pequeño lago había experimentado una inmensa impresión de plenitud. Quizás el asesino había elegido el lugar por esa razón: era un sitio de calma, de serenidad, sin contaminación, sin estridencias. Un lugar donde las aguas de jade aportaban la paz a los espíritus violentos.

El comisario no encontró nada. Prosiguió la búsqueda alrededor del nicho: ninguna huella de clavos de roca. Apoyó una rodilla en el reborde y palpó las paredes interiores de la cavidad. De pronto sus dedos descubrieron un orificio, neto, preciso, justo en el centro del techo de la gruta. El policía pensó brevemente en Fanny Ferreira. Había acertado en su previsión: el asesino, provisto de clavos de roca y poleas, había izado el cuerpo valiéndose sin duda de su propio peso.

Introdujo el brazo, palpó un poco más y descubrió un total de tres cavidades, con marcas de rosca, de una profundidad de veinte centímetros, dispuestas en triángulo, las tres huellas de los pitones que habían sostenido las poleas. Las circunstancias del crimen empezaban a concretarse. Rémy Caillois había sido sorprendido durante su caminata. El asesino lo había maniatado, torturado, mutilado y matado en las alturas solitarias y después había bajado al valle con el cuerpo de la víctima. ¿Cómo? Niémans echó una mirada hacia unos quince metros más abajo, allí donde las aguas se paralizaban en un espejo de laca. Por el torrente. Sin duda el asesino había surcado el río a bordo de una canoa o de una embarcación de ese tipo.

Pero, ¿por qué tanto esfuerzo? ¿Por qué no abandonó el cadáver en el lugar del crimen?

El policía descendió con precaución. Una vez abajo, se quitó los guantes, dio la espalda a las rocas y escrutó esta vez la sombra de la falla en las aguas perfectamente lisas. El reflejo estaba tan quieto como un cuadro. Tuvo una convicción: aquel lugar era un santuario. Tranquilidad y pureza. Y tal vez el homicida lo había elegido por ese motivo. En cualquier caso, el investigador ya contaba con una certidumbre.

Su asesino era un alpinista consumado.

La berlina de Niémans estaba equipada con un transmisor VHF pero el policía no lo utilizaba nunca. Como tampoco utilizaba, para las comunicaciones confidenciales, su teléfono móvil, que todavía era menos discreto. Usaba más bien, desde hacía varios años, un pager o receptor de radiomensajes cuyas marcas y modelos variaba de vez en cuando. Nadie podía captar este tipo de sistema que sólo funcionaba con ayuda de un código. Conocía esta astucia por los traficantes parisienses que habían apreciado enseguida la extrema discreción de los radiomensajes. El comisario había dado el número y el nombre del código a Joisneau, Barnes y Vermont. Al subir a su coche, se sacó el estuche del bolsillo y pulsó el teclado. Ningún mensaje.

Puso el coche en marcha y volvió a la universidad.

Eran las once de la mañana; pocas siluetas atravesaban la explanada de un verde incipiente. Algunos estudiantes corrían por la pista del estadio, ligeramente excéntrico respecto del grupo de los bloques de hormigón.

El policía cogió una carretera transversal y se dirigió de nuevo al edificio principal. El inmenso bunker tenía ocho pisos y seiscientos metros de longitud. Aparcó y consultó su plano. Exceptuando la biblioteca, este edificio inmenso agrupaba las facultades de Medicina y de Ciencias Físicas. En los pisos se hallaban las salas de prácticas. En el último nivel se encontraban las habitaciones de los internos. El guardián del campus había marcado con rotulador rojo el número del apartamento ocupado por Rémy Caillois y su joven esposa.

Pierre Niémans pasó de largo las puertas de la biblioteca, que lindaban con la puerta principal, y entró en el vestíbulo del edificio: un espacio de una sola pieza, iluminado por anchos ventanales. Las paredes exhibían frescos naif, qué brillaban bajo la claridad matinal, y el fondo del vestíbulo se perdía, a varios centenares de metros más allá, en una especie de pulverulencia mineral. Las dimensiones del lugar eran más bien estalinistas; no tenían nada que ver con la atmósfera de mármol claro y madera oscura de las universidades parisienses. Esto era por lo menos lo que suponía Niémans: nunca había puesto los pies en ninguna facultad. Ni en París ni en ninguna otra parte.

Utilizó una escalera de peldaños de granito suspendidos, cada tramo de los cuales empezaba en forma de horquilla y estaban separados por hojas verticales. Una fantasía del arquitecto, en el mismo estilo abrumador que el resto. Uno de cada dos tubos de neón no funcionaba y Niémans atravesaba zonas de sombra total para reaparecer bajo una luz demasiado fuerte.

Al final accedió a un pasillo estrecho, punteado por pequeñas puertas. Enfiló el oscuro corredor -allí todos los tubos se habían fundido- en busca del número 34, el apartamento de los Caillois.

La puerta estaba entornada.

Con dos dedos, el policía empujó la fina puerta de contrachapado.

Le acogieron el silencio y la penumbra. Niémans se encontraba en un pequeño vestíbulo. Al fondo, una franja luminosa atravesaba el angosto pasillo. La débil claridad permitió al policía observar los cuadros colgados de las paredes. Eran fotografías en blanco y negro que parecían datar de los años treinta o cuarenta. Atletas olímpicos en pleno esfuerzo se retorcían en el cielo o surcaban la tierra en un orgulloso hieratismo. Los rostros, las siluetas, las posturas destilaban una especie de perfección inquietante, una pureza de estatuas, inhumana. Niémans pensó en la arquitectura de la universidad: todo ello formaba un conjunto coherente, y no precisamente alegre.

Bajo estos cuadros, descubrió un retrato de Rémy Caillois. Lo descolgó para verlo mejor. La víctima había sido un hombre apuesto, sonriente, con cabellos cortos y facciones crispadas. La mirada brillaba con un fulgor especialmente alerta.

– ¿Quién es usted?

Niémans volvió la cabeza. Una silueta femenina, envuelta en un impermeable, se perfilaba en el fondo del pasillo. El comisario se acercó. Otra mujer joven. También ella debía de tener menos de veinticinco años. Sus cabellos claros, de longitud mediana, encuadraban un rostro estrecho, arrugado, cuya palidez acentuaba sus ojeras. Sus facciones eran huesudas, pero delicadas. La belleza de esta mujer sólo aparecía a destiempo, como el eco de una primera impresión de malestar.

– Soy Pierre Niémans -declaró-. Comisario principal.

– ¿Y entra en mi casa sin llamar?

– Discúlpeme. La puerta estaba abierta. ¿Es usted la esposa de Rémy Caillois?

A guisa de respuesta, la mujer arrebató el cuadro de manos de Niémans y lo colocó de nuevo contra la pared. Después se quitó el impermeable y entró en la habitación contigua. Niémans entrevió subrepticiamente un pecho pálido y descarnado por el escote de un viejo jersey.

– Entre -dijo la mujer de mala gana.

Niémans descubrió un salón exiguo, decorado con esmero y austeridad. Pinturas modernas colgaban de las paredes. Líneas simétricas, colores angustiosos, temas incomprensibles. El policía no se fijó en ellas. En cambio, un detalle atrajo su atención: en la habitación dominaba un fuerte olor. A cola. Hacía muy poco que los Caillois habían tapizado las paredes con papel pintado nuevo. Este detalle le oprimió el corazón. Por primera vez se estremeció al pensar en el destino truncado de la pareja, en las cenizas de felicidad que debían de chisporrotear en el fondo del dolor de esta mujer. Comenzó en tono grave:

– Señora, vengo de París. He sido llamado por el juez de instrucción para colaborar en la investigación sobre la desaparición de su marido. Yo…

– ¿Tiene ya una pista?

El comisario la observó y tuvo de improviso ganas de romper un objeto, un cristal, cualquier cosa. Aquella mujer estaba transida de dolor pero todavía más de odio contra la policía.

– No tenemos nada por el momento -confesó-, pero espero que la investigación…

– Formule sus preguntas.

Niémans se sentó en el sofá cama, frente a la mujer que acababa de elegir una silla pequeña a bastante distancia de él. Para hacer algo, cogió un almohadón y lo manoseó unos segundos.

– He leído su declaración -contestó-. Ahora sólo quería obtener algunas informaciones complementarias. Mucha gente se dedica a dar grandes caminatas en esta región, ¿verdad?

– ¿Cree que hay tantas distracciones en Guernon? Todo el mundo practica el senderismo o el alpinismo.

– ¿Los otros excursionistas conocían los itinerarios de Rémy?

– No. No hablaba nunca de ello. Y se iba en las direcciones que más le gustaban…

– ¿Eran simples paseos o carreras?

– Eso dependía. El sábado, Rémy había salido a pie, a menos de dos mil metros de altitud. No se había llevado material.

Niémans hizo una pausa y luego fue al fondo de su interrogatorio:

– ¿Su marido tenía enemigos?

– No.

El tono equívoco de esta respuesta le incitó a formular otra pregunta que le sorprendió a él mismo:

– ¿Tenía amigos?

– Tampoco. Rémy era un hombre solitario.

– ¿Qué tipo de relaciones mantenía con los estudiantes, con los que frecuentaban la biblioteca?

– Su contacto con ellos se limitaba a las fichas de salida de los libros.

– ¿Nada extraño, estos últimos tiempos?

La mujer no respondió y Niémans insistió:

– ¿Su marido no estaba especialmente nervioso, tenso?

– No.

– Hábleme de la desaparición de su padre.

Sophie Caillois alzó la mirada. El color de las pupilas era apagado, pero el dibujo de las pestañas y las cejas, espléndido. Esbozó un encogimiento de hombros.

– Murió bajo una avalancha en el 93. Aún no nos habíamos casado. No sé nada concreto sobre ese punto. Rémy no lo mencionaba nunca. ¿Adónde quiere ir a parar?

El policía guardó silencio y examinó la exigua habitación, con los muebles colocados en línea recta. Conocía de memoria esa clase de lugar. Sabía que no estaba allí solo con Sophie Caillois. El recuerdo del muerto aún seguía flotando, como si su alma estuviera haciendo el equipaje en alguna parte de la habitación contigua. El comisario indicó los cuadros de las paredes.

– ¿Su marido no guardaba ningún libro aquí?

– ¿Por qué hacerlo? Trabajaba todo el día en la biblioteca.

– ¿Era allí donde preparaba su tesis?

La mujer asintió con un breve movimiento de cabeza. Niémans no dejaba de observar aquel rostro bello y duro. Le sorprendía haber conocido en menos de una hora a dos mujeres tan atractivas.

– ¿Sobre qué versaba su tesis?

– Sobre los Juegos Olímpicos.

– No es muy intelectual.

Sophie Caillois adoptó una expresión desdeñosa.

– Su tesis trataba de las relaciones entre la prueba y lo sagrado. El cuerpo y el pensamiento. Estudiaba el mito del athlon, el hombre original que aseguraba la fecundidad de la Tierra con su propia fuerza, con los límites transgredidos por su propio cuerpo.

– Discúlpeme -dijo Niémans-, conozco poco las cuestiones filosóficas… ¿Tiene esto relación con las fotografías del pasillo?

– Sí y no. Son clisés extraídos de una película de Leni Riefenstahl sobre los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín.

– Estas imágenes son impresionantes.

– Rémy decía que esos juegos habían recuperado el vínculo profundo de Olimpia, aunar el cuerpo y el pensamiento, el esfuerzo físico y la expresión filosófica.

– En ese caso concreto se trataba de la ideología nazi, ¿no es así?

– Mi marido se burlaba de la naturaleza del pensamiento expresado. Le fascinaba esa única fusión: la idea y la fuerza, el espíritu y el cuerpo.

Niémans no entendía nada de esta especie de galimatías. La mujer se inclinó y dijo de repente, con violencia:

– ¿Por qué le han enviado aquí? ¿Por qué a un hombre como usted?

Hizo caso omiso de la agresividad de la observación. Durante sus interrogatorios usaba siempre la misma técnica, inhumana y fría, basada en la intimidación. Era inútil, cuando uno era policía -y sobre todo, cuando se tenía su facha-, jugar con los sentimientos o con la psicología de bazar. Preguntó con voz autoritaria:

– A su juicio, ¿existía una razón para estar resentido con su marido?

– ¿Usted delira o qué? -exclamó ella-. ¿No ha visto el cuerpo? ¿No comprende que el asesino de mi marido es un maníaco? ¿Que Rémy fue sorprendido por un loco? ¿Un maníaco que se cebó en él, que le golpeó, torturó y mutiló hasta el fin?

El policía respiró profundamente. De hecho, pensaba en aquel bibliotecario silencioso, descarnado, y en esta mujer agresiva. Una pareja como para helar la sangre a cualquiera. Inquirió:

– ¿Cómo era su convivencia?

– ¿Qué coño le importa eso?

– Se lo ruego, contésteme.

– ¿Soy sospechosa?

– Sabe bien que no. Por favor, respóndame.

La joven le lanzó una mirada lapidaria.

– ¿Quiere saber cuántas veces follábamos por semana?

Niémans sintió que se le ponía carne de gallina.

– Coopere, señora. Yo hago mi trabajo.

– Largo de aquí, policía de mierda.

Sus dientes no eran blancos y, sin embargo, el contorno de los labios era delicioso, conmovedor. Niémans miró fijamente aquella boca, los perfiles agudos de los pómulos, de las cejas, que resplandecían a través de la palidez apagada del rostro. Poco importaba el resplandor de la tez, el color de los ojos, todas esas ilusiones de luces y de tonos. La belleza era una cuestión de línea, de esbozo. De pureza incorruptible. El policía no se movió.

– ¡Largo de aquí! -gritó la mujer.

– Una última pregunta. Rémy vivió siempre en la universidad. ¿Cuándo hizo el servicio militar?

Sophie Caillois se quedó rígida, desconcertada por la pregunta. Cruzó los brazos, como bruscamente asaltada por un frío interior.

– No lo hizo.

– ¿Le declararon inútil?

Ella asintió, bajando la cabeza.

– ¿Por qué motivo?

Los ojos de la mujer se clavaron de nuevo en el comisario.

– ¿Qué busca?

– ¿Por qué motivo?

– Algo psiquiátrico, creo.

– ¿Sufría trastornos mentales?

– Pero, ¿de dónde sale usted? Todo el mundo intenta que lo declaren inútil por motivos psiquiátricos. Eso no quiere decir nada. Uno finge, dice cualquier cosa y le declaran inútil.

Niémans no añadió nada, pero todo su ser debía expresar una sorda desaprobación. La mujer miró de repente su corte a cepillo, su sobria elegancia, y sus labios se arquearon en una mueca de disgusto.

– Cabrón de mierda, lárguese.

El se levantó, murmurando:

– Me voy ahora mismo. Pero quiero que sepa una cosa.

– ¿Qué? -escupió ella.

– Le guste o no, son personas como yo los que atrapan a los asesinos. Son personas como yo las que pueden vengar a su marido.

Durante unos segundos, los rasgos de la mujer se petrificaron, después le tembló la barbilla y prorrumpió en sollozos. Niémans dio media vuelta.

– Yo lo atraparé -dijo.

En el umbral, dio un puñetazo a la pared y lanzó por encima del hombro:

– Se lo juro por Dios: yo atraparé al hijo de puta que ha matado a su marido.

Fuera, una claridad argéntea le golpeó el rostro. Manchas negras bailaron bajo sus párpados. Niémans dudó un momento. Se esforzó por andar tranquilamente hasta su coche mientras los halos oscuros se transformaban poco a poco en rostros de mujer. Fanny Ferreira, la morena. Sophie Caillois, la rubia. Dos mujeres fuertes, inteligentes y agresivas. Unas mujeres que, sin duda, el policía no tendría nunca en sus brazos.

Propinó un violento puntapié a una papelera metálica rebosante, fijada a un poste, y después miró su receptor de radiomensajes, como por reflejo.

La pantalla pestañeaba: el médico forense acababa de terminar la autopsia.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> En castellano en el original

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> La final de la Recopa de fútbol de 1996 tuvo lugar en el mes de mayo pero el autor sitúa la acción en octubre. (N. del E.)