174288.fb2 Los r?os de color p?rpura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Los r?os de color p?rpura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

III

11

El examen de la parte anterior del tórax revela largos cortes longitudinales realizados, sin duda, con un instrumento cortante. Encontramos igualmente otras laceraciones, efectuadas con el mismo instrumento, en los hombros, los brazos…

El médico forense llevaba una bata arrugada de tela gruesa y gafas pequeñas. Se llamaba Marc Costes. Era un hombre joven de facciones afiladas y mirada perdida. Al primer golpe de vista le había caído bien a Niémans, que había reconocido en él a un apasionado, un verdadero investigador falto, sin duda, de experiencia pero en absoluto de vocación. Leía su informe con una voz metódica:

… Quemaduras múltiples: en el torso, los hombros, las caderas, los brazos. Hemos contado aproximadamente veinticinco huellas de este tipo, muchas de las cuales se confunden con los cortes antes descritos…

Niémans interrumpió:

– ¿Qué quiere decir eso?

El médico alzó una mirada tímida por encima de sus gafas.

– Creo que el asesino cauterizó las heridas con fuego. Al parecer las salpicó de pequeñas cantidades de gasolina para luego encenderlas. Yo diría que utilizó un aerosol comercial, tal vez un Kärcher.

Niémans echó de nuevo una mirada a la sala de prácticas donde había instalado su cuartel general, en el primer piso del edificio Psicología/Sociología. Era en esta sala discreta donde había deseado hablar con el médico forense. El capitán Barnes y el teniente Joisneau estaban también presentes, muy atentos en sus sillas de estudiantes.

– Continúe -ordenó.

… Constatamos igualmente numerosos hematomas, edemas, fracturas. Sólo en el torso hemos encontrado dieciocho hematomas. Tiene cuatro costillas rotas. Las dos clavículas están deshechas. Tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha están aplastados. Los genitales están amoratados a fuerza de golpes.

El arma utilizada es sin duda una barra de hierro o de plomo de un espesor de unos siete centímetros. Por supuesto hay que distinguir las heridas causadas más tarde por el transporte del cuerpo y su «incrustamiento» en la roca, pero los edemas no evolucionan de la misma manera, post mortem…

Niémans echó una breve ojeada al auditorio: miradas huidizas y sienes relucientes.

… En cuanto a la parte superior del cuerpo. Rostro intacto. Ningún signo visible de equimosis en la nuca…

El policía preguntó:

– ¿Ningún corte en la cara?

– No. Parece incluso que el asesino haya evitado tocarla.

Costes bajó los ojos hacia su informe y continuó la lectura, pero Niémans volvió a interrumpirle:

– Espere. Supongo que esto se prolongará durante mucho rato.

El médico parpadeó nerviosamente, hojeando su informe.

– Varias páginas…

– De acuerdo. Leeremos todo esto cada uno por nuestro lado. Será mejor que nos diga la causa de la defunción. ¿Esas heridas fueron las que provocaron la muerte de la víctima?

– No. El hombre murió por estrangulación. No cabe la menor duda. Con un hilo metálico de unos dos milímetros de diámetro. Yo diría que un cable de freno de bicicleta, una cuerda de piano, un hilo de esa clase. El cable cortó la carne en una longitud de quince centímetros, destrozó la glotis, partió los músculos de la laringe y cortó la aorta, lo que provocó la hemorragia.

– ¿Hora del homicidio?

– Difícil de decir. A causa de la posición acurrucada del cuerpo. El proceso de rigidez cadavérica fue alterado por la postura y…

– Denos una hora aproximada.

– Diría que… a la puesta de sol, la tarde del sábado, entre las veinte y las veinticuatro horas.

– ¿Sorprendieron tal vez a Caillois cuando volvía de su excursión?

– No necesariamente. En mi opinión, las torturas duraron un buen rato. Creo que Caillois fue más bien atacado de madrugada. Y que su calvario se prolongó durante todo el día.

– ¿Le parece que la víctima se defendió?

– Imposible decirlo, habida cuenta de las múltiples heridas. Una cosa es segura: la víctima no murió de un golpe. Y estaba maniatado y consciente durante la sesión de tortura: las marcas de ataduras en los brazos y las muñecas son evidentes. Por otra parte, como la víctima no muestra ninguna señal de mordaza, es de suponer que el verdugo no temía que se oyeran sus gritos.

Niémans se sentó en el alféizar de una ventana.

– ¿Qué diría usted de las torturas? ¿Son profesionales?

– ¿Profesionales?

– ¿Se trata de técnicas de guerra? ¿De métodos conocidos?

– No soy especialista pero no, no lo creo. Diría más bien que son las maneras de… de un maníaco. De un enloquecido que quisiera obtener las respuestas a sus preguntas.

– ¿Por qué dice eso?

– El asesino quería hacer hablar a Caillois. Y Caillois habló.

– ¿Cómo lo sabe?

Costes se inclinó con humildad. A pesar del calor de la sala, no se había quitado la parka.

– Si el asesino hubiese querido hacer sufrir a Rémy Caillois solamente por placer, lo habría torturado hasta el fin. Y, como ya he dicho, acabó por matarlo de otra manera. Con un hilo metálico.

– ¿No hay huellas de agresiones sexuales?

– No. Nada al respecto. No van por ahí los tiros. En absoluto.

Niémans dio todavía unos pasos a lo largo de la tarima. Hizo un esfuerzo para imaginarse a un monstruo capaz de infligir tales malos tratos. Imaginó la escena. No vio nada. Ni rostro ni silueta. Pensó entonces en el martirizado, en lo que podía ver de él cuando estaba luchando con la muerte y el sufrimiento. Vio gestos salvajes, colores marrones, ocres, rojos. Un vendaval insoportable de golpes, de fuego, de sangre. ¿Cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Caillois? Articuló claramente:

– Háblenos de los ojos.

– ¿De los ojos?

Fue Barnes quien formuló la pregunta. Bajo el golpe de la sorpresa, su voz había subido de volumen. Niémans se dignó responderle:

– Sí, los ojos. Me he percatado de ello hace un momento, en el hospital. El asesino extrajo los ojos de su víctima. Las órbitas parecían incluso llenas de agua…

– Exacto -dijo Costes.

– Empiece por el principio -ordenó Niémans.

Costes se ensimismó en sus notas.

– El asesino trabajó bajo los párpados. Deslizó un instrumento cortante, seccionó los músculos oculomotores y el nervio óptico y después extirpó los globos oculares. Luego raspó y limpió cuidadosamente el interior de las cavidades óseas.

– ¿Estaba ya muerta la víctima durante esa operación?

– No se puede saber. Pero he detectado signos de hemorragia en esta zona que podrían demostrar que Caillois aún vivía.

Reinó el silencio tras sus palabras. Barnes estaba lívido, Joisneau como petrificado por el terror.

– ¿Y después? -preguntó Niémans para borrar esta angustia que se intensificaba por segundos.

– Más tarde, cuando la víctima hubo muerto, el asesino llenó las órbitas de agua. De agua del río, supongo. A continuación volvió a cerrar delicadamente los párpados. Por eso los ojos estaban cerrados, e hinchados, como si no hubieran sufrido ninguna mutilación.

– Volvamos a la ablación. ¿Posee el asesino, según usted, nociones de cirugía?

– No. O si acaso nociones muy vagas. Yo diría que, al igual que con las torturas, se aplica.

– ¿Qué instrumental utilizó? ¿El mismo que para los cortes?

– De la misma familia, en todo caso.

– ¿Qué familia?

– Instrumentos industriales. Cutters.

Niémans se plantó delante del médico.

– ¿Es todo lo que puede decirnos? ¿Ningún indicio? ¿No se deduce ninguna orientación, después de su informe?

– Ninguna, por desgracia. El cuerpo fue lavado completamente antes de ser incrustado en la roca. Este cadáver no puede decirnos nada sobre el lugar del crimen y aún menos sobre la identidad del asesino. Sólo podemos suponer que se trata de un hombre fuerte y hábil. Esto es todo.

– Muy poco -gruñó Niémans.

Costes hizo una pausa y volvió a su informe:

– Hay solamente un detalle sobre el cual no hemos hablado… Un detalle que no tiene nada que ver con el asesinato.

El comisario se puso rígido.

– ¿Qué?

– Rémy Caillois no tenía huellas dactilares.

– ¿Cómo es eso?

– Tenía las manos corroídas, gastadas hasta el punto de no aparecer en sus dedos ningún surco, ninguna huella. Tal vez se quemó en un accidente. Pero es un accidente que se remonta a mucho tiempo atrás.

Niémans interrogó con la mirada a Barnes, quien arqueó las cejas en señal de ignorancia.

– Ya lo investigaremos -masculló el comisario.

Se acercó al médico hasta rozar su parka.

– ¿Qué piensa usted de este asesinato? ¿Qué presiente? ¿Cuál es su intuición de matasanos?

Costes se quitó las gafas y se restregó los párpados. Cuando volvió a ponerse las gafas, su mirada parecía más clara, más brillante. Y su voz más firme:

– El asesino sigue un rito oscuro. Un rito que debía acabarse en esa posición de feto, en el hueco de la roca. Todo esto parece muy preciso, muy madurado. Es decir, que la mutilación de los ojos debía de ser esencial. También está el agua. Esa agua bajo los párpados, en lugar de los ojos. Como si el asesino hubiese querido limpiar las órbitas, purificarlas. Estamos analizando esa agua. Nunca se sabe. Quizá contenga un indicio… Un indicio químico.

Niémans desestimó estas últimas palabras con un gesto vago. Costes hablaba de un papel purificador. El comisario, después de su visita al pequeño lago, también pensaba en una operación de catarsis, de apaciguamiento. Los dos hombres coincidían en este terreno. Más arriba del lago, el asesino había querido lavar la suciedad… ¿quizá simplemente purificar su propio crimen?

Pasaron los minutos. Ya nadie osaba moverse. Niémans murmuró al fin, abriendo la puerta de la sala:

– Volvamos al trabajo. El tiempo apremia. No sé qué tenía que confesar Rémy Caillois. Pero espero que esto no provoque más asesinatos.

12

Niémans y Joisneau se reunieron de nuevo en la biblioteca. Antes de entrar, el comisario echó una breve ojeada al teniente: sus rasgos estaban descompuestos. El policía le dio una palmada en la espalda, resoplando como un atleta. El joven Éric respondió con una sonrisa sin convicción.

Los dos hombres entraron en la gran sala de los libros. Les esperaba un espectáculo sorprendente. Dos oficiales de la policía judicial, con cara preocupada, así como un grupo de guardias del orden público en mangas de camisa, habían invadido la biblioteca y se entregaban a un registro minucioso. Centenares de libros estaban abiertos ante ellos, en montones, en columnas. Desconcertado, Joisneau preguntó:

– ¿Qué significa esto?

Uno de los oficiales contestó:

– Bueno, hacemos lo que nos han mandado… Buscamos libros que hablen del mal, de ritos religiosos y…

Joisneau lanzó una ojeada a Niémans. Parecía ofendido por los procedimientos de la operación. Gritó contra la OPJ:

– ¡Pero yo les había dicho que consultaran el ordenador! ¡No que fueran a buscar libros en las estanterías!

– Hemos iniciado una búsqueda informática, por título y por tema. Ahora recorremos los libros en busca de indicios relativos al asesinato…

Niémans interrumpió:

– ¿Han pedido consejo a los internos?

El oficial adoptó una expresión de despecho:

– Son filósofos. Nos han soltado discursos. El primero nos ha respondido que la noción del mal era un valor burgués, que era preciso revisar todo esto desde un ángulo social y más bien marxista. Lo hemos dejado allí plantado con su idea. El segundo nos ha hablado de «frontera» y de «transgresión». Pero ha añadido que la frontera estaba en nosotros… que nuestra conciencia no cesaba de negociar con un censor superior y… en fin, no hemos entendido nada. El tercero nos ha conectado con lo absoluto y la búsqueda de lo imposible… nos ha hablado de experiencia mística, que podía realizarse tanto en el bien como en el mal en su calidad de aspiración. Entonces… yo… en fin, la verdad es que no conseguimos gran cosa, teniente…

Niémans se echó a reír.

– Ya te lo había dicho -murmuró a Joisneau-, hay que desconfiar de los intelectuales.

Se dirigió directamente al policía pasmado:

– Continúe sus investigaciones. A las palabras «mal», «violencia», «torturas» y «ritos» añada «agua», «ojos» y «pureza». Consulte el ordenador. Busque sobre todo los nombres de los estudiantes que han consultado esos libros, que trabajaban sobre esos temas, por ejemplo en sus tesis doctorales. ¿Quién se ocupa del ordenador central?

Un muchacho bajo y corpulento que tenía buenos hombros bajo la bata, respondió:

– Yo, comisario.

– ¿Qué más ha encontrado en los ficheros de Caillois?

– Hay las listas de libros dañados, encargados, etc. Las listas de los estudiantes que vienen a consultar libracos y su lugar en la sala.

– ¿Su lugar?

– Sí. El trabajo de Caillois consistía en colocarlos… -con un movimiento de cabeza, designó los compartimientos acristalados-… en aquellas pequeñas cabinas. Memorizaba cada lugar en su programa.

– ¿No ha encontrado los trabajos de su tesis?

– Sí. Un documento de mil páginas sobre la antigüedad y… -miró una hoja de papel en la que había garabateado algo- Olimpia. Versa sobre los primeros Juegos Olímpicos y los ritos sagrados organizados en torno a ellos… Una cosa fastuosa, por cierto.

– Imprima una copia por ordenador y léalo.

– ¿Cómo?

Niémans añadió, en tono irónico:

– En diagonal, claro.

El hombre parecía desconcertado. El comisario agregó enseguida:

– ¿Nada más en el ordenador? ¿Ningún juego de vídeo? ¿Ningún buzón de correo?

El OPJ negó con la cabeza. La noticia no sorprendió a Niémans. Presentía que Caillois sólo había vivido en los libros. Un bibliotecario estricto que únicamente admitía una distracción de sus funciones profesionales: la redacción de su propia tesis. ¿Qué se podía hacer confesar a semejante asceta?

Pierre Niémans se dirigió a Joisneau:

– Ven por aquí. Quiero saber en qué estado se halla tu investigación.

Se aislaron en uno de los pasillos tapizados de libros. Al final del pasillo, un agente con gorra cotejaba un libro. Al comisario le resultó difícil permanecer serio ante tal escena. El teniente abrió su agenda.

– He interrogado a varios internos y a los dos colegas de Caillois en la biblioteca. Rémy no era muy apreciado pero sí respetado.

– ¿Qué le reprochaban?

– Nada de particular. Tengo la impresión de que provocaba malestar. Era un tipo reservado, retraído. No hacía ningún esfuerzo para comunicarse con los demás. En cierto sentido, esto concordaba con su trabajo. -Joisneau echó una ojeada a su alrededor, casi asustado-. Imagínese… en esta biblioteca, todo el día guardando silencio…

– ¿Te han hablado de su padre?

– ¿Sabía que él también había sido bibliotecario? Sí, me lo han dicho. El mismo tipo de individuo. Silencioso, impenetrable. A la larga, este ambiente de confesionario debe de modelar el carácter.

Niémans se acercó más a los libros.

– ¿Te han dicho que murió en la montaña?

– Por supuesto. Pero no hay nada sospechoso en ello. El pobre hombre fue sorprendido por una avalancha y…

– Ya lo sé. Según tú, nadie podía tener nada en contra de los Caillois, ni padre ni hijo, ¿verdad?

– Comisario, la víctima iba a buscar los libros al depósito, llenaba las fichas y daba a los estudiantes un número de pupitre. ¿Qué venganza quiere que atraiga? ¿Un estudiante a quien no ha dado la buena edición?

– De acuerdo. ¿Y respecto al alpinismo?

Joisneau volvió a hojear su agenda.

– Caillois era a la vez un alpinista y un deportista fuera de serie. El sábado pasado, según los testigos que le vieron partir, realizó una excursión a pie hasta una altitud de unos dos mil metros. Sin material.

– ¿Compañeros de marcha?

– Jamás. Ni siquiera le acompañaba su mujer. Caillois era un solitario. En el límite del autismo.

Niémans soltó su información:

– He vuelto a los alrededores del río. He descubierto huellas de clavos en la roca. Creo que el asesino utilizó una técnica de escalada para izar el cuerpo.

Las facciones de Joisneau se crisparon.

– Mierda, yo también subí y…

– Las cavidades están en el interior de la falla. El asesino fijó poleas en el nicho y después se deslizó para hacer contrapeso con su víctima.

– Mierda.

Su rostro expresaba una mezcla de despecho y admiración. Niémans sonrió.

– No tengo ningún mérito: me ha guiado mi testigo, Fanny Ferreira. Una verdadera profesional. -Guiñó un ojo-. Y una verdadera belleza… Quiero que sonsaques algo más en esa dirección. Haz una lista exhaustiva de los alpinistas federados y de todos aquellos que tienen acceso a esta clase de material.

– ¡Pero serán miles de personas!

– Pregunta a tus colegas. Pregunta a Barnes. Nunca se sabe. De esas pesquisas puede salir algo. También quiero que te ocupes de los ojos.

– ¿De los ojos?

– Has oído al forense, ¿no? El asesino los extrajo con un cuidado especial. No tengo la menor idea de qué puede significar eso. Puede ser fetichismo. Puede ser una voluntad de purificación particular. Es posible que estos ojos recuerden al asesino una escena que hubiera visto la víctima. O el peso de una mirada que el asesino hubiera vivido siempre como una obsesión. No lo sé. Es más bien oscuro y no me gusta esta clase de cháchara psicológica. Pero quiero que te recorras todo el pueblo y recojas todo lo que pueda relacionarse con los ojos.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, buscar si ha habido alguna vez en esta facultad o en el pueblo accidentes que conciernan a esa parte del cuerpo. Indaga también acerca de los procesos verbales de los últimos años en la brigada y hechos diversos en los periódicos de la zona. Riñas en las que pudiera haberse herido alguien. O mutilaciones de animales. No lo sé: tú busca. Indaga asimismo si hay problemas de ceguera, afecciones oculares en la región.

– ¿Piensa realmente que puedo encontrar…?

– No pienso nada -replicó Niémans-. Hazlo.

Al extremo del pasillo, el policía de uniforme seguía lanzando miradas de soslayo. Al final dejó caer sus libros y desapareció. Niémans continuó en voz baja:

– También quiero saber exactamente qué hizo las últimas semanas Caillois. Quiero saber a quién vio, con quién habló. Quiero la lista de sus llamadas telefónicas y sus faxes. Quiero la lista de las cartas que recibió, todo. Caillois conocía tal vez a su asesino. Podría ser incluso que se hubiera citado con él allí arriba.

– ¿Y su mujer no ha dicho nada útil?

Niémans no contestó. Joisneau añadió enseguida:

– Al parecer se siente incómoda.

Joisneau se guardó la agenda. Había recuperado el color.

– No sé si debería decirle esto… con este cuerpo mutilado… y este asesino desequilibrado merodeando por ahí…

– ¿Qué?

– Pues que, en fin, tengo la impresión de aprender muchas cosas con usted.

Niémans hojeaba un libro de la estantería: Topografía y relieve del departamento del Isère. Lanzó el libro a las manos del teniente y concluyó:

– Bueno, pues reza para que aprendamos lo mismo sobre el asesino.

13

El perfil de la víctima acurrucada. Músculos torcidos bajo la piel como cuerdas. Llagas negras, violáceas, que rasgan en algunos puntos la carne pálida y azulada.

De vuelta a la sala donde trabajaba, Niémans observó las fotos Polaroid del cuerpo de Rémy Caillois.

El rostro de frente. Párpados entreabiertos sobre los agujeros negros de las órbitas.

Todavía con el abrigo puesto, pensó en los sufrimientos del hombre. En la violencia del terror que acababa de surgir en esta región inocente. Sin confesárselo, el policía temía lo peor. Otro asesinato, tal vez. O un crimen impune, barrido por los días y el miedo, que ayudarían a todos a olvidar. Mucho más que a recordar.

Las manos de la víctima. Fotografiadas desde arriba y desde abajo. Unas manos finas y bellas, entreabiertas sobre sus extremidades anónimas. Ni la sombra de una huella. Restos de metal en las muñecas. Granulosos. Oscuros. Minerales.

Niémans empujó su silla hacia atrás y se apoyó contra la pared. Cruzó las manos detrás de la nuca y meditó en sus propias frases: «Cada elemento de una investigación es un espejo. Y el asesino se oculta en uno de sus ángulos muertos». No conseguía alejar de su mente esta certidumbre: Caillois no había sido elegido al azar. Su muerte estaba relacionada con su pasado. A una persona que había conocido. A un acto que había cometido. O a un secreto que había desvelado.

¿Cuál?

Desde su infancia, Caillois pasaba su existencia en la biblioteca de la universidad. Y desaparecía cada fin de semana en las soledades etéreas que dominaban el valle. ¿Qué había podido hacer o descubrir para merecer su ejecución?

Niémans optó por una breve investigación sobre el pasado de la víctima. Por reflejo, o por obsesión personal, empezó por un detalle que le había llamado la atención cuando conoció a Sophie Caillois.

Después de varias comunicaciones telefónicas, contactó por fin con el 14 Regimiento de Infantería, situado en las afueras de Lyon, donde todos los jóvenes llamados a filas de la región del Isère pasaban la revisión médica. Después de haber facilitado su identidad y explicado la razón de sus llamadas, dio con el servicio de archivos e hizo exhumar el expediente informático del joven Rémy Caillois, que había sido dado de baja en los años ochenta.

Niémans percibió el sonido furtivo de las teclas de una máquina de escribir, los pasos lejanos en la sala y después el crujido de las hojas de papel. Pidió al archivero:

– Léame las conclusiones del expediente.

– No sé si… ¿Quién me demuestra que es usted comisario?

Niémans suspiró:

– Llame a la brigada de la gendarmería de Guernon. Pregunte por el capitán Barnes y…

– De acuerdo. Esto basta. Se lo leo. -Hojeó las páginas-. Paso de largo los detalles, las respuestas a las pruebas y todo eso. La conclusión es que su individuo fue dado de baja P4 por «esquizofrenia aguda». El psiquiatra añadió una nota manuscrita al margen… Escribió: «Imperativo tratamiento terapéutico», y subrayó estas palabras. Después anotó: «Contactar con el CHRU de Guernon». A mi juicio, su hombre debía de estar fatal, porque normalmente…

– ¿Sabe usted el nombre del médico?

– Claro, es el comandante doctor Yvens.

– ¿Sigue trabajando en su guarnición?

– Sí. Está arriba.

– Pásemelo.

– Yo… Está bien. No cuelgue.

Una música de fanfarria digital surgió del microteléfono y después sonó una voz muy grave, como en clave de fa. Niémans se presentó y repitió sus explicaciones. El doctor Yvens parecía escéptico. Al final preguntó:

– ¿Cómo se llama el sujeto?

– Caillois, Rémy. Le dieron la baja P4 hace cinco años. Esquizofrenia aguda. ¿Existe una posibilidad de que usted lo recuerde? De ser así, querría saber si, en su opinión, fingía o no su locura.

La voz objetó:

– Esos documentos son confidenciales.

– Acaban de encontrar su cuerpo incrustado en una roca. Con la garganta abierta. Globos oculares extraídos. Torturas múltiples. El juez de instrucción Bernard Terpentes me ha hecho venir de París para investigar este asesinato. Podría ponerse en contacto con usted él mismo, pero así ganaremos tiempo. ¿Se acuerda de…?

– Me acuerdo -cortó Yvens-. Un enfermo. Un demente. No cabe la menor duda.

Sin confesárselo, era lo que Niémans esperaba, pero la respuesta le sorprendió. Repitió:

– ¿No fingía?

– No. Veo farsantes todos los años. Los sanos de espíritu tienen mucha más imaginación que los verdaderos dementes. Dicen cualquier cosa, inventan delirios increíbles. Los verdaderos enfermos se reconocen con facilidad. Están presos en su locura. Obsesionados, carcomidos por ella. Incluso la demencia tiene su lógica… racional. Rémy Caillois era un enfermo. Un caso clínico.

– ¿Cuáles eran los signos de su locura?

– Ambivalencia de pensamientos. Pérdida de contacto con el mundo exterior. Mutismo. Los síntomas clásicos de la esquizofrenia.

– Doctor, este hombre era bibliotecario en la Universidad de Guernon. Cada día tenía contactos con centenares de estudiantes y…

El médico sonrió con sarcasmo.

– La locura es astuta, comisario. Sabe ocultarse a menudo a los ojos de los demás, deslizarse bajo una apariencia anodina. Usted debe saberlo mejor que yo.

– Pero usted acaba de decirme que esta demencia era evidente.

– Tengo experiencia. Y Caillois debió de aprender a controlarse con el tiempo.

– ¿Por qué anotó usted: «Imperativo tratamiento terapéutico»?

– Le aconsejé que se cuidara, eso es todo.

– ¿Se puso en contacto con el CHRU de Guernon?

– Francamente, ya no lo recuerdo. El caso era interesante, pero no creo haber prevenido al hospital. Ya sabe, si el sujeto…

– «Interesante», ¿he oído bien?

El médico murmuró:

– Ese tipo vivía en un mundo cerrado, un mundo de extremo rigor en que su propia personalidad se multiplicaba. Fingía sin duda cierta soltura ante los demás, pero estaba literalmente obsesionado por el orden, por la precisión. Cada uno de sus pensamientos se cristalizaba en una figura concreta, una personalidad aparte. Era por sí solo un ejército. Un caso… fascinante.

– ¿También peligroso?

– Sin ninguna duda.

– ¿Y usted le dejó marchar?

Hubo un silencio y después:

– Ya sabe, hay más fuera que dentro…

– Doctor -continuó por fin Niémans en un tono más bajo-, ese hombre estaba casado.

– Pues… compadezco a su esposa.

El policía colgó. Estas revelaciones le abrían nuevos horizontes. Y aumentaban su desconcierto.

Niémans se decidió por una nueva visita.

– ¡Me mintió!

Sophie Caillois intentó cerrar la puerta, pero el comisario metió el codo en el marco.

– ¿Por qué no me dijo que su marido estaba enfermo?

– ¿Enfermo?

– Esquizofrénico. Según los especialistas, lo bastante para encerrarlo.

– Cerdo.

Con los labios muy apretados, la joven trató una vez más de cerrar la puerta, pero Niémans aguantó firme. A pesar de los cabellos aplastados, a pesar del jersey de punto ancho, la mujer le parecía más bella que antes.

– ¿Es que no lo comprende? -gritó-. Buscamos a un homicida. Buscamos un móvil. Es posible que Rémy Caillois hubiese cometido un acto, hecho un gesto que pudiera explicar la atrocidad de su muerte. Un gesto del que ni siquiera se acordaba. Se lo ruego… ¡sólo usted puede ayudarme!

Sophie Caillois tenía los ojos desorbitados. Toda la belleza de su rostro se contraía en sutiles redes cuando se le alteraban los nervios. Sobre todo las cejas, de trazado perfecto, se habían inmovilizado en un acento espléndido, patético.

– Está loco.

– Debo conocer su pasado…

– Está loco.

La mujer temblaba. A su pesar, Niémans bajó los ojos. Escrutó el relieve de sus clavículas, que tensaban las mallas del jersey. Vio a través de la lana el tirante del sujetador, retorcido, como acartonado. De repente, en un impulso, le agarró la muñeca y le subió la manga. Unas vetas azuladas estriaban su antebrazo. Niémans rugió:

– ¡Le pegaba!

El comisario arrancó la mirada de las marcas oscuras y miró fijamente a los ojos de Sophie Caillois.

– ¡Le pegaba! Su marido era un enfermo. Le gustaba hacer daño. Estoy seguro de ello. Cometió un acto culpable. Estoy seguro de que usted abriga sospechas. ¡No dice ni la décima parte de lo que sabe!

La mujer le escupió a la cara. Niémans retrocedió, tambaleándose.

Ella aprovechó para dar un portazo. Los cerrojos se cerraron en una cascada de clics cuando Niémans se lanzó de nuevo contra la puerta. En el pasillo, los internos dirigían miradas inquietas desde las puertas entornadas. El policía asestó una patada al marco.

– ¡Volveré! -bramó.

Se hizo el silencio.

Niémans dio un puñetazo al marco, provocando un eco grave, y permaneció inmóvil unos segundos.

La voz de la mujer, entrecortada por los sollozos, resonó detrás de la puerta como en la más sombría de las cavernas.

– Está loco.

14

– Quiero a un poli de paisano pegado a su falda. Llame a más OPJ de Grenoble.

– ¿Sophie Caillois? Pero… ¿por qué?

Niémans miró a Barnes. Se hallaban los dos en la sala principal de la gendarmería de Guernon. El capitán llevaba el jersey reglamentario: azul marino, cruzado por una raya lateral blanca. Parecía un marinero.

– Esta mujer nos oculta algo -explicó Niémans.

– Sin embargo, no pensará que ha sido ella quien…

– No. Pero no nos dice todo lo que sabe.

Barnes asintió sin convicción y entonces puso en los brazos de Niémans una gran carpeta de cartón llena de faxes, papeles administrativos y ruidosos fajos de papel carbón.

– Los primeros resultados de la investigación -declaró-. De momento, nada del otro mundo.

Indiferente al bullicio del lugar, donde los gendarmes se abrían paso a codazos, Niémans dio enseguida un vistazo a la carpeta mientras se dirigía lentamente hacia un despacho apartado. Pasó revista a los fajos de copias que resumían las investigaciones llevadas por Barnes y Vermont. Pese al número de informes y declaraciones, no había nada que aportara la menor pista. Los controles, los interrogatorios, las indagaciones, las investigaciones de campo… nada de ello había dado ningún resultado. Niémans gruñó al entrar en el despacho de paredes de cristal. En un pueblo tan pequeño, un crimen tan espectacular: el comisario no podía creer que aún no hubieran encontrado ningún indicio, nada.

Se sentó en una silla detrás de una mesa de hierro y esta vez leyó con atención.

La vía de los delincuentes había resultado nula. Las solicitudes a prisiones, prefecturas y tribunales habían conducido a otros tantos callejones sin salida. En cuanto a los robos de coches cometidos en las últimas cuarenta y ocho horas, ninguno podía relacionarse con el homicidio. Las indagaciones sobre los crímenes, los sucesos de los últimos veinte años habían sido igualmente estériles. Nadie recordaba un crimen tan atroz, tan extraño, ni ningún acto que pudiera compararse. En la misma ciudad, la lista de procesos verbales redactados en veinte años se reducía a varios salvamentos en la montaña, a hurtos ínfimos, accidentes, incendios…

Niémans hojeó la carpeta siguiente. Los faxes a los hoteles tampoco habían facilitado la menor información útil.

Pasó a los expedientes de Vermont. Sus hombres continuaban peinando los terrenos lindantes con el río. De momento sólo habían visitado cinco refugios y el mapa de la región señalaba diecisiete, varios de los cuales encaramados en la montaña a más de tres mil metros de altitud. ¿Tenía sentido un asesinato cometido a semejantes alturas? Los hombres también habían interrogado a los campesinos de los alrededores. Ciertos interrogatorios ya habían sido escritos a máquina en la jerga habitual de los gendarmes. Niémans sonrió al hojearlos: si bien las faltas de ortografía y los giros eran comparables a los de los policías, otros términos olían a lenguaje militar. Algunos hombres habían visitado las gasolineras, las estaciones de tren, las terminales de autocares. Nada que señalar. Pero ya se empezaba a cotillear por las calles, por las casas. ¿Por qué todas estas preguntas? ¿Por qué tantos gendarmes?

Niémans puso la carpeta sobre la mesa. Divisó por el cristal una patrulla que acababa de llegar, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes por el frío. Interrogó con la cabeza al capitán Vermont, que le contestó con un signo sin ambigüedad: nada.

El comisario miró fijamente los uniformes durante unos segundos, pero sus pensamientos ya se desviaban hacia otro lugar. Pensó en las dos mujeres. Una era fuerte y oscura como la corteza de un árbol. Debía de tener los músculos amplios, la piel mate, aterciopelada. Un gusto de resina y hierbas aplastadas. La otra era frágil y agria. Respiraba un malestar, una agresividad mezclada con temor que fascinaba igualmente a Niémans. ¿Qué ocultaba ese rostro huesudo, de belleza tan perturbadora? ¿La golpeaba realmente su marido? ¿Cuál era su secreto? ¿Y cuál podía ser la medida de su aflicción ante un marido enucleado cuyo cuerpo describía tantos sufrimientos?

Niémans se levantó y fue hacia una de las ventanas. Detrás de las nubes, más arriba de las montañas, el sol proyectaba líneas de claridad que parecían largas heridas abiertas en la carne negra e hinchada de la tormenta. Debajo, el policía percibió las casas grises y semejantes de Guernon. Los tejados poligonales que impedían que se amontonara la nieve. Las ventanas oscuras, pequeñas y cuadradas como cuadros anegados de penumbra. El río que cruzaba el pueblo y fluía a lo largo de la comisaría.

La imagen de las dos mujeres volvió a imponerse. A cada pesquisa, la misma sensación le atenazaba. La presión de la investigación despertaba sus sentidos, le intimaba a una especie de caza amorosa, ardiente, febril. Sólo se enamoraba durante esta urgencia criminal: testigos, sospechosos, putas, camareras…

¿La rubia o la morena?

Su teléfono móvil sonó. Era Antoine Rheims.

– Ahora llego del hospital.

Niémans había dejado pasar la mañana sin llamar siquiera a París. El caso del Parque de los Príncipes volvería ahora hacia él como un bumerán explosivo. El director continuó:

– Los matasanos están intentando un quinto injerto para salvarle la cara. A fuerza de extirparle muestras, el tipo no tiene prácticamente piel en los muslos. Y eso no es todo. Tres traumatismos craneales. Un ojo perdido. Siete fracturas en la cara. Siete, Niémans. La mandíbula inferior está profundamente hundida en los tejidos de la laringe. Esquirlas de hueso han roto las cuerdas vocales. El hombre está en coma, pero ocurra lo que ocurra, ya no hablará más. Según los matasanos, ni siquiera un accidente de coche podría haber causado tantos daños. ¿Tienes idea de lo que puedo contarles? ¿Así como a la embajada del Reino Unido? ¿O a los medios de comunicación? Tú y yo nos conocemos hace mucho tiempo. Y creo que somos amigos. Pero también creo que eres un bruto chalado.

Las manos de Niémans temblaban con intermitencias.

– Ese tipo era un asesino -replicó.

– Diablos, ¿y tú te consideras otra cosa?

El poli no respondió. Se pasó el teléfono, brillante de sudor a la mano izquierda. Rheims continuó:

– ¿Cómo progresa tu investigación?

– Lentamente. No hay indicios. No hay testigos. Esto resulta mucho más complicado de lo previsto.

– ¡Ya te lo dije! Cuando los medios de comunicación sepan que estás en Guernon, se te echarán encima como la sarna sobre un perro calvo. ¡Qué idea mandarte ahí!

Rheims colgó bruscamente. Niémans se quedó varios minutos con los ojos fijos y la boca seca. Volvió a ver, en flashes cegadores, la violencia de la noche anterior. Sus nervios cedieron. Había golpeado al asesino en un exceso de rabia que lo había invadido y anulado toda voluntad que no fuera la de destruir lo que tenía entre las manos en esos segundos.

Pierre Niémans había vivido siempre en un mundo de violencia, un universo de depravación, en las fronteras crueles y salvajes, y no temía la inminencia del peligro. Por el contrario, siempre lo había buscado, adulado, para afrontarlo mejor, controlarlo mejor. Pero ahora ya no era capaz de asegurar ese control. La violencia había acabado por dominarlo, investirlo en profundidad. Ya era sólo debilidad, crepúsculo. Y no había vencido a sus propios miedos. Los perros seguían ladrando en alguna parte, en un rincón de su cabeza.

De pronto, tuvo un sobresalto: su móvil volvía a sonar. Era Marc Costes, el médico forense, con una voz triunfante.

– Hay novedades, comisario. Tenemos un indicio. Sólido. Es en relación al agua bajo los párpados. Acabo de recibir los resultados de los análisis.

– ¿Y bien?

– No es agua del río. Es increíble pero es así. Trabajo en ello con un químico de la policía científica de Grenoble, Patrick Astier. Un crack. Según él, los restos de contaminación en el agua de las órbitas no son las mismas que las del torrente. En absoluto.

– Sé más preciso.

– El agua de las cavidades oculares contiene H2SO4 y HNO3, es decir ácido sulfúrico y ácido nítrico. El pH es de 3, es decir, una acidez muy elevada. Casi vinagre. Una cifra semejante constituye una información preciosa.

– No entiendo nada. ¿Qué significa esto?

– No quiero hablarle con tecnicismos, pero el ácido sulfúrico y el ácido nítrico son derivados del SO2, dióxido de azufre, y del NO2, dióxido de nitrógeno. Según Astier, un solo tipo de industria produce una mezcla semejante de dióxidos: las centrales térmicas que queman lignito. Centrales de un tipo muy antiguo. La conclusión de Astier es que la víctima murió o fue transportada cerca de un lugar de esa índole. Encuentre una central de lignito en la región y habrá descubierto el lugar del crimen.

Niémans miraba fijamente el cielo, cuyas escamas oscuras brillaban bajo el sol persistente, como un inmenso salmón de plata. Por fin tenía tal vez una pista. Ordenó:

– Envíame un fax con la composición de esa agua.

El comisario abría la puerta de la oficina cuando apareció Éric Joisneau.

– Le he buscado por todas partes. Tengo una información que puede ser importante.

¿Era posible que la investigación empezara a encarrilarse? Los dos policías retrocedieron y Niémans volvió a cerrar la puerta. Joisneau hojeaba nerviosamente su libreta.

– He descubierto que cerca de Sept-Laux hay un instituto para jóvenes ciegos. Al parecer muchos de sus pensionistas proceden de Guernon. Esos niños sufren problemas diversos. Cataratas. Retinitis pigmentarias. Ceguera daltoniana. El número de estas afecciones está en Guernon muy por encima de la media.

– Continúa. ¿Cuál es el origen de estos problemas?

Joisneau juntó las dos manos y las ahuecó.

– El valle. El aislamiento del valle. El matasanos me ha explicado que son enfermedades genéticas. Se transmiten de generación en generación a causa de cierta consanguinidad. Parece ser que sucede a menudo en los lugares aislados. Una especie de contaminación, pero por vía genética.

El teniente arrancó una página de su bloc.

– Tenga, son las señas del instituto. Su director, el doctor Champelaz, ha estudiado con precisión este fenómeno. He pensado que…

Niémans apuntó a Joisneau con el índice.

– Eres tú quien irá.

El rostro del joven policía se iluminó.

– ¿Confía en mí?

– Confío en ti. Ponte en marcha.

Joisneau dio media vuelta pero cambió de opinión y frunció el ceño.

– Comisario… discúlpeme, pero… ¿por qué no va usted mismo a interrogar a ese director? Podría ser una pista interesante. ¿Ha encontrado algo mejor por su lado? ¿Cree que mis preguntas serán mejores porque soy de la región? No lo entiendo.

Niémans se apoyó en el marco de la puerta.

– Es verdad, sigo otra pista. Pero te daré además una pequeña lección complementaria, Joisneau. A veces hay motivaciones exteriores a la investigación.

– ¿Qué motivaciones?

– Motivaciones personales. No iré a ese instituto porque sufro una fobia.

– ¿A qué? ¿A los ciegos?

– No. A los perros.

Las facciones del teniente expresaron incredulidad.

– No lo comprendo.

– Reflexiona. Quien dice ciegos, dice perros. -Niémans imitó la silueta encorvada de un ciego, guiado por un can imaginario-. Perros para invidentes, ¿entiendes? De modo que no pienso poner los pies allí.

El comisario plantó sin más al teniente estupefacto.

Llamó a la puerta de la oficina del capitán Barnes y la abrió en el acto. El coloso ordenaba montones diferentes de faxes: respuestas de hoteles, de restaurantes, de garajes, que aún seguían cayendo. Parecía un tendero distribuyendo sus existencias.

– Oh, comisario. -Barnes arqueó una ceja-. Tome. Acabo de recibir…

– Ya lo sé.

Niémans cogió el fax de Costes y lo hojeó brevemente. Era una lista de cifras y nombres complejos, la composición química del agua de las órbitas.

– Capitán -preguntó el policía-, ¿conoce una central térmica en la región? Una central que queme lignito.

Barnes esbozó una mueca de incertidumbre.

– No, no me dice nada. Quizá más al oeste. Las zonas industriales se multiplican en dirección a Grenoble…

– ¿Dónde podría informarme?

– Está la Federación de Actividades Industriales de Isère -contestó Barnes-, pero… aguarde. Hay algo mucho mejor. Esa central que busca debe de contaminar al máximo, ¿no?

Niémans sonrió y levantó el fax constelado de cifras.

– Acidez en cantidad.

Barnes ya tomaba notas.

– Entonces vaya a hablar con este tipo. Alain Derteaux. Un horticultor que posee invernaderos tropicales a la salida de Guernon. Es nuestro especialista en contaminaciones. Un ecologista militante. No hay en la región un gas o una emanación cuyo origen, composición y consecuencias para el medio ambiente le sean desconocidos.

Niémans ya se iba cuando el gendarme le llamó. Levantó las dos manos, con las palmas tendidas hacia el comisario. Manazas enormes, de hombre del saco.

– De hecho, me he informado sobre el problema de las huellas… Ya sabe, las manos de Caillois. Fue un accidente ocurrido cuando era un niño. Ayudaba a su padre a apañar el pequeño velero familiar, en el lago de Annecy. Se quemó las dos manos con una cubeta de detergente muy corrosivo. Me he puesto en contacto con capitanía y se acordaban del accidente. Urgencias, hospital y todo el jaleo… Se puede verificar pero, en mi opinión, no hay nada más que averiguar al respecto.

Niémans dio media vuelta y le estrechó la mano.

– Gracias, capitán. -Señaló los faxes-. ¡Ánimo!

– Ánimo a usted -replicó Barnes-. Ese ecologista, Derteaux, es un puñetero.

15

– ¡Toda nuestra región está moribunda, envenenada, condenada! Las zonas industriales han aparecido en todos los valles, en las faldas de las montañas, en los bosques, contaminando las capas freáticas, infectando las tierras, intoxicando el aire que respiramos… El Isère: ¡gas y veneno por todas partes!

Alain Derteaux era un hombre seco, de rostro enjuto y surcado de arrugas. Llevaba un collar de barba y unas gafas metálicas que le prestaban un aire de mormón fugitivo. Encerrado en uno de sus invernaderos, manipulaba pequeños tarros que contenían algodón y tierra blanda. Niémans interrumpió el discurso del hombre, iniciado en cuanto terminaron las presentaciones.

– Discúlpeme. Necesito una información… urgente.

– ¿Cómo? Ah, sí, claro. -Adoptó un tono condescendiente-. Usted es de la policía…

– ¿Conoce en la región una central térmica que consuma lignito?

– ¿Lignito? Un carbón natural… Un veneno en estado puro…

– ¿Conoce una central de esa clase?

Derteaux negó con la cabeza mientras introducía ramas minúsculas en uno de los tarros.

– No. No hay lignito en la región, a Dios gracias. Desde los años setenta, estas industrias sufren un claro retroceso en Francia y en los países limítrofes. Demasiado contaminantes. Emanaciones acidas que suben directamente al cielo, transformando cada nube en una bomba química…

Niémans rebuscó en su bolsillo y alargó el fax de Marc Costes.

– ¿Podría usted echar una ojeada a estos componentes químicos? Es el análisis de una muestra de agua descubierta muy cerca de aquí.

Derteaux leyó con atención la hoja de papel mientras el policía miraba distraídamente el lugar donde se hallaban: un gran invernadero cuyas superficies acristaladas estaban empañadas, rayadas y manchadas por largos regueros negruzcos. Hojas grandes como ventanas, brotes balbucientes, minúsculos como jeroglíficos, lánguidas lianas, enlazadas y retorcidas, todo parecía una lucha para ganar la menor parcela de terreno. Derteaux levantó la cabeza, perplejo.

– ¿Y dice que esta muestra procede de la región?

– Con toda seguridad.

Derteaux se ajustó las gafas.

– ¿Puedo preguntarle de dónde? Quiero decir, exactamente.

– La hemos encontrado en un cadáver. Un hombre asesinado.

– Oh, claro… Tendría que haberlo pensado… puesto que es usted de la policía. -Reflexionó de nuevo, cada vez más dudoso-. ¿Un cadáver aquí, en Guernon?

El comisario hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Confirma usted que esta composición tiene que ver con una contaminación relacionada con la combustión del lignito?

– En cualquier caso, una contaminación sumamente ácida, sí. He seguido seminarios sobre este tema. -Volvió a leer el informe-. Los porcentajes de H2SO4 y de HNO3 son… excepcionales. Pero se lo repito: ya no existe una central de este tipo en la región. Ni aquí, ni en Europa occidental.

– ¿Podría este envenenamiento provenir de otra actividad industrial?

– No, no lo creo.

– ¿Dónde podríamos encontrar entonces una actividad industrial que genere una contaminación semejante?

– A más de ochocientos kilómetros de aquí, en los países del Este.

Niémans apretó las mandíbulas: no podía admitir que su primera pista se desvaneciera tan rápidamente.

– Hay tal vez otra solución… -murmuró Derteaux.

– ¿Cuál?

– Quizás esta agua provenga en efecto de otra parte. Habría viajado hasta aquí desde la República Checa, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria… -y susurró en tono confidencial-: Auténticos bárbaros en cuestiones medioambientales.

– ¿Quiere decir en contenedores? ¿En un camión cisterna…?

Derteaux se echó a reír sin la menor chispa de alegría.

– Pienso en un transporte mucho más sencillo. Esta agua ha podido llegar hasta nosotros por las nubes.

– Por favor -instó Niémans-, explíquese.

Alain Derteaux abrió los brazos y los levantó despacio hacia el techo.

– Imagínese una central térmica situada en alguna parte de Europa del Este. Imagínese grandes chimeneas que escupen dióxido de azufre y dióxido de nitrógeno durante todo el santo día… Esas chimeneas se elevan a veces hasta trescientos metros de altura. Los espesos vapores de humo van subiendo, subiendo y luego se mezclan con las nubes…

»Si no sopla el viento, los venenos permanecen sobre el territorio. Pero si hay viento, y sopla, por ejemplo, hacia el oeste, entonces los dióxidos viajan, impulsados por las nubes que pronto vienen a desgarrarse sobre nuestras montañas y se transforman en lluvias. Es lo que llamamos las lluvias ácidas, que destruyen nuestros bosques. ¡Como si no produjéramos ya suficientes venenos, nuestros árboles revientan también con los venenos ajenos! Pero le aseguro que nosotros mismos producimos bastantes productos tóxicos a través de nuestras propias nubes…

Una escena, neta y precisa, se grabó en la mente de Niémans como con un bisturí. El asesino sacrificaba a su víctima a cielo abierto en alguna parte de las montañas. Torturaba, mataba, mutilaba mientras un chaparrón se abatía sobre el campo de la matanza. Las órbitas vacías, abiertas al cielo, se llenaban entonces de agua de lluvia. De esta lluvia envenenada. El asesino volvía a cerrar los párpados ocultando su macabra operación bajo estos pequeños depósitos de agua acida. Era la única explicación.

Llovía mientras el monstruo perpetraba su horrendo crimen.

– ¿Qué tiempo hacía aquí el sábado? -preguntó de improviso Niémans.

– ¿Cómo dice?

– ¿Recuerda si llovió en la región el sábado por la tarde o por la noche?

– No lo creo, no. Hacía un tiempo radiante. Un verdadero sol de mes de agosto y…

Una posibilidad entre mil. Si el cielo había permanecido seco durante el supuesto período del crimen, tal vez Niémans podría descubrir una zona -una sola- donde hubiera caído un chaparrón. Un chaparrón ácido que delimitaría con precisión la zona del asesinato, con tanta claridad como un círculo de tiza. El policía comprendió esta verdad singular: para encontrar el lugar del crimen, sólo había que seguir el curso de las nubes.

– ¿Dónde está la estación meteorológica más próxima? -inquirió con voz apremiante.

Derteaux reflexionó y luego dijo:

– A treinta kilómetros de aquí, cerca del puerto de la Mine-de-Fer. ¿Quiere comprobar si ha llovido? Es una idea interesante. A mí también me gustaría saber si esos bárbaros siguen enviándonos esas bombas tóxicas. ¡Es una verdadera guerra química, señor comisario, que se prolonga ante la indiferencia general!

Derteaux se interrumpió. Niémans le alargaba un papel.

– El número de mi móvil. Si se le ocurre una idea, sea la que sea sobre el tema, llámeme.

Niémans giró en redondo y atravesó el invernadero, con el rostro azotado por las hojas de ébano.

16

El comisario conducía a toda velocidad. A pesar del cielo encapotado, el buen tiempo parecía a punto de hacer su aparición. Una luz argéntea no dejaba de asomar a través de las nubes. Entre negras y verdes, las frondas de los abetos se difuminaban en extremidades fugaces, brillantes, sacudidas por un viento pertinaz. Al filo de las curvas, Niémans gozaba de esa alegría secreta y profunda del bosque, como propulsada, transportada, iluminada por el viento henchido de sol.

El comisario pensaba en las nubes como vehículo de un veneno encontrado en el fondo de las órbitas huérfanas. Cuando había salido de París aquella noche, no imaginaba semejante investigación.

Cuarenta minutos después, el policía llegó al puerto de la Mine-de-Fer. No le costó nada reparar en la estación meteorológica, que elevaba su cúpula en la ladera de la montaña. Niémans siguió el camino que llevaba al edificio científico, descubriendo poco a poco un espectáculo sorprendente. A cien metros del laboratorio, unos hombres se esforzaban en hinchar un globo colosal de plástico transparente. Aparcó y bajó la pendiente, se acercó a los hombres de caras rubicundas que llevaban parka y les mostró su carné oficial. Los meteorólogos le miraron sin comprender. Los largos paneles arrugados del globo parecían un río de plata. Debajo, una llama azulada hinchaba lentamente las lonas. La escena entera tenía un carácter de encantamiento, de sortilegio.

– Comisario Niémans -gritó el policía para cubrir el fragor de la llama. Señaló la cúpula de cemento-. Necesito que uno de ustedes me acompañe a la estación.

Se enderezó un hombre, que por lo visto era el responsable.

– ¿Cómo?

– Necesito saber dónde llovió el sábado pasado. Para una investigación criminal.

El meteorólogo estaba de pie, estirando la cabeza hacia fuera. La capucha del chubasquero le azotaba la cara. Indicó la inmensa campana que se hinchaba progresivamente. Niémans se inclinó e hizo un gesto.

– El globo esperará.

El científico tomó la dirección del laboratorio, refunfuñando:

– El sábado no llovió.

– Vamos a verlo.

El hombre tenía razón. Cuando consultaron, en una de las oficinas, el puesto central meteorológico, no encontraron ni la sombra de una turbulencia, de una precipitación o de una tormenta encima de Guernon durante aquellas horas de octubre. Los mapas del satélite que se dibujaban en la pantalla eran inequívocos: ni durante el día ni durante la noche del sábado al domingo había caído una gota de lluvia en la región. Otros elementos aparecían en una esquina de la pantalla: el porcentaje de humedad del aire, la presión atmosférica, la temperatura… El científico se dignó ofrecer algunas explicaciones con una sonrisa forzada: un anticiclón había impuesto cierta estabilidad a los movimientos del cielo durante cerca de cuarenta y ocho horas.

Niémans pidió al ingeniero que ampliara la búsqueda a la mañana y después a la tarde del domingo. Ninguna tormenta, ningún chubasco. Hizo ensanchar la investigación hasta un radio de cien kilómetros. Nada. Doscientos kilómetros. Tampoco. El comisario golpeó la mesa.

– No es posible -murmuró-. Ha llovido en alguna parte. Tengo la prueba. En el fondo de un valle. En la cumbre de una colina. En algún lugar de los alrededores ha habido una tormenta.

El meteorólogo se encogió de hombros, pulsando su ratón, mientras sombras irisadas, dibujos ondulados, ligeras espirales viajaban por la pantalla encima de un mapa de montañas, remontando así la génesis de un día puro y sin nubes en el corazón del Isère.

– Tiene que haber una explicación -masculló Niémans-. ¡Juraría que…!

Su teléfono móvil sonó.

– ¿Señor comisario? Alain Derteaux al aparato. He reflexionado sobre su historia del lignito. También yo he realizado mi pequeña investigación. Lo lamento mucho, pero he cometido un error.

– ¿Un error?

– Sí. Es imposible que una lluvia de tanta acidez haya caído aquí durante el fin de semana. Ni tampoco en cualquier otro momento.

– ¿Por qué?

– Me he informado sobre las industrias de lignito. Incluso en los países del Este, las chimeneas que queman este combustible llevan hoy en día filtros especiales. O bien los minerales están desazufrados. En resumen, esta contaminación ha bajado mucho desde los años sesenta. Lluvias tan contaminantes ya no caen en ninguna parte desde hace treinta y cinco años. ¡Por suerte! Le he inducido a un error: discúlpeme.

Niémans guardó silencio. El ecologista continuó en un tono incrédulo:

– ¿Está seguro de que su cuerpo tiene esos restos?

– Segurísimo -replicó Niémans.

– Entonces es increíble, pero su cadáver proviene del pasado. Ha recogido una lluvia caída hace más de treinta años y…

El policía colgó murmurando un vago «hasta la vista». Con los hombros cansados, volvió a su coche. Por un breve instante había creído tener una pista. Pero se había diluido entre sus manos, como esa agua cargada de acidez que conducía a un absurdo total.

Niémans alzó por última vez los ojos hacia el horizonte.

El sol lanzaba ahora sus rayos transversales, aureolando los arabescos enguatados de las nubes. El resplandor de la luz rebotaba contra las cumbres del Grand Pie de Belledonne, refractándose sobre las nieves eternas. ¿Cómo había podido él, un policía de profesión, un hombre racional, creer por un solo instante que unas cuantas nubes iban a indicarle la dirección del lugar del crimen?

¿Cómo había podido…?

Abrió súbitamente los brazos hacia el paisaje resplandeciente, imitando el gesto de Fanny Ferreira, la joven alpinista. Acababa de comprender dónde había sido asesinado Rémy Caillois. Acababa de ocurrírsele dónde se podía encontrar el agua que databa de hacía más de treinta y cinco años.

No era en la tierra.

No era en el cielo.

Era en los hielos.

Rémy Caillois había sido asesinado por encima de los tres mil metros de altitud. Allí donde las lluvias de cada año se cristalizan y permanecen en la eternidad transparente del hielo.

Tal era el lugar del crimen. Y eso era algo concreto.