174288.fb2 Los r?os de color p?rpura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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V

22

El cielo se había oscurecido de nuevo. Bajo las nubes se elevaba el Grand Pie de Belledonne como una ola negra y monstruosa, petrificada en sus laderas de piedra. Sus vertientes, erizadas de árboles minúsculos, parecían desmaterializarse en las alturas en una blancura enturbiada por las brumas. Los cables de los teleféricos se extendían en vertical como cabos diminutos tendidos sobre la nieve.

– Yo creo que el homicida subió allí arriba con Rémy Caillois cuando éste aún estaba vivo. -Sonrió Niémans-. Creo que tomaron uno de esos teleféricos. Un alpinista experimentado puede poner en marcha con facilidad el mecanismo a cualquier hora del día o de la noche.

– ¿Por qué está tan seguro de que subieron allí arriba?

Fanny Ferreira, la joven profesora de geología, estaba magnífica: enmarcado por la gran capucha, su rostro vibraba con una frescura y una juventud estridentes. Como un grito del tiempo. Sus cabellos se ensortijaban en torno a sus sienes, sus ojos brillaban en la penumbra de la piel. Niémans sentía un deseo furioso de morder aquella carne entretejida de vida. Respondió:

– Tenemos la prueba de que el cuerpo ha viajado a los glaciares de esas montañas. Mi instinto me dice que esa montaña es el Grand Pie y que el glaciar es el del circo de Vallernes. Porque es esa cima la que domina la facultad y el pueblo. Porque de ese glaciar fluye el río que llega hasta el campus. Creo que el asesino descendió luego al valle por el torrente, en una balsa o una embarcación de ese tipo, con el cuerpo de la víctima a bordo. Y sólo entonces lo incrustó en la roca, para exponerlo a los reflejos del río…

Fanny lanzaba miradas nerviosas a su alrededor. Los gendarmes iban y venían en torno a las cabinas de los teleféricos. Había armas, uniformes y tensión. Declaró, con un aire obtuso:

– Esto aún no me explica qué diablos hago aquí.

El comisario sonrió. Las nubes se deslizaban lentamente por el cielo, como un cortejo fúnebre salido para enterrar al sol. El policía también iba vestido con una chaqueta de goretex y polainas estancas de kevlar-tec, sujetas a los tobillos por las botas de alpinismo.

– Es muy sencillo: pienso subir allí arriba, en busca de indicios. Y necesito un guía.

– ¿Qué?

– Voy a sobrevolar el glaciar de Vallernes hasta que encuentre una señal. Y necesito un experto que me guíe: y lo más natural es que haya pensado en usted. -Niémans sonrió otra vez-. Fue usted misma quien me dijo que conoce de memoria esa montaña.

– Me niego.

– Sea razonable. Puedo convertirla en testigo presencial. Puedo sencillamente reclutarla en calidad de guía. Me han dicho que posee su título nacional. No se haga rogar. Sólo vamos a sobrevolar esta vertiente y atravesar el circo en helicóptero. Será cuestión de pocas horas.

Niémans hizo una seña a los gendarmes, que esperaban cerca de un buzón. Depositaron grandes sacas de tela impermeable sobre el talud, a varios metros.

– He hecho subir material. Para la expedición. Si quiere comprobar que…

– ¿Por qué me ha llamado a mí? -replicó ella, terca como una muía-. Cualquier gendarme haría el trabajo… -Indicó a los hombres atareados a sus espaldas-. Los equipos de socorro en la montaña son ellos, ¿no lo sabía?

El policía se inclinó hacia ella.

– Bueno, pues digamos que la rapto.

Fanny lo fulminó con la mirada.

– Comisario, hace menos de veinticuatro horas que he descubierto un cadáver incrustado en un precipicio. He sufrido varios interrogatorios y pasado un buen rato en comisaría. Si estuviera en su lugar ¡tendría mucho cuidado con las bromas machistas!

Niémans observó a su interlocutora. A pesar del homicidio, a pesar de esta atmósfera funesta, experimentaba de pleno el hechizo de esa mujer musculosa y salvaje. Fanny repitió, cruzando los brazos:

– Entonces, una vez más, ¿por qué a mí?

El oficial de policía recogió del suelo una rama muerta, rodeada de liquen, y comprobó la flexibilidad con un gesto nervioso.

– Porque usted es geóloga.

Fanny frunció el ceño. La expresión de su rostro había cambiado. Niémans explicó:

– AI analizarlos, resulta que los restos de agua que hemos encontrado en el cuerpo de la víctima datan de un período que se remonta a antes de los años sesenta. Esta agua contiene residuos de una contaminación que ya no existe. Residuos de una precipitación caída en la región hace más de treinta y cinco años. Comprende lo que eso significa, ¿verdad?

La joven parecía intrigada, pero no respondió. Niémans se arrodilló y dibujó en el suelo, con ayuda de su trozo de madera, unos trazos superpuestos.

– Me he informado. Las precipitaciones de cada año se comprimen en un estrato de veinte centímetros de espesor sobre el casquete de los glaciares más altos, allí donde ya no hay fusión. -Señalaba las diferentes capas de su dibujo-. Estos estratos se conservan para siempre allí arriba, como archivos de cristal. Así pues, fue a uno de estos glaciares adonde viajó el cuerpo y retuvo esa agua surgida del pasado.

Miró a Fanny.

– Quiero sumergirme en esos hielos, Fanny. Quiero bajar hacia esas aguas antiguas. Porque es allí donde el asesino eliminó a su víctima. O la transportó, no lo sé. Y necesito a un científico que sepa exactamente dónde encontrar las grietas desde las que se puede llegar a esos hielos profundos.

Con una rodilla en el suelo, Fanny Ferreira observaba ahora el dibujo sobre la hierba. La luz era gris, mineral, diluida en los reflejos. Los ojos de la joven centelleaban como estrellas de nieve. Era imposible decir qué pensaba. Murmuró:

– ¿Y si fuese una trampa? ¿Y si el asesino hubiese recuperado esos cristales sólo para atraerle a usted a la cima? Los estratos de que habla están situados a más de tres mil quinientos metros de altitud. No es un paseíto. Allí arriba, usted será vulnerable y…

– Ya lo he pensado -admitió Niémans-. Pero en tal caso esto significaría que se trata de un mensaje. Que el homicida quiere que subamos. Y vamos a subir. ¿Conoce las grietas del circo de Vallernes que podrían llevarnos a los hielos del pasado?

Fanny asintió con un breve movimiento de cabeza.

– ¿Cuántas hay? -inquirió Niémans.

– En este glaciar, creo que sólo hay una, especialmente profunda.

– Perfecto. ¿Existe una posibilidad de que usted y yo bajemos a ese abismo?

Un fragor de helicóptero perforó súbitamente el cielo. El estruendo de las palas se acercó, las hierbas onduladas se hincharon, la superficie del torrente se estremeció a pocos metros de allí. El oficial repitió:

– ¿Hay una posibilidad, Fanny?

Ella echó una ojeada al artefacto ensordecedor y se pasó la mano por los cabellos ensortijados. Su perfil, ligeramente inclinado, hizo temblar a Niémans. Sonrió:

– Tendrá que engancharse, señor policía.

23

Vistos desde el cielo, la tierra, las rocas y los árboles se repartían el territorio en una sucesión de cumbres y valles, de oquedades y de luces. A medida que el helicóptero sobrevolaba el paisaje, Niémans observaba esta alternancia con el asombro de una primera vez. Admiraba aquellos lagos con el centro oscuro, las lenguas de los glaciares, aquellos vértigos de piedras. Tenía la impresión de atrapar, a través de estos horizontes solitarios, una verdad profunda de nuestro planeta. Una verdad desvelada de repente, violenta, incorruptible, que se resistiría siempre a las voluntades del hombre.

El helicóptero se desplazaba a la perfección a través de los dédalos de los relieves, remontando imperturbablemente el curso del río, la totalidad de cuyos afluentes convergían ahora, contracorriente, en un solo flujo esplendoroso. Al lado del piloto, Fanny escrutaba con la cabeza baja las olas, que lanzaban aquí y allí reflejos furtivos. A partir de ahora sería la joven quien dirigiría las operaciones.

El verdor de los bosques se dividió. Los árboles retrocedieron, se deslizaron en sus propias sombras, como renunciando a medirse con el cielo. Era el turno de las tierras negras, un enrejado estéril que debía de permanecer casi helado todo el año. Musgos negruzcos, líquenes sombríos, ciénagas fijas que provocaban un intenso sentimiento de desolación. Pronto aparecieron grandes cumbres grises. Aristas rocosas surgidas allí bajo la potencia de los suspiros de la tierra. Después nuevas oquedades, como las zanjas negras de una fortaleza prohibida. La montaña estaba allí. Se perfilaba, se estiraba, se desnudaba, desplegando sus estribaciones abismales.

Al final, fue el deslumbramiento. El blanco inmaculado. Las bóvedas cubiertas de nieve. Las fisuras de hielo, cuyos labios empezaban a cerrarse con el otoño. Niémans vislumbró el curso de las aguas que se petrificaban en el centro de su tramo. Pese a la grisalla del cielo, la superficie de esta serpiente luminosa era resplandeciente, como flambeada al rojo vivo. Se bajó las gafas de policarbonato, sujetó las protecciones a los lados y escrutó el río menguado. Pudo distinguir en el fondo de su lecho inmaculado huellas azules aprisionadas aquí como recuerdos del cielo. El estrépito de las palas ya había sido absorbido por la nieve.

En la parte delantera, Fanny no dejaba de examinar su GPS (Global Positioning System), un receptor en una pequeña esfera de cuarzo que le permitía situarse en relación con datos recibidos por satélite. Cogió el micrófono conectado a su casco y se dirigió al piloto:

– Abajo, al nordeste, el circo.

El piloto asintió y viró, con una movilidad de juguete, hacia un gran cráter de por lo menos trescientos metros de longitud, en forma de bumerán, que parecía languidecer en la vertiente extrema del pico. En el interior de esta cuenca se desplegaba una monstruosa lengua de hielo que proyectaba brillantes destellos hacia sus alturas y reflejos más oscuros a la base de la pendiente, allí donde los hielos se acumulaban, se comprimían y se rompían hasta el punto de formar hojas petrificadas. Fanny gritó al piloto:

– Aquí. Justo debajo. La gran hendidura.

El helicóptero se dirigió a los confines del glaciar donde las aristas traslúcidas, acumuladas en escalera, se abrían en una larga falla, una grieta tenebrosa que parecía sonreír en un rostro maquillado de nieves. El aparato se posó en un torbellino de polvo. La ventolera de las palas dibujó grandes surcos sobre la nieve.

– Dos horas -vociferó el piloto-. Volveré dentro de dos horas. Después anochecerá.

Fanny graduó el GPS y después lo tendió al hombre, indicando así el punto donde deseaba que volviera a buscarlos. El hombre asintió. Niémans y Fanny saltaron al suelo, sosteniendo cada uno un enorme saco estanco.

El aparato se alejó inmediatamente, como tragado por el cielo, abandonando a las dos siluetas al silencio de las nieves eternas.

Hubo un breve momento de recogimiento. Niémans alzó la mirada y exploró el precipicio de hielo, al borde del cual se encontraban como dos partículas humanas en un desierto blanco. El policía estaba deslumbrado, con todos los sentidos en alerta. Tenía la impresión de percibir, en contraste con la desmesura del paisaje, el murmullo de la nieve, cuyos cristales crujían en una frigidez secreta, íntima.

Echó una ojeada a la joven. Con el busto inclinado hacia atrás y los hombros tensos, respiraba a fondo, como saciándose de frío y pureza. La montaña parecía haberle devuelto el buen humor. El policía supuso que la mujer sólo era feliz en estos reflejos tornasolados, esta presión más ligera. Pensó en un hada. Una criatura de las montañas. Señaló la grieta y preguntó:

– ¿Por qué ésta y no otra?

– Porque es la única lo bastante profunda para llegar a los estratos que le interesan. Se abre hasta cien metros de profundidad.

Niémans se acercó.

– ¿Cien metros? Pero no tenemos necesidad de bajar más de unos pocos metros para llegar a las capas que corresponden a los años sesenta. He hecho mis cálculos: a razón de veinte centímetros por año…

Fanny sonrió.

– Esto es la teoría. Pero este glaciar no responde a esta media. Los hielos de la depresión están machacados, en sentido oblicuo. Dicho de otro modo, se ensanchan ligeramente, se alargan. De hecho, cada año está representado en esta sima por una capa de un metro de espesor, aproximadamente. Revise sus cálculos, señor policía. Para remontarnos a treinta y cinco años atrás. Deberemos descender…

– ¿… a más de treinta y cinco metros?

La joven asintió. En alguna parte, en un nicho azulado, fluía un leve goteo. La pequeña risa de un crisol de agua viva.

Fanny señaló la sima a sus espaldas.

– También he elegido esta falla por otra razón. La última estación del teleférico sólo está a ochocientos metros. Si usted lo ha adivinado, si el homicida atrajo realmente a su víctima a una grieta, existen muchas posibilidades de que lo hiciera aquí. Es la sima más accesible yendo a pie.

Fanny se dejó caer en el suelo al tiempo que abría su saco. Extrajo dos pares de crampones de acero laminado. Lanzó uno a Niémans.

– Fíjese esto bajo los pies.

Niémans obedeció. Colocó las dos suelas de ganchos metálicos ajustándolos a los bordes de sus botas. Cerró después las correas de neopreno como si fueran estribos. Se acordó de las fijaciones de los patines de ruedas de su infancia.

Fanny ya sacaba del petate cuñas aterrajadas y huecas que terminaban en un rizo oblongo. «Clavos para hielo», comentó lacónicamente. Su aliento cristalizaba en un vaho brillante. Cogió a continuación un martillo de montañero de mango hinchado cada uno de cuyos elementos parecía poderse separar, y después alargó un casco a Niémans, que miraba esos objetos con curiosidad. Aquellos instrumentos se le antojaban a la vez muy sofisticados y de una sencillez evidente. Parecían fabricados con materiales revolucionarios, desconocidos, y tenían colores de caramelos ingleses.

– Acérquese.

Fanny ajustó en torno a su cintura y sus caderas un cinturón acolchado que semejaba un laberinto de hebillas y correas. No obstante, la joven lo cerró en pocos segundos. Retrocedió, como una creadora que contemplara su modelo.

– Está estupendo -sonrió.

Después sacó una lámpara compleja, compuesta a la vez de correas cruzadas, un sistema eléctrico y una mecha plana, colocada ante un reflector. Niémans tuvo tiempo de echarse un vistazo en aquel espejo: con capucha, casco, talabarte y clavos de acero: parecía un yeti futurista. Fanny fijó la lámpara sobre el casco del policía y después hizo pasar un tubo por detrás del hombro. Fijó el depósito que estaba atado a la cintura de Niémans y murmuró:

– Es una lámpara de acetileno. Funciona con carburo. Se lo enseñaré cuando llegue el momento. -Luego levantó los ojos y se dirigió a Niémans en un tono grave-: El hielo es un mundo aparte, comisario. Olvide sus reflejos, sus costumbres, sus modos de deducción. No se fíe de nada: ni de los destellos, ni de la dureza, ni del aspecto de las paredes -Señaló la sima, mientras se ajustaba su propio cinturón-. En ese vientre, allí, todo se convertirá en asombroso, extraordinario, pero todo será una trampa. Es un hielo como no ha conocido nunca. Un hielo supercomprimido, más duro que el hormigón, pero que también puede ocultar un pozo bajo una placa de pocos milímetros. Yo le indicaré lo que debe hacer.

Fanny se detuvo, dejando transcurrir el tiempo suficiente para que sus palabras adquirieran todo su peso. La condensación dibujaba en torno a su rostro un halo encantado. Recogió sus cabellos en un moño y se puso la capucha.

– Vamos a penetrar en la chimenea por aquí -prosiguió-. Hay un desnivel, será más fácil. Yo pasaré primero y plantaré los clavos. El gas aprisionado que liberaré al partir el hielo trazará una grieta gigante, de varias decenas de metros. Esta falla puede abrirse en línea vertical u horizontal. Usted deberá apartarse de la pared. Esto provocará un ruido atronador. No es nada por sí mismo, pero puede liberar bloques de hielo, estalactitas. Abra bien los ojos, comisario. Esté siempre al acecho y no toque nada.

Niémans asimilaba las órdenes terminantes de la joven. Era la primera vez que recibía órdenes de una niña de cabellos rizados. Fanny pareció captar este estremecimiento de orgullo y continuó en un tono divertido y autoritario a la vez:

– Vamos a perder la noción del tiempo y las distancias. Nuestro único punto de referencia será la soga. Dispongo de varios sacos de soga de cien metros cada uno y sólo yo puedo medir la distancia recorrida. Usted seguirá mis huellas y obedecerá mis órdenes. Nada de iniciativas personales. Nada de gestos espontáneos. ¿Entendido?

– De acuerdo -murmuró Niémans-. ¿Esto es todo?

– No.

Fanny examinó otra vez el cielo, saturado de nubes.

– Sólo he aceptado venir por la tormenta. Si vuelve el sol, deberemos subir inmediatamente.

– ¿Por qué?

– Porque el hielo se fundirá. Los torrentes se despertarán y nos caerán encima, a lo largo de las paredes. Aguas cuya temperatura no rebasará los dos grados. Ahora bien, nuestros cuerpos estarán muy calientes, a causa de los esfuerzos realizados. El primer choque puede hacernos saltar el corazón. Si sobrevivimos a esto, la hidrocución acabará con nosotros enseguida. Miembros entumecidos, movimientos lentos… No se lo describiré. Quedaremos petrificados en pocos minutos, como estatuas, suspendidos de nuestra cuerda. Así pues, ocurra lo que ocurra, encontremos lo que encontremos, a los primeros signos de sol hemos de subir.

Niémans se detuvo ante este último fenómeno.

– ¿Esto significa que el asesino también necesitaba una tormenta para bajar a la falla?

– Sí, una tormenta. O la noche.

El comisario reflexionó: cuando había investigado sobre las nubes, se había enterado de que el sol había brillado todo el día del sábado en la región. Si el homicida había descendido realmente con su víctima a través de los hielos, significaba que había esperado a la noche. ¿Por qué acumular tantas dificultades? ¿Y por qué volver después al valle con el cuerpo?

Niémans caminó torpemente, a causa de sus crampones, hasta el borde de la falla. Se aventuró a echar una mirada: el cañón no producía vértigo. Cinco metros más abajo, las paredes se abombaban una contra otra, casi hasta el punto de tocarse. Entonces el abismo se reducía a una zanja estrecha, que se parecía a los labios de una concha infinita.

Fanny se reunió con él y comentó, mientras se colgaba de la cintura una gran cantidad de ganchos y clavos:

– El torrente se desliza en la grieta y se ensancha unos metros más abajo. Por esto el abismo es mucho mayor después de esta primera falla. Debajo, las aguas salpican las paredes y las horadan. Debemos deslizarnos en el interior, pasar entre estas mandíbulas.

Niémans contemplaba los dos bordes de hielo que parecían entreabrirse de mala gana sobre la sima.

– Si descendiéramos más abajo del glaciar, ¿podríamos encontrar las aguas de los siglos pasados?

– Desde luego. En la zona ártica se puede bajar así hasta épocas muy antiguas. A varios miles de metros de profundidad permanecen, intactas, las aguas que empujaron a Noé a construir su arca. Y también el aire que respiraba.

– ¿El aire?

– Burbujas de oxígeno, aprisionadas en los hielos.

Niémans estaba estupefacto. Fanny se cargó la mochila a la espalda y se arrodilló al borde de la grieta. Atornilló el primer clavo y colgó el primer gancho de resorte por el cual pasó una cuerda. Miró una vez más el cielo de tormenta y entonces comentó en tono travieso:

– Bienvenido a la máquina del tiempo, comisario.

24

Descendieron con ayuda de una soga doble.

El policía iba suspendido de una cuerda que se deslizaba por un asa autobloqueante. Para descender, sólo había que presionar el asa, que liberaba enseguida y lentamente la cuerda. En cuanto aflojaba la presión, el mecanismo se bloqueaba de nuevo. Entonces se quedaba quieto en el vacío, como sentado sobre su talabarte.

Concentrado en este sencillo gesto, Niémans escuchaba las órdenes de Fanny que, unos metros más abajo, le indicaba el momento en que podía dejarse resbalar. Una vez llegado al clavo siguiente, el policía cambiaba de cuerda, cuidando antes de asegurarse con una correa, una soga corta fijada al talabarte. Con todas estas ramificaciones, Niémans se imaginaba una especie de pulpo cuyos tentáculos tintinearan como un trineo de Navidad.

Mientras descendían, el comisario estaba suspendido encima de la mujer sin verla, pero sentía una confianza espontánea en su experiencia. A medida que bajaba frente a la pared, la oía atarearse a varios metros por debajo de él. En este instante no pensaba en nada. A través de su propia concentración, experimentaba simplemente sensaciones mezcladas, vivas, inéditas. El aliento frío de la muralla. El sostén del talabarte, que mantenía su cuerpo en suspenso sobre el vacío. La belleza del hielo que brillaba en un tono azul oscuro, como un bloque de noche arrancado al firmamento.

Pronto abandonaron la luz del cielo. Pasaron bajo los bordes hinchados de la falla, penetrando en el corazón mismo de la sima. Niémans tenía la sensación de zambullirse en la panza cristalizada de un animal monstruoso. Bajo esta campana de hielo, constituida por el cien por cien de humedad, sus sensaciones se agudizaban, se intensificaban todavía más. Admiraba, subrepticiamente, las paredes oscuras y traslúcidas que lanzaban ásperos fulgores, como ecos de luz. En la oscuridad, cada uno de sus gestos provocaba una resonancia de caverna.

Fanny posó por fin el pie sobre una especie de crujía, casi horizontal, que se extendía por todo lo largo de la pared. Niémans llegó a su vez a este escalón natural. Las dos paredes de la grieta habían vuelto a juntarse y sólo los separaba una distancia de varios metros.

– Acérquese -ordenó ella.

El policía obedeció. Fanny le apretó un botón que tenía en la coronilla del casco -Niémans habría jurado que había encendido un mechero- y surgió un fuerte resplandor. En el reflector del casco de la mujer, el policía vislumbró una vez más su silueta. Vislumbró sobre todo la llama de acetileno, una especie de cono invertido que difundía por refracción esa potente luz. Fanny encendió a tientas su propia linterna y musitó:

– Si su asesino vino a esta sima, tuvo que pasar por aquí.

Niémans la miró sin comprender. El fulgor amarillento de su lámpara, al caer en línea horizontal, deformaba el rostro de la mujer transformándola en sombras acentuadas, inquietantes.

– Estamos a la profundidad justa -continuó ella, indicando la superficie lisa de la muralla-. A menos de treinta metros bajo la bóveda, o sea, en las nieves cristalizadas de los años sesenta y más allá…

Fanny cogió otro saco de cuerdas y fijó un gancho en la pared. Después de haberlo clavado con varios golpes de martillo, lo aseguró deslizando por la curva un gancho de resorte y retorciendo el tubo aterrajado como lo habría hecho con un sacacorchos. La fuerza de la mujer dejó estupefacto a Niémans. Miraba el hielo extirpado, que salía salpicando del clavo por un orificio lateral, y pensaba que conocía a pocos hombres capaces de semejante esfuerzo.

Salieron de nuevo para una nueva cordada, pero esta vez en sentido horizontal, a lo largo del pasillo centelleante. Caminaban al borde del precipicio, atados el uno al otro. Sus reflejos se dibujaban con vaguedad en la pared de enfrente. Cada veinte metros, Fanny fraccionaba la soga, es decir, plantaba un nuevo clavo en la muralla y aislaba el tramo siguiente. Repitió varias veces la maniobra y así cubrieron cien metros.

– ¿Continuamos? -preguntó ella.

El policía la miró. Su rostro, endurecido por la luz abrupta de la lámpara, revestía ahora un carácter maléfico. Asintió, señalando el pasillo de hielos que se perdía en la infinitud de los reflejos. La mujer extrajo un nuevo saco y repitió su trabajo. Clavo, cuerda, veinte metros y después, otra vez, clavo, cuerda, veinte metros…

Recorrieron así cuatrocientos metros. Ni un signo, ni una marca indicaba que el asesino hubiera pasado por allí antes que ellos. Pronto Niémans tuvo la impresión de que las paredes vacilaban ante sus ojos. Oía también tintineos ligeros, risas lejanas y sarcásticas. Todo se volvía luminoso, resonante, incierto. ¿Existía un vértigo de los hielos? Lanzó una ojeada a Fanny, que extraía otro saco de cuerdas. Parecía no haber notado nada.

Una angustia le oprimió. Tal vez había empezado a delirar. Bajo el golpe de la fatiga, su cuerpo, su cerebro manifestaban quizá señales de abandono. Niémans se puso a temblar. El frío sacudía sus huesos. Cerró las manos sobre la última escarpia. Sus pies avanzaban con torpeza. Con lágrimas en los ojos, intentó acercarse a Fanny. Sintió de improviso que estaba a punto de caer, que las piernas ya no le sostenían. Y su delirio se intensificó. Las paredes azuladas le dieron otra vez la sensación de ondularse y, al hilo de su lámpara, las risitas rebotar en ecos. Iba a caer. En el vacío. En su propia locura. Sofocado, consiguió llamar:

– Fanny…

La joven se volvió, y Niémans comprendió de repente que no deliraba.

La cara de la alpinista ya no estaba marcada por las sombras de la lámpara. Un brillante resplandor, tan intenso que su origen no podía definirse, inundaba sus facciones. Fanny había recuperado su belleza radiante y soberana. Niémans lanzó una mirada en derredor. La muralla resplandecía ahora con todos sus fuegos. Y los arroyos verticales corrían a lo largo de la pared, en una precipitación fantástica.

No, no deliraba. Al contrario: había captado un fenómeno que Fanny, demasiado ocupada en fijar sus cuerdas, había pasado por alto. El sol. En la superficie, las nubes de tormenta se habían disipado, sin duda, y el sol había reaparecido. De ahí la luz difusa, insinuada en los intersticios del hielo. De ahí los reflejos incesantes y la risa burlona de los nichos.

Subía la temperatura. El glaciar se fundía.

– Mierda -murmuró Fanny, que acababa de comprenderlo a su vez.

Observó enseguida la escarpia más próxima. Las tuercas brillaban fuera de la muralla, que se fundía rezumando largas lágrimas. Los dos compañeros iban a soltarse de los clavos. Bajar en caída libre hasta el fondo del abismo. Fanny ordenó:

– Apártese.

Niémans inició un paso hacia atrás, intentó desviarse a la izquierda. Resbaló, se enderezó con la espalda en el vacío, tiró violentamente de la cuerda para recobrar el equilibrio. Lo oyó todo a la vez: el ruido del clavo que se arrancaba, sus crampones que rascaban la pared, el impacto del puño de Fanny, que le atrapaba por la nuca en el último segundo y lo aplastaba contra la pared.

El agua helada le mordió el rostro. Fanny le susurró al oído:

– No se mueva más.

Niémans se inmovilizó, encorvado, jadeante. Fanny le rodeó y él olió su aliento, su sudor, la dulzura de sus bucles. La mujer volvió a encordarle y hundió otros dos ganchos a una velocidad increíble.

Mientras realizaba esta maniobra, los crujidos del precipicio se habían convertido en fragor y el gorgoteo en cascadas. Los saltos de agua azotaban por doquier las paredes, retumbaban, golpeaban. Se desprendían bloques enteros de hielo, rompiéndose después contra el escollo de la crujía. Niémans cerró los ojos. Se sintió desvanecer, resbalar, desmayarse, en este palacio reflectante en que los ángulos, las distancias, las perspectivas desaparecían.

El grito de Fanny lo devolvió a la realidad. Movió la cabeza y vio a la joven a su izquierda, agachada sobre su cuerda, intentando alejarse de la pared. Niémans hizo un esfuerzo sobrehumano para erguirse y acercarse bajo los chorros de agua que caían con una fuerza de catarata. Con los dedos agarrados a la cuerda, se dejó oscilar como un ahorcado y atravesó un verdadero torrente vertical. ¿Por qué se empeñaba en alejarse de la muralla cuando la grieta estaba a punto de atraparlos? Fanny alargó el índice hacia el hielo:

– Aquí. Está aquí -musitó.

Niémans se colocó en el eje visual de la joven alpinista.

Entonces comprendió lo imposible.

En la muralla transparente, verdadero espejo de aguas vivas, acababa de surgir la silueta de un cuerpo prisionero del hielo. En posición fetal. Con la boca abierta en un grito silencioso. Las finas e incesantes capas de agua pasaban sobre esta imagen y retorcían la visión del cuerpo azulado y cuajado de heridas.

A pesar de su estupor, a pesar del frío que los estaba matando a ambos, el comisario comprendió enseguida que lo que contemplaban era sólo el reflejo de la verdad. Aseguró su equilibrio sobre la crujía y luego se volvió en redondo, realizando un arco de círculo perfecto para descubrir la otra pared, justo enfrente. Murmuró:

– No. Allí.

Sus ojos ya no podían desviarse del verdadero cuerpo, incrustado en la muralla opuesta, y cuyos contornos ensangrentados se mezclaban con su propio reflejo.

25

Niémans colocó el expediente sobre la mesa y se dirigió al capitán Barnés:

– ¿Cómo puede estar seguro de que ese hombre es nuestra víctima?

El gendarme, de pie, confirmó la evidencia con un gesto.

– Su madre ha venido hace un momento. Dice que su hijo ha desaparecido esta noche…

El comisario se encontraba de nuevo en una oficina de la gendarmería, en el primer piso. Hasta ahora no había empezado a calentarse, vestido con un jersey de lana gruesa con cuello de cisne. Una hora antes, Fanny Ferreira había conseguido sacarlos a ambos del abismo, casi intactos. En ese aspecto la suerte había jugado en su favor: el helicóptero, de regreso, sobrevolaba el lugar en aquel mismo instante.

Desde entonces, equipos de socorro de montaña luchaban para extraer el cuerpo de su santuario de hielo, mientras el comisario Niémans y Fanny Ferreira regresaban a la ciudad y se sometían a una visita médica en toda regla.

En la brigada, Barnes había mencionado enseguida a un nuevo desaparecido cuya identidad podía coincidir con el cuerpo descubierto: Philippe Sertys, veintiséis años, soltero, auxiliar de enfermería en el hospital de Guernon. Niémans repitió su pregunta mientras bebía un café hirviendo:

– Puesto que no se ha verificado la identidad exacta de la víctima, ¿cómo puede tener la seguridad de que se trata de este hombre?

Barnes rebuscó en una camisa acartonada y balbució:

– Es… a causa del parecido.

– ¿El parecido?

El capitán puso delante de Niémans la fotografía de un hombre joven de facciones enjutas, peinado a cepillo. El rostro sonreía animadamente y la mirada oscura estaba impregnada de dulzura. Emanaba de esa cara una expresión juvenil, casi infantil, pero también nerviosa. El comisario comprendió lo que Barnes quería expresar: este hombre se parecía a Rémy Caillois, la primera víctima. La misma edad. El mismo rostro alargado. El mismo corte a cepillo. Dos hombres jóvenes, apuestos y delgados, pero cuya expresión parecía ocultar una agitación interior.

– Es una serie, comisario.

Pierre Niémans bebió un pequeño sorbo de café. Tenía la sensación de que su garganta todavía helada podía estallar al contacto con un calor tan violento. Alzó la mirada.

– ¿Cómo?

Barnes se apoyaba ya en un pie ya en el otro. Se podía oír crujir sus zapatos, como el puente de un navío.

– Carezco de su experiencia, claro, pero… En fin, si la segunda víctima es Philippe Sertys, resulta evidente que se trata de una serie. De un asesino en serie, quiero decir. Elige sus víctimas en función de su físico. Este… este rostro le debe de recordar algo traumático y…

El capitán se detuvo en seco ante la mirada furibunda de Niémans. El comisario intentó disimular su vehemencia manteniendo una sonrisa.

– Capitán, no saquemos de quicio este parecido. Y menos ahora, cuando ni siquiera estamos seguros de la identidad de la víctima.

– Yo… Tiene razón, comisario.

El gendarme manipulaba nerviosamente su carpeta, que parecía contener toda la vida del pueblo. Parecía confuso y exasperado al mismo tiempo. Niémans podía leer sus pensamientos, en letras parpadeantes: «Un asesino en serie en Guernon». El gendarme seguiría traumatizado hasta su retiro, e incluso más allá. El policía continuó:

– ¿Qué hace ahora el equipo de rescate?

– Están a punto de sacar a la víctima. El… En fin, el hielo se ha cerrado sobre el cuerpo. Según los colegas, el hombre fue colocado allí la noche anterior. Tenía que haber una temperatura muy baja para que el hielo se petrificara de ese modo.

– ¿Cuándo podemos esperar recuperar el cuerpo?

– Hay que contar con una hora más como mínimo, comisario. Lo siento.

Niémans se levantó y abrió la ventana. El frío invadió la habitación.

Las seis de la tarde.

La noche caía ya sobre el pueblo. Una sombra intensa que bebía lentamente los tejados de pizarra y las paredes de madera. El río se deslizaba en las tinieblas como una serpiente entre dos piedras.

El comisario se estremeció bajo el jersey. La provincia no era decididamente su universo. Y ésta todavía menos: confinada al pie de las montañas, azotada por el frío y las tormentas, repartida entre el lodo negruzco de la nieve y el tintineo incesante de las estalactitas. Todo un mundo ceñudo, secreto, hostil, que cristalizaba en su silencio como el hueso de una fruta escarchada.

– Después de doce horas de investigación, ¿dónde estamos? -preguntó, encarándose con Barnes.

– En ninguna parte. Las verificaciones no han revelado nada. Ningún detenido en libertad cuyo perfil pueda corresponder al del homicida. Nada tampoco en relación a los hoteles, estaciones de tren o autobuses. Los controles tampoco han obtenido ningún resultado.

– ¿Y la biblioteca?

– ¿La biblioteca?

Con la aparición del segundo cuerpo, la pista de los libros se antojaba ya secundaria, pero el policía quería llegar al final de cada vía de investigación. Explicó:

– Los del SRPJ están investigando los libros consultados por los estudiantes.

El capitán se encogió de hombros.

– Oh, eso… No nos compete a nosotros. Habrá que ver a Joisneau para…

– ¿Dónde está?

– Ni idea…

Niémans intentó al momento ponerse en contacto con el teléfono móvil del joven teniente. No hubo respuesta. Desconectado. Prosiguió con humor:

– ¿Y Vermont?

– Siempre en las alturas, con su escuadra. Registran los refugios, las laderas de la montaña. Más que nunca…

Niémans suspiró.

– Pida nuevos efectivos a Grenoble. Quiero cincuenta hombres más. Como mínimo. Quiero que las indagaciones se orienten hacia el glaciar de Vallernes y el teleférico que conduce hasta allí. Quiero que toda la montaña se peine hasta la cumbre.

– Me ocuparé enseguida.

– ¿Cuántos puestos de vigilancia en carretera?

– Ocho. El peaje de la autopista. Dos nacionales. Cinco departamentales. Guernon está bajo estricta vigilancia, comisario. Pero, como ya le he dicho…

El policía clavó la mirada en los ojos de Barnes.

– Capitán, ahora sólo tenemos una sola certeza: el asesino es un alpinista experimentado. Interrogue a todos los tipos capaces de moverse por un glaciar, en Guernon y alrededores.

– Eso no es moco de pavo. El alpinismo es el deporte local y…

– Le hablo de un experto, Barnes. De un hombre capaz de descender a treinta metros de profundidad bajo las capas de hielo, transportando un cuerpo. Ya se lo he pedido a Joisneau. Encuéntrele y averigüe qué progresos ha hecho.

Barnes se inclinó.

– Muy bien. Pero vuelvo a insistir: somos una raza de montañeros. Encontrará alpinistas con experiencia en cada pueblo, en cada choza, en las laderas de todos los macizos. Es una tradición entre nosotros: algunos hombres de la región son además cristaleros, ganaderos… Y todos han heredado la pasión por las cumbres. De hecho, estas prácticas sólo se han abandonado en la ciudad universitaria de Guernon.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Quiero decir sencillamente que será necesario extender todavía más las indagaciones. Hasta los pueblos de las alturas. Y que eso requerirá días.

– Pida más refuerzos. Instale cuarteles generales en cada caserío. Compruebe lo que han hecho, los equipamientos, las distancias. ¡Y, por Dios, encuéntreme algún sospechoso!

El comisario abrió la puerta y concluyó:

– Haga venir a la madre.

– ¿La madre?

– La madre de Philippe Sertys, quiero hablar con ella.

26

Niémans se dirigió a la planta baja. La brigada de gendarmería se parecía a cualquier otro puesto de policía en Francia, y sin duda en el mundo. Por las paredes rematadas con cristal, Niémans podía divisar los casilleros metálicos, las mesas plastificadas, desparejadas, el linóleo mugriento, surcado de quemaduras de cigarrillo. Le gustaban estos lugares monocromos, salpicados de neones. Porque recordaban la verdadera naturaleza del oficio de policía, de las calles, del exterior. Estos locales sombríos sólo constituían la antesala de la vocación policial, su negro antro, de donde surgían estridentes sirenas.

Entonces la vio, sentada en el pasillo, envuelta en una manta de fibra polar y vestida con un jersey azul marino de gendarme. Con un escalofrío, se encontró de nuevo prisionero de los hielos, cerca de ella, oliendo su aliento tibio en la nuca. Se ajustó las gafas, entre ansioso y presumido.

– ¿No ha vuelto a su casa?

Fanny Ferreira levantó sus ojos claros.

– Tengo que firmar mi declaración. Esto ya se convierte en un hábito. No cuente conmigo para descubrir el tercero.

– ¿El tercero?

– El tercer cuerpo.

– ¿Piensa que los asesinatos van a continuar?

– ¿Usted no?

La joven debió de percibir una expresión dolorosa en el rostro de Niémans. Murmuró:

– Discúlpeme. La ironía es mi pequeña autodefensa.

Al decir esto, dio unos golpecitos al lugar de su lado en el banco, como hubiera hecho para invitar a un niño a sentarse junto a ella. Niémans obedeció. Con la cabeza baja y las manos juntas, daba golpecitos en el suelo con los tacones.

– Quería darle las gracias -murmuró entre dientes-. Sin usted, en los hielos…

– Cumplía con mi deber de guía.

– Es cierto. No sólo me ha salvado la vida sino que me ha llevado exactamente a donde quería ir…

La expresión de Fanny se volvió grave. Unos gendarmes recorrían el pasillo. Zapatos ruidosos e impermeables crujientes. Ella preguntó:

– ¿Adonde ha llegado? Quiero decir, en su investigación. ¿Por qué esta horrible violencia? ¿Por qué actos tan… retorcidos?

Niémans intentó sonreír, pero se quedó corto:

– No avanzamos. Todo lo que sé es lo que presiento.

– ¿Y qué es?

– Presiento que nos las tenemos con un asesino en serie. Pero no en el sentido corriente. No es un homicida que mate al azar de sus obsesiones. Esta serie responde a un móvil. Preciso. Profundo. Racional.

– ¿Qué clase de móvil?

El policía observó a Fanny. Las sombras de los centinelas le rozaban la cara como alas de pájaro.

– No lo sé. Aún no.

Se impuso el silencio. Fanny encendió un cigarrillo y preguntó de repente:

– ¿Cuánto tiempo hace que está en la policía?

– Unos veinte años.

– ¿Qué le llevó a ello? ¿Arrestar a los malos?

Niémans sonrió, esta vez con franqueza. Por el rabillo del ojo contempló la llegada de una nueva escuadra, con caparazones perlados de lluvia. Supo sólo por su expresión que no habían descubierto nada. Volvió los ojos hacia Fanny, que inhalaba una larga bocanada.

– Verá, este tipo de objetivo se pierde muy pronto en la naturaleza. Además, la justicia y todo el bla-bla que la rodea no me ha atraído nunca.

– Entonces, ¿qué? ¿El afán de lucro? ¿La seguridad del empleo?

Niémans se asombró:

– Tiene usted unas ideas muy extrañas. No, creo que opté por esta elección a causa de las sensaciones.

– ¿Las sensaciones? ¿Como las que acabamos de vivir?

– Por ejemplo.

– En usted veo -asintió ella con ironía, exhalando un humo rubio- al hombre que vive al límite. El que pone un precio a su existencia, arriesgándola todos los días…

– ¿Y por qué no?

Fanny imitó la posición de Niémans: hombros encorvados y manos juntas, como si rezara. Ya no reía. Parecía adivinar que Niémans, detrás de estas generalidades, entregaba en aquel instante una parte de sí mismo. Musitó, con el cigarrillo en los labios:

– Por qué no, en efecto…

El policía bajó los ojos y examinó, a través de la curvatura de las gafas, las manos de la joven. Sin alianza. Sólo tiritas, marcas, grietas. Como si la alpinista estuviera casada con los elementos, la naturaleza, las emociones violentas.

– Nadie puede comprender a un policía -continuó gravemente-. Y aún menos juzgarlo. Evolucionamos en un mundo brutal, incoherente, cerrado. Un mundo peligroso, de fronteras bien establecidas. Usted está fuera y tampoco puede comprenderlo. Y quien está dentro, pierde toda objetividad. El mundo policíaco es esto: un universo sellado. Un cráter de alambradas. Incomprensible. Es su misma naturaleza. Pero hay algo seguro: no queremos recibir lecciones de los burócratas que ni siquiera se arriesgarían a pillarse los dedos con la puerta de su automóvil.

Fanny arqueó el busto hacia atrás, hundió ambas manos entre sus bucles y los apartó de su rostro. Niémans pensó en raíces mezcladas con tierra. Las raíces de un vértigo llamado «sensualidad». El policía se estremeció. Picores helados libraban una batalla con el calor de su sangre.

La joven preguntó en voz baja:

– ¿Qué va a hacer? ¿Cuál es su próxima etapa?

– Seguir buscando. Y esperar.

– ¿Esperar qué? -repitió, otra vez agresiva-. ¿A la siguiente víctima?

Niémans se levantó, haciendo caso omiso de esta provocación.

– Espero que el cuerpo descienda de la montaña. El asesino nos había dado una cita. Puso en el primer cadáver un indicio que me ha permitido subir hasta el glaciar. Creo que ha deslizado un segundo indicio en el nuevo cuerpo, que nos llevará al tercero… Y así sucesivamente. Es una especie de juego, en el cual debemos perder cada vez.

Fanny también se levantó y cogió la parka que se secaba en el extremo del banco.

– Será preciso que me conceda una entrevista.

– ¿De qué habla?

– Soy la redactora jefe de la revista de la facultad, Tempo.

Niémans sintió que se le tensaban los nervios bajo la piel.

– No me diga que…

– No tema nada, me importa un bledo la revista. Y sin querer asustarle, con el cariz que han tomado los acontecimientos, todos los medios nacionales estarán pronto aquí. Entonces se le echarán encima periodistas mucho más tenaces que yo.

El comisario desestimó con un gesto tal eventualidad.

– ¿Dónde reside? -inquirió de improviso.

– En la facultad.

– ¿Dónde, exactamente?

– Bajo el tejado del edificio central. Tengo un apartamento, cerca de los cuartos de los internos.

– ¿Donde viven los Caillois?

– Exacto.

– ¿Qué piensa de Sophie Caillois?

Fanny adoptó una expresión admirativa.

– Es una mujer rara. Silenciosa. Y de una gran belleza. Los dos formaban una extraña piña. No sabría decirle… Era como si tuvieran un secreto.

Niémans asintió.

– Pienso exactamente igual que usted. El móvil de los asesinatos está quizás en este secreto. Si no le molesta, pasaré a verla más tarde, al anochecer.

– ¿Sigue queriendo ligar conmigo?

El comisario aprobó:

– Más que nunca. Y le reservo la primicia de mis informaciones para su periodicucho.

– Le repito que la revista me importa un bledo. Soy incorruptible.

– Hasta luego -dijo él por encima del hombro, echando a andar.

27

Una hora después, el cuerpo de la segunda víctima aún no había sido liberado del hielo.

Niémans estaba furioso. Acababa de escuchar la lacónica declaración de la madre de Philippe Sertys, una anciana de voz meliflua. La víspera, su hijo se había marchado como cada día a las nueve de la noche con su automóvil, un Lada de ocasión comprado hacía muy poco. Philippe trabajaba de noche en el CHRU de Guernon e iniciaba su servicio a las diez. La mujer no empezó a inquietarse hasta la mañana siguiente, cuando descubrió el coche en el garaje pero no a Philippe en su habitación. Eso significaba que había vuelto y salido otra vez. La madre aún recibiría más sorpresas: al ponerse en contacto con el hospital, se enteró de que Sertys había avisado de que no podía cumplir su turno de guardia aquella noche. De modo que había ido a otro lugar y luego regresado y salido de nuevo, esta vez a pie. ¿Qué significaba eso? La mujer, alarmada, sacudía la manga de Niémans. ¿Dónde estaba su pequeño? Según ella, se trataba de un hecho muy inquietante: su hijo no tenía ninguna amiguita, no salía nunca y dormía cada noche «en casa».

El comisario había escuchado todas estas precisiones sin entusiasmo. Y no obstante, si Sertys era en realidad el prisionero de los hielos, esas indicaciones permitirían determinar el momento del crimen. El asesino había sorprendido al joven a última hora de la noche, lo había matado, mutilado, sin duda, y después transportado al circo de Vallernes. Y el frío del amanecer había cerrado las paredes de hielo alrededor de la víctima. Pero todo esto sólo eran hipótesis.

El comisario acompañó a la mujer a presencia de un gendarme a fin de que hiciera una declaración detallada. En cuanto a él, decidió, con la carpeta bajo el brazo, volver a su antro, la pequeña sala de TP de la facultad.

Allí se cambió, se puso un traje y después, solo en su despacho, extendió sobre una mesa los diferentes documentos que poseía. Se absorbió enseguida en un estudio comparado de Rémy Caillois y Philippe Sertys, en un intento de establecer un vínculo entre estas dos víctimas potenciales.

En el capítulo de puntos en común descubrió muy pocos elementos. Los dos hombres tenían más o menos veinticinco años. Ambos eran altos, delgados y compartían un rostro de facciones regulares y atormentadas a la vez, coronadas por una mata de cabellos cortados a cepillo. Los dos eran huérfanos de padre: Philippe Sertys había visto morir a su padre hacía dos años, de un cáncer de hígado. Rémy Caillois había perdido también a su madre cuando tenía ocho años. Ultimo punto en común: los dos jóvenes ejercían la profesión paterna: bibliotecario Caillois y enfermero auxiliar Sertys.

En el capítulo de las diferencias, por el contrario, los hechos abundaban. Caillois y Sertys no habían estudiado en los mismos institutos. No habían crecido en los mismos barrios y no pertenecían a la misma clase social. Nacido en un ambiente modesto, Rémy Caillois se había educado en el seno de una familia de intelectuales y crecido en el ámbito de la universidad. Philippe Sertys, hijo de un humilde celador, se había puesto a trabajar a la edad de quince años tras los pasos de su padre, en el hospital. Era casi analfabeto y aún vivía en la casucha familiar en los confines de Guernon.

Rémy Caillois pasaba la vida entre libros, Philippe Sertys, las noches en el hospital. Este último no parecía tener ninguna afición, aparte de permanecer escondido en aquellos pasillos que apestaban a asepsia o de los videojuegos al anochecer en la cervecería situada enfrente del CHRU. Caillois había sido declarado inútil. Sertys había hecho su servicio militar en la infantería. Uno se había casado, el otro era soltero. Uno era un apasionado de la marcha y la montaña. El otro parecía no haber salido nunca de su aldea. Uno era esquizofrénico y sin duda violento. El otro, en opinión de todos, era «dulce como un ángel».

Había que rendirse a la evidencia: el único rasgo común a los dos hombres era su físico. Este parecido que compartían, la cara larga y afilada, los cabellos a cepillo y la silueta filiforme. Como había declarado Barnes, era evidente que el asesino había elegido a sus dos presas por su aspecto exterior.

Niémans consideró, un instante, el crimen sexual: el homicida sería un homosexual reprimido, atraído por este tipo de jóvenes. El comisario no lo creía y el médico forense había sido categórico: «No van por ahí los tiros. En absoluto». El médico había percibido, a través de las heridas y mutilaciones del primer cuerpo, una frialdad, una crueldad, una aplicación que no tenían nada que ver con la locura de un deseo perverso. Por otra parte, no se había constatado en el cadáver la menor huella de abusos sexuales.

Entonces, ¿qué?

Tal vez la locura del asesino era de otra clase. En cualquier caso, este parecido entre las presuntas víctimas y el comienzo de una serie -dos asesinatos en dos días- apoyaba la tesis del maníaco que se disponía a matar otra vez, poseído por una demencia violenta. Había además otros argumentos en favor de esta sospecha: el indicio depositado en el primer cuerpo, que había conducido al segundo, la posición fetal, la mutilación de los ojos y la voluntad de colocar los cadáveres en lugares salvajes y espectaculares: el abismo sobre el río, la prisión transparente de los hielos…

Y no obstante, Niémans aún no era partidario de esta tesis.

En primer lugar, por su experiencia cotidiana de policía: si bien los serial killers, importados de Estados Unidos, se habían adueñado de la literatura y el cine universales, esta tendencia atroz no se había afirmado nunca en Francia. En veinte años de carrera, Niémans había perseguido a pedófilos que durante una crisis habían caído en el asesinato, a violadores convertidos en homicidas por exceso de brutalidad, a sadomasoquistas que se habían excedido en sus juegos crueles, pero nunca, en el sentido estricto del término, a un asesino en serie, exceptuando una terrible lista de asesinatos sin móvil ni indicios. No era una especialidad francesa. AI comisario le traía sin cuidado analizar semejante fenómeno, pero los hechos estaban a la vista: los últimos asesinos en serie franceses se llamaban Landru o el doctor Petiot y olían bastante al buen pequeñoburgués corriendo tras hurtos insignificantes y mediocres herencias. Nada en común con el desenfreno norteamericano, con los monstruos sanguinarios que atormentaban a Estados Unidos.

El comisario observó una vez más las fotografías del joven Philippe Sertys y después las de Rémy Caillois, esparcidas sobre la mesa de estudiante. De la camisa acartonada le cayeron también los negativos del primer cadáver. El terror le quemó la conciencia como un hierro candente: no podía permanecer así, de brazos cruzados. En el mismo instante en que miraba esas fotos Polaroid, un tercer hombre podía estar sufriendo las peores torturas. Tal vez sus órbitas estaban siendo trituradas con un cutter o sus ojos arrancados por unas manos enguantadas en plástico.

Eran las siete de la tarde. Anochecía. Niémans se levantó y apagó el neón de la salita. El policía se decidió por una zambullida profunda en la existencia de Philippe Sertys. Quizás encontrara algo. Un indicio, un signo.

O simplemente, otro punto en común entre las dos víctimas.

28

Philippe Sertys y su madre vivían en una pequeña casa en las afueras del pueblo, no lejos de un barrio de edificios decrépitos en una calle desierta. Un tejado marrón, una fachada blanca y sucia, visillos de encaje amarillento que enmarcaban la oscuridad interior como una sonrisa cariada. Niémans sabía que la anciana estaba detallando todavía su declaración en la comisaría y en la casa no brillaba ninguna luz. Sin embargo, llamó, para no correr riesgos.

No hubo respuesta.

Niémans rodeó la barraca. El viento soplaba con violencia. Un viento helado, portador de las primicias del invierno. Un pequeño garaje lindaba con la vivienda en el lado izquierdo. Echó una mirada y vio un Lada fangoso que ya acusaba los signos de la edad. Continuó su camino. Varios metros cuadrados de césped cortado se extendían detrás del edificio: el jardín.

El policía volvió a mirar a su alrededor en busca de testigos indiscretos. Nadie. Subió los tres escalones y miró la cerradura. Un modelo clásico, barato. El comisario forzó la puerta sin dificultad, se limpió las suelas sobre el felpudo y penetró en la casa de la presunta víctima.

Después de un vestíbulo, accedió a un salón estrecho y encendió su linterna de bolsillo. En el haz blanco aparecieron una moqueta verdosa, recubierta de pequeñas alfombras oscuras, un sofá cama arrinconado bajo escopetas de caza colgadas, muebles mal ajustados, fruslerías rústicas y feas. El policía experimentó una sensación de confort rancio, de celosa cotidianidad.

Se calzó los guantes de látex y registró con precaución los cajones. No encontró nada de particular. Cubiertos con chapado de plata, pañuelos bordados, papeles personales: hojas de impuestos, formularios de la Seguridad Social… Hojeó rápidamente los documentos y después hizo otra inspección rápida de otros detalles. En vano. Era el salón de una familia sin historia.

Niémans subió al piso superior.

Localizó sin dificultad el dormitorio de Philippe Sertys. Carteles de animales, revistas ilustradas amontonadas en un arcón, programas de televisión; todo respiraba allí la miseria intelectual, en el límite de la subnormalidad. Niémans emprendió un registro más minucioso. No encontró nada, exceptuando algunos detalles que revelaban la vida totalmente nocturna de Sertys. Bombillas de todas clases, de todas las potencias, estaban en hilera en un estante, como si el hombre hubiese querido recrear luces diferentes para cada estación. Observó también postigos reforzados, compactos y sin abertura, para protegerse de la luz diurna o para no revelar sus propios momentos de vela. Niémans descubrió finalmente máscaras, como las que se utilizan en los aviones, a fin de protegerse de la menor claridad. De modo que Sertys tenía el sueño difícil. O bien poseía una naturaleza de vampiro.

Niémans levantó las mantas, las sábanas, el somier. Deslizó los dedos bajo la alfombra, palpó el papel pintado. No descubrió nada. Y sobre todo, ni la menor huella de una relación femenina.

El policía dio un vistazo al dormitorio de la madre, sin entretenerse demasiado. El ambiente de esta casa empezaba a inspirarle una pesadumbre sin remisión. Volvió abajo e inspeccionó rápidamente la cocina, el cuarto de baño, el sótano. Sin resultado.

Fuera, el viento seguía soplando, azotando levemente los cristales.

Apagó su linterna y sintió un escalofrío agradable, inesperado. Un sentimiento de intrusión frustrada, de refugio secreto.

Niémans reflexionó. No podía engañarse. No hasta este punto. Tenía que descubrir un elemento, un signo, cualquier cosa. Cuanto más le parecía equivocarse, tanto más se persuadía de lo contrario, de que tenía razón, de que existía una verdad por sorprender, un vínculo entre Caillois y Sertys.

Entonces el comisario tuvo otra idea.

El vestidor del hospital se diluía en colores plomizos. Las hileras de casilleros se sucedían, en posición de firmes, precarias y chirriantes. Todo estaba desierto. Niémans avanzó sin ruido. Leyó los nombres en las pequeñas etiquetas metálicas y encontró la de Philippe Sertys.

Se puso de nuevo los guantes y manipuló el candado. Unos recuerdos cruzaron por su mente: el tiempo de las expediciones nocturnas, redadas con pasamontañas, con los equipos de la brigada criminal. No sentía ninguna nostalgia de aquella época. Lo que más gustaba a Niémans era penetrar en los espacios, dominar las horas cruciales de la noche, pero como un verdadero intruso: en solitario, en silencio y de forma clandestina.

Varios clics y la puerta se abrió. Algunas batas. Golosinas. Viejas revistas. Y más linternas y máscaras. Niémans palpó las paredes, observó los rincones, procurando que no resonara el hierro. Nada. Verificó que el casillero no contuviera un techo falso, una trampilla.

Niémans se arrodilló y juró. Por lo visto, no salía de las pistas falsas. No había nada que descubrir en la vida de ese joven. Y además, ni siquiera estaba seguro de que el cadáver congelado de las alturas de la montaña fuese realmente el del hombre soltero. Philippe Sertys reaparecería probablemente dentro de unos días, después de su primera fuga, del brazo de una soberbia enfermera.

El policía se vio obligado a sonreír ante su propia testarudez. Decidió eclipsarse antes de ser sorprendido en esta posición. Pero cuando se levantó vio, bajo el armario, una baldosa de linóleo ligeramente despegada. Deslizó la mano y palpó el trozo de material sintético. Con dos dedos, levantó la baldosa. Notó la grava del cemento, el tacto de un objeto. Percibió un tintineo, adelantó más los dedos y cerró el puño con fuerza. Cuando volvió a abrirlo, tenía en la mano una llave y su anilla, que habían sido cuidadosamente escondidas bajo el casillero.

A lo largo del borde, Niémans reconoció las escotaduras características destinadas a abrir una cerradura blindada.

Si Sertys poseía un secreto, se hallaba situado detrás de la puerta que abría esta llave.

En el ayuntamiento encontró por los pelos al empleado del catastro que se disponía a salir. Al oír el nombre de «Sertys», el rostro del hombre no pestañeó. Nadie estaba, pues, al corriente del asunto, ni de la presunta identidad de la nueva víctima. El funcionario, vestido ya con el abrigo, realizó de mala gana la búsqueda solicitada por el oficial de policía.

Mientras esperaba, Niémans se repitió una vez más la hipótesis que le había conducido hasta aquí, para incrementar las posibilidades de éxito. Philippe Sertys había disimulado una llave de cerradura blindada bajo el armario de los vestuarios. Ahora bien, la puerta de su casa no disponía de ningún refuerzo. Esta llave podía abrir una infinidad de puertas, de armarios empotrados, roperos, sobre todo en el hospital. Pero, ¿por qué esconderla? Una intuición había inducido a Niémans a ir allí, al catastro, a fin de comprobar si Philippe Sertys poseía otra vivienda, una cabaña, una granja, cualquier cosa, pero cuyas estructuras protegidas estuvieran cerradas sobre otra vida.

Todavía refunfuñando, el empleado deslizó bajo la tapa del mostrador una caja de cartón apergaminado. En la parte anterior un pequeño ribete de cobre encuadraba una etiqueta marcada con tinta: «Sertys». Dominando su excitación, Niémans abrió la caja y hojeó los documentos oficiales, las actas del notario, los planos del terreno. Auscultó los documentos, observó los números de las parcelas, las situó sobre el plano de la región adjunto al legajo. Leyó y releyó las señas de la propiedad.

De modo que era así de sencillo.

Philippe Sertys y su madre tenían alquilada una casa, pero el joven poseía a su nombre, heredada de su padre, René Sertys, otra.

29

En realidad, la casa era un almacén solitario, situado al pie del Grand Doménon y rodeado de coníferas secas. En las paredes del edificio, una pintura pálida, escamosa como la piel de una iguana, parecía haber aguantado una cadena interminable de estaciones.

Con prudencia, Niémans se acercó. Ventanas enrejadas con barras de metal, cegadas por sacos de cemento. Un portal macizo y, a la derecha, una puerta blindada. Este local podía haber albergado toneles, cilindros metálicos, sacos de materiales. Cualquier cosa industrial. Pero este almacén pertenecía a un auxiliar de enfermería silencioso que sin duda acababa de ser asesinado en un glaciar etéreo.

El policía dio primero la vuelta al edificio y luego volvió ante la puerta reforzada. Deslizó la llave en la cerradura. Percibió el ligero clic de las bisagras, y después el ruido del pestillo que salía del cuadro de metal.

La puerta giró sobre sí misma y Niémans respiró a fondo antes de entrar. En el interior, el fulgor azulado de la noche se diluía como contra su voluntad, a través de los pequeños huecos conformados por los sacos embutidos contra los barrotes de las ventanas. Era un espacio de varios centenares de metros cuadrados, sombrío, vetusto, estriado por las sombras transversales de las estructuras metálicas del tejado. Unas columnas altas se elevaban hacia los nimbos de la cumbre.

Niémans avanzó, con la linterna encendida. La habitación estaba absolutamente vacía. O más bien se había vaciado en fecha muy reciente. Unas partículas manchaban todavía el suelo, había múltiples surcos en el cemento, sin duda huellas de muebles pesados que habían sido arrastrados hasta la puerta. Flotaba allí una atmósfera singular, como un eco de pánico, de precipitación.

El comisario observó, husmeó, palpó. Era un local industrial, desde luego, pero de una gran limpieza. Efluvios asépticos asediaban el espacio. Se respiraba también un olor de fiera, un aliento animal.

Niémans continuó avanzando. Ahora caminaba sobre polvo blancuzco, astillas de yeso. Se arrodilló y descubrió diminutas mallas metálicas. El policía pensó en trocitos de cerca o en restos de filtros de ventilación. Deslizó varios de estos restos en sobres de plástico, y después recogió el polvo y las astillas, sin reconocer su olor apagado, neutro. Levadura. O yeso. En ningún caso droga.

Al margen de este último descubrimiento, se fijó en algunos signos que demostraban que se había mantenido allí un gran calor durante años. Tomas de tierra instaladas en las cuatro esquinas del espacio podían haber alimentado radiadores eléctricos, cuyos emplazamientos estaban marcados por aureolas negras en las paredes.

Al final, Niémans concluyó varias hipótesis contradictorias. Pensó en una cría de animales que hubiera necesitado una temperatura alta. Supuso también que habrían podido efectuarse aquí experimentos de laboratorio en condiciones estériles, inducidas por el fuerte olor clínico. No sabía nada, pero sentía un temor profundo. Más sordo y más violento que el que había experimentado en el glaciar.

Ahora poseía dos certidumbres. La primera era que Philippe Sertys, un hombre oscuro, se entregaba allí a una actividad oculta. La segunda era que el joven individuo había sido obligado, justo antes de morir, a vaciar el lugar con urgencia.

El oficial de policía se levantó y escrutó con atención las paredes, explorándolas con la linterna. Tal vez hubiera nichos, escondites que contuvieran algún objeto olvidado por Sertys. El intruso buscó a tientas, golpeó los tabiques, escuchó las resonancias, tanteó diferencias de materiales. Las paredes estaban revestidas de hojas de papel de embalaje, bajo las cuales había fibra de vidrio comprimida. Siempre la búsqueda del calor.

Niémans palpó así paredes enteras, hasta que notó, a un metro ochenta de altura, un refuerzo rectangular que no cuadraba con la superficie abombada del conjunto. Plantó el índice a lo largo del tramo y se dio cuenta de que habían rellenado la ranura. Rasgó más el papel y descubrió unas bisagras. Deslizando las uñas por el intersticio central, consiguió entreabrir el reducto. Estantes. Polvo. Moho.

El comisario palpó los estantes y notó sobre uno de ellos algo plano, cubierto por una película polvorienta. Cogió el objeto: era un pequeño cuaderno de espiral.

Una llamarada bajo su carne. Lo hojeó inmediatamente. Todas las páginas estaban cubiertas de cifras minúsculas, incomprensibles. Pero una de las páginas tenía, encima de las cifras, una gran inscripción oblicua. Aquellas letras parecían escritas con sangre. El trazo era de tal violencia que las palabras habían perforado el papel en algunos lugares. Niémans pensó en una cólera frenética, en un geiser rojizo. Como si el autor de estas líneas no hubiera podido abstenerse de escupir su locura en letras escarlata. Niémans leyó:

Somos los amos, somos los esclavos.

Estamos por doquier, no estamos

en ninguna parte.

Somos los agrimensores.

Dominamos los ríos de color púrpura.

El policía se apoyó en la pared, contra los jirones de papel marrón y los filamentos de fibra de vidrio. Apagó su linterna pero una luz deslumbraba su conciencia. No había encontrado un vínculo entre Rémy Caillois y Philippe Sertys. Había descubierto algo mejor: una sombra, un secreto en el corazón de la existencia discreta del joven auxiliar de enfermería. ¿Qué significaban las cifras y las frases ocultas del pequeño cuaderno? ¿A qué jugaba Sertys en su almacén clandestino?

Niémans hizo un breve balance de su investigación, como se reúnen las primeras pajas chispeantes de un fuego bajo un viento helado. Rémy Caillois era un esquizofrénico agudo, un ser violento que en el pasado había cometido -tal vez- un acto culpable. En cuanto a Philippe Sertys, realizaba actividades clandestinas en este taller siniestro, actividades que había intentado borrar unos días antes de su muerte.

El comisario no tenía aún ninguna prueba tangible, ninguna precisión, pero cada vez era más evidente que ni Caillois ni Sertys eran tan diáfanos como hacía suponer su existencia oficial.

Ni el bibliotecario ni el auxiliar de enfermería eran víctimas inocentes.