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Capítulo décimo quinto Cuando veamos de nuevo las estrellas

El fuego en el centro era muy pequeño, apenas suficiente para mantener hirviendo el contenido de la cacerola pese a la resistencia del frío rabioso. Estaban sentados alrededor de él, en un amplio círculo, las mujeres, los niños y los ancianos de la tribu, mirando mudos a las cansinas llamas, sus bocas mascando lentamente. Ausentes en espíritu, intentaban alargar la degustación de la sencilla y líquida papilla que arrancaban con los dedos desnudos de unos destrozados cuencos de madera.

La luz del fuego iluminaba con debilidad las frías rocas alrededor del pequeño grupo, resplandecía triste sobre los rostros enflaquecidos en los que estaban grabadas las penalidades de una vida de huida. Era la única luz en la noche. El extenso cielo sobre ellos era negro como un abismo interminablemente profundo.

Cheun era el único guerrero en el círculo. Comía su papilla en silencio, una papilla que sabía que no le iba a dejar satisfecho. Hacía años desde que se había sentido satisfecho por última vez. Entonces, cuando aún vivían en los valles junto al río, valles con buenos pastos y buenas tierras. Ahora el enemigo tenía aquellos valles y los pastos habían desaparecido para siempre bajo la masa gris con la que cubrían todo lo que ocupaban.

Cheun comió más rápido. Tenía que volver junto a los otros hombres que hacían guardia arriba, en la montaña. También ellos tenían hambre y esperaban su regreso.

Con el rabillo del ojo vio cómo el viejo Soleun dejaba a un lado su desportillado cuenco y con una ligera sonrisa se acariciaba la barriga, por pura costumbre, como si estuviera satisfecho y contento. Cheun sólo le echó una rápida mirada. Sabía lo que vendría ahora.

– El cielo no siempre estuvo oscuro -comenzó Soleun a contar con la voz fina de la edad-. No siempre ahogó la oscuridad a los seres humanos cuando venía la noche. Antes, hace un tiempo infinito, tanto que la lluvia hace mucho que ha lavado las montañas que eran jóvenes entonces y las ha llevado hasta el mar, entonces todavía había estrellas en el firmamento.

A los niños les gustaban aquellas historias del viejo. Cheun arrugó el rostro con desprecio. Merecía la pena buscar la muerte del guerrero solamente por ahorrarse el volverse de nuevo infantil cuando llegara a viejo.

– Las estrellas… Después de todo este tiempo nuestro idioma todavía ha conservado la palabra -continuó Soleun pensativo-. Aunque ningún ojo que esté vivo haya visto jamás una estrella, sabemos por las tradiciones de nuestros antepasados que una estrella es un pequeño y débil punto de luz en el cielo de la noche. Y tales estrellas cubrían el cielo a miles y miles. Entonces la cúpula del cielo por la noche era un hermoso tejido de luz brillante, como joyas preciosas, pleno de brillantes grandes y pequeños. Pero entonces vinieron los enemigos. De otro mundo vinieron al nuestro y las estrellas se apagaron. Desde entonces el cielo es negro por la noche y ahoga nuestras almas.

Las palabras del viejo y la santa seriedad con que las pronunció provocaron que a Cheun se le erizara el vello de la nuca, y que se enfadara consigo mismo en el mismo momento en que se dio cuenta.

– Desde entonces nos persiguen los enemigos. Nos empujan paso a paso por delante de ellos, nos matan y hacen inhabitable nuestro mundo. Nadie sabe por qué lo hacen. Nos expulsan y hacen avanzar la Tierra Gris, cada vez más. Por su aspecto exterior son hombres como nosotros, pero en realidad son servidores del mal. No sólo son nuestros enemigos, sino que son enemigos de la vida, pues quieren que un día la Tierra Gris cubra el mundo entero y que no haya nada más que la Tierra Gris y en su centro el palacio que llaman el Palacio de las Lágrimas. Pero dado que sabemos que los enemigos sirven al mal, también sabemos que al final estarán condenados al fracaso. El mal no tiene existencia por sí mismo. Podrán vencer, pero se hundirán y caerán en el olvido. Nosotros moriremos, pero viviremos eternamente. Todos estos horrores tendrán un final algún día. Algún día brillarán de nuevo las estrellas. Y cuando veamos de nuevo las estrellas, estaremos salvados.

Al oír aquellas palabras, los rostros de los niños se alzaron hacia la oscuridad en las alturas y se estremecieron al contemplar el vacío plomizo que había por encima de ellos. La mirada de los viejos era obtusa, dirigida hacia el suelo y el soplo de su respiración destelló nebuloso al brillo del pequeño fuego.

Algún día. Nadie sabía cuándo sería esto. Seguramente, hasta entonces la lluvia también borraría del mundo las montañas que les rodeaban.

Aunque todavía no había dejado vacío su cuenco, Cheun se levantó con un gesto de cólera. Con desconsideración, alargó el cuenco a la mujer que estaba sentada junto a él y salió del círculo dirigiéndose hacia la oscuridad.

Aquí ya no vio más. Tuvo que ir tanteando de roca en roca, subiendo la montaña, por un camino que había estudiado con exactitud durante el día. Cada sonido era importante. Cheun registraba la más mínima variación del eco que producían sus pasos. El sendero era empinado y peligroso.

Estaba sin aliento cuando llegó al campamento de guardia de los hombres. Éstos habían erigido su posición en el lado de la montaña que miraba hacia el campamento de abajo. Alguien le saludó con un golpe en los hombros. Cheun tomó la mano y reconoció a Onnen, el líder de la tribu.

– ¡Cheun! ¿Cómo están las cosas abajo? ¿Se tranquilizan de nuevo los viejos con sus cuentos?

Cheun resopló despectivo. Podía sentir la presencia de los otros hombres, el sonido de su respiración y de sus movimientos. Había miedo en el aire y rabia, la impotente desesperación de no poder hacer nada para defenderse del enemigo.

– Soleun está contando las viejas leyendas. Dice que sólo necesitamos esperar hasta que los enemigos se hundan en su propia maldad.

Unas risas aisladas surgieron de la oscuridad, duras y cortas, como ladridos. A Cheun le comenzó a hacer daño el viento que soplaba allí arriba, suave e imperceptible, pero frío y mordiente. Los agujeros de la nariz parecían helarse y perder sensibilidad.

– ¿Ha sucedido algo en la frontera? -preguntó Cheun a la noche impenetrable.

– No -dijo alguien.

Cheun fue tanteando hacia adelante, hasta que pudo mirar hacia la llanura. Allí estaba la otra luz, la luz del enemigo. Unas líneas apenas perceptibles de luz azul oscuro marcaban el discurrir de la frontera fortificada. La luz era tan difusa que no se podía reconocer ningún detalle, sólo los contornos angulosos de unas máquinas colosales que habían sido conducidas hasta la frontera.

Cheun se acordó de cómo había visto cuando niño aquella imagen por primera vez. Antes la frontera había sido una valla de alambre, infinita e insignificante, que mataba a todo el que se acercara con un rayo y que por las noches brillaba con aquella centelleante luz azul como una amenaza constante. Un día habían venido las máquinas, lentamente, como grandes animales de acero gris. Había sido una columna sin fin, y se habían colocado las unas junto a las otras hasta que por fin el frente de máquinas en movimiento había alcanzado de horizonte a horizonte.

Él había estado allí de pie y había estado esperando a ver qué pasaba. Su tribu no había esperado, había tomado sus pocos haberes y había huido. Pero desde lo lejos los había llegado a ver: vinieron hombres que desmontaron la valla. Y tan joven como Cheun era, había comprendido que lo hacían para dejar el camino libre a la Tierra Gris, al enemigo que quería matarlos a todos aunque ellos no le hubieran hecho nada.

Y así había seguido siendo. Una y otra vez habían tenido que huir, cada vez más hacia el norte y cada vez el clima se había ido haciendo más frío y la comida cada vez más escasa. A veces habían tenido que luchar contra otra horda en cuyo territorio se habían introducido durante su fuga. Y ahora habían llegado al borde de la rocosa cordillera del norte. Ahora sólo quedaba el camino hacia un frío mortal, desiertos estériles donde perecerían entre rocas peladas y escarpadas gargantas.

– ¿Qué piensas tú, Cheun? -preguntó Onnen, de pronto junto a él.

Cheun se estremeció. No había oído llegar al líder, hasta tal punto había estado sumergido en sus pensamientos y recuerdos.

– No sé a dónde podríamos huir esta vez -explicó-. No nos queda más que el desierto de rocas y más allá el hielo eterno. Da igual lo que hagamos, sólo podemos elegir entre una muerte rápida y una lenta.

– ¿Y qué eliges tú?

– Yo elijo siempre la lucha.

Onnen guardó silencio un instante.

– Había planeado que nos fuéramos en dirección a la salida del sol, cuando tuviéramos que irnos de nuevo. Si las noticias son ciertas, hay allí valles cálidos, un suelo rico y muchos animales bien alimentados. Pero habría sido una larga marcha y para sobrevivir a ella habríamos necesitado la próxima cosecha. El ataque ha llegado demasiado pronto. Los enemigos avanzarán en los próximos días y destruirán nuestros últimos campos allá abajo, y si todavía estamos aquí, nos matarán a nosotros.

– Entonces no nos queda otra cosa que huir y dejar atrás a los viejos y débiles -afirmó Cheun. Él había tenido que abandonar una vez a su madre enferma durante una de las huidas y había visto desde lejos cómo su cabaña desaparecía bajo el fuego del enemigo.

– Tengo otro plan -dijo Onnen-. Vamos a intentar detenerlos.

De pronto Cheun no estuvo seguro de si todo aquello no era simplemente un mal sueño. ¿Detenerlos? ¿Qué decía el líder? Ninguna de sus armas sería capaz de arañar siquiera los colosos de acero del enemigo.

– ¿Cómo piensas hacer eso?

– Quiero matar a uno de ellos y quitarles sus armas -declaró Onnen sereno-. Nuestras armas no afectan a sus máquinas, pero si dirigimos hacia ellas sus propias armas, quizás tengamos una oportunidad.

Era un sueño. Una pesadilla.

– Onnen, hay miles de máquinas. Incluso aunque destruyeras a una de ellas no cambiaría nada…

– Pero si conquistamos una y atacamos a las otras con ella, ¡eso cambiaría algo!

– Nos superan en número, Onnen. Destruye una y otra acudirá en su lugar.

La voz del líder sonó de pronto afilada e impaciente.

– ¿No has dicho que tú eliges siempre la lucha, Cheun?

Cheun guardó silencio.

– Ésta es nuestra única oportunidad para actuar -explicó Onnen. Puso su brazo sobre el hombro de Cheun y, aunque no podía verlo, Cheun supuso que el líder señalaba a la planicie, a la frontera-. Han desmontado la valla que lanza los rayos y sus máquinas están lo suficientemente lejos las unas de las otras como para que un hombre pueda penetrar entre ellas. Y mira bien, entre las máquinas la luz es muy débil. Podemos colarnos ocultos por la oscuridad dentro de la Tierra Gris y atacarles por detrás. Seguramente no cuentan con ello. Esperaremos hasta que uno de ellos ande solo y lo mataremos con una flecha.

Cheun tuvo que admitir que Onnen había pensado bien su plan. Habían visto por el día como a menudo personas aisladas andaban de acá para allá detrás de la fila de máquinas rodantes. La Tierra Gris no ofrecía escondrijo alguno, pero no era necesario mientras todavía estuviera oscuro. Atacarían por un lado por el que el enemigo no contaba con un ataque y como las máquinas estaban envueltas en su pálida luz azul, podrían ver al enemigo, pero éste a ellos no.

Y era mejor morir en lucha que en el campamento de los enfermos.

– Te sigo -dijo Cheun.

Onnen le dio una palmada en los hombros, contento, pero también aliviado.

– Lo sabía.

Puesto que la arriesgada empresa había sido ya decidida, no dudaron ni un instante. Onnen reunió a los hombres a su alrededor y les dijo una vez más lo que tendrían que hacer. Señaló a uno de los más jóvenes para el puesto de guardia que quedaría atrás, hizo que comprobaran las pocas armas que tenían -hachas de piedra, jabalinas, arcos y flechas-, y luego comenzaron a bajar hacia los campos.

Encontraron su camino incluso en las tinieblas. Los dedos tanteaban en busca de piedras que sobresalían y ramas muertas, de musgos polvorientos y hendiduras en las piedras. Los pies resbalaban sobre los cantos rodados, encontraban escalones y hoyos y salientes de roca. Todos sabían dónde tenían que agacharse y dónde tenían que tener cuidado para no caerse.

– ¡Retroceded! -gritó, mientras iba tropezando hacia atrás, todavía con los ojos cerrados y llorosos, en los que la luz quemaba comofuego. El sordo gruñido de los colosos grises llenaba el aire, el crepitante sonido de sus ruedas aplastando todo y el estallido de piedras y cantos rodados bajo ellas. De pronto hubo tanto ruido que no podía oír a los otros.

Y entonces aparecieron de nuevo aquellos agudos y penetrantes sonidos a los que cada vez les seguían gritos de sus camaradas. Cheun corría, corría por su vida y la de su tribu. Dentro de él rabia y miedo y ambas cosas le hacían crecer alas en las piernas. Lucha. También esto podía ser lucha. A veces luchar significaba correr, alejarse de un enemigo más poderoso e intentar todo para escapar.

De nuevo un estallido como un latigazo muy por detrás y esta vez le había acertado a él. Sintió un crudo dolor, una especie de relámpago que le atravesaba todo el cuerpo y le empujaba hacia delante como un inesperado golpe en la espalda. Involuntariamente, sin detenerse en su carrera, alargó la mano hacia el lugar donde el dolor tenía su origen y a través de las lágrimas vio sangre en su mano. Mucha sangre.

El enemigo le había acertado, pero aún vivía. No tiraría la toalla Seguiría corriendo. El enemigo había cometido un fallo. También el enemigo cometía fallos a veces. Tampoco esos colosos tenían un poder ilimitado. Él había ido lo suficientemente lejos como para poder escapar. Escaparía. Lo conseguiría. Estaba sangrando, sí, pero eso no significaba nada. Luchaba. Corriendo. Seguir corriendo. Él elegía siempre la lucha. Él, el guerrero. Él, Cheun, de la estirpe de Oneun. Consiguió llegar hasta el pie de la montaña, consiguió avanzar también una parte del camino que conducía hacia arriba, el cual estaba ahora envuelto en luz brillante, antes de venirse abajo.

Esta vez era el final. Cheun yacía con los ojos cerrados, sobre la espalda, las manos apretadas sobre la herida, y sentía cómo la vida se le escapaba. Con una claridad extraña supo que moriría y solamente sentía pena por su tribu, que ahora tendría que huir sin sus guerreros a través de un desierto inhóspito y muerto en el que todos perecerían.

Escuchaba los sonidos de los enemigos al acercarse, sentía el sordo movimiento del suelo en la espalda y escuchaba los miles de crujidos y chasquidos de plantas aplastadas. Su respiración se volvió más pesada. Así que esto era, el final. Su final. Al menos estaría desangrado mucho antes de que las máquinas comenzaran a escalar la montaña. Le embargó la soledad mientras yacía allí, tosiendo, y se aferraba a la última gota de vida que le quedaba. Reflexionó si había alguien cuya presencia hubiera deseado, pero no se le ocurrió nadie. Así que éste era su final: miserable.

Y entonces, de pronto, se hizo el silencio y la luz no penetró más a través de sus párpados. Cheun abrió los ojos. Sobre él, en el cielo infinito de la noche, contempló las estrellas.