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Al mediodía del miércoles, realizadas ya las últimas paradas para comprar pintura y abastecimientos, Cassie cruzaba el desierto, con el sol reflejándose en la carrocería plateada del Porsche y las ondas de calor levantándose del asfalto ante ella. Aunque la carretera estaba razonablemente despejada y ella conducía un coche con potencia suficiente para circular a ciento ochenta kilómetros por hora, mantenía el Boxster a una velocidad constante, justo por debajo del límite. Era algo así como llevar un purasangre a medio galope, pero no le faltaba una buena razón, porque desde el momento en que había salido del condado de Los Angeles estaba violando la libertad condicional. Si una patrulla de autopistas la paraba, el resultado podía ser su encarcelación inmediata.
Al cruzar el límite del condado tomó conciencia de que las apuestas eran altas y que su vida estaba en riesgo. Cualquier encuentro con las fuerzas del orden podía resultar en su retorno a prisión. Le habían dado la condicional en una condena de siete a doce años por homicidio sin premeditación. Si la detenían regresaría a la cárcel por un mínimo de dos años, probablemente incluso más.
Puso un compacto de Lucinda Williams en el equipo de música del coche y lo escuchó una y otra vez durante el viaje. El cedé rara vez saltaba circulando por el suelo liso de las autopistas. A Cassie le gustaba el espíritu forajido de las canciones, los sentimientos de ansia y búsqueda de algo que Lucinda ponía en cada tema. Uno de ellos hacía llorar a Cassie cada vez que lo escuchaba. Hablaba de un amor perdido que había regresado a Lake Charles para morir.
¿Un ángel te susurró al oído,
te abrazó y te quitó todos tus miedos
en aquellos largos momentos finales?
La pregunta que planteaba la canción era un fantasma que no cesaba de acosar a Cassie. Ella quería creer que un ángel se había acercado a Max.
Cassie distinguió las siluetas afiladas de los casinos a las tres y sintió la inconfundible mezcla de emoción e inquietud. Durante años se había convencido de que no volvería a ver el lugar en el que había crecido y donde había vivido con Max. Había aceptado sin más problemas dejar Las Vegas tras de sí. Y su regreso le hizo pensar en dolor, lamentaciones y fantasmas, pero aun así no pudo menos que maravillarse con la genialidad del lugar. Si alguna vez algo se había construido de la nada, eso era Las Vegas.
Mientras circulaba a baja velocidad por el Strip descubrió los nada desdeñables cambios que éste había experimentado en su ausencia. En cada manzana había brotado un nuevo complejo, un nuevo testamento a la codicia y el exceso. Pasó junto a un rascacielos que imitaba a los de Nueva York, el colosal MGM Grand y el nuevo Bellagio. Vio reproducciones de la torre Eiffel y de la plaza de San Marcos de Venecia. Había lugares y monumentos que no había visto nunca, pero que de pronto estaban ahí mismo, en Las Vegas Strip. Recordó una frase de Max: «Al final, todo y todos terminarán en Las Vegas, y ya no habrá motivos para ir a ningún otro sitio».
Luego ellos fueron a una isla y supieron que había al menos un lugar que no podía corromperse.
Al llegar al Cleopatra, la atención de Cassie se centró en las torres gemelas llamadas Tigris y Euphrates. Su mirada se paseó por el cristal de espejo de la última planta de la Euphrates Tower y se detuvo por un momento en una de las ventanas.
Luego centró su atención en el atrio triangular de cristal que cubría el casino, el cual se extendía veinte pisos más abajo. El reflejo del sol en el cristal destellaba con la nitidez de un diamante. El complejo se alzaba retirado casi cien metros del Strip y el camino de entrada conducía al visitante por una serie de piscinas a distintos niveles, desde las cuales se elevaban fuentes de agua en una coreografiada danza acuática. De la superficie espejada de las piscinas surgían estatuas blancas de niños que jugaban bajo la mirada benevolente de Cleopatra, sentada en un trono levantado al borde de la piscina más alta. Tras ella, destacaba un motivo egipcio, integrado en el diseño moderno del exterior color arena del hotel y el casino.
Cassie pasó de largo y esperó con el tráfico que doblaba por Flamingo y se encaminaba al laberinto industrial de la zona oeste de la ciudad. No pudo evitar pensar en Max, en el tiempo que compartieron allí y en el final. Lé sorprendió un dolor punzante y se arrepintió de su regreso. El paisaje siempre variable de Las Vegas se reinventaba sin cesar y ella no esperaba que una urbe que no era más que una fachada ejerciera tantas resonancias nostálgicas. Pero así era y dolía. No había estado con ningún otro hombre desde Max y estaba segura de que nunca lo estaría. Quizá, pensó, debería abrazar ese dolor porque nunca tendría otra cosa. Pero entonces recordó que había algo más: un plan en el horizonte.
Hooten’s Lighting & Supplies estaba enclavado en un complejo industrial próximo a una sección elevada de la autovía. Llevaba cuarenta años en ese mismo lugar, aunque el negocio había cambiado considerablemente a lo largo de ese periodo y lo que había empezado como mayorista de luces para los casinos se había convertido en un comercio centrado en la electrónica, que no sólo vendía sino que también fabricaba. HLS producía y comercializaba gran parte de los sofisticados equipos de vigilancia utilizados en los casinos de Nevada y en las salas de juego de las reservas indias dispersas en todo el Oeste.
Lo que desconocían los propietarios de HLS y los casinos que adquirían los equipos de seguridad era que dentro de la empresa había al menos una persona que ponía la misma tecnología a disposición de aquellos que trataban de burlar los sistemas de seguridad que la compañía instalaba en los casinos.
Cassie estacionó el Boxster en el aparcamiento vallado de la parte de atrás, donde los instaladores dejaban sus camiones por la noche, y accedió al local por la puerta trasera. Una vez dentro, Cassie se quedó quieta un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. Cuando logró ver con claridad, se fijó en el largo mostrador que ocupaba toda la parte derecha de la austera sala de equipamientos y catálogos. Tras él, media docena de hombres atendían a los clientes o hablaban por teléfono. La mayoría tomaban pedidos con un ejemplar del grueso catálogo de HLS abierto ante ellos. El lugar apenas había cambiado y en la pared de detrás del mostrador seguía el mismo eslogan que siete años antes:
EN DIOS CONFIAMOS
A TODOS LOS DEMÁS LOS VIGILAMOS
Cassie tardó unos segundos en localizar a Jersey Paltz, que estaba hablando por teléfono en un extremo del mostrador. Se había dejado barba y tenía el pelo más canoso, pero mantenía la cola de caballo y el aro de plata en la oreja. Era él.
Paltz colgó justo cuando Cassie se acercaba al mostrador, pero no la miró. Terminó de escribir notas en la parte superior de un talonario de pedidos. Cassie leyó boca abajo, vio que era un pedido del Tropicana y habló mientras Paltz seguía apuntando.
– ¿Qué, Jersey, estás demasiado ocupado para saludar a una vieja amiga?
Paltz terminó de anotar y levantó la cabeza, sonriente. Titubeó un instante hasta que su rostro mostró un leve registro de reconocimiento.
– ¿Cassie Black?
Cassie asintió y sonrió.
– Eh, niña, ha pasado mucho tiempo. ¿Cuándo has…, eh…?
– Hace diez meses. Aún no había estado por aquí. Desde High Desert me mudé a California. Me gusta, la temperatura sólo rompe el termómetro un par de veces al año.
Paltz asintió, pero Cassie se apercibió de su vacilación. Él sabía que ella no había ido a recordar viejos tiempos, en primer lugar porque entre ambos nunca había existido otra relación que la profesional. Cassie miró en torno a sí para asegurarse de que nadie los escuchaba y entonces se inclinó sobre el mostrador y puso los codos en el catálogo abierto.
– Necesito un equipo completo. Al menos tres cámaras y una ha de ser verde.
Paltz se puso el lápiz que había estado usando sobre la oreja y negó con la cabeza sin mirarla.
– Necesitaré un par de gafas de visión nocturna y un rollo de cinta conductora -agregó Cassie-. He pasado por Radio Shack de camino hacia aquí y ya no vendían cinta. El resto de las herramientas me las he traído yo.
– Eso puede ser un problema -dijo Paltz.
– ¿Las gafas o la cinta?
– Todo. Ya no… Quiero decir que ya no estoy metido en esa clase de…
– Mira, Jersey, ¿no crees que si hubiera querido tenderte una trampa lo habría hecho hace seis años, cuando podía sacar algún provecho? Sabes que ganaste un montón de dinero con Max y conmigo. Lo recuerdas, ¿verdad?
Paltz asintió de mala gana.
– Es que las cosas han cambiado en esta ciudad. Si cruzas la línea van a por ti. Quiero decir que van a por ti en serio.
Cassie se enderezó.
– No has de convencerme de eso. Ni a Max tampoco.
– Lo siento, ya lo sé. -Apoyó las manos en el mostrador.
– Entonces, ¿qué te parece, Jersey? Tengo dinero y estoy lista.
Cassie se descolgó la mochila y la abrió para dejar a la vista los fajos de billetes de cien que Leo le había dado. Ella sabía que al otro lado de la ley la confianza y la lealtad eran una cosa y mostrar el dinero otra bien distinta.
– Tengo que saberlo ahora, porque si no vas a ayudarme he de encontrar a otro.
Paltz asintió y Cassie advirtió que el dinero le había hecho cambiar de opinión.
– ¿Sabes qué? -dijo-. Quizá pueda hacer algo por ti. ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
– Lo necesito ya, Jersey. Esta noche. Estoy aquí y tengo trabajo.
Él la miró, y mantuvo las manos en el mostrador. Se cercioró de que su conversación seguía siendo privada.
– Muy bien. Trabajo hasta las cinco. ¿Qué tal en el Aces and Eights a las seis?
– ¿Ese antro sigue abierto?
– Claro.
– Nos vemos a las seis.
Ella empezó a alejarse del mostrador, pero Paltz silbó suavemente y Cassie se volvió de nuevo. Paltz escribió en una libreta con el lápiz que llevaba en la oreja, arrancó la hoja y se la tendió.
– Tendrás que llevar esto encima.
Ella miró el papel.
8.500$
Pensó que era caro. Había leído lo suficiente sobre nuevas tecnologías para saber que el coste de lo que necesitaba rondaba los cinco mil dólares, contando con un buen margen de beneficio para Paltz. Antes de que dijera nada, Paltz interpretó sus pensamientos.
– Mira -susurró-, vas a tener que pagar bastante. Lo que te vendo es exclusivo y si te detienen con esto sabrán de dónde ha salido. Vendértelo no es ilegal pero pueden empapelarme por colaboración. Ahora presentan cargos así como nada. Además, perdería el trabajo, así que tienes que pagar por el riesgo. Ése es el precio, lo tomas o lo dejas.
Cassie cayó en la cuenta de que había cometido un error al mostrarle el efectivo antes de cerrar el trato.
– Muy bien -dijo ella por fin-. Voy con gastos pagados.
– Te veo a las seis.
– Hasta entonces.