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El tráfico en North Las Vegas era exasperante y Cassie llegó al Aces and Eights un cuarto de hora tarde. Sin embargo, antes de entrar se tomó el tiempo de sentarse en el coche y ponerse la peluca que había comprado para la visita a la casa de Lookout Mountain Road. Bajó la visera y se sirvió del espejo para acomodarse la peluca y oscurecerse las cejas. Para terminar se puso unas gafas con cristales rosados que había comprado en un drugstore Thrifty.
El Aces and Eights era un bar al que acudían los residentes y Cassie había sido una habitual hasta seis años antes. La mayoría de los clientes se ganaban la vida en el negocio de los casinos -no siempre de forma legal- y si existía un lugar en el que podían reconocerla después de una ausencia tan larga ése era el Aces and Eights. Cassie había estado a punto de decirle a Jersey Paltz que eligiera otro lugar de encuentro, pero había respetado la elección de él para no asustarle. Además, debía admitir que experimentaba cierta nostalgia y quería ver si el viejo antro había cambiado.
Después de revisar su imagen una vez más en el espejo, bajó del Boxster y entró en el local. Llevaba la mochila colgada de un hombro. Vio a varios hombres en la barra y supo en qué casinos trabajaban por sus uniformes o por el color de sus delantales de crupier. Había un par de mujeres con vestido corto y tacones con el teléfono móvil y el busca sobre la barra: prostitutas a la espera de un trabajo que no se molestaban en disimular. En el Aces and Eights a nadie le importaba.
Vio a Paltz en un reservado circular, en la esquina más alejada del bar en penumbra. Estaba inclinado sobre un bol de chile. Cassie recordó que el chile era lo único del menú que los habituales se atrevían a pedir, pero ella no pensaba probarlo otra vez, ni ahí ni en ninguna otra parte después de haber tenido que comerlo todos los miércoles durante cinco años en High Desert. Se acercó y ya estaba metiéndose en el reservado cuando Paltz empezó a protestar.
– Cielo, estoy esperando a…
– Soy yo.
Paltz levantó la mirada y la reconoció.
– Es un poco pronto para carnaval, ¿no crees?
– Pensé que podría haber gente aquí que me reconociera.
– Joder, te has pasado seis años fuera de circulación. En Las Vegas eso es historia antigua. ¿Sabes?, ya estaba a punto de irme pero entonces supuse que si hacía seis o siete años que no venías no sabrías lo mal que se ha puesto el tráfico.
– Acabo de enterarme. Creí que Los Angeles era malo, pero esto es…
– Joder, al lado de esto, Los Angeles parece una autopista. Hacen falta otras tres autovías con todo lo que están construyendo.
Cassie no tenía ganas de hablar del tráfico ni del tiempo, así que fue al grano.
– ¿Me has traído algo?
– Lo primero es lo primero.
Paltz se deslizó por el banco del reservado hasta quedar junto a Cassie; movió la mano izquierda por debajo de la mesa y empezó a manosearla. Cassie se puso tensa de inmediato.
– Siempre quise hacer esto -dijo Paltz con una sonrisa-, desde que te vi con Max la primera vez.
Su aliento olía a chile y cebolla. Cassie se apartó y miró hacia la barra.
– Estás perdiendo el tiempo. Yo no…
Ella se detuvo cuando él le subió la mano por el torso hasta los pechos. Le apartó la mano.
– Vale, vale -dijo Paltz-. No hay que ser tan prudente, ¿sabes? ¿Llevas los ochenta y cinco abejorros en la bolsa?
Ella miró de nuevo hacia la barra para asegurarse de que nadie los observaba. Estaban a salvo. Si la gente se fijaba en sus miradas serias, las pasaría por alto como una negociación entre una puta con melena y un cliente. Nada importante. Incluso el manoseo podía interpretarse como parte de la negociación: un cliente tenía que asegurarse de la calidad y el género del producto en los tiempos que corrían.
– He traído lo que me has pedido -dijo ella-. ¿Dónde está el equipo?
– En la furgoneta. Enséñame lo que yo necesito y daremos una vuelta.
– Ya lo has visto -protestó Cassie-. Aléjate.
Paltz se deslizó de nuevo a su sitio. Se metió en la boca un poco más de chile y tomó un buen trago de la botella de Miller High Life.
Cassie colocó la mochila en el asiento entre ambos y levantó la tapa hasta la mitad. Su estuche de herramientas de goma estaba en la bolsa y encima el fajo de billetes. Billetes de cien, o abejorros, como los llamaban los habitantes de Las Vegas de toda la vida. Era una palabra del argot de Las Vegas con varios años de solera, de cuando miles de fichas falsas de cien dólares habían inundado los bajos fondos de la ciudad. Eran copias perfectas de las fichas blancas y negras de cien dólares que utilizaban en el Sands: las llamaban abejorros. La falsificación era tan buena que el casino tuvo que cambiar el diseño y el color de sus fichas. Ya hacía tiempo que el Sands había sido demolido y reemplazado por un nuevo casino, pero el código del hampa de llamar abejorros a los billetes o las fichas de cien dólares se mantenía. Cualquiera que utilizaba ese término, llevaba años en la ciudad.
Cassie se aseguró de que Paltz echaba un buen vistazo al dinero y enseguida cerró la mochila, justo cuando una camarera llegaba a la mesa.
– ¿Le traigo algo? -le preguntó a Cassie.
Paltz contestó por ella.
– No, está bien -dijo-. Vamos a salir un momento y yo vuelvo enseguida. Necesitaré otra cerveza entonces, encanto.
La camarera se retiró y Paltz sonrió, consciente de que lo que acababa de decir convencería a la camarera de que iban a salir a completar una transacción sexual. Eso no molestó a Cassie porque contribuía a construir su tapadera, en cambio le irritó que llamara encanto a la camarera. A Cassie siempre le desagradaba que los hombres llamaran a mujeres que no conocían con apelativos cariñosos que no sentían. Ella se tragó las ganas de meterse con Paltz por eso y empezó a salir del reservado.
– Hagámoslo ya -dijo en cambio.
Una vez que salieron, Paltz la condujo hasta una furgoneta aparcada al lado del bar. Se sacó una serie de llaves de una trabilla del pantalón y abrió la puerta corredera de la derecha. El vehículo se hallaba estacionado de manera que la puerta abierta quedaba a sólo unos metros de la pared lateral del bar. Nadie podía ver la furgoneta sin llegar hasta allí. Cassie pensó que eso era bueno si Paltz pensaba ser legal con ella y malo si trataba de engañarla.
Paltz subió a la furgoneta y le indicó a Cassie que le siguiera. La cabina estaba separada por un tablero de contrachapado, y en la zona de carga había dos bancos enfrentados, uno a cada lado de un área de trabajo. Diversas herramientas colgaban en ganchos de un tablón clavado a las paredes y había cubos de veinte litros con más herramientas, equipamiento y trapos. Cassie vaciló un instante en la puerta. Llevaba casi diez mil dólares en efectivo en la mochila y estaba siendo invitada a entrar en una furgoneta por un hombre al que no había visto, y mucho menos tratado, en más de seis años.
– Bueno, ¿lo quieres o no? No tengo toda la noche, y creo que tú tampoco.
Paltz señaló una maleta American Tourister de tamaño mediano que se hallaba en el suelo. La levantó, se sentó en un banco con ella en el regazo y la abrió. Dejó la tapa contra su pecho, de manera que Cassie viera el equipo cuidadosamente dispuesto con gomaespuma en la maleta.
Cassie asintió y subió a la furgoneta.
– Cierra la puerta -dijo Paltz.
Ella deslizó la puerta hasta cerrarla, pero sin quitarle ojo a Paltz.
– Démonos prisa -dijo-. No me gusta estar aquí.
– Tranquila, no voy a morderte.
– No me asusta que me muerdas.
Cassie examinó la maleta desde más cerca. El material electrónico estaba protegido con piezas recortadas para que no se moviera durante el transporte. Reconoció la mayoría de los elementos por haberlos utilizado antes o bien de las revistas y catálogos de artículos electrónicos: cámaras pinhole, un transmisor de microondas, un receptor y varias piezas de equipamiento relacionadas. Había también un par de gafas de visión nocturna.
Como un vendedor a domicilio, Paltz pasó una mano sobre la mercancía y empezó su perorata.
– ¿Quieres que te lo explique todo o ya sabes de qué va?
– Muéstramelo todo menos las gafas. Ha pasado bastante tiempo.
– Muy bien, entonces vamos de la captura a la entrega de imágenes. Para empezar, las cámaras.
Señaló la mitad superior del maletín, donde entre la gomaespuma se veían cuatro cuadraditos negros con circuitos al descubierto y una lente en el centro.
– Aquí tienes cuatro cámaras de chip: bastan para cualquier trabajo. Cuando hemos hablado antes no me has dicho si las necesitabas en color, pero…
– No necesito color ni sonido, necesito claridad. Tengo que leer números.
– Lo suponía. Éstas son todas en blanco y negro. Las tres primeras que ves son las pinhole de placa estándar. Cuando digo estándar, me refiero al estándar de Hooten’s. Nadie fabrica nada mejor actualmente. Te dan una resolución de cuatrocientas líneas desde un iris lineal electrónico. Muy claro. Duran de cuatro a seis horas con una pila barata. ¿Te basta?
– No habrá problema.
Cassie sintió que empezaba a entusiasmarse. Mantenerse al día con revistas de electrónica era una cosa, pero ver el equipo en realidad le ponía las pilas. Sentía el latido de la sangre en las sienes.
Paltz continuó con su show.
– Muy bien, esta cuarta placa es tu cámara verde. Se llama ALI, como Muhammad Ali. Por eso la llamamos en nuestro catálogo «la mejor camarita de todos los tiempos». Puedes ver con las luces apagadas o encendidas. Con infrarrojos a veces surgen fogonazos en el visor cuando se encienden las luces, por eso desarrollamos la ALI. Opera con la luz que hay en la sala y te permite ver lo que tengas que ver: formas, sombras, movimiento. El campo visual es verde, como siempre. ¿Sabes, esta noche habrá luna llena? Si tú…
– Y también vacía de curso.
– ¿Qué?
– No importa, sigue.
– Te estaba diciendo que con que haya un poco de luz de luna en la zona en la que grabas, te basta para que la cámara funcione.
– Genial, suena bien.
Cassie sólo necesitaba ver lo suficiente para ubicar al objetivo en la habitación a oscuras. La ALI parecía idónea.
– Bueno, sigo, puedes usar cualquiera de estas placas en cualquiera de las cubiertas que tengo aquí.
Sacó un falso detector de humos con un agujerito practicado con un taladro en la tapa y le mostró cómo encajar la placa alineando la lente con el agujero.
– Ahora, si necesitas un ángulo más bajo…
Le mostró un enchufe falso, tras cuya ranura superior podía instalarse la placa de la cámara. Se la tendió a Cassie, y ella se maravilló de lo pequeña que era.
– Es fantástico.
– Pero un poco arriesgado. El tipo podría intentar conectar algo y descubrir la puta cámara en su habitación. Así que si usas ésta piensa en un lugar en el que no vaya a conectar su portátil o su máquina de afeitar o lo que sea.
– Entendido.
– Muy bien. De manera que lo que necesitas es conectar las cámaras a las pilas, así. -Paltz puso tres pilas de botón en su receptáculo, conectado con cables a las cámaras de placa-. Entonces lo instalas. Luego has de conectar las cámaras al transmisor. Va a ser una distancia corta, ¿verdad?
Cassie asintió.
– Sí, dos metros y medio o tres como mucho, probablemente menos.
Él sacó un rollo de lo que parecía celo y lo levantó.
– Cinta conductora. Ya la habías usado, ¿no?
– Sí, hacia el final, en algunos trabajos.
Paltz continuó con su explicación como si Cassie le hubiera dicho lo contrario.
– Es tu cinta mágica, tía. Tiene dos conductores, uno es para vídeo y el otro, la toma de tierra. Lo conectas de la cámara al transmisor. Pero no olvides que la conexión tiene que ser corta; cuanto más larga es la distancia, más distorsión. Y eso no te va a gustar si tienes que leer números.
– Sí, lo recuerdo.
Empezaba a formarse sudor en el nacimiento del pelo de Paltz y le corría por ambas mejillas. A Cassie no le parecía que hiciera tanto calor en el interior de la furgoneta para semejante reacción. Observó que levantaba un brazo y se secaba la cara.
– ¿Te pasa algo?
– Nada -dijo Paltz mientras rebuscaba en la maleta-. Es que esto parece un horno. Esto es un transmisor de cuatro canales.
Sacó un caja plana del tamaño de un teléfono móvil de su correspondiente lugar en la espuma. Incorporaba una antena de quince centímetros.
– Es omnidireccional; da lo mismo en qué ángulo la sitúes, sólo importa que esté cerca de las cámaras para que la señal sea clara. Ya ves que no tiene ningún disfraz. Como no es una cámara, puedes esconderla donde quieras: debajo de la cama o en un armario, por ejemplo. También lleva una pila que dura lo mismo que las de las cámaras. ¿De acuerdo?
– Entendido.
– Pues bien, lo que este transmisor hace es enviar las imágenes capturadas al remoto. Esta preciosidad.
Sacó del maletín el elemento más grande del equipo, que parecía un ordenador portátil o quizás una fiambrera de la era espacial. Paltz abrió una pantalla y desplegó otro cabo de antena.
– Esto es tu receptor-grabador de microondas. En función de las interferencias puede llegar a tener un alcance de doscientos metros, y dar una imagen decente.
– ¿Qué provoca las interferencias?
– Nada por lo que tengas que preocuparte. El agua, sobre todo. La savia de los árboles también provoca caídas de línea. No vas a trabajar cerca de un bosque, ¿verdad?
– ¿Hay algún bosque en Las Vegas, Jersey?
– Yo no lo he visto nunca.
– Así que no hay bosque, ni árboles, ni savia.
La actitud y el nerviosismo de Jersey empezaban a impacientar a Cassie, como si de algo contagioso se tratara. Se dio cuenta de que al no haber ventanas en la parte trasera de la furgoneta, ella no podía saber si habría alguien esperándolos -o esperándola- cuando abrieran la puerta. La cita había sido un error.
– ¿Y la piscina? -preguntó Paltz.
La pregunta pilló a Cassie desprevenida. Pensó un momento y recordó que la piscina del Cleopatra estaba al nivel del suelo.
– No hay piscina.
– Bien. El acero y el hormigón no son problema. Si te quedas dentro, debería funcionar a la perfección.
Paltz empezó a toquetear los botones del receptor-grabador. Lo encendió y la pantalla apareció llena de electricidad estática; pulsó un botón rojo situado en la parte derecha del miniteclado.
– Éste es el botón de grabación. Puedes grabarlo todo, o limitarte a mirarlo. Puedes dividir la cámara en cuatro y controlar cuatro cámaras al mismo tiempo.
Pulsó una serie de botones y la pantalla se dividió en dos ocasiones, pero seguía mostrando cuatro vistas de nieve.
– No vamos a ver nada porque no tenemos las cámaras conectadas, pero las he probado antes y funciona perfectamente.
– Vale, Jersey, es un equipo fantástico. ¿Tienes que enseñarme algo más? He de irme.
– Es todo. Ahora si me pagas lo que acordamos, puedes irte y yo podré volver a mi chile, aunque ya se habrá enfriado.
Cassie se puso la mochila en el regazo.
– ¿Trabajas sola en esto, Cassie?
– Sí -contestó ella sin pensar.
Ella abrió la mochila, justo cuando Paltz cerró la maleta y levantó su otra mano, revelando que estaba empuñando una pistola con la que apuntaba al pecho de Cassie.
– ¿Qué estás haciendo?
– Estúpida -dijo.
Cassie empezó a levantarse, pero él le hizo una señal con la pistola para que volviera a sentarse.
– Mira, tío. Voy a pagarte. Tengo el dinero aquí, ¿qué te pasa?
Paltz se cambió la pistola de mano y dejó la maleta en el suelo de la furgoneta. Entonces alcanzó la mochila.
– Yo lo cogeré.
Le arrebató la mochila sin contemplaciones.
– Jersey, hemos hecho un trato. Hemos…
– Cierra la puta boca.
Cassie trató de mantener la calma mientras observaba cómo él buscaba el dinero. Sin mover un músculo quitó todo el peso de la pierna izquierda y empezó a levantarla lentamente. Paltz estaba sentado justo enfrente de ella, con las rodillas separadas treinta centímetros. Ella habló con voz queda y mesurada.
– ¿Qué estás haciendo, Jersey? ¿Por qué has juntado todo el equipo si sólo pretendías robarme?
– Tenía que asegurarme de que estabas sola en esto, no fuera cosa de que hubieras conseguido un sustituto para Max.
Cassie sintió que la rabia crecía en su interior. El tipo le había tomado el pelo, la había contemplado como una víctima desde el primer momento, como alguien a quien podía robar si iba sola.
– ¿Y sabes qué? -dijo Paltz, casi mareado después de hacerse con la mochila con el dinero-. Ahora que lo pienso, podría llevarme una buena mamada de regalo. Dame algo de eso que le reservabas a Max. Después de cinco años en la trena no te vendrá mal un poco de práctica en comer pollas. -Hizo una mueca.
– Te estás equivocando, Jersey. Estoy aquí sola, pero trabajo para gente. ¿Crees que he venido a la ciudad y he elegido un objetivo al azar? Si me jodes a mí, los jodes a ellos, y no les va a gustar, así que ¿por qué no cerramos el trato y lo dejamos así? Tú te llevas el dinero, y yo me llevo el equipo. Me olvido de esa pistola y de lo que acabas de hacer y decir.
Sin quitarle ojo a Cassie, Paltz empezó a hurgar en la mochila en busca del dinero. Inmediatamente sonó un zumbido electrónico y Paltz dejó escapar un aullido. Su mano retrocedió y Cassie aprovechó la ocasión para lanzar su pierna izquierda y pegarle una patada en la entrepierna con la gruesa suela de sus Doc Marten. Paltz se dobló en dos dejando escapar un sonoro gruñido y apretó el gatillo.
Cassie oyó el ruido ensordecedor del disparo y notó un ligero tirón en la peluca cuando la bala atravesaba su falsa cabellera. Sintió la quemazón de la pólvora y los gases de la descarga en el cuello y las mejillas. Saltó hacia Paltz y agarró la pistola con las dos manos, luego se dio la vuelta sobre él hasta casi quedar sentada en su regazo. Le levantó la mano con la que él sostenía la pistola y le mordió con todas sus fuerzas, movida no por el miedo, sino por la rabia.
Paltz gritó y soltó la pistola. Cassie la agarró y rodó lejos de él. Apuntó al rostro del tipo desde una distancia de medio metro con la pistola: una Glock de nueve milímetros.
– Estúpido, hijo de puta -gritó-. ¿Quieres morir en esta puta furgoneta?
Paltz jadeaba y esperaba que el dolor de sus testículos se aliviara. Cassie se llevó una mano a la cara y se recorrió la piel en busca de sangre. Estaba segura de que el disparo no le había dado, pero siempre había oído decir que a veces ni siquiera te das cuenta de que te han dado de refilón.
Estiró el brazo y comprobó que tampoco tenía sangre en la mano, aunque no por eso dejó de maldecir en voz alta. El estúpido intento de robo de Paltz lo complicaba todo. Trató de pensar con claridad, pero le zumbaba el oído y le picaba la garganta a consecuencia de la quemadura superficial.
– ¡Túmbate! -ordenó-. ¡Al suelo, violador de mierda! ¡Tendría que meterte esta pistola por el culo!
– Lo siento -gimió Paltz-. Estaba asustado. Yo…
– ¡Qué coño! Túmbate en el suelo, boca abajo. ¡Ahora mismo!
Paltz se arrodilló poco a poco y luego apoyó el torso en el suelo.
– ¿Qué vas a hacer? -gimoteó.
Cassie colocó un pie a cada lado de su cuerpo, se agachó y apretó la boca de la pistola en la nuca de él. Amartilló el arma y el sonido hizo que los hombros de Paltz se estremecieran.
– Eh, Jersey, qué te parece, ¿quieres que te la chupe ahora? ¿Crees que se te va a levantar?
– Oh, Dios…
Cassie observó los cubos de equipo y herramientas que había en la furgoneta. Sacó una brida para sujetar cables de uno de ellos y ordenó a Paltz que pusiera las manos a la espalda. Él obedeció y Cassie advirtió que una de las terminales de la pistola aturdidora le había dejado una marca de quemadura en el dorso de la mano. Pasó la brida de plástico por las muñecas y a través del cierre, apretando con fuerza, hasta el punto de cortarle la piel. Entonces dejó la pistola en el suelo de la furgoneta y agarró más bridas para atarle las piernas y los tobillos.
– Espero que tengas bastante chile, cabrón. Va a pasar un tiempo hasta que repitas.
– Tengo que mear, Cassie. Me he bebido dos cervezas mientras te esperaba.
– Yo no voy a impedírtelo.
– Joder, Cassie, por favor, no me hagas esto.
Cassie agarró un trapo de uno de los cubos, se dejó caer de rodillas sobre la espalda de Paltz y se inclinó hasta su oído.
– Recuerda que esto ha sido cosa tuya, cabrón. Ahora voy a hacerte una pregunta y será mejor que me des una buena respuesta porque está en juego tu vida. ¿Entendido?
– Sí.
– ¿Voy a encontrarme a algún colega tuyo esperándome cuando abra esta puerta?
– No, nadie.
Ella levantó la pistola y apoyó con fuerza la boca del cañón en la mejilla de él.
– Será mejor que no me engañes. Si abro la puerta y veo a alguien, voy a vaciar el cargador en tu puta cabeza.
– No hay nadie. Estoy solo.
– Entonces abre bien la boca.
– ¿Qué…?
Cassie le metió el trapo en la boca y lo silenció de inmediato. Cruzó dos bridas y se las pasó alrededor de la cabeza y la boca abierta para mantener la mordaza en su lugar. Los ojos de Paltz se abrieron como platos cuando ella tensó las bridas.
– Respira por la nariz, Jersey. Si respiras por la nariz no te pasará nada.
Cassie sacó las llaves de la furgoneta de la trabilla del pantalón de Paltz, se apartó de él y extrajo una bolsa de deporte negra del interior de su mochila. La desplegó y empezó a llenarla con los objetos de la maleta.
– Muy bien, el trato es éste -dijo-. Nos llevamos tu furgoneta y yo voy a trabajar.
Paltz trató de protestar, pero la mordaza le hacía farfullar.
– Genial, Jersey. Me alegra que estés de acuerdo.
Una vez transferido todo a la bolsa, se colgó la mochila de un hombro y se acercó a la puerta corredera. Apagó la luz del techo y luego abrió la puerta con una mano mientras empuñaba la pistola en la otra.
No había nadie. Saltó de la furgoneta, agarró la bolsa de deporte y cerró la puerta con llave, todavía con la pistola en la mano. El aparcamiento estaba lleno de coches, pero no vio a nadie esperando en ninguno de ellos ni vigilando desde las inmediaciones.
Abrió la puerta del conductor y, antes de subir, extrajo el cargador de la Glock y dejó que las balas cayeran al asfalto. Luego, sacó la bala de la recámara y lanzó la pistola y el cargador al tejado plano del Aces and Eights.
Se metió en la furgoneta, arrancó y salió del aparcamiento. Advirtió que había un agujero en la radio del salpicadero. La bala disparada por Paltz había atravesado la división de contrachapado y se había incrustado allí. Esto le recordó el ardor en el cuello y la mejilla. Encendió la luz interior y se miró en el espejo. Tenía la piel enrojecida y llena de manchas, como si tuviese urticaria.
A continuación consultó su reloj. El jueguecito de Paltz la había retrasado. Apagó la luz y puso rumbo a las luces de neón del Strip, cuyo brillo se veía desde la distancia.