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Capítulo 12

Koval Road corría paralela a Las Vegas Boulevard y ofrecía un acceso más sencillo a los garajes situados tras los grandes complejos del siempre atestado bulevar, al que todo el mundo conocía como el Strip. Cassie pasó junto al Koval Suites, el edificio que alquilaba apartamentos por meses y en donde ella y Max habían mantenido en una ocasión un piso franco, y dobló hacia el garaje adjunto al casino y el complejo del Flamingo. Cassie nunca aparcaba en el estacionamiento del casino del objetivo y el del Flamingo quedaba cerca de las salas de juego de la zona central del Strip. Aparcó la furgoneta de Paltz en el tejado del garaje de ocho plantas, porque sabía que allí habría menos coches y, por tanto, menos posibilidades de que encontraran a su pasajero atado y amordazado. Prefirió no utilizar el ascensor, y bajó por las escaleras hasta la pasarela que conducía al casino.

Entró por la puerta trasera del Flamingo, con la mochila negra al hombro y la bolsa de deporte a un costado, y atravesó el casino hasta llegar a la puerta principal. En el camino se detuvo brevemente en una de las tiendas del vestíbulo para comprar un paquete de cigarrillos, por si tenía que hacer que se disparara una alarma de incendios, y un paquete de cartas de recuerdo con las que pasar el rato mientras esperaba que el objetivo se durmiera. Al salir, cruzó Las Vegas Boulevard y luego caminó las dos manzanas que la separaban del Cleopatra.

Cassie dejó atrás las piscinas en una cinta que llevaba a los jugadores hasta la entrada del casino. Reparó en que no había ninguna cinta transportadora que condujera a los jugadores del casino hasta la calle después de que hubieran perdido su dinero.

Las paredes de la fachada del Cleopatra estaban llenas de jeroglíficos, los cuales mostraban figuras de antiguos egipcios con tocado que jugaban a cartas o tiraban los dados. Cassie se preguntó si los dibujos tenían alguna justificación histórica, claro que nada en Las Vegas la tenía.

Más allá de los dibujos, las paredes estaban dedicadas al Club Cleo: fotografías de los más afortunados del año anterior. Cassie advirtió que muchos de los ganadores posaban delante de la tragaperras que les había dado el premio y sonreían de un modo que hacía suponer que ocultaban dientes que les faltaban. Se preguntó cuántos habrían invertido el dinero en un dentista y cuántos lo habrían vuelto a tirar a las máquinas allí mismo.

Cuando por fin llegó a la planta del casino, hizo una pausa para memorizar el local, siempre evitando mirar a las cámaras que vigilaban desde arriba. Un miedo visceral se apoderó de ella. No era por el trabajo que tenía por delante esa noche, sino por el recuerdo de la última noche que había pasado en el casino del Cleopatra, la noche en la que todo en su vida se había alterado con lo permanente de la muerte.

El casino no le pareció cambiado: el mismo diseño, jugadores intercambiables en pos de sueños desesperados. La cacofonía de dinero y máquinas y voces humanas de alegría y angustia era casi ensordecedora. Cassie se sobrepuso y siguió adelante, abriéndose paso a través de un campo de fútbol lleno de tragaperras y mesas de juego de fieltro azul. Era consciente de que todos sus movimientos se grababan desde lo alto, por eso mantenía la cabeza recta, cuando no ligeramente inclinada hacia el suelo. Se bajó el ala ancha del sombrero sobre las cejas.

Las gafas del drugstore completaban su camuflaje. Tenía el cuero cabelludo caliente y húmedo bajo la peluca, pero sabía que habrían de pasar horas antes de que pudiera sentir algún alivio.

Mientras recorría los pasillos de jugadores de cartas y dados, vio a bastantes hombres, y también alguna mujer, con el uniforme azul de los vigilantes de seguridad del casino. Daban la sensación de estar clavados en cada una de las columnas y al final de cada una de las filas de mesas. Vio señales que conducían al vestíbulo y las siguió. Miró hacia arriba en un momento, pero sin levantar la barbilla.

El techo se elevaba en un atrio acristalado, tres pisos por encima de las mesas de juego. La primera vez que abrió sus puertas, hacía siete años, el Cleopatra había sido bautizado como la «catedral de cristal de los casinos», en referencia a la imitación del atrio y otros elementos de una casa del Señor de California que estaba de moda en los programas de televisión religiosos. Bajo el techo parcialmente acristalado, las vigas de hierro se extendían de pared a pared y sostenían filas de luces y cámaras. Una peculiaridad del Cleopatra era que permitía que la luz natural penetrara en la sala de juego. Tampoco se esforzaban en ocultar las cámaras que lo vigilaban todo desde lo alto. Otros casinos preferían la luz artificial y situaban las cámaras detrás de espejos y globos de techo, aunque ninguno de los jugadores dudaba que todos y cada uno de los movimientos que realizaban, así como el dinero que se movía en las mesas, era vigilado de cerca.

La platea alta, que se extendía como dos brazos unidos sobre las mesas de juego, atrajo la mirada de Cassie. En sus extremos formaban algo parecido a la cofa de un barco: la atalaya desde la que un hombre de facciones curtidas observaba la planta de juego. Tenía el pelo blanco y vestía un traje oscuro, en lugar del blazer azul. Cassie supuso que sería una de las personas a cargo del local, quizás el jefe en persona, y no pudo evitar preguntarse si había ocupado aquella suerte de púlpito seis años antes, la última noche en que ella había estado en el casino.

Pasadas las mesas, Cassie llegó al vestíbulo y se dirigió al extremo del largo mostrador, donde se hallaba el cartel de invitados y vips. No había nadie haciendo cola. Se aproximó y le sonrió una mujer que vestía algún tipo de túnica, cuyo aspecto sólo era vagamente egipcio.

– Hola -dijo Cassie-. Tendría que haber un paquete para mí aquí. El nombre es Turcello.

– Un momento.

La mujer se alejó del mostrador y retrocedió hasta una puerta situada a su espalda. Cassie sintió que su respiración se tornaba más lenta y que la atenazaba la paranoia del ladrón. Si todo había sido una trampa, era el momento de que los hombres del blazer azul salieran por esa puerta para detenerla.

Pero quien salió fue la mujer de la túnica. Llevaba un sobre grueso con el logo del Cleopatra -un dibujo de línea del perfil de una mujer, con una serpiente que se elevaba en el tocado- y se lo tendió con una sonrisa.

– Muchas gracias -dijo la empleada.

– No, gracias a usted -replicó Cassie.

Se llevó el paquete sin mirarlo siquiera hasta una zona de teléfonos públicos. No había nadie hablando. Fue hasta el teléfono de la esquina y se acurrucó cerca del aparato, utilizando su espalda para ocultar a cualquier persona o cámara lo que estaba haciendo.

Cassie rasgó el sobre y vació el contenido en el mostrador de mármol situado bajo el teléfono. Un busca negro con pantalla digital cayó junto con una llave magnética, una fotografía y una nota arrancada de uno de los blocs del Cleopatra. Cassie examinó brevemente el busca y se lo colocó en el cinturón. Luego, deslizó la llave magnética en el bolsillo trasero de sus vaqueros negros y leyó la nota.

Ático Euphrates

Él: 2014

Tú: 2015

Devuelve el sobre con todo su contenido al mostrador VIP

Cassie sintió un nudo en el estómago al leer la primera línea. Apoyó la cabeza en el teléfono. Conocía la última planta de la torre Euphrates: era el lugar en el que habían muerto sus sueños y sus esperanzas. Una cosa era volver a Las Vegas, otra volver al Cleo. Pero regresar al ático… Cassie sintió la necesidad de echar a correr, pero se recordó todo lo que estaba en juego. Había llegado muy lejos para abandonar en ese punto.

Trató de pensar en otra cosa. Volvió a mirar la nota y agarró la llave magnética. Una sola tarjeta para dos habitaciones, eso implicaba que se trataba de una llave maestra y explicaba la última instrucción de la nota. La tarjeta debía ser devuelta porque probablemente había que dar cuenta de todas las llaves maestras. Si se llevaba a cabo una investigación después del delito que estaba a punto de cometer, se realizaría un inventario de las llaves maestras.

Arrugó la nota en una mano y miró la foto. Se veía una mesa de bacará con un único jugador: un individuo obeso vestido con traje y una alta pila de fichas ante sí. Diego Hernández. La fecha y la hora estampadas en una esquina indicaban que la foto había sido tomada esa misma tarde, y Cassie entendió a la primera que procedía de una cámara de vigilancia. La llave maestra y la foto revelaron a Cassie que el observador proporcionado por los socios de Leo estaba más metido de lo que ella había supuesto.

Memorizó la imagen del hombre grueso y volvió a poner la fotografía y la nota arrugada en el sobre. Lo dobló dos veces y lo metió en un bolsillo con cremallera de su mochila. Luego regresó a la planta del casino.

Observó los carteles de las mesas sin levantar la cabeza hasta que localizó el situado sobre el salón del bacará. Tomó el camino más largo, rodeando los límites de la zona de juego hasta llegar a la barandilla que recorría el perímetro del salón de bacará. Apoyó un codo y un brazo en la barandilla y se recostó con aire despreocupado para observar el casino. No vio que nadie se fijara en ella. Estaba a salvo. Poco a poco se volvió, como si reparara por primera vez en el salón que tenía detrás, y varió su posición para mirar.

El objetivo, Diego Hernández, continuaba allí. El hombre era bajo, y tan obeso que la circunferencia de su tripa daba la sensación de que estaba sentado lejos de la mesa. Iba vestido con excesiva elegancia, con un traje oscuro suelto y corbata. Cassie advirtió que jugaba economizando movimientos. La cabeza permanecía inmóvil mientras sus ojos examinaban constantemente el tapete, donde, frente a él, se alzaban varias pilas de fichas de cien. Cassie calculó que tenía un mínimo de diez mil dólares sobre la mesa.

Observó varias manos, pero nunca mantuvo la mirada en Hernández durante más de unos segundos. En un momento, él levantó la vista hacia la barandilla y Cassie giró el cuello con rapidez. Cuando de nuevo miró a hurtadillas, los ojos de Hernández ya estaban fijos en la mesa. Al parecer, no le había prestado demasiada atención.

Ella sólo necesitaba una cosa de Hernández antes de subir al ático. Centró su atención en las manos del jugador mientras éste movía las fichas y manejaba las cartas. En menos de un minuto determinó que utilizaba preferentemente la izquierda. El factor determinante se produjo cuando al engancharse el traje en el borde de la mesa dejó al descubierto un reloj en la mano derecha. Cassie no necesitaba más: Hernández era zurdo. Se alejó de la barandilla y se encaminó, con la cabeza gacha, hacia los ascensores de la torre Euphrates.

Cuando Cassie entró en uno de los ascensores de la torre, vio que era preciso introducir una llave magnética en el panel antes de pulsar el botón del ático: una medida de seguridad añadida después de su última estancia en el hotel. Sacó la llave maestra del bolsillo trasero y pulsó el botón. Permaneció junto a las puertas y contuvo el impulso de mirar a los números iluminados, suponiendo que en algún lugar habría una cámara. Consultó el reloj: eran casi las nueve. Necesitaba al menos una hora en la habitación, y eso apurándose.

Cassie salió del ascensor en la planta veinte, miró a ambos lados del pasillo y se dio cuenta de que quizás había empezado a tener suerte. No había ningún carro de limpieza, porque aparentemente el servicio había concluido en la zona VIP. Lo único que había en el pasillo era una mesa del servicio de habitaciones, con su correspondiente mantel y los restos de una cena a la luz de las velas, incluida una botella vacía de champaña flotando boca abajo en una cubeta plateada.

Cassie se dirigió hacia su derecha para buscar la habitación 2015, pero al ver la 2001 la rehuyó, dando toda la vuelta hacia la izquierda por el pasillo y sin mirar la puerta y el recuerdo que se escondía tras ella. Dijo una silenciosa oración, pidiendo a Max que estuviera a su lado esa noche.

El pasillo estaba poco iluminado mediante apliques situados a la izquierda de cada una de las puertas. Encontró las habitaciones 2014 y 2015, una frente a otra, cerca del final del pasillo y la salida de emergencia. Eso estaba bien, en caso de que algo se torciera, tenía la escalera allí mismo. Cassie golpeó la puerta de la 2014 y también pulsó el botón brillante situado junto al marco izquierdo. Oyó un leve repique del otro lado de la puerta y aguardó.

Como esperaba, nadie contestó. Volvió a sacar la llave magnética del bolsillo trasero del pantalón, miró una vez más a ambos lados del pasillo y abrió la puerta.

En cuanto traspuso el umbral sintió una descarga de adrenalina en las venas, como un poderoso río interior a punto de desbordarse y llevarse por delante todo lo que se interpusiera en su camino.