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El pasillo estaba vacío, pero Cassie esperó apoyada contra la puerta en el interior de la habitación 2015, con el ojo izquierdo pegado a la mirilla. El sombrero cayó al suelo detrás de ella. Oyó voces en el pasillo y empezó a creer que se había confundido y que no se trataba de Hernández, sino de una pareja que regresaba a su habitación.
Pero allí estaba. Su enorme silueta se movía en su campo visual y la lente convexa de la mirilla hacía que Hernández pareciera incluso más grande. Se dobló ligeramente para insertar la tarjeta magnética en la puerta con una mano, mientras la otra sostenía el maletín. Siguiéndole de cerca y casi fuera de su campo visual había otro hombre. Cassie se fijó en el blazer azul con la insignia del Cleopatra en el bolsillo del pecho: el escolta de seguridad. Se retiró de la mirilla y se acercó más a la jamba para poder escuchar.
– ¿Quiere que eche un vistazo, señor?
– No, está bien. Gracias de todos modos.
– En ese caso, buenas noches, señor.
– Buenas noches.
Cassie oyó que se abría la puerta al otro lado del pasillo y regresó a la mirilla. El escolta de seguridad se había marchado y Hernández se movía hacia la suite, pero de repente se detuvo y retrocedió hasta el pasillo.
– Ah, Martin.
Cassie sintió que el corazón le daba un salto. ¿Qué habría visto? ¿Qué había olvidado? Trató de repasar su apresurada salida de la habitación 2014, pero no pudo pensar en nada. Miró los dos bultos que tenía a sus pies y empezó a hacer un rápido inventario mental. Apenas había empezado cuando Hernández se puso a hablar y ella pegó el oído a la jamba de la puerta.
– Casi olvido decirle que me voy mañana. ¿Puede esperar un momento? Quisiera darle algo por cuidar de mí durante estos últimos días.
La voz de Martin llegó de muy cerca de la puerta de Cassie.
– No es necesario, señor Hernández. Dele las gracias al señor Grimaldi, a él le gusta que todos nuestros huéspedes se sientan seguros y, además, va contra las normas de la casa que acepte…
– ¿Y quién va a enterarse? Vincent Grimaldi no lo sabrá a no ser que usted se lo diga. Espere un segundo.
Se oyó el sonido de una puerta al cerrarse y Cassie volvió a mirar. El escolta de seguridad llamado Martin estaba de pie en el pasillo, con las manos enlazadas ante su regazo. Miró a derecha e izquierda, como si le preocupara que alguien -quizás el citado Vincent Grimaldi- lo viera admitir una propina. Entonces se volvió y miró directamente a la mirilla por la que Cassie lo observaba. Ella se quedó inmóvil, temerosa de que el escolta percibiera un cambio de luz tras el cristal, si ella retrocedía, y se diera cuenta de que estaba siendo vigilado.
La puerta de detrás de Martin se abrió y apareció Hernández.
– ¿Sabe?, si no le importa, entre y compruebe la habitación -dijo Hernández-. Huele a gas o algo así.
Cassie se apretó con más fuerza contra la pared y cerró los puños. Observó mientras Martin entraba en la habitación y dejaba la puerta abierta tras de sí.
Sólo podía ver una porción de la suite del ancho de la puerta. Tanto Hernández como Martin caminaron hasta salir de su campo visual por la izquierda, y reaparecieron al cabo de unos momentos, cruzando en dirección al dormitorio. Cassie los oyó hablar, pero aunque pegó el oído a la puerta no logró entender qué decían. Regresó a la mirilla y, al cabo de unos instantes, Martin, seguido de Hernández, apareció de nuevo y se encaminó hacia la puerta. La conversación empezó a entenderse a medida que se acercaban.
– … en las habitaciones de fumadores -estaba diciendo Martin- usan un ambientador más fuerte. Tenga en cuenta que no puede abrir las ventanas. No hay ningún hotel en Las Vegas con ventanas que se abran. Hay demasiada gente que salta.
– Bueno, supongo que la cosa ha ido en aumento. Éste es mi tercer día aquí, y he fumado bastante. -Soltó una risotada.
– Sí, señor -dijo Martin-, pero si eso va a molestarle puedo intentar que le cambien a otra habitación. Estoy convencido de que habrá algo disponible.
«Nooo», estuvo a punto de gritar Cassie, pero fue el propio Hernández quien acudió en su auxilio.
– No, no es necesario. Sólo tengo que encender uno y ver quién de los dos puede más.
Se rió de nuevo, y en esta ocasión Martin se le unió.
– Bueno, buenas noches, señor. Que tenga un buen viaje de regreso.
– Lo tendré. Ah, casi lo olvidaba.
Hernández sacó la mano del bolsillo y Martin extendió la suya. Cassie oyó el sonido de las fichas del casino que caían en las manos del escolta de seguridad. Sin duda, había un buen montón y eran de gran valor. La exclamación de Martin se oyó fuerte y clara desde el otro lado de la puerta.
– Señor Hernández, gracias. ¡Gracias!
– No, gracias a usted, que le vaya bien.
– Seguro que con esto me irá mejor que bien.
Hernández rió y cerró la puerta después de colgar un cartel de «No molesten». Martin salió del campo visual de Cassie. Oyó que Hernández pasaba el pestillo de la cerradura y luego el clic metálico del pasador del cerrojo interior. Se quedó inmóvil y contuvo la respiración durante cinco segundos. No sucedió nada: su trabajo en la puerta había pasado desapercibido.
Cassie se volvió, se apoyó contra la puerta y se dejó resbalar hasta quedar sentada. Abrió con rapidez la bolsa de deporte negra y sacó el receptor-grabador. En cuanto desplegó la pantalla y levantó la antena, pulsó el botón que ponía en pantalla la imagen registrada por la cámara oculta en el detector de humo.
El dormitorio se hizo visible, aunque la pantalla apareció oscura en buena parte, porque la única luz procedía de la leve abertura de las cortinas.
Esperó.
La puerta se abrió y se encendió la luz. Hernández entró en la habitación, con el maletín todavía a un costado. Cassie se acercó a la pantalla y vio que llevaba el maletín sujeto a la muñeca con una esposa, lo cual le produjo un escalofrío de excitación. El informador de Leo sabía cómo elegirlos.
Hernández, de pie en el centro de la habitación, estaba fumando un puro y exhalaba nubes de humo hacia el techo. No miró a cámara ni una sola vez. Entonces pasó por debajo del falso detector de humos y entró al distribuidor que conducía al armario y el cuarto de baño.
Cassie cambió a la pantalla que mostraba el armario y aguardó. El monitor no aparecía completamente a oscuras, ya que se filtraba luz del dormitorio por los listones. En un momento dado vio las piernas de Hernández a través de los listones y se abrió la puerta. Cassie pulsó el botón de grabación por si Hernández abría la caja.
Pero no lo hizo. Aparentemente hurgó entre su ropa, aunque Cassie no consiguió verlo debido al ángulo de la cámara. Entonces salió del armario. Cassie pensó en la pistola y rememoró lo que había hecho con ella. Estaba segura de haberla dejado en el bolsillo de la chaqueta, exactamente en la misma posición en que la había encontrado.
Volvió entonces a la cámara del dormitorio y captó un instante la figura de Hernández mientras entraba a la sala de estar. Lamentó de inmediato no haber instalado una cámara en la sala, pero pronto pensó que a posteriori todo el mundo lo sabía todo. El hecho era que de haber instalado una cámara allí quizá no habría tenido tiempo de colocar las del dormitorio y el armario, que eran imprescindibles.
Cassie se levantó con presteza y llevó el receptor-grabador a la mesa de su suite, sobre la cual había revistas de turismo, información del hotel y carpetas del servicio de habitaciones, un bloc y un lápiz y una botella de chardonnay de los viñedos de Robert Long con una tarjeta de bienvenida. Lo apartó todo para disponer de espacio para trabajar.
Al volver a fijarse en la pantalla vio que Hernández había regresado al dormitorio. Había puesto el maletín sobre la mesa y se disponía a abrirlo con una llave para dejar libre su muñeca. Una vez desembarazado del estorbo se estiró para recoger el caramelo de menta que habían dejado sobre la almohada los del servicio de habitaciones. Se lo comió de un bocado, volvió a colocarse el cigarro en la boca y se dirigió hacia el armario para hurgar en los bolsillos interiores de su traje. Iba sacando grandes fajos de billetes mientras se aproximaba.
Cassie cambió a la pantalla del armario y pulsó el botón de grabación. De eso se trataba: todo su trabajo se había reducido a proporcionarle esa posición privilegiada.
La luz del armario se encendió y el grueso brazo izquierdo de Hernández, seguido por la parte superior de su cuerpo llenó la imagen. Se inclinó hacia la combinación y empezó a teclear los números, pero antes de terminar movió su brazo derecho y puso la mano encima de la caja para apoyarse.
«Mierda», quiso gritar Cassie, pero en lugar de hacerlo se llevó el puño cerrado a la boca.
Hernández abrió la puerta de la caja fuerte, se dejó caer sobre una rodilla y metió el brazo en el interior. Sacó un fajo de billetes de cinco centímetros y lo colocó encima de la caja, luego colocó una pila del mismo grosor que acababa de sacarse del bolsillo. Hurgó en los bolsillos de su chaqueta y sacó otros dos fajos de efectivo. Juntó todo el papel moneda en una pila gruesa que apenas podía sostener con una mano. La sopesó. Cassie no le veía la cara porque el ángulo de la cámara no se lo permitía, pero sabía que estaba sonriendo.
Hernández puso el dinero en la caja fuerte y la cerró, luego se levantó y cerró el armario, con lo cual se apagó la luz cenital.
Mientras miraba, Cassie se preguntó por la maleta. Parecía demasiado grande para caber en la caja, pero no entendía por qué Hernández no había sacado el efectivo que contenía para ponerlo a buen recaudo.
Cambió a la cámara del dormitorio, pero allí no había rastro de Hernández. El maletín estaba plano sobre el suelo. Su inquietud acerca de la decisión de Hernández de no poner el contenido del maletín en la caja no retuvo su atención por más tiempo. Había una cuestión más importante que resolver. Cambió el receptor-grabador al programa de reproducción y empezó a observar la grabación de la cámara del armario. Cogió el bloc y el lápiz del hotel y pulsó el botón de avance lento justo cuando la mano de Hernández entraba en imagen.
– Vamos, chico.
Los números eran claramente visibles en pantalla. Los dedos de Hernández marcaron 4-3-5, pero entonces su brazo derecho, en busca de apoyo en la caja, cruzó el encuadre e impidió distinguir las últimas dos cifras. Cassie rebobinó la grabación y volvió a reproducirla con el mismo resultado. Le faltaban los dos últimos dígitos de la combinación.
– ¡Hijo de puta!
Se levantó de la mesa y paseó por la habitación hasta las cortinas. Las abrió y miró el paisaje que se extendía más allá del Strip hasta la oscura silueta de las montañas, lejos de los neones de la ciudad. Levantó la mirada y vio la luna.
Sabía que no podía entrar con sólo tres cifras y la esperanza de probar varias combinaciones de las dos últimas para abrir la caja. Las cajas Halsey incorporaban un sistema contra la manipulación. Si se introducían de manera sucesiva tres combinaciones erróneas, el mecanismo de cierre se bloqueaba y era preciso una visita de seguridad y un dispositivo especial para abrir la caja. El dispositivo solía guardarse en la caja de seguridad del director del hotel.
Cassie concluyó que le quedaba una única alternativa: un simulacro de incendio.