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Cassie se abrió paso a través del todavía repleto casino hasta el salón de cócteles, situado junto al vestíbulo del hotel. También estaba lleno, pero la mesa que ella buscaba seguía libre. Se sentó, y aunque miró hacia la sala de juego, ya no la veía. Se estaba acordando de Max y de la carrera que habían compartido. El Sun y el Review Journal los habían bautizado como los «ladrones de los jugadores profesionales» y la Asociación de Casinos de Las Vegas había ofrecido una recompensa a quien colaborase en su detención y condena. Cassie recordó que el dinero pronto dejó de ser lo principal. Lo que les atraía era la inyección de adrenalina. Recordó que podían pasarse el resto de la noche haciendo el amor después de realizado el trabajo.
– ¿Desea algo?
Cassie levantó la mirada hacia la camarera.
– Sí, una Coca-Cola y una cerveza de barril.
La camarera puso una servilleta delante de Cassie y la otra al otro lado de la mesita redonda. Sonrió como quien está hastiado de la vida.
– ¿Espera a alguien o la segunda bebida es sólo para mantener lejos a los moscones?
Cassie le devolvió la sonrisa y asintió.
– Esta noche me apetece estar sola.
– No la culpo. Hay una fauna bastante mezquina hoy. Debe de ser por la luna.
Cassie la miró.
– ¿La luna?
– Hay luna llena, ¿no la ha visto? Brilla más que cualquiera de todos estos neones de alrededor. La luna llena siempre afecta. Llevo aquí mucho tiempo y lo he comprobado.
La camarera concluyó con un gesto de asentimiento, como para cortar cualquier eventual debate sobre el tema. Cassie imitó el gesto. La camarera se fue y ella trató de no hacer caso de lo que acababa de decir y concentrarse en recordar la noche de seis años atrás, cuando se había sentado en el mismo lugar de ese mismo bar. Sin embargo, por más que trató de evocar el bello rostro de Max, su mente vagó a todo lo que ocurrió después. Todavía se asombraba de que un momento de tan maravillosa alegría entonces fuera el mismo que ahora le causaba tanto dolor, pánico y culpa.
La camarera la sacó de su ensoñación al poner las bebidas sobre las servilletas. La mujer dejó la nota y se alejó. Al desdoblarla, Cassie vio que debía cuatro dólares. Sacó un billete de diez y lo dejo allí.
Cassie vio las burbujas que subían a la superficie de la cerveza hasta formar una capa de espuma de un centímetro en la parte superior del vaso. Recordó la espuma en el bigote de Max aquella noche. En lo más hondo de su ser sabía que lo que se disponía a hacer en la noche que tenía por delante tenía mucho que ver con Max. Había llegado al convencimiento de que de algún modo obtendría alivio para su culpa, una redención para todo lo que había sucedido antes si lo hacía bien esta vez. Era un pensamiento absurdo, pero se había aferrado secretamente a él y parecía tener tanto sentido para ella como todos los demás. Creía que si lo hacía bien podría retroceder en el tiempo y compensar lo ocurrido, aunque sólo fuera durante un instante.
Levantó su Coca-Cola y miró en torno para asegurarse de que nadie la observaba. Vio que una mujer le devolvía la mirada, pero pronto cayó en la cuenta de que estaba contemplando su propio reflejo en la pared acristalada del fondo del salón: por un momento no se había reconocido con la peluca, el sombrero y las gafas.
Apartó rápidamente la mirada, levantó el vaso y estiró el brazo para brindar con el vaso de cerveza de Max.
– Hasta el final -dijo lentamente-, hasta el lugar donde el desierto es océano.
Tomó un trago y saboreó el leve toque de la guinda. Luego dejó el vaso en la mesita, se levantó y salió para atravesar de nuevo el casino hasta los ascensores.
Siguió el ritual. No miró atrás.