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A las 3.05 Cassie Black abrió la puerta de la habitación 2015, miró a ambos lados y salió al pasillo con la silla de despacho. Ya no llevaba disfraz, sino unos vaqueros negros y una camiseta ajustada sin mangas, también negra. Se había ceñido en torno a la cintura la riñonera con las herramientas que iba a necesitar. Colocó la silla bajo el aplique de la pared situado junto a la puerta de la 2014 y se subió a ella. Después de humedecerse con la lengua los dedos enguantados, estiró la mano y aflojó la bombilla. Acto seguido, movió la silla para repetir la operación con el aplique de la 2015. Devolvió entonces la silla a su habitación y salió de nuevo al pasillo con una funda de almohada negra y las gafas de visión nocturna al extremo de una cinta que colgaba de su cuello.
Ajustó la puerta de la 2015 con el pestillo pasado para que no se cerrase del todo y cruzó hasta la habitación de Hernández. Empezó por descolgar el cartel de «No molesten» y dejarlo en el suelo, luego consultó su reloj y deslizó la tarjeta por el lector electrónico. La lucecita verde situada junto al picaporte se iluminó y Cassie empujó la puerta para abrirla.
Se produjo un ligero clic y entonces la cera adhesiva hizo un sonido de succión al desprenderse y la armella del cerrojo interior se soltó de la jamba. Los dedos de Cassie pasaron por la rendija y la agarraron antes de que tocara el suelo o hiciera ruido en la puerta. Al mismo tiempo oyó que el clip de la alarma electrónica de Hernandez caía al suelo, pero ésta no sonó debido a la manipulación previa. Entró girando en torno a la puerta y la empujó hasta cerrarla silenciosamente. Se quedó quieta un momento mientras sus ojos se ajustaban a la oscuridad de la suite y el pulso se le aceleraba. Había pasado mucho tiempo, pero conocía bien esa sensación de absoluta taquicardia, de que la adrenalina le quemaba la sangre. El fino vello rubio de sus brazos daba la sensación de erizarse con una corriente eléctrica.
Finalmente, pasó a la suite y examinó la sala de estar. Como esperaba, la encontró vacía y fijó su atención en las dobles puertas que conducían al dormitorio. Una había quedado abierta y de la habitación contigua llegaba el sonido de ronquidos pesados y profundos. Leo había acertado de pleno una vez más, pensó Cassie. Hernández roncaba y eso era como disponer de un sistema de alerta instalado en la propia víctima.
Cassie entró en la habitación, iluminada con un resplandor azul. Estaba en lo cierto: la televisión había vuelto al menú fijo después de finalizada la película. Arrojaba tanta luz en la habitación que decidió prescindir de las gafas de visión nocturna.
Distinguía la silueta del cuerpo grande y orondo de Hernández, alzándose y descendiendo a la luz azul. Sus ronquidos eran profundos y resonaban. Cassie se preguntó si estaría casado y si, en ese caso, su mujer podía dormir en la misma habitación que él.
Tras él, sobre la mesita, los números del reloj despedían un brillo rojo. Tenía tiempo de sobra. Junto al despertador, vio el reloj y la billetera de Hernández… y la pistola. Al parecer, Hernández la había sacado de la americana para tenerla cerca. Rodeó la cama para acercarse a la mesita, pero en ese momento Hernández gruñó y empezó a moverse. Cassie se quedó paralizada.
Hernández levantó la cabeza y la dejó caer, abrió y cerró la boca, y luego acomodó el cuerpo. Estaba tumbado boca arriba, tapado hasta el cuello con la colcha. Los muelles de la cama protestaron ante la redistribución del peso, pero él por fin se sintió cómodo y dejó de moverse.
Después de permanecer un buen rato inmóvil, Cassie dio los últimos tres pasos hasta la mesilla y alcanzó la pistola. Desdobló poco a poco la funda de almohada y metió el arma dentro. Luego guardó también ahí la billetera y cogió el reloj. Le dio la vuelta en la mano con cuidado de que la correa metálica no sonara. Pasó el pulgar sobre la suave tapa trasera de acero inoxidable, pero no notó ninguna variación al tacto que delatara el sello de Rolex estampado sobre el metal. Era falso, de manera que volvió a dejarlo en la mesita sin hacer ruido y, muy despacio, se apartó de la cama.
Tenía que contener la urgencia de ir inmediatamente a por la caja fuerte, agarrar el dinero y salir corriendo. Sabía que debía recuperar las cámaras porque el equipo era de marca y podía conducir a Hooten’s L &S, y de ahí, probablemente, a Jersey Paltz y de éste a Leo y a ella.
Retiró la silla del escritorio, la situó bajo la cámara del detector de humo y se subió a ella. Abrió la carcasa y cortó la conexión a la cinta conductora con unos pequeños alicates de corte que previamente había sacado de la riñonera. Entonces cerró cuidadosamente la tapa y arrancó el detector de humo. La cinta adhesiva hizo un pequeño sonido al despegarse. Se volvió en lo alto de la silla y miró hacia la cama: Hernández no se movió.
Al bajar de la silla, Cassie estuvo a punto de gritar al verse reflejada en un espejo de cuerpo entero de la parte de atrás de una de las puertas. Metió el detector de humo en la funda de almohada y volvió a dejar la silla en su sitio. Dio la espalda a la cama, se acercó el reloj al pecho y pulsó el botón que iluminaba la esfera. Eran las 3.11 y sólo le faltaban el armario y la caja fuerte.
Sacó la espátula de la riñonera y se puso las gafas de visión nocturna. Localizó la señal de lápiz en el marco de la puerta y deslizó la hoja de la herramienta por la rendija para seguir el mismo procedimiento que horas antes y abrir el armario sin que la luz interior se encendiera. Una vez dentro y con las puertas cerradas, apartó cuidadosa y silenciosamente la ropa de Hernández y se subió a la caja para alcanzar la bombilla del techo. La aflojó y la dejó en el estante, junto a la almohada adicional.
Acuclillada en el suelo, se sirvió de un destornillador para retirar el enchufe que ocultaba la segunda cámara. Arrancó la cinta. Lo siguiente era el transmisor. Buscó detrás de la caja y sacó la antena de su escondrijo. Cortó las conexiones y guardó todo en la funda de almohada, junto al resto del equipo.
Había llegado la hora de la caja. Respiró hondo, se acercó y tecleó la combinación que había memorizado: 4-3-5-1-2. La caja se abrió, con apenas un sonido sordo, semejante al que se produce al destapar una lata de pelotas de tenis. Se quedó inmóvil y esperó con la oreja izquierda pegada a los listones de la puerta. El ronquido de Hernández no se había interrumpido.
Cassie abrió la puerta de la caja por completo, antes de variar su postura para situar el cuerpo entre la abertura y la habitación que tenía detrás. Volvió a dejarse las gafas colgadas del cuello y sacó la pequeña linterna de boli de la riñonera. Antes de encenderla la metió en la caja.
La luz iluminó el grueso fajo de billetes que había visto reunir a Hernández. Junto al dinero había un llavero con cuatro llaves. Y nada más.
Cassie apagó la linterna y se quedó un momento sentada, pensando. ¿Dónde estaba el contenido del maletín? ¿Dónde estaba el medio millón de dólares en efectivo que los socios de Leo habían mencionado?
Volvió a inclinarse sobre la caja, agarró el dinero y extendió los billetes en su regazo. Encendió la linterna un segundo y vio que al parecer eran todo billetes de cien. Calculó a ojo de buen cubero que tenía en sus manos cien mil dólares, sin duda mucho dinero, más de lo que nunca había tenido o robado. Sin embargo, era menos de lo que esperaba, menos de lo que le habían prometido. Algo iba mal. ¿Dónde estaba el maletín?
Se dio cuenta de que no lo había visto mientras recorría las otras estancias de la suite. Tendría que volver atrás y encontrarlo. Quizás Hernández se había vuelto perezoso y había decidido no poner el contenido del maletín en la caja fuerte. Tal vez creía que con la alarma de la puerta y la pistola, él y el maletín estaban seguros.
Cassie guardó el dinero en la funda de almohada, cerró la caja y se levantó. Se enrolló cuidadosamente la parte abierta de la funda en la mano derecha y la agarró con fuerza para que el contenido no entrechocara. Entonces empujó la puerta derecha y estaba saliendo del armario hacia el brillo azulado de la habitación cuando el teléfono sonó junto a la cama.
Cassie se lanzó de nuevo al interior del armario y cerró la puerta en silencio.
El teléfono sonó una segunda vez y Cassie oyó que Hernández se removía. Se dio cuenta de que había cometido un error. En lugar de retroceder hasta el armario debería haber salido con rapidez con lo que ya tenía y retirarse a su habitación, al otro lado del pasillo.
Estaba atrapada. Probablemente la llamada era de seguridad, porque habían descubierto que alguien había entrado en la habitación 2015.
Los muelles de la cama gimieron bajo el peso de Hernández, que contestó después del cuarto timbrazo.
– ¿Sí? -dijo con voz áspera.
Cassie se limitó a cerrar los ojos y escuchar. Estaba indefensa.
– ¿Qué coño haces? -dijo Hernández, enfadado-. ¿Qué hora es?
Cassie abrió los ojos. Se acordó de la pistola y la billetera. Si Hernández encendía la luz las echaría en falta y entonces iría derecho al armario para ver la caja.
– Hay tres horas de diferencia, estúpido.
Cassie buscó en la riñonera y cerró los dedos en torno a la pistola aturdidora. La encendió, todavía dentro de la riñonera, y la sacó con mucho cuidado y sin hacer ningún ruido. En cuanto la extrajo se dio cuenta de que la luz roja no se iluminaba. La apagó y la encendió de nuevo, pero la luz no se encendió. Recordó entonces que no la había apagado después de esconderla en la mochila antes de su encuentro con Jersey Paltz. Dejarla encendida y la sacudida que le había propinado a Paltz habían agotado la carga almacenada. Era inútil.
Cassie miró por entre las tablillas de la puerta y vio la enorme silueta de Hernández sentándose al borde de la cama. Entonces dejó la funda de almohada en el suelo y hurgó en ella.
– Sí, bueno, llámame entonces. No me importa lo nervioso que esté, joder, ¿qué quieres que haga yo a las tres y cuarto de la mañana?
Cassie sacó la pistola.
– Sí, sí, luego. Adiós.
Cassie oyó que colgaba de golpe.
– ¡Joder! -exclamó Hernández.
El brillo azul de la televisión se extinguió y dejó el armario en la más completa oscuridad. Los muelles de la cama sonaron cuando Hernández trató de ponerse cómodo para volver a dormirse. Estaba colocándose las gafas cuando Hernández soltó otro taco.
– ¡Joder!
Se encendió una luz en el dormitorio. Cassie oyó el ruido de la cama y luego pesados pasos en la moqueta que se acercaban. Hernández iba hacia el armario. Ella retrocedió lo más posible y levantó el arma, empuñándola con las dos manos y con los codos unidos. Se dijo a sí misma que no dispararía, sólo lo obligaría a retroceder hasta que pudiera escapar.
La amplia sombra del jugador eclipsó la luz que entraba entre las tablillas. Cassie se preparó.
Pero entonces la sombra pasó de largo y las puertas del armario no se abrieron. Cassie bajó el arma y se pegó a la puerta. Al cabo de unos instantes oyó que la tapa del inodoro golpeaba el tanque y luego el sonido de Hernández orinando. Sintió la urgencia de agarrar la funda de almohada y salir corriendo. Podría alcanzar la escalera antes de que Hernández entendiera qué estaba ocurriendo. Además, tenía la pistola, así que él sólo podría llamar a seguridad y a esas horas de la noche lograría salir del hotel antes de que nadie fuera capaz de reaccionar.
Sin embargo, se quedó en el armario y esperó. Sabía que la mejor forma de huir era hacerlo sin que la detectaran. Pero ésa no era la razón. El maletín era su razón. Quería ese maletín, lo necesitaba.
Después de que descargara la cisterna, pasó otro largo periodo hasta que por fin Hernández caminó de nuevo ante su punto de vista y regresó a la cama. La luz se apagó sin que él reparase en que la billetera y la pistola no estaban en la mesilla de noche.
Poco a poco, Cassie se deslizó hasta el suelo y se sentó con las rodillas levantadas y la espalda apoyada en la caja. Se acercó la muñeca a la cara y pulsó el botón que iluminaba la esfera del reloj. Eran las 3.20 y sintió una desgarradora sensación de derrota. Cruzó los brazos sobre las rodillas y bajó la cabeza. Sabía que no iba a salir del armario hasta bastante después de que se iniciara la luna vacía de curso. Era demasiado arriesgado.
Cassie pensó en Leo. Se preguntó si estaría despierto a esas horas de la noche y en si estaría pensando en la luna vacía de curso. Había dicho que era un mal presagio. Pero para Cassie la mala suerte había venido con la llamada de teléfono, mucho antes de que empezara la luna vacía de curso. Esa era su mala fortuna. Tendría que decírselo a Leo, explicárselo. Seguramente lo entendería, y si no, ella le convencería.