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Capítulo 19

Lo primero que notó Jack Karch mientras recorría el casino del Cleopatra fue que la atalaya estaba vacía. Sabía que Vincent Grimaldi no estaría arriba en ese momento, porque conocía el paradero exacto de Grimaldi. No obstante, desde el día de su apertura, tener siempre a alguien en la atalaya había constituido uno de los usos y costumbres del casino. Y siempre significaba veinticuatro horas al día, los siete días de la semana. Cuando no estaba Grimaldi, entonces había algún otro. Karch sabía que todo era imaginería, prestidigitación. La ilusión de seguridad creaba seguridad. No obstante, en ese preciso momento nadie estaba vigilando desde lo alto, y eso significaba que Vincent lo había llamado para algo muy gordo. Darse cuenta de este hecho despertó a Karch mucho más que la taza de café del 7-Eleven que se había tomado por el camino.

Mientras pasaba entre las mesas de juego, serpenteando entre jugadores borrachos que se cruzaban a ciegas en su camino, Karch mantuvo la mirada en la puerta de detrás del púlpito, como si esperase que de un momento a otro alguien saliera de un empujón de la sala de seguridad, ajustándose la corbata mientras ocupaba su posición. Pero no salió nadie y Karch finalmente bajó la mirada al llegar a los ascensores de la torre Euphrates.

El pasillo estaba vacío, salvo por una mujer que sostenía un vaso de plástico con unas monedas. Miró el rostro severo de Karch y se volvió enseguida, tapando el vaso con la mano libre, como para salvaguardar su contenido. Karch apoyó el pie en el tarro de arena que había bajo el botón de llamada y se inclinó como si se dispusiera a atarse los cordones. Lo hizo para dar la espalda a la mujer, pero en lugar de anudarse los zapatos hundió el dedo en la arena negra, recién limpiada de colillas y alisada, hasta dar con la llave magnética que habían dejado allí para él. Se enderezó justo cuando la campanilla anunciaba la llegada del ascensor.

Después de entrar tras la mujer en la cabina, sacudió el polvo de la llave y la utilizó para desbloquear el botón del ático, después de que la mujer pulsase el de la sexta planta. De pie junto a ella, Karch atisbo el contenido del vaso de plástico entre los dedos separados de la mujer. Estaba lleno hasta la mitad de monedas de cinco centavos. Era la última de los últimos, y o bien no quería que él lo supiese o veía en Karch algo sospechoso. Tendría más o menos su edad y el pelo recio; supuso que habría llegado a Las Vegas procedente del sur. Karch era consciente de que su cara hacía que la gente se mostrase cautelosa con él. Tenía facciones muy marcadas, una tez cetrina, a pesar de haberse pasado toda una vida bajo el sol del desierto, y el pelo negro como una limusina. Pero todos estos rasgos quedaban relegados a un segundo plano al lado de sus ojos. Eran del color del hielo y miraban como los de un cadáver.

Karch hurgó en el bolsillo en busca de los cigarrillos. Manteniendo los dedos de la mano derecha unidos como un escudo contra el reflejo, extrajo dos pitillos, haciendo desaparecer uno mientras se pasaba el segundo a la zurda. Temía que su compañera de trayecto protestase ante la mera visión de un cigarrillo, pero la mujer no dijo nada. Entonces realizó expertamente el truco oreja-boca que su padre le había enseñado hacía muchos años. Sosteniendo el segundo cigarrillo entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, generó la ilusión de meterse un cigarrillo en la oreja y luego, valiéndose de la mano derecha, sacarlo por la boca y colocarlo en su lugar entre los labios.

Observó el reflejo de la mujer y supo que se había fijado en el truco. Ella se volvió ligeramente como si estuviese a punto de decir algo, pero se contuvo. La puerta se abrió y la mujer bajó en la sexta. Cuando se dirigió hacia la izquierda y las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, Karch la llamó.

– Háztelo mirar.

Luego rió para sus adentros mientras las puertas se cerraban cuando la mujer se volvía hacia él.

– La próxima vez vete con tu chatarra a Branson -dijo después de que la cabina reanudara su ascenso.

Karch negó con la cabeza. Hubo un tiempo en que el Cleo era toda una promesa. Sin embargo, se había convertido en el destino de gente de poca monta, un lugar donde la moqueta estaba gastada y la piscina llena de hombres con sandalias y calcetines negros. Se preguntó una vez más qué estaba haciendo, cómo y por qué se había vendido a Vincent Grimaldi.

Diez segundos después bajó en la planta veinte y salió a un pasillo completamente vacío a excepción de un carrito del servicio de habitaciones que alguien había abandonado allí. Al rodearlo para dirigirse hacia la derecha, Karch percibió un olor a rancio.

Se fijó en la primera habitación que pasó. Recordaba la 2001 de mucho tiempo atrás. Había sido en esa habitación donde había cumplido con su primera actuación para Vincent Grimaldi. Karch sintió que había transcurrido mucho tiempo y el recuerdo le molestó. ¿Hasta dónde había llegado desde entonces? No muy lejos. Quizá también él era un perdedor en un palacio de perdedores. Sus pensamientos saltaron al púlpito vacío del casino e imaginó cómo se vería la sala de juego desde allí.

Llegó a la 2014 y abrió con la llave magnética.

Al entrar vio a Grimaldi de pie junto al ventanal de la sala de estar de la suite. Daba la impresión de que estaba mirando más allá de la ciudad, al desierto que se extendía ante las montañas de color de chocolate que se perfilaban en el horizonte. Era un día claro y brillante.

Grimaldi, aparentemente, no había oído entrar a Karch y no se había dado la vuelta. Karch cruzó el recibidor hasta la sala. Se fijó en que las puertas que daban al dormitorio estaban cerradas. La estancia olía a cigarro rancio, a desinfectante y a algo más. Trató de identificar ese olor y su corazón dio un brinco al reconocerlo: pólvora quemada. Quizás esta vez Vincent iba a necesitarlo de verdad.

– ¿Vincent?

Grimaldi dio la espalda al ventanal. Era un hombre de baja estatura, con un rostro en forma de uve, severo y excesivamente bronceado, y una piel que parecía haberse estirado demasiado en los pómulos. El pelo gris estaba perfectamente peinado hacia atrás y lucía un traje de Hugo Boss impecable. Siempre iba vestido como si el casino y hotel que dirigía fuera el Mirage, aunque la realidad era que el Cleopatra se había convertido en un complejo de segunda fila y en decadencia. Su ubicación en el Strip era lo único que lo salvaba, y eso por el momento, porque no cabía duda de que Grimaldi era el capitán de una vieja barcaza en un mar de cruceros de lujo con nombres como Bellagio, Mándala Bay o Venetian.

– Jack, no te había oído. ¿Dónde te habías metido?

Karch no hizo caso de la pregunta. Miró el reloj. Eran las ocho y diez, sólo habían transcurrido cuarenta minutos desde que había recibido el aviso de Grimaldi en el busca, con el código 911 de emergencias al final. Cuarenta minutos no estaba mal, sobre todo si tenía en cuenta la negativa de Grimaldi a adelantarle nada por teléfono.

– ¿Qué pasa?

– Pasa que tenemos un problema muy gordo.

Grimaldi dio un paso adelante y extendió la mano para que Karch le entregara la llave magnética que todavía sostenía. Karch le dio la llave y consideró la posibilidad de encender el cigarrillo, pero decidió esperar.

– Eso me has dicho por teléfono. Ahora estoy aquí. ¿Qué se supone que tengo que hacer, adivinar cuál es el problema, o al final piensas decírmelo?

– No, Jack. Voy a enseñártelo.

Señaló la puerta del dormitorio con la barbilla. Se trataba de un gesto típico de Grimaldi, que siempre economizaba movimientos y palabras.

Karch lo miró un momento, en espera de más explicaciones, pero éstas no llegaron. Se acercó a la puerta del dormitorio, la abrió y entró.

La habitación estaba a oscuras, sólo una rendija de luz solar se filtraba por la abertura de un par de centímetros de las cortinas corridas. La luz atravesaba en diagonal la cama, donde un hombre obeso yacía boca arriba. Al cadáver le faltaba el globo ocular derecho, destrozado por una bala disparada a quemarropa que había llegado al cerebro a través de la cuenca del ojo. El cabezal de madera y la pared de detrás estaban salpicados de sangre y materia gris y, quince centímetros más arriba del cabezal, había un agujero de bala en la pared.

Karch se situó junto a la cabecera de la cama y examinó el cadáver. La víctima vestía una camiseta blanca y unos calzoncillos tipo bóxer de color celeste. Karch observó un par de esposas en su muñeca derecha: ambas en la misma muñeca. Entre las piernas del muerto había una pistola. Karch se inclinó para examinarla. Era una Smith & Wesson de nueve milímetros con acabado satinado.

Grimaldi se acercó al dormitorio, pero no entró.

– ¿Quién lo ha encontrado?

– Yo.

Karch miró por encima del hombro con las cejas enarcadas. No era la respuesta esperada. Suponía que habría sido una camarera la que había encontrado el cuerpo, aunque era demasiado temprano para eso. Pero el director de operaciones del casino… Eso no venía a cuento. Grimaldi le ofreció una explicación.

– Tenía que desayunar con él a las siete. Al ver que no se presentaba, telefoneé y como no contestaba vine aquí y me encontré con esto. Por eso te he llamado.

Karch pensó que la cosa se ponía interesante.

– ¿Quién es el muerto, Vincent?

– Sólo un correo de Miami. Se llama (se llamaba) Hidalgo, pero se había registrado con otro nombre.

Karch aguardó, pero Grimaldi no aportó más información.

– Mira, Vincent, ¿vas a contarme lo que está pasando o quieres que vaya a buscar a Seymour el Adivino al salón para que me eche una mano?

Grimaldi expulsó el aire. Karch disfrutó del momento. El viejo estaba metido en un buen lío y lo necesitaba. De una cosa ya estaba seguro, no sabía de qué iba la historia, pero estaba decidido a explotarla al máximo. Y si eso incluía poner a Vincent Grimaldi a sus pies, Karch lo haría sin dudarlo. Pensó en la atalaya y se imaginó encaramado allí. Controlando el dinero, controlándolo todo.

– Sí, voy a decírtelo. -Grimaldi entró en la habitación y miró el cadáver-. Es una cuestión de dinero, Jack. El gordo cabrón llevaba encima dos millones y medio de dólares. Ahora no está el dinero, y me parece que él no puede explicarnos lo que ha pasado.

– ¿Dos y medio? ¿Para qué? Supongo que no pensaba jugárselos en una mesa de blackjack.

Karch observó que una vena de la sien de Grimaldi empezaba a latir. El viejo estaba enfadado y Karch sabía lo peligroso que resultaba en esas circunstancias. Aun así, él se sentía como un niño pequeño con un palo de escoba ante el árbol de Navidad, y tenía que comprobar si aquellas bolas de cristal eran de verdad tan frágiles.

– Vino a hacer una entrega -dijo Grimaldi-. La reunión de hoy era para eso. -Hizo un ademán hacia el cadáver-. He subido esta mañana y me encontrado con esto. El capullo se trajo a alguien aquí y el dinero ha desaparecido. Necesitamos recuperarlo, Jack. Está reservado, ¿entiendes? Lo necesitamos pronto. Hemos de…

Karch sacudió la cabeza, tomó el cigarrillo sin encender de la boca y le interrumpió.

– ¿Reservado para quién?

– Jack, hay cosas que no es preciso que sepas. Sólo tienes que meterte en esto y averiguar quién…

– Cálmate, Vincent. Y buena suerte.

Karch le saludó con la mano y se encaminó hacia la salida. Recorrió toda la sala y se dirigía a la puerta de la suite cuando Grimaldi lo alcanzó.

– Muy bien, muy bien. Espera, Jack. Te lo diré, ¿de acuerdo? Te contaré todo lo que crees que tienes que saber.

Karch se detuvo. Todavía estaba de cara a la puerta, con Grimaldi a su espalda. Se fijó en que faltaba una parte del cerrojo de la puerta. Extendió la mano para tocar el cuadrado sin pintar del marco al que había estado clavado. Había un material cerúleo de color gris en los agujeros de los tornillos. Frotó un poco entre el índice y el pulgar y pensó en que lo había visto antes. Se volvió hacia Grimaldi.

– De acuerdo, Vincent, desde el principio. Si quieres que te ayude, tendrás que contármelo todo, hasta el último detalle.

Grimaldi asintió y señaló el sofá. Karch fue a sentarse allí; Grimaldi volvió a ocupar su lugar junto a la pared de cristal de la habitación. Desde la posición de Karch se lo veía completamente enmarcado en el brillo azul del cielo. Era la nube oscura y amenazadora en medio de ese cielo. Karch se guardó el cigarrillo sin encender en el bolsillo de la chaqueta, junto con el que había utilizado en el truco del ascensor.

– Muy bien, ésta es la historia -dijo Grimaldi-. Hace dos semanas alguien me dio el soplo de que habría problemas con la transferencia. Había surgido algo en la retaguardia. Lo llamaron un problema de asociación.

Karch asintió. No estaba tan metido en el asunto como Grimaldi, pero su trabajo le proporcionaba algo más que una idea general de lo que sucedía. El complejo y casino del Cleopatra estaban en venta. Un consorcio del ocio de Miami llamado Buena Suerte Group estaba dispuesto a comprar. La Unidad de Investigaciones de la Comisión del Juego de Nevada llevaba doce semanas metida en una investigación de los compradores y no tardaría en emitir un informe final en el que recomendaría a la comisión la aprobación o desaprobación de la venta. La comisión -un tribunal designado a tal efecto- casi siempre seguía las recomendaciones de la unidad investigadora, con lo cual el informe constituía el elemento clave en cualquier oferta para comprar o abrir un casino en Nevada.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó-. Por lo que yo sé Buena Suerte estaba limpia.

– No importa lo que sucedió. Lo que importa es el dinero, Jack.

– Todo importa. Quiero saberlo todo.

Grimaldi levantó las manos en un ademán de rendición y frustración.

– Surgió un nombre, ¿vale? Encontraron una conexión entre uno de los directores y un hombre llamado Héctor Blanca. Y ahora me preguntarás quién es Héctor Blanca. Basta con que te diga que es un socio silencioso y que se esperaba que continuase en la sombra. Y eso es todo lo que voy a decirte de él.

– Déjame adivinar, Vincent. ¿ La Cuba Nostra?

Karch lo dijo en un tono de «ya te lo había advertido». Él y Vincent habían hablado antes del híbrido mafioso: soldados de la mafia del noreste formando equipo con exiliados cubanos de Miami para tomar el control del crimen organizado en el sur de Florida. En círculos de la investigación criminal se decía que el grupo había financiado en secreto un referéndum sobre el juego en Florida unos años antes, y el resultado no había sido el esperado. Era lógico, pues, que si no podían tener casinos en Florida buscasen otros lugares donde invertir su dinero.

Esos otros lugares, también por lógica, debían incluir Nevada, donde no se precisaba ningún referéndum de aprobación para llevar a cabo operaciones de juego, bastaba con salvar el obstáculo de la Comisión del Juego y de la corta memoria de los actuales padres de la ciudad. El hecho de que Las Vegas hubiera nacido de un sueño de mafiosos y hubiera estado regida durante décadas por un grupo de hombres afines y asociados a la mafia se había perdido en la amnesia colectiva de la comunidad. Las Vegas había renacido como la ciudad de todos los estadounidenses. Era la urbe de los barcos piratas, las reproducciones a escala de la torre Eiffel, los toboganes acuáticos y las montañas rusas. Bienvenidas las familias, mafiosos abstenerse. El problema era que cada vez que se aprobaba una nueva parcelación y se ganaba terreno al desierto, las excavadoras del progreso se acercaban peligrosamente a desenterrar los recuerdos de la verdadera herencia de la ciudad. Y muchos de los hijos y nietos de esos patriarcas -incluso algunos descendientes de los que estaban enterrados en el desierto- no olvidaban la antigua Las Vegas.

– No vamos a hablar de la Cuba Nostra -dijo Grimaldi, pretendiendo poner un acento entre cubano e italiano en sus palabras-. Me juego el cuello y me importa una mierda lo listo que te creas.

– Vale, Vincent, entonces hablemos de tu bonito cuello. ¿Qué pasó?

Grimaldi se volvió y miró por la ventana mientras hablaba.

– Como te decía, me soplaron que se avecinaba un problema. Lo pusieron en mi conocimiento y me informaron de que el problema podía solucionarse al precio adecuado.

– ¿Por qué tú?

– ¿Por qué yo? Porque yo tenía el contacto. Puede que pienses que no valgo una mierda, Jack, pero llevo cuarenta y cinco años trabajando esta ciudad. Ya llevaba media vida aquí cuando tu padre hizo su primera actuación. He visto mucho y sé muchas cosas.

Miró por encima del hombro y observó deliberadamente a Karch mientras pronunciaba esta última frase. Karch lo tomó como un recordatorio de lo que Grimaldi conocía de él y apartó la mirada. De inmediato se arrepintió de haberlo hecho.

– De acuerdo, Vincent. ¿Cuánto iba a costar esta operacioncita de limpieza?

– Cinco millones. Dos y medio por adelantado y el resto después de que la comisión votase.

– Y supongo que tu intervención al manejar el acuerdo iba a consolidar tu posición aquí entre los nuevos dueños.

– Algo así, Jack. También iba a consolidar la tuya. Todos los que están conmigo iban a acompañarme en el viaje. Yo iba a ser el nuevo director general y tendría potestad para elegir a mi hombre en las operaciones del casino y poner a quien quisiera en la atalaya.

– ¿Y qué hay de Héctor Blanca? Supongo que él querría poner a uno de los suyos allí arriba.

– Eso da igual. El acuerdo me daba a mí la elección.

Karch se levantó y se unió a Grimaldi junto a la ventana. Ambos hablaron mientras contemplaban las montañas que se alzaban más allá del desierto.

– Así que el tipo de la cama (Hidalgo) vino con el primer pago y se lo robaron. Parece problema de ellos, Vincent. No tuyo o nuestro.

Grimaldi contestó sin alzar la voz. Sus palabras sonaron mesuradas y severas. Se habían acabado las gracias y Karch sabía que era entonces cuando Grimaldi se ponía más peligroso, como un perro con el rabo cortado. Si intentas domesticarlo puede acabar mordiéndote la mano.

– Es mi problema y eso lo convierte en tu problema -dijo Grimaldi-. Yo monté la transacción. Desde que Hidalgo bajó del avión en McCarran, él y el dinero estaban a mi cuidado. De esta manera es como lo ven en Miami, así que es mi cuello lo que está en juego.

Karch enarcó las cejas.

– ¿Ya le has contado esto a Miami?

– He hablado con Miami justo antes de hablar contigo. Y no era una llamada que me apeteciera hacer. Me lo han dejado muy claro. El correo no es una gran pérdida, pero el dinero es otro cantar. Me hacen responsable a mí.

Se detuvo un instante y cuando empezó de nuevo había en su voz una nota de desesperación, casi de súplica. Resultaba apenas apreciable, pero ahí estaba y Karch nunca había percibido ese tono en Vincent Grimaldi durante los muchos años que hacía que se conocían.

– Tengo que recuperar el dinero, Jack. El informe de la comisión se hace público el martes. Después será demasiado tarde para cambiarlo. Tengo que recuperar el dinero y hacer el pago o la venta se va al carajo, y si eso pasa van a enviar gente desde Miami. -Volvió a utilizar la barbilla para señalar, esta vez hacia el desierto-. Allí es donde van a meterme, junto con el resto de los que fracasaron en esta ciudad. Arena que respira.

Grimaldi sacudió una vez la cabeza en un movimiento rápido adelante y atrás.

– Tengo sesenta y tres años, Jack. He pasado cuarenta y cinco jodidos años en esta ciudad y así es como voy a acabar.

Karch dejó transcurrir diez segundos de deleite antes de contestar.

– No dejaremos que eso ocurra, Vincent. No lo permitiremos.

Grimaldi asintió y su boca se curvó en una sonrisa forzada.

– Viejo amigo, sabía que podía contar contigo.