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Karch empezó estudiando la posición del cadáver y la forma de la salpicadura de sangre en la cabecera de la cama y en la pared. Obviamente, el hombre obeso estaba sentado en la cama cuando recibió el disparo del asesino, y éste situado a los pies del lecho.
– Un zurdo -dijo.
– ¿Qué? -preguntó Grimaldi.
– El asesino, casi seguro que era zurdo.
Se colocó en el lugar que habría ocupado el asesino y extendió el brazo izquierdo. Asintió. Era razonable suponer que si Hidalgo había sido alcanzado en el ojo izquierdo por una bala procedente de una pistola empuñada por alguien que tenía delante, entonces ese alguien sostenía el arma con la mano izquierda.
Los ojos de Karch subieron por el cuerpo hasta la cabecera y la pared. En su oficina tenía un par de libros sobre manchas de sangre, que explicaban, entre otras muchas cosas, cómo interpretar las gotas circulares o elípticas. Sin embargo, él nunca había pasado de los capítulos introductorios, porque el tema era soporífero y de poco probable aplicación en su trabajo. ¿Qué conclusiones podía extraer de la escena que le ocupaba? No muchas. El tipo estaba vivo y luego estaba muerto. Eso era todo.
– ¿Alguien ha oído el disparo? -preguntó.
– No -dijo Grimaldi-, pero quería que estuviera aislado, así que ninguna de las habitaciones de al lado o enfrente estaban ocupadas. Además, no sé si guarda alguna relación, pero anoche saltó una alarma de incendio.
Karch miró a su interlocutor.
– A eso de las once -explicó Grimaldi-. Alguien dejó un cigarrillo encendido en un carrito del servicio de habitaciones y lo puso justo debajo de un detector de humo.
Karch señaló hacia el cadáver.
– ¿Lo evacuaron? ¿Salió de la habitación?
– No que sepamos. He pedido que me preparen las cintas para ver si sacamos agua clara.
Karch asintió, aunque no sabía qué papel desempeñaba la alarma de incendios en todo el asunto. Miró de nuevo el cadáver.
– Lo que veo aquí es un intento chapucero de hacer que esto pareciera un suicidio, pero…
– Esto no es un suicidio. Es un robo, joder.
– Ya lo sé, Vincent, ya lo sé. Escúchame. He dicho un intento de que parezca un suicidio. Un intento muy torpe. Escúchame antes de saltar.
Decidió abandonar su comentario: que Grimaldi sacase sus propias conclusiones. Lo que más le inquietaba de la escena del crimen eran las esposas. No entendía por qué no se las habían sacado.
– Vincent, supongo que has registrado la habitación de arriba abajo en busca del dinero.
– Sí, no está. Y el maletín tampoco.
– ¿Y qué hay de las llaves?
– ¿Llaves?
– Las llaves. -Señaló la muñeca del cuerpo sin vida con las dos esposas-. La llave de las esposas, ¿dónde está?
– No lo sé, Jack. No he visto ninguna llave. Supongo que quien se haya llevado la pasta se ha llevado las llaves. Pero tienen sorpresa.
– ¿Qué sorpresa?
– La llave del maletín no estaba allí. El gordo no la tenía. El señor Blan…, eh, su jefe no quería que lo abriera y bajase a las mesas con una parte del dinero. Así que me envió a mí la llave, y yo tenía que abrir el maletín esta mañana. Tengo la llave, pero me falta el puto maletín. Llevaba protección electrónica, como una pistola aturdidora. Si alguien intenta abrirlo sin la llave, se va a llevar una buena descarga. Noventa mil voltios.
Karch asintió y sacó una libretita y un boli del bolsillo. Garabateó una nota referida a la llave y el maletín.
– ¿Qué estás escribiendo, Jack?
– Sólo un par de notas, para mantener el orden.
– No quiero que nada de esta información vaya a parar a manos equivocadas.
Karch se volvió para mirar a Grimaldi, y el gesto bastó para convencer a éste.
– Ya sé que serás discreto, Jack.
Karch rodeó la cama y miró el reloj de la mesilla. Parecía un Rolex. Pasó el boli por la correa metálica y lo levantó para poder mirar la tapa de la esfera.
– Quienquiera que hiciera esto es lo bastante listo para saber que el reloj es falso.
– Cualquiera lo sabría, Jack. Los venden por cincuenta pavos en la acera de cualquier lugar de Fremont. Quienquiera que fuese era lo bastante listo para saber que lo que ellos querían era el jodido dinero y punto.
Karch asintió y volvió a dejar el reloj. Se acercó al armario, lo abrió y miró la caja fuerte. La puerta estaba abierta, la caja vacía.
– Hablame de este tipo, Vincent. ¿Cuándo llegó a la ciudad?
– Hace tres días. Yo no estaba seguro de cuándo íbamos a hacer la entrega. El tipo al que pagábamos estaba a cargo de eso. Nosotros teníamos que estar listos con el dinero. Hidalgo vino el lunes y estábamos esperando.
Karch se puso en cuclillas y cerró la puerta de la caja, pero no del todo. Examinó el teclado de combinación.
– ¿No salió de la habitación?
– No, pasó mucho tiempo en la planta. Lo invité a jugar y el muy cabrón empezó a desplumarnos. Joder, pensaba que como tardasen mucho en hacer la entrega el tío iba a hacer saltar la banca.
Karch se volvió hacia Grimaldi.
– ¿Cuánto ganó, Vincent?
– Le di cincuenta abejorros de la caja el lunes. La última noche los había convertido en más de cien mil. Lo hacía muy bien. Daba propinas de cien dólares como quien reparte papel de váter.
Karch volvió a mirar la caja fuerte y abrió la puerta del todo. Tenía la vista clavada en la caja vacía, pero en realidad no estaba viendo nada. Estaba pensando, dándole vueltas a lo que Grimaldi acababa de decirle.
– ¿Te das cuenta de lo que has hecho, Vincent? Lo has provocado tú mismo.
– ¿De qué coño hablas?
– Le diste dinero al tipo y él lo convirtió en más dinero. Y se lo mostraba a todo el mundo, y en esta ciudad eso es como echar sangre en el agua. Eso atrajo un tiburón hasta el gordo.
– ¿Qué estás diciendo, que el que hizo esto lo hizo por los cien mil y no por los dos millones y medio?
– Estoy diciendo que quien lo hizo vino a buscar cien mil y se encontró el resto. El día más feliz de su vida.
– Eso no puede ser, Jack. Eso…
– ¿Quién sabía del dinero? Quiero decir, ¿quién sabía que estaba aquí y quién lo tenía?
– Sólo yo.
– ¿Y en Miami? Puede haberse producido una filtración allí.
– No, sólo lo sabía una persona.
– Puede que el correo se lo contara a alguien.
– Es muy poco probable, Jack. Trabajaba directamente para la fuente. Si se llevaban el dinero sabía que irían a por él.
– A no ser que acabara muerto. ¿Y qué hay del tipo que iba a recibir el dinero?
– Sabía que estaba aquí, pero no sabía quién lo tenía ni dónde estaba exactamente. Además, por qué robar lo que le íbamos a dar.
– Exactamente. Así que si nadie sabía que estaba aquí, eso apoya mi idea, Vincent. Alguien vio que el tipo se llevaba cien de los grandes y vino a por él. Se llevó el bote.
Desde su posición, en cuclillas, Karch miró el armario. Examinó la ropa de Hidalgo, toda apartada a un lado para que el ladrón pudiera trabajar con la caja. Sus ojos repararon en algo que había detrás, en la pared. Parecía pintura descascarada. Avanzó sobre sus rodillas y, al observar desde más cerca, vio que no se trataba de pintura que había saltado, sino de cinta pintada. Buscó el extremo inferior de la cinta y tiró de ella hacia arriba. Desde el zócalo del armario, la cinta subía por la puerta, pasaba por encima del marco hasta la pared de encima del armario y luego continuaba por el techo del distribuidor para terminar en la pared.
– ¿Qué coño es eso? -preguntó Grimaldi.
– Cinta conductora. El que ha hecho esto es un profesional, Vincent. Lo estaba vigilando.
– ¿Con cámaras?
Karch asintió y volvió al armario. Volvió a escrutar el techo y las paredes y descubrió el pequeño agujero de taladro en la pared de la derecha, junto con más cinta. La arrancó y le condujo hasta la parte de atrás de la caja.
– Había dos cámaras. Una en la habitación para vigilar al objetivo y otra aquí dentro para ver la combinación. ¡Cojonudo!
– No había vuelto a oír de nadie que usara cámaras desde…, desde la última vez. Max Freeling.
Karch miró a Grimaldi.
– Yo tampoco, pero sabemos que Max no ha sido, ¿no?
– En eso tienes razón.
Karch salió del armario y caminó por la suite mirando los techos y la parte alta de las paredes. Llegó hasta la puerta de entrada y la abrió. Se agachó de nuevo y examinó el mecanismo de cierre.
– ¿Qué me dices de las huellas? -dijo Grimaldi desde detrás.
– No va a haber ninguna.
Accionó la cerradura y vio que el pestillo sólo salía hasta la mitad. Cerró la puerta con el pestillo extendido. Asintió. Admiraba un trabajo bien hecho. Se levantó, cerró la puerta y miró a Grimaldi. Karch no pudo reprimir la sonrisa.
– ¿Qué coño es lo que tiene tanta gracia? -se quejó Grimaldi.
– Nada -dijo Karch, mientras su sonrisa se ensanchaba-. Un digno oponente acaba de proporcionarme un subidón, eso es todo. Me alegro de que me llamaras, Vincent. Lo voy a disfrutar.
– Escucha, no es cuestión de que disfrutes o no, es cuestión de que yo recupere mi dinero.
Karch aguantó la reprimenda de Grimaldi. No le preocupaba. Ya entreveía la forma de sacar provecho del trabajo para conseguir lo que siempre había ansiado.
– Tienes un problema, Vincent.
– ¡Ya lo sé! ¿Por qué crees que te he llamado?
– Me refiero a un problema dentro del problema. Mira esto.
Karch retrocedió para mostrarle a Grimaldi el mecanismo de cierre de la puerta.
– Manipuló la cerradura. El gordo creyó que estaba cerrado a cal y canto, pero la cerradura y el cerrojo interior estaban manipulados. Igual que esa mierda de alarma que añadió él.
Karch arrancó la alarma electrónica del pomo y la tiró al suelo.
– Pero, verás, todo esto sólo funciona con la protección interna. La cerradura principal no estaba manipulada. Eso significa…
– Que tenía llave.
Karch asintió.
– Eres muy listo, Vincent -dijo en un tono que daba a entender lo contrario-. Tenía llave y eso significa que alguien se la dio. Alguien de dentro.
Grimaldi miró al suelo y Karch observó que el color del viejo se oscurecía una vez más. Karch no esperó a que el arrebato de ira remitiera.
– Apuesto a que nuestro hombre tenía también la llave de una de estas habitaciones vacías de aquí al lado para poder instalar y controlar las cámaras y moverse en el momento justo.
– ¿Quieres mirar?
– Sí, claro.
La primera habitación que comprobaron fue la que se hallaba justo al otro lado del pasillo, la suite 2015, y Karch dijo nada más entrar que habían encontrado el lugar en el cual el ladrón había aguardado a que el objetivo se fuera a dormir.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Grimaldi.
Karch señaló la mesa. Las revistas, el menú del servicio de habitaciones y la carpeta de información del hotel estaban apilados y apartados a un lado, junto con la botella de vino de bienvenida.
– Esperó aquí.
Karch miró por la suite, aunque sin demasiadas esperanzas. Se enfrentaba a un buen rival y las posibilidades de que hubiera cometido un error eran casi nulas. El dormitorio parecía recién arreglado. Se asomó al cuarto de baño, pero tampoco allí vio nada inusual. Si el culpable había usado el váter, incluso había vuelto a bajar la tapa.
Regresó a la sala de estar, donde Grimaldi aguardaba en medio de la habitación con los brazos cruzados. Karch trataba de pensar en algo que decir para hurgar más en la herida, pero entonces reparó en alguna cosa debajo de la mesa, junto a las cortinas. Se acercó y se arrodilló para meterse a gatas bajo la mesa.
– ¿Qué has visto, Jack?
– No lo sé.
Había una carta en el suelo, bajo la cortina. El as de corazones. Karch la miró un momento. Se fijó en que dos esquinas opuestas del naipe habían sido cortadas, lo cual indicaba que se trataba de una baraja de recuerdo de un casino. Después de utilizarlas en el casino, cortaban las cartas de este modo y las vendían en la tienda de souvenirs. De esta forma se aseguraban de que nadie volvía a introducirlas subrepticiamente en una mesa de juego.
– ¿Qué es? -preguntó Grimaldi desde detrás.
– Una carta. El as de corazones.
A Karch le asaltó el recuerdo de su padre, de lo que solía decir acerca del as de corazones. La carta del dinero, la llamaba. Sigue la carta del dinero, le habría dicho.
– ¿El as de corazones? -dijo Grimaldi-. ¿Qué crees que significa eso?
Karch no respondió. Levantó el naipe sosteniéndolo por una punta con el pulgar y el índice. Salió gateando de debajo de la mesa mostrando la carta, luego se puso de pie y giró la muñeca para ver la parte posterior de la carta. Tenía el dibujo de dos flamencos rosa con los cuellos enlazados formando la silueta de un corazón.
– Es del Flamingo -afirmó.
Grimaldi miró la carta.
– ¿Qué significa?
Karch se encogió de hombros.
– Quizá nada. Pero nuestro hombre ha tenido que estar aquí mirando las cámaras. Tal vez jugó un solitario para pasar el rato.
– Bueno, si se le cayó el as de corazones no habrá ganado nunca.
– Muy perspicaz, Vincent.
Grimaldi estalló.
– Oye, Jack. ¿Vas a ayudarme en esto o piensas pasarte el día haciendo juegos de palabras y tratando de hacerme quedar como un estúpido? Porque si es ésa tu intención buscaré a otro que haga el trabajo sin joderme.
Karch espero bastante antes de responder en un tono muy sosegado.
– Vincent, has venido a buscarme porque sabes muy bien que no hay nadie que pueda manejar esto mejor que yo.
– Entonces deja de hablar y empieza a manejarlo. El reloj corre.
– Muy bien, Vincent, lo que tú digas.
Karch miró la carta que todavía sostenía por una esquina. Sabía que podía pedirle un favor a Iverson en la Metro y buscar las huellas dactilares, pero eso metería a Iverson en un asunto que Karch sospechaba que iba a ponerse turbio. Decidió reservarse la idea como último recurso. Volvió a la mesa y abrió la carpeta que contenía el paquete de información del hotel. Había sobres y papel de carta en uno de los bolsillos. Metió la carta en un sobre y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Huellas? -preguntó Grimaldi.
– Puede ser. Voy a probar unas cuantas cosas antes.
Cruzaron de nuevo el pasillo para ir a la 2014 y echar un último vistazo mientras discutían las alternativas. Grimaldi decía que a los de Miami no les importaba el correo, y eso dejaba varias opciones abiertas. Podían salir de la habitación y dejar que todo siguiera su curso hasta que la camarera descubriera el cuerpo. O podían llevar un carrito de la lavandería a la habitación, meter dentro el cadáver y bajar por el montacargas hasta el muelle de carga para llevárselo en una furgoneta. Cualquier rastro de la estancia del correo en el hotel podía borrarse del ordenador y las cintas, y el cadáver podía enterrarse en el desierto en cuanto cayera la noche.
– Harán falta cuatro tíos para levantar este saco de mierda -se lamentó Grimaldi.
– Si amplías el círculo de gente al corriente de esto amplías tu exposición -dijo Karch.
– Pero si dejamos que las cosas sigan su curso, tendremos aquí a la Metro y empezarán a hablar del mal agüero del hotel. Ya no recuerdo el último homicidio en un hotel de esta ciudad. Se tirarán encima como se tiró Tyson a por la oreja de Holyfield.
– Eso es cierto, pero quizá sea útil esa presión sobre nuestro hombre. Quizá le fuerce a cometer un error.
– Sí, y ¿qué pasa si los de homicidios de la Metro llegan a él antes que tú?
Karch se limitó a mirar a Grimaldi con expresión de que la idea era absurda.
– Es cosa tuya, Vincent. Estamos perdiendo el tiempo. Quiero ver la cinta y ponerme con esto.
Grimaldi asintió.
– Muy bien, nada de la Metro. Mandaré gente aquí para que se haga cargo de este asunto.
– Buena decisión, Vincent -dijo Karch, pero de un modo que hizo que Grimaldi se preguntara si realmente lo pensaba así-. Vamos a ver la cinta.
Ambos salieron de la habitación entonces, dejando el cadáver en la cama. Grimaldi se aseguró de colgar el cartel de «No molesten» en el pomo.