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Capítulo 21

Karch ya había estado en muchas otras ocasiones en el despacho de Grimaldi, en la segunda planta del casino. Mantenía un acuerdo secreto como consultor de seguridad del Cleopatra -sin nóminas, pagos en efectivo-, y en calidad de tal se entrevistaba con Grimaldi en el despacho de éste, aunque las tareas que llevaba a cabo normalmente tenían poco que ver con lo que sucedía abajo, en el casino. Karch solía estar implicado en lo que Grimaldi acostumbraba a denominar cuestiones y problemas de seguridad secundarios. A Karch le gustaba su estatus de trabajador externo. Sabía que nunca sería el tipo de hombre que se siente cómodo con un blazer azul con la silueta de la reina de Egipto estampada en el bolsillo del pecho.

El despacho era grande y opulento, con un área de escritorio, una zona de asientos y un bar privado. Se accedía a través del enorme centro de seguridad del casino, donde decenas de técnicos de vídeo se sentaban en filas de cabinas para mirar las pantallas, las cuales mostraban imágenes siempre cambiantes de centenares de cámaras enfocadas a las mesas de juego. La habitación estaba poco iluminada y la temperatura nunca sobrepasaba los dieciocho grados, a fin de cuidar los delicados equipos electrónicos. La mayoría de los técnicos llevaban jersey bajo los inevitables blazers azules. En Las Vegas, cuando uno veía a alguien con jersey en verano, sabía que trabajaba en el interior, controlando la pantalla todo el día.

Una pared del despacho de Grimaldi tenía ventanas que daban al centro de seguridad, otra ofrecía vistas al casino. Y situada justo detrás de Grimaldi estaba la puerta que conducía a la atalaya. Sólo se accedía a través del despacho de Grimaldi y éste nunca había invitado a Karch a admirar desde allí la planta del casino. Este hecho molestaba a Karch y su frustración se acrecentaba porque creía que Grimaldi lo sabía.

Cuando entraron en el despacho, Karch vio a un hombre sentado tras el escritorio de Grimaldi y trabajando en la consola de vídeo multiplex de la derecha del escritorio.

– ¿Qué has conseguido? -preguntó Grimaldi mientras cerraba la persiana de la ventana que daba al centro de seguridad.

– Una buena sorpresa, eso es lo que me he llevado -dijo el hombre de detrás del escritorio, sin levantar la mirada de las cuatro pantallas que tenía activas en su consola.

– Cuéntanos.

El uso del plural hizo que el técnico levantara los ojos de las pantallas. Saludó con la cabeza a Karch y volvió a bajar la vista.

– Bueno, parece que a este tipo lo ha desplumado una mujer -dijo.

Grimaldi rodeó el escritorio y miró las pantallas por encima del hombro del técnico.

– Muéstranos.

Karch permanecía al otro lado del escritorio, pero podía ver las pantallas. Miró por encima de los otros dos hombres, a la puerta de cristal que conducía a la atalaya. Grimaldi no se molestó en presentarle el técnico a Karch.

Durante los cinco minutos siguientes, el técnico utilizó cintas obtenidas de distintas cámaras cenitales para mostrar de forma intermitente la última noche de Hidalgo en el casino. Lo llamaban un videoseguimiento. Había suficientes cámaras sobre la planta del casino -cualquier planta de casino de Las Vegas- para no perder de vista a un individuo desde que entraba en la, así llamada, videoparrilla. Los mejores técnicos tenían memorizados los cuadrantes de la parrilla y eran capaces de mover los dedos con agilidad sobre el teclado para saltar de una cámara a otra siguiendo a un objetivo.

El técnico de Grimaldi realizó esta operación, con la diferencia de que se trataba de cintas grabadas. Había juntado el videoseguimiento de Hidalgo de la noche anterior. Mostró a Hidalgo jugando al bacará y al blackjack, incluso un par de veces apostó a la ruleta. Fuera cual fuere el juego, al parecer su conversación con los compañeros de mesa y los empleados del casino era mínima. Finalmente, cuando el contador de la cinta mostraba que eran las 22.38, vieron que Hidalgo se dirigía al despacho VIP y retiraba el maletín de aluminio de la cámara acorazada. En el escritorio le esperaba un escolta de seguridad que luego caminó con él hasta los ascensores.

– ¿Quién es el escolta? -preguntó Karch.

– Se llama Martin -dijo Grimaldi-. Es supervisor de turno. Lleva aquí un par de años, vino del Nugget. Ha escoltado al gordo toda la semana.

– Tendremos que hablar con él.

– No sé de qué te va a servir, pero no hay ningún problema.

El técnico señaló la nueva pantalla donde continuaba el seguimiento de Hidalgo. Mostraba al gordo y a Martin, con su blazer azul, entrando en el ascensor. Hidalgo sacó su llave magnética del bolsillo y Martin la adosó al panel antes de pulsar el botón del ático. Aunque la cinta no tenía audio, quedaba claro que los dos hombres no mantenían conversación alguna.

– Y ésta es la última vez que lo vemos -dijo el técnico.

– No hay cámaras en los pasillos, ¿verdad? -dijo Karch.

– No. Lo perdimos en cuanto el ascensor llegó al ático.

– ¿Y qué ocurre cuando salta la alarma de incendios más tarde? -preguntó Grimaldi-. ¿Alguna señal de él?

– No -dijo el técnico-. He comprobado todas las cámaras del ascensor y la escalera. No fue evacúa…

– Un momento -le interrumpió Karch-. Vuelve atrás, a la cinta del ascensor.

El técnico miró a Grimaldi, y éste asintió. Retrocedió la cinta hasta que Karch dijo basta y volvió a reproducirla. Todos miraron en silencio. Quedaba claro que Martin le decía algo a Hidalgo, quien buscaba en el bolsillo y sacaba su llave magnética. Martin la utilizaba entonces para desbloquear el botón del ático.

– Vincent, ¿has dicho que Martin es supervisor de turno?

– Sí.

– ¿No tiene llave para ir al ático?

Grimaldi permaneció un momento en silencio mientras procesaba lo que acababa de ver en la cinta y el significado de la pregunta de Karch.

– Hijo de puta. Usó la tarjeta de Hidalgo cuando podría haber usado la suya.

– Porque tal vez no tenía la suya.

– Porque quizá se la había dado a… ¿Dónde está esa mujer de la que has hablado?

El técnico pulsó algunos códigos de memoria y la cinta de una de las pantallas se rebobinó hasta un punto prefijado. La pantalla mostraba el salón de bacará. Había una mesa en uso en la que Hidalgo era el único jugador. El técnico avanzó la imagen varios fotogramas por vez con una ruedecita de la consola. Golpeó con el dedo la parte inferior de la pantalla, justo bajo la imagen de una mujer recostada en la barandilla que separaba el salón del resto del casino.

– Ella -dijo.

– ¿Qué pasa con ella? -preguntó Grimaldi.

– Trata de disimularlo, pero lo está vigilando.

Continuó moviendo la ruedecita y la imagen avanzó. Los tres hombres contemplaron la pantalla en silencio. La mujer daba la sensación de estar descansando o quizás esperando a alguien. Llevaba una mochila pequeña sobre uno de los hombros y una bolsa de deporte negra en una mano. Parecía que acababa de registrarse y que tal vez esperaba a alguien, quizás un marido que se había detenido a jugar unas manos de blackjack antes de subir a la habitación. Sin embargo, por dos veces miró al salón y sus ojos parecieron posarse directamente en Hidalgo. En cada ocasión, su mirada se detuvo un poco más de lo que justificaría una mirada ocasional. A Karch le resultó curioso, pero no le bastaba.

– Es el único tipo que está jugando, ¿a quién más va a mirar?

– Eso es cierto, pero he reconstruido su videoseguimiento.

Expulsó la cinta de la consola e introdujo otra. Grimaldi se acercó más para mirar la pantalla. Karch apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio de Grimaldi y se inclinó para ver mejor. La cinta mostraba a la mujer entrando en el casino con la mochila y la bolsa a las ocho de la tarde y dirigiéndose al mostrador VIP, donde le entregaron un sobre.

– Eso tiene que ser la llave -dijo Grimaldi-. ¡La puta llave de Martin!

Karch estaba pensando lo mismo, pero no dijo nada. También estaba pensando que los rizos oscuros que enmarcaban el rostro de la mujer -y lo tapaban- tenían que ser de una peluca. Observó mientras ella se acurrucaba contra un teléfono del vestíbulo y probablemente abría el sobre a resguardo de la cámara. Luego se volvía y se encaminaba hacia la planta del casino. Se movía sin dudar, con una gran determinación. Las bolsas que cargaba eran aparentemente pesadas, pero las sostenía con firmeza.

Después de detenerse en el salón del bacará, el vídeo la seguía mientras atravesaba el casino y entraba en el ascensor de la torre Euphrates.

– Es muy buena -dijo el técnico-. No miró hacia arriba ni una sola vez. No tenemos nada. Con ese sombrero y ese pelo es como si hubiera estado caminando debajo de un jodido parasol.

Karch sonrió mientras miraba. El técnico tenía razón. Ella era buena, y después de haber visto lo que había hecho arriba, Karch se descubrió a sí mismo embelesado por la mujer de la pantalla de vídeo. Iba disfrazada, pero transmitía una sensación de personalidad en la cinta. Joven, quizá recién entrada en la treintena, con la piel tirante bajo el mentón, y una firme línea de la mandíbula bajo el ala del sombrero. No llevaba pendientes ni otras joyas: ninguna distracción en su camino hacia el objetivo. Karch lamentó no poder verle los ojos, porque sabía que habría algo que ver en ellos.

En la pantalla, la mujer del ascensor utilizó la llave magnética del bolsillo trasero para desbloquear el botón del ático.

– Ahí está la llave -dijo Grimaldi.

Karch deseó que se callara y se limitara a mirar, pero no dijo nada.

– Bueno -explicó el técnico mientras tecleaba una nueva orden-. Así que baja del ascensor en la veinte. Pero luego la vemos dos veces más.

– ¿Dos veces? -dijo Grimaldi.

– Sí, señor. Primero baja para encontrarse con alguien que no llega a presentarse.

Señaló la pantalla, donde continuaba el seguimiento del vídeo. Los tres hombres observaron en silencio mientras fragmentos de vídeo mostraban a la mujer cruzando el casino hasta el salón, eligiendo una mesa vacía y pidiendo a una camarera.

El seguimiento saltaba en el tiempo doce minutos y mostraba a la mujer sentada sola, pero con dos bebidas en la mesa.

– ¿Qué coño…? -dijo Grimaldi-. Creía que habías dicho que no se presentó nadie.

– Nadie lo hizo -aclaró el técnico-. Pidió las bebidas, pero no vino nadie.

– Dediquémonos a mirar, ¿vale? -propuso Karch, molesto por tanta charla.

En pantalla, la mujer miraba en torno a sí con indiferencia, como para asegurarse de que nadie se fijaba en ella, y entonces levantaba el vaso que tenía delante. A Karch le pareció Coca-Cola. La mujer se extendió sobre la mesita y entrechocó su vaso con el de cerveza. Karch se acercó a la pantalla y miró sus labios mientras ella obviamente hablaba en voz alta.

– Creo que habéis seguido a la persona equivocada -dijo Grimaldi, alzando la voz a causa de la frustración-. Esa tía está ahí sentada hablando sola. No tenemos tiempo para…

– Espere, señor, mire esto. Ella vuelve a los ascensores y sube a la planta veinte.

Adelantó la cinta.

– Y luego ya no la volvemos a ver hasta las cuatro. Vuelve a bajar, y fíjese en lo que lleva. Sube con dos bolsas y baja también con dos. Pero algo ha cambiado.

La mujer volvió a aparecer en la planta del casino, moviéndose con rapidez entre el escaso grupo de jugadores empedernidos. Karch vio enseguida que el técnico estaba en lo cierto. Algo había cambiado. Llevaba la correa de la mochila en un hombro, pero una gran bolsa de lona con dos correas había sustituido a la bolsa de deporte. El técnico pulsó una tecla y congeló la imagen. La segunda bolsa contenía un objeto rectangular, cuyas dimensiones se adivinaban con claridad a través de la lona. Era el maletín de la víctima.

– Esa zorra se ha llevado mi dinero -dijo Grimaldi con calma.

– ¿La seguiste hasta la salida? -preguntó Karch.

El técnico pulsó una tecla para reanudar la reproducción y se limitó a señalar la pantalla. Las cámaras acompañaron a la mujer en su recorrido por el enorme casino hasta el mostrador VIP, donde extrajo un sobre y lo dejó sin hablar con nadie. Luego se encaminó hacia la salida sur. No era la puerta principal. Karch sabía también que no conducía a ningún estacionamiento ni punto de llegada de vehículos, sino hacia la acera que tomaban los peatones para salir a Las Vegas Boulevard.

– No salió por la puerta principal, Vincent -dijo.

Había la suficiente urgencia en el tono para que Grimaldi apartara los ojos de la consola de vídeo. El viejo arqueó las cejas, captando el tono, pero no el significado.

– No aparcó aquí porque no quería que las cámaras grabaran su vehículo -dijo Karch-, así que aparcó en otro lugar y vino caminando.

Karch señaló la pantalla a pesar de que ya no aparecía en ella ninguna imagen.

– La salida sur -dijo-. Iba al Flamingo.

Grimaldi asintió, impresionado.

– El as de corazones. ¿Tienes a alguien allí?

Karch asintió.

– No hay problema.

– Entonces ve.

– Espera un momento, Vincent. ¿Qué pasa con Martin? Deberíamos empezar por él.

– Yo me encargo de él. Tú sigue el dinero, Jack. El dinero es la prioridad y se nos acaba el tiempo.

Karch asintió. Supuso que Grimaldi tenía razón. Pensó en el as de corazones que había encontrado arriba. Sigue el dinero. Sigue la carta del dinero.

– Bueno, ¿a qué estás esperando?

Karch interrumpió sus pensamientos y miró a Grimaldi.

– Ya voy.

Miró por la ventana a la cabina de vigilancia y se dirigió a la salida del despacho. Se detuvo en la puerta.

– Vincent, deberías mandar a alguien arriba, a la segunda habitación, para comprobar los conductos de aire acondicionado.

– ¿Para qué?

– Subió con dos bultos, una mochila y una bolsa de deporte. Bajó con la mochila y el maletín dentro de una bolsa de lona. ¿Dónde está la bolsa de deporte?

Grimaldi se detuvo un momento mientras lo pensaba. Sonrió, impresionado por el hecho de que Karch se hubiera fijado en la bolsa que faltaba.

– Lo haré comprobar. Permanece en contacto. Y recuerda que el reloj está corriendo.

Karch le disparó utilizando su dedo como pistola y salió.