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Capítulo 22

Karch abandonó el Cleopatra por la misma ruta que había seguido la mujer del vídeo que acababa de ver. Mientras serpenteaba entre las mesas y rodeaba a los idiotas que se cruzaban perezosamente en su camino, su mente empezó a ocuparse en la mujer del vídeo. Había estado cerca de lograr el golpe perfecto. Una mirada de más y demasiado larga al objetivo desde la barandilla del bacará había sido su único error. Sin eso, probablemente todavía estarían rascándose la cabeza. Aun así, no podía menos que admirarla. Ansiaba el momento de encontrarse con ella, y no dudaba que ese momento llegaría. Ella era buena, pero él era mejor. Su cita, sin duda, se produciría.

Empujó con brusquedad a un hombre con bermudas que se había cruzado con suma parsimonia en su camino mientras miraba hacia arriba, a través de los paneles de vidrio del atrio.

– Bueno, usted perdone -protestó mientras Karch pasaba.

Karch miró atrás sin frenar su marcha.

– Que te jodan, capullo. Vuelve a perder tu dinero.

– ¡Eh! -gritó el hombre tras él.

Karch se detuvo y se volvió hacia el hombre. Éste se dio cuenta enseguida de que se estaba metiendo en problemas y empezó a alejarse arrastrando los pies. Karch lo observó hasta que el tipo miró hacia atrás y los ojos de ambos conectaron. Karch sonrió para dar a entender al otro que lo había hecho retroceder como a un niño.

Karch atravesó el vestíbulo del Río Nilo hasta la salida que había usado la mujer y pronto estuvo caminando por el Strip hacia el Flamingo, a una manzana de distancia. Al entrar en el venerado y muchas veces renovado y ampliado casino se dio cuenta de que necesitaba efectivo. Se reprochó en silencio no haberle pedido a Grimaldi dinero para gastos y pensó en volver atrás, aunque sabía que el retraso sacaría de sus casillas al director de operaciones. En lugar de eso miró en torno a sí en el Flamingo hasta que encontró un cajero y retiró trescientos dólares, lo máximo que su cuenta le permitía. Por lo general, Don Cannon le cobraba quinientos por un seguimiento, pero tendría que conformarse con trescientos. No creía que Cannon fuese a ponerle pegas. El cajero daba billetes de cien, a diferencia de cualquier otro situado fuera de un casino. De pie ante la máquina, Karch dobló dos veces los billetes para poder deslizarlos con facilidad y los ocultó en la palma de su mano derecha, que cerró levemente y dejó caer con naturalidad. Pensó en las manos del maestro Miguel Ángel, en la mano derecha del David que colgaba sin rigidez a un costado. O en el despreocupado reposo de las manos de la figura que representaba la noche en la tumba de Lorenzo de Médicis. El padre de Karch había viajado a Italia en su juventud para estudiar las manos esculpidas por el maestro. Al hijo no le hizo falta: había una réplica a escala real del David de Miguel Ángel en la rotonda comercial del Caesar’s Palace.

Karch fue a la zona de los teléfonos situada fuera del vestíbulo y eligió uno interno. Pidió por Don Cannon, de seguridad, y la llamada fue transferida a alguien que le preguntó quién era. Esta vez la llamada estuvo en espera más de un minuto, y Karch aprovechó el tiempo para pensar en qué iba a decirle. Cannon era supervisor de turno en la sala de pantallas. Karch lo había conocido cinco años antes, durante la investigación de un caso de desaparición, y desde entonces había cooperado con él, a cambio de dinero. En los doce años que llevaba trabajando en el Strip, Karch había establecido contactos similares en casi todos los casinos. Todo era legal, salvo su relación con Vincent Grimaldi. Y en esta ocasión, de un modo u otro, veía la forma de librarse de las garras de Grimaldi.

– ¡Jack Karch! -espetó una voz al otro lado de la línea.

– ¿Don? ¿Cómo te va?

– No gasto pólvora en salvas. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Estoy trabajando en un caso y tus cámaras podrían ayudarme.

– Necesitas un poco de magia electrónica, ¿eh? ¿Cuál es el caso?

– Típico. Una puta ha desplumado a un tipo en el Desert Inn. Me ha llamado a mí porque quiere mantenerlo en secreto, ya me entiendes. Sin policía, ni registros. El caso es que la furcia se ha llevado algunas joyas (un reloj y un anillo) que tienen valor sentimental. Ya sabes, están grabados y esas cosas. No puede reemplazarlos fácilmente y si vuelve a Memphis mañana sin ellos lo va a pasar mal dándole explicaciones a la mujer.

– Me hago una idea. ¿Qué tiene que ver con el Flamingo?

– Creo que ella aparcó en tu garaje, en el que da a Koval. Mi hombre la conoció en la barra del Bugsy ayer noche, luego fueron en taxi al DI. Ella le robó en cuanto él se durmió. Le he seguido la pista en el DI hasta la acera y creo que venía hacia aquí. Esto fue a las cuatro de la mañana.

– ¿Has dicho aquí? ¿Estás aquí ahora?

– Abajo.

– ¿Por qué no lo decías? Sube.

Colgó antes de que Karch pudiera decir nada más.

Karch caminó hasta los ascensores y subió hasta la segunda planta. En el trayecto sacó un pañuelo del bolsillo trasero, lo hizo una bola y se lo metió en el bolsillo del pecho de la americana. Lo empujó para que no se viese, pero todavía servía para mantener el bolsillo abierto un par de centímetros. Entonces buscó cambio en el bolsillo y sacó una moneda de veinticinco centavos y una de diez. Ambas habían sido acuñadas recientemente y eran muy brillantes. Se agachó y se guardó una moneda en cada zapato. Agitó primero una pierna y después la otra para que las monedas quedaran bajo el arco del pie. Esperaba que Cannon no estuviese observándole mediante una de sus cámaras.

Al salir del ascensor se dirigió a su izquierda, y al llegar a la entrada al complejo de seguridad pulsó el timbre situado junto a la puerta de acero. Había un intercomunicador montado en la pared, encima del timbre, pero permaneció en silencio. Al cabo de cinco segundos oyó un zumbido y abrió la puerta.

Don Cannon era un hombre grande y fornido, con el pelo negro, barba cerrada y gafas. Daba la impresión de que lo habían contratado por su envergadura y lo que podía hacer en la planta del casino en caso de necesidad. Sin embargo, con el paso de los años, Cannon fue ascendido al trabajo interior, y ya sólo veía el casino en los monitores de vídeo que él y sus subordinados manejaban en la denominada sala de pantallas. Estaba esperando a Karch en una pequeña antesala situada al otro lado de la puerta. Ambos hombres se estrecharon la mano y los billetes de cien cambiaron de dueño imperceptiblemente. Como la mayoría de los hoteles del Strip, el Flamingo tenía la política de no aceptar propinas para la empresa ni el personal por proporcionar ayuda en la investigación de delitos. No obstante, Karch conocía el valor de una propina y cómo le ayudaría a que la puerta de acero zumbase la próxima vez que acudiera a llamar al timbre.

– Estoy a dos velas, hoy -dijo Karch en voz baja-. Tendré que venir después a pagarte, si te parece bien.

– No hay problema. He cargado el archivo de las cuatro en punto mientras tú subías. Acompáñame.

Karch siguió a Cannon. Éste se guardó el dinero en el bolsillo de camino a la sala de pantallas, que no era muy distinta de la del Cleo. Los técnicos de vídeo se sentaban ante filas de consolas de doce pantallas, y sus ojos vagaban sin pausa de una a otra, utilizando teclados y joysticks para elegir y manipular los ángulos de las cámaras y las ampliaciones. Lo observaban todo, pero en particular el dinero. Al final todo era cuestión de dinero.

Cannon subió a una tarima situada al fondo de la sala, donde se había instalado una solitaria consola para que el supervisor de turno pudiera controlar las cámaras y a los técnicos de vídeo al mismo tiempo.

– Has dicho que venía del DI, ¿verdad? ¿Fue caminando?

Cannon se sentó en una silla con ruedas y luego la acercó a la consola. Karch se quedó de pie tras él.

– Eso parece, poco después de las cuatro.

– Es un buen paseo. Muy bien, veamos. Empezaremos por la entrada norte.

Sus dedos empezaron a sacudir el teclado mientras introducía las órdenes de búsqueda. Continuó hablando.

– Nos hemos pasado a digital desde la última vez que viniste. ¡Es increíble!

– Genial.

Karch no entendía qué significaba pasarse a digital, pero no le importaba lo más mínimo.

– Veamos, aquí está la puerta desde las cuatro. Lo pondré a doble velocidad hasta que veas algo.

Señaló la gran pantalla maestra situada justo frente a él en la consola. Estaba dividida en una cuadrícula con veinticuatro ángulos de cámara diferentes. Al mover el joystick, un puntero cruzó la pantalla hasta uno de los cuadraditos. Cannon pulsó la tecla Retorno y la imagen del cuadradito ocupó toda la pantalla. La cámara estaba situada arriba y en ángulo hacia las puertas de apertura automática. La cinta avanzaba con rapidez: los coches que se veían en la distancia pasaban a toda velocidad y la gente que transitaba por la acera daba la impresión de moverse a un trote ligero. Karch miraba con atención la pantalla y las figuras de quienes ocasionalmente entraban y salían.

– ¡Ahí! -dijo al cabo de casi tres minutos-. Creo que era ella. Retrocede.

– Muy bien.

Cannon movió la imagen digital hasta que la figura que había pasado tan rápido reapareció caminando hacia atrás, hacia la puerta.

– Ahí.

La imagen fue congelada y luego reproducida a cámara lenta. Las puertas se abrieron automáticamente y la mujer que Karch había visto en las cintas del Cleo entró cargada con la mochila y la bolsa de lona que contenía el maletín.

– Es ella.

– No tiene mal aspecto para ser una puta. Demasiado pelo, eso sí. Me pregunto cuánto cobra.

– Cinco billetes mínimo, me ha dicho mi cliente.

Cannon silbó.

– Eso sí que es un robo. No me importa qué aspecto tenga una mujer, ningún culo vale cinco billetes.

Karch rió diligentemente.

– ¿También se llevó el equipaje del tío?

– Sí. Pero eso a él le importa poco. Sólo quiere el reloj y el anillo.

– No sé, lleva esa bolsa como si llevara una caja fuerte metida dentro.

Karch empezó a sudar. Pensaba que Cannon le mostraría el vídeo sin hacer demasiadas interpretaciones.

– Bueno, a ver adonde va -dijo, con la esperanza de que Cannon dejase de analizar lo que estaba viendo y se limitase a manejar el equipo.

Al parecer funcionó. Cannon se sumió en el silencio y siguió a la mujer, a través de la cuadrícula de ángulos de cámara, hasta que abandonó el edificio del casino por la entrada de atrás y se metió en el garaje de ocho plantas que ocupaba la parte posterior del complejo, en Koval Road.

– Debe de llevar peluca, pero aun así, me parece que es nueva -señaló Cannon tras cinco minutos de silencio-. Si quieres podemos buscarla en nuestra carpeta de putas.

– ¿Carpeta de putas?

– La llamamos así. Tenemos a la mayoría de las chicas que trabajan en la ciudad en un archivo informático. Quizá podrías averiguar el nombre si reconocemos la foto. El problema es que no ha levantado la cabeza ni una sola vez. No tenemos ninguna imagen clara de ella de momento.

«Ni la tendrás», pensó Karch, pero dijo:

– Bueno, veamos lo que hace y ya nos preocuparemos de eso después.

En el garaje, la mujer tomó el ascensor hasta la octava planta. Luego caminó hasta una furgoneta azul sin inscripciones que estaba aparcada en la esquina más alejada del ascensor. A esa hora de la noche, las plantas superiores del garaje estaban casi vacías. No había ningún otro vehículo a menos de veinte espacios de la furgoneta.

– No lleva matrícula -dijo Cannon-. Parece que la chica toma precauciones. ¿Estás seguro de que es una puta, Jack? Ya te he dicho que no me suena, además, la mayoría de las chicas tienen chófer. Sobre todo las de quinientos la hora.

Karch no contestó. Estaba mirando fijamente la pantalla. La mujer abrió la puerta del conductor con una llave, cargó las bolsas y subió al vehículo. Las luces se encendieron cuando arrancó el motor. Antes de ponerlo en marcha, la mujer se estiró hacia atrás y golpeó en la partición entre la cabina y la zona de carga. Karch observó que sus labios se movían. Obviamente había alguien en la parte de atrás.

– Don, vuelve a pasar eso, ¿quieres?

– Claro.

Cannon retrocedió la imagen digital y mostró a la mujer golpeando una vez más la partición. Congeló la imagen y tecleó algunas órdenes en un esfuerzo por mejorar la calidad. Entonces cambió al ratón de bola y reprodujo la escena grabada a cámara lenta.

– Dice algo -comentó Cannon-. No sé…, algo así como «¿Cómo estás?» o «¿Cómo vas?». Algo así.

– «¿Cómo vas ahí atrás?» -dijo Karch.

– Joder, Jack. Creo que tienes razón. Muy bien, tío. Cuando quieras te contratamos aquí.

– En una semana me volvería loco. ¿Puedes conseguir una imagen de la parte de atrás de la furgoneta?

– En cuanto salga.

Cannon volvió a la parrilla, que esta vez sólo mostraba las cámaras del garaje, y siguió a la furgoneta en su descenso hasta la salida a Koval. Al pasar por la salida, la parte de atrás del vehículo fue grabada por una cámara a nivel de suelo enfocada a la altura media de las placas de matrícula.

La placa de atrás también faltaba.

– ¡Maldición! -soltó Karch, sorprendido de su propia reacción.

– Espera un segundo -dijo Cannon.

Retrocedió la grabación y la reprodujo a cámara lenta. Luego congeló la imagen y la amplió. Karch miró al hombre y luego a la pantalla y por fin entendió qué se proponía. Las placas de matrícula no estaban, pero en la parte izquierda del parachoques llevaba el adhesivo de un párking. Cannon se movió con habilidad y amplió la imagen. Las letras y los números se veían con aceptable calidad. Karch leyó el año en el adhesivo y trataba de discernir las letras cuando Cannon silbó.

– ¿Qué pasa?

– Me parece que pone HLS.

– A mí también, ¿qué es eso?

– Hooten’s Lighting & Supplies. Es su logo. Ya sabes, la empresa que fabrica todo esto. -Movió las manos por encima de la consola.

– Vale.

Karch no sabía qué más decir. El hallazgo iba a dejar la tapadera que había inventado para Cannon en evidencia. Por primera vez se dio cuenta del frío que hacía en la sala de pantallas. Cruzó los brazos ante el pecho.

– No lo entiendo -dijo Cannon-. Una puta que conduce ella misma una furgoneta de Hooten’s. ¿Estás seguro de que tu cliente te ha contado la verdad?

Levantó la mirada hacia Karch, quien decidió que tenía que zafarse de la situación.

– No. Pero es lo que voy a averiguar antes de seguir con esto. Si el tío me está engañando, lo dejo. Gracias por tu ayuda, Don. Será mejor que vuelva al DI para hablar con ese tipo.

– Sí, me huele a chamusquina. ¿Quieres buscar en la carpeta de la putas de todos modos? Tenemos algunas preciosas.

Karch frunció el ceño y negó con la cabeza.

– No, quizá después. Déjame hablar primero con ese tipo y aclarar las cosas. Ah, y luego paso con lo que te debo por el seguimiento.

Karch señaló la consola con la cabeza.

– Olvídalo. De todos modos, parece que te he abierto más agujeros de los que he cerrado. Lo único que te pido es algún juego de manos. ¿Tienes algo que mostrarme?

Karch empezó su actuación, simulando que la petición de Cannon le había pillado con la guardia baja.

– Bueno… -Se dio unas palmaditas en los bolsillos en busca de monedas.

– ¿Tienes algo de cambio? ¿Una de veinticinco o algo así?

Cannon se recostó en su silla para introducir la mano en el bolsillo y la sacó llena de monedas. Karch se subió las mangas de la americana y eligió una moneda de veinticinco brillante, que cogió de la palma de Cannon con su derecha. Entonces realizó una variación del clásico torniquete o caída francesa, con un lanzamiento de desaparición añadido copiado de J. B. Bobo. Era un truco de prestidigitación que llevaba practicando desde que tenía doce años, y que por tanto podía hacer incluso dormido. Lo realizó con la fluidez de movimientos y la facilidad que proporciona la práctica.

Con la palma de la mano derecha hacia arriba y a la altura del pecho, sostuvo la moneda por el borde entre el pulgar y el índice, inclinándola ligeramente para que Cannon viera la cara. Entonces puso la mano izquierda sobre la moneda como si fuera a llevársela. Mientras acercaba la mano a la moneda, dejó caer ésta a la palma de la mano derecha, completando el falso cambio de mano.

Karch cerró el puño izquierdo y lo extendió hacia Cannon. Empezó a manipular los músculos y a apretar el puño como si estuviese reduciendo a polvo la moneda que supuestamente contenía. Al mismo tiempo realizó un movimiento circular con la derecha sobre el puño cerrado sin apartar la vista de la mano izquierda en ningún momento.

– En polvo se convierte, y nadie conoce su suerte.

Amplió cada vez más el círculo que describía con su mano derecha hasta que de repente chasqueó los dedos y abrió ambas manos con las palmas hacia Cannon. La moneda había desaparecido. Los ojos de Cannon se movieron con rapidez de una mano a otra hasta que una amplia sonrisa asomó a su rostro. Era la reacción habitual. El truco se basaba en un doble engaño. El escéptico cree que la moneda nunca abandona la mano derecha, pero queda desconcertado cuando no aparece en ninguna de las dos.

– ¡Fantástico! -exclamó Cannon-. ¿Dónde ha ido a parar?

Karch negó con la cabeza.

– Ése es el problema con este truco, uno nunca sabe dónde va a aparecer. Esa parte no la aprendí. Supongo que puedes añadir los veinticinco centavos a mi deuda.

Cannon rió de buena gana.

– Eres bueno, Jack. ¿Quién te lo enseñó, tu padre?

– Sí.

– ¿Aún vive?

– No, murió. Hace mucho.

– Y trabajaba en el Strip, ¿verdad?

– Sí, donde podía. En los sesenta. Una semana actuó antes que Joey Bishop, que actuó antes que Sinatra en el Sands. Tengo fotos de los tres.

– Genial. El Rat Pack. Buenos tiempos, ¿eh?

– Sí, hubo momentos buenos.

Karch recordó a su padre volviendo del hospital después del incidente en Circus. Llevaba las dos manos vendadas y tenía la mirada perdida en algún punto del lejano horizonte.

Karch se dio cuenta de que había perdido la sonrisa y miró a Cannon.

– Bueno, será mejor que me ponga en marcha. Gracias por tu ayuda, Don.

Le tendió la mano y Cannon se la estrechó.

– Ya sabes dónde estoy, Jack.

– Encontraré la salida.

Se volvió hacia la escalera y empezó a caminar, pero de pronto se detuvo y se apoyó en la barandilla.

– ¿Qué…?

Levantó el pie izquierdo y se quitó el zapato. Sin siquiera volverse hacia Cannon, pero sabiendo que él le estaba observando, miró en el zapato y lo agitó. Algo sonó en su interior y puso el zapato boca abajo. La moneda de veinticinco centavos que antes había colocado allí le cayó en la mano. Miró a Cannon y se la mostró. El hombretón golpeó la consola con el puño y empezó a sonreír y a sacudir la cabeza.

– La muy maldita. Ya te lo había dicho -explicó Karch-. Nunca sabes adonde puede ir a parar.

Le lanzó la moneda a Cannon, y éste la atrapó.

– Ésta me la guardo, Jack. ¡Es magia!

Karch saludó y se encaminó a la escalera. Esperó hasta que estuvo fuera del Flamingo y lejos de las cámaras de Cannon antes de meter la mano en el bolsillo del pecho de la americana y sacar el pañuelo y la moneda de veinticinco centavos que había dejado caer mientras movía la mano durante el truco.

Cuando tuviera ocasión de sentarse ya sacaría la moneda de diez centavos del otro zapato.