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Noventa minutos más tarde, Karch estaba de pie ante el aparcamiento de empleados del Hooten’s Lighting & Supplies, con un teléfono móvil en la mano. La furgoneta azul que había sido grabada saliendo del garaje del Flamingo seis horas antes se encontraba aparcada al otro lado de la valla, con la diferencia de que en esta ocasión lucía una placa de matrícula en el parachoques trasero. Karch estaba paseando ansioso mientras esperaba que le contestaran una llamada. Empezaba a sentir el cosquilleo de la adrenalina en la nuca. Se estaba acercando. Al dinero y a la mujer. Bajó la cabeza, y eso pareció incrementar la emoción que le subía por la columna hasta el cerebro.
El teléfono sonó y de inmediato pulsó el botón con el pulgar.
– Karch.
– Soy Ivy. Lo tengo.
Su interlocutor era un detective de la Metro llamado Iverson, el cual comprobaba números de matrícula para Karch a cambio de cincuenta dólares el nombre. Hacía otras cosas por otros precios, utilizando el poder de su placa para generar ingresos extra. Karch se mostraba cauto con sus peticiones, incluso en los trabajos legales. Con el paso de los años había aprendido a tratar a los polis de la Metro -y a Iverson en concreto- con la misma precaución y distancia que utilizaba con las prostitutas, prestamistas y estafadores de casino con los que trataba asiduamente en sus casos.
Karch ladeó la cabeza y sostuvo el teléfono entre la mejilla y el hombro mientras sacaba el bloc y el boli.
– Muy bien, ¿qué tenemos?
– La matrícula corresponde a Jerome Zander Paltz, cuarenta y siete años. La dirección es tres doce Mission Street. Eso está en North Las Vegas. Lo he buscado en el ordenador de la NCIC, pero no ha salido nada. Lo he hecho gratis, por cierto.
Karch había dejado de escribir después de oír el apellido. Conocía a Jerome Paltz. O al menos estaba casi seguro de ello. Conocía a un Jersey Paltz que trabajaba detrás del mostrador en Hooten’s. Siempre había tomado el nombre de Jersey como el lugar del que procedía Paltz, pero al parecer era un juego de palabras entre su primer y su segundo nombres.
– ¿Estás ahí, jefe?
Karch salió de su divagación en torno a Jersey Paltz.
– Sí. Gracias, Ivy. Esto me aclara las cosas.
– ¿De verdad? ¿Qué?
– Oh, sólo este asunto en el que estoy trabajando. Es una vigilancia de una construcción. El Venetian. La furgoneta se ha presentado varias veces por allí y estaba empezando a sospechar. Pero Paltz está en la lista de proveedores. Trabaja para Hooten’s y están poniendo las cámaras. Así que lo tacho.
– ¿Qué problema tienen, un robo?
– Sí, de material de construcción, sobre todo. La furgoneta de este Paltz no está pintada, así que pensé que tenía que investigarlo.
– De vuelta a la casilla uno, ¿eh? Investigando un robo de carretillas.
Karch supuso que Iverson estaba sonriendo al otro lado de la línea.
– Eso es. Pero gracias, tío. Esto me ahorrará bastante tiempo.
– Nos vemos.
Karch cerró el móvil y miró a través de la valla a la furgoneta azul, mientras trataba de pensar cuál debía ser su próximo movimiento.
Que la pista condujera a Paltz daba un giro inesperado a las cosas.
Finalmente abrió de nuevo el móvil, llamó a información y obtuvo el número de Hooten’s Lighting & Supplies. Llamó y preguntó por Jersey Paltz, que contestó al cabo de medio minuto.
– ¿Jerome Paltz?
Se produjo una pausa.
– Sí, ¿quién…?
– ¿Jersey Paltz?
– ¿Quién es?
– Soy Jack Karch.
– Ah. ¿Qué es eso de Jerome? Nunca nadie…
– Es tu nombre, ¿no? Jerome Zander Paltz. De ahí viene lo de Jersey, ¿verdad?
– Bueno, sí, pero nadie…
– Necesito que salgas. Ahora mismo.
– ¿De qué estás hablando?
– Estoy diciéndote que salgas ahora mismo. Te estoy esperando. Sal al parking de empleados. He aparcado justo enfrente de tu furgoneta, al otro lado de la valla.
– Dime qué pasa. No voy a…
– Te lo diré cuando estés aquí. Sal ahora. Puede que todavía pueda ayudarte, pero tienes que colaborar y salir ahora mismo.
Karch cerró el teléfono antes de que Paltz tuviera tiempo de responder. Entonces se acercó a su coche y se metió dentro. Era un Lincoln negro, un Towncar modelo antiguo, de los que tenían un amplio maletero. Los vidrios estaban tintados de un negro impenetrable. El coche le gustaba, pero el depósito se vaciaba demasiado deprisa y a menudo lo confundían con un chófer de limusina. Ajustó el retrovisor de modo que encogido en el asiento del conductor podía mantener la vista en la entrada del estacionamiento, cincuenta metros a sus espaldas. Abrió la americana y sacó la Sig Sauer de nueve milímetros de la pistolera. Luego metió la mano en los muelles del asiento y palpó hasta que cerró el puño en torno a un silenciador que había sujetado allí con cinta aislante. Lo soltó, lo acopló al cañón de la Sig Sauer y dejó el arma a su lado, entre su asiento y la puerta.
Después de una espera de cinco minutos, Jersey Paltz entró en el campo visual del retrovisor y empezó a acercarse al Lincoln. Estaba fumando un cigarrillo y caminaba con paso firme y aspecto enfadado. Karch sonrió. Iba a pasar un buen rato.
Paltz se sentó en el asiento del pasajero. Tenía mala cara y aliento a bagel de cebolla.
– Será mejor que valga la pena, joder. No tengo tiempo.
Karch lo miró y esperó a que Jersey estableciera contacto visual antes de responder.
– Eso espero.
Fue todo lo que dijo. Paltz esperó unos segundos y estalló.
– Bueno, ¿qué coño quieres?
– No lo sé. ¿Qué quieres tú? ¿Por qué me has llamado?
– ¿De qué estás hablando? Acabas de llamarme y…
Karch soltó una carcajada que provocó que Paltz se callara, desconcertado. Hizo girar la llave de contacto y arrancó. Rápidamente puso la marcha y miró por encima del hombro izquierdo para salir a la calzada. Oyó que las puertas se cerraban automáticamente.
– Espera un segundo, cojones -protestó Paltz-. No tengo tiempo, tío. No vamos a…
Trató de abrir la puerta, pero el cierre automático lo evitó. Mientras buscaba un botón para desactivarlo, Karch aceleró y se metió en la calzada.
– Cálmate, no puedes abrirlo mientras el coche está en marcha. Es una medida de seguridad. Estaba pensando que Ted Bundy debería haber conducido un Lincoln.
– Maldita sea -se quejó Paltz, levantando las manos-. ¿Adonde vamos?
– Tenemos un problema, Jerome -dijo Karch con calma.
Dobló hacia el oeste en Tropicana. Podía ver las cimas de las montañas que se alzaban sobre los edificios.
– ¿De qué estás hablando? No tenemos ningún problema. No he hablado contigo desde hace un año y no me vuelvas a llamar así.
– Jerome Zander Paltz… Jerry Z… JerZee. ¿Qué nombre prefieres en la piedra?
– ¿Qué piedra? Acabas de…
– La lápida que pondrán en tu jodida tumba.
Paltz se calló por fin. Karch lo miró y asintió con la cabeza.
– La has cagado bien. Vieron tu furgoneta anoche. La tienen grabada en vídeo.
Paltz empezó a sacudir la cabeza como si tratase de despertarse de una pesadilla.
– No sé de qué me hablas. ¿Adonde vamos?
– A un lugar tranquilo donde podamos hablar.
– No vamos a hablar de nada, tío. Tú estás hablando y yo no sé qué estás diciendo.
– Vale, entonces hablaremos cuando lleguemos.
Al cabo de diez minutos habían pasado la maraña de locales industriales y las construcciones urbanas empezaron a espaciarse a medida que se aproximaban al desierto. Karch miró a Paltz y advirtió que el hombre comenzaba a calibrar la gravedad de su situación. Solía ocurrir cuando se acercaba el desierto. Karch se puso la Sig Sauer en el regazo, con el cañón orientado al torso de Paltz.
– Ah, mierda -dijo Paltz al ver la pistola y comprender bien su situación-. Esa zorra.
Karch sonrió de oreja a oreja.
– ¿Quién es ella?
– Se llama Cassie Black -dijo Paltz sin vacilar-. Que se joda, no pienso protegerla.
Karch entrecerró los ojos mientras trataba de pensar. El nombre de Cassie Black le resultaba vagamente familiar, pero no lograba situarlo.
– Estaba con Max Freeling hace seis años.
Karch clavó su mirada en Paltz.
– No miento. ¿No te acuerdas?
Karch negó con la cabeza. Eso no tenía sentido.
– Ella era una informadora, una vigilante, no la que entraba.
– Bueno, supongo que Max le enseñó un par de cosas.
– Pero la trincaron. Fue a High Desert por matarle.
– Homicidio sin premeditación, Karch. Ya ha salido. Dijo que estaba viviendo en California, en Los Angeles.
Karch pensó en lo que estaba escuchando. Miró el reloj. Habían pasado tres horas desde que se había encontrado con Grimaldi en la suite 2014 y ya tenía el nombre y la historia. Hizo rodar los hombros y saboreó la creciente excitación, pero pronto se concentró en la persona y el problema que tenía entre manos.
– ¿Sabes, Jerome?, creía que habíamos hecho un trato. Pensaba que cada vez que te cruzaras con algo que tuviera que ver con el Cleo ibas a venir a verme con las cartas boca arriba. Y, verás, compruebo los mensajes dos o tres veces al día si no estoy en mi oficina. Y tiene gracia porque no he recibido ninguna llamada tuya ni esta semana ni la pasada ni nunca que yo recuerde.
– Oye, tío, no sabía que iba a ser en el Cleo y no pude llamarte de todos modos. Porque estaba retenido.
– ¿Retenido? ¿Cómo que retenido?
– Me ató en la parte de atrás de la furgoneta.
Paltz se pasó los diez minutos siguientes contándole ansiosamente a Karch su versión de lo ocurrido la noche anterior. Karch escuchó en silencio y tomó mentalmente nota de las incongruencias y conflictos del relato.
– No pude llamarte -dijo Paltz a modo de resumen-. Lo hubiera hecho y pensaba hacerlo, pero me tuvo toda la noche en la parte de atrás de la furgoneta. Mira esto, tío.
Se volvió y se inclinó sobre el asiento. Karch alzó la pistola y Paltz levantó las manos en ademán de rendición. Entonces señaló las comisuras de los labios, donde tenía dos lastimaduras simétricas que parecían recientes y dolorosas.
– Esto es de la puta mordaza que me puso. Te estoy diciendo la verdad, tío.
– Siéntate.
Paltz retrocedió hasta su sitio y avanzaron en silencio mientras Karch meditaba sobre el relato de Paltz.
– No me lo estás contando todo. ¿Sabía ella que me viniste con el cuento la última vez?
– No. No lo sabía nadie excepto tú.
Karch asintió. Nunca se había celebrado juicio, así que él nunca tuvo que contar la historia en público. Sólo a los policías, y uno de los que dirigían la investigación era Iverson.
– ¿Con quién trabajaba esta vez?
– Iba por libre. Se presentó ayer en la tienda. Yo no vi a nadie más.
Aun así, el relato de Paltz no terminaba de encajar.
– No me lo estás contando todo. Le hiciste algo. ¿Trataste de robarle?
Paltz no dijo nada, y Karch lo tomó como respuesta afirmativa.
– Sí. Viste que iba sola y trataste de quitárselo todo, pero ella estaba preparada y pudo contigo. Y por eso no te pudo dejar marchar hasta que terminó el trabajo.
– Muy bien, lo hice, ¿qué cojones?
Karch no contestó. Estaban bien lejos de la ciudad. A Karch le gustaba el lugar, en especial en primavera, antes de que el calor apretara demasiado.
– ¿Qué estaba haciendo en Los Angeles? -preguntó.
– No me lo dijo y tampoco se lo pregunté. ¿Adonde vamos? Te he dicho todo lo que sé.
Karch no respondió.
– Mira, Karch, sé lo que estás haciendo. Crees que he salido sin decirle a nadie a quién iba a ver en el aparcamiento.
Karch lo miró, con expresión de desconcierto.
– Sí, Jersey, eso es exactamente lo que creo que has hecho.
¿A quién quería engañar? Karch sabía que la relación que él y Paltz habían mantenido a lo largo de los años dictaba que éste le dijese a su compañero del mostrador que iba a salir a fumar un cigarrillo, y nada más.
El Lincoln dobló a la izquierda por una carretera sin señalizar, pero él sabía que en los planos del condado se llamaba Saddle Ranch Road. Formaba parte de una parcelación delimitada hacía ya tres décadas. Habían abierto algunas carreteras, pero el proyecto se malogró y nunca llegó a construirse ninguna vivienda. A la ciudad, pese a su crecimiento desenfrenado, le faltaba todavía una década o más para llegar hasta allí. Entonces construirían casas, pero Karch esperaba no estar cerca cuando lo hicieran.
Detuvo el coche frente a una vieja oficina de ventas abandonada. Las ventanas y la puerta habían desaparecido mucho tiempo atrás. Los agujeros de bala y las pintadas marcaban todas y cada una de las paredes interiores y exteriores, y el suelo de la construcción estaba cubierto de cristales rotos y latas de cerveza. El sol de la mañana iluminaba una telaraña que colgaba de la puerta abierta. Karch miró más allá de la estructura, a la yuca que crecía una decena de metros más atrás. La había plantado él mismo muchos años antes sólo para señalizar un lugar y nunca dejaba de sorprenderse al ver que crecía con tanta exuberancia en medio de un paraje tan desolador.
Paró el motor y miró a Paltz, cuyo rostro parecía haberse vaciado de sangre.
– Oye, tío, ya te he contado todo lo que sé de esa zorra y de lo que pasó. No hay necesidad de…
– Sal.
– ¿Aquí?
– Sí, vamos.
Mantenía la Sig Sauer levantada a modo de recordatorio. Paltz trató de abrir la puerta. Karch observó divertido cómo las manos de su pasajero buscaban desesperadamente el seguro hasta que por fin lo encontró y abrió la puerta. Salió del coche y Karch lo siguió desde su lado.
Karch rodeó el Lincoln por delante y se acercó a Paltz con la pistola a un costado.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Paltz, levantando las manos en ademán de rendición.
Karch no hizo caso de la pregunta y oteó los alrededores.
– Este lugar… Hace muchos años que vengo, desde que era niño. Mi padre solía traernos aquí por la noche para que viésemos las estrellas. En invierno nos sentábamos en el capó del Dodge y el motor nos mantenía en calor.
Se volvió y miró atrás en dirección a la ciudad.
– Por la noche mi padre miraba hacia el Strip y distinguía los casinos sólo por el color y el brillo de los neones. El Sands, el DI, el Stardust… Entonces me encantaba este sitio. Ahora es sólo… Es una puta mierda: parques de atracciones y basura. Ya no hay clase. Claro que el grupito de la nariz torcida controlaba la ciudad entonces, pero tenía clase. Ahora es sólo… -No terminó la frase. Miró a Paltz como si reparase en su presencia por primera vez-. ¿Cuánto te pagó?
– Nada.
Karch empezó a avanzar hacia él y Paltz escupió una nueva respuesta.
– Ocho mil. Nada más. Y eso era por el equipo. No tenía parte de nada, sólo me dio los ocho mil y me dejó ir.
A Karch le resultó extraño que Cassie Black hubiera dejado marchar a Paltz -e incluso le hubiera pagado- después de que matara a Hidalgo. Era un conflicto de modelo de conducta en el que tendría que pensar. En la habitación de hotel había ocurrido algo, y probablemente sólo había una persona que podía contarle la verdad.
– ¿Dónde están los ocho mil?
– En una caja fuerte. En mi casa. Vamos, te lo enseñaré. Te daré el dinero.
Karch sonrió sin un ápice de humor.
– ¿Te habló del trabajo cuando te dejó ir?
– No me dijo ni una palabra, sólo me soltó y bajó de la furgoneta. Encontré los ocho mil en el asiento de delante, junto con las llaves.
– ¿Y el maletín?
– ¿Qué maletín?
Karch hizo una pausa y decidió dejarlo estar. No creía que Cassie Black hubiese compartido su conocimiento del maletín con Paltz. Probablemente había reconocido la trampa electrónica y no lo había abierto en ese momento.
Karch concluyó que ya no iba a sacarle nada más a Paltz, salvo quizá los ocho mil que tenía en su casa.
– Ven aquí -dijo, señalando al capó del Lincoln-. Pon la cartera y las llaves en el capó.
Paltz obedeció, de pie frente al coche mientras Karch se hallaba junto al guardabarros izquierdo.
– Le habéis robado a la gente equivocada. Y ella disparó al hombre equivocado.
Paltz se quedó boquiabierto, pero no tardó en recuperarse.
– No sé de qué coño… Yo no he robado nada. Yo…
– La ayudaste, y eso te convierte en culpable. ¿Lo entiendes?
Paltz cerró los ojos y cuando habló su voz sonó como un lamento desesperado.
– Lo siento mucho. No lo sabía. Por favor, tienes que creerme.
Karch miró a la zona de matorrales que se extendía tras él. Su vista se fijo en la yuca y luego continuó su vagar. El desierto era realmente hermoso en su desolación.
– ¿Sabes por qué he venido aquí?
– Sí.
Karch casi se rió.
– No, me refiero a este sitio. Precisamente aquí.
– No.
– Porque hace treinta años, cuando trazaron los planos de este lugar y empezaron a vender parcelas a los infelices tenían todo el terreno nivelado como si todo estuviera a punto, como si fueran a empezar a construirte la casa en cuanto les dieras el dinero. Formaba parte de la estafa y funcionó francamente bien.
Paltz asintió como si el relato le resultase interesante.
– Mi padre compró una parcela…
– Por eso has venido, ¿eh?
El tono de conversación de Paltz era forzado y desesperado. Karch no hizo caso del comentario.
– Treinta años es mucho tiempo. El suelo vuelve a estar muy duro, pero si vas a cualquier otro sitio, empiezas a cavar y sacas un palmo de arena, pero luego es como cavar en roca sólida. La gente cree que es como hacer un hoyo en la playa. Pero no tienen ni idea. La tierra que hay debajo de la arena de la superficie no se ha tocado en millones de años. La puta pala rebota. -Miró a Paltz-. Por eso me gusta esto. No me interpretes mal, sigue siendo un trabajo duro, pero tienes un metro de tierra que puedes sacar. Y tú no necesitas más.
Karch le ofreció una sonrisa cómplice. Paltz echó a correr de repente, tal como Karch esperaba. Corrió tras la oficina de ventas y luego pasó la yuca, tratando de utilizarla como escudo. Eso tampoco era nuevo para Karch. Se apartó del Lincoln y caminó con calma hacia la izquierda de la oficina para conseguir un mejor ángulo. Mientras avanzaba quitó el silenciador de la Sig Sauer, porque ya no iba a necesitarlo y podía afectar su precisión. En la galería de tiro practicaba con la pistola sin silenciador.
Paltz estaba a unos treinta metros, moviéndose de derecha a izquierda y levantando nubecitas de polvo con los pies mientras se alejaba en un desesperado zigzag. Karch se metió el silenciador en el bolsillo de la americana y se detuvo. Separó los pies, alzó el arma y la sostuvo con las dos manos mientras seguía el movimiento de Paltz. Apuntó cuidadosamente y disparó una sola vez. Bajó el arma y observó que los brazos de Paltz se levantaban como aspas de molino y el hombre caía de bruces al suelo. Karch sabía que le había dado en la espalda, quizás incluso en la columna. Esperó a ver si se movía y al cabo de unos instantes comprobó que Paltz pateaba la arena y rodaba. Pero estaba claro que no iba a levantarse.
Karch buscó el casquillo y lo encontró en el suelo. Todavía estaba muy caliente cuando se lo guardó en el bolsillo. Volvió al Lincoln y utilizó el mando a distancia para abrir el maletero. Se quitó la americana y la dobló sobre el parachoques; luego sacó su mono. Metió primero las piernas y pasó los brazos por las mangas, luego se subió la cremallera hasta el cuello. El mono le quedaba suelto y era negro, ideal para el trabajo nocturno.
Entonces agarró la pala y se dirigió al lugar en el que había caído Paltz. Había una flor de un líquido granate en el centro de la espalda de Paltz y su rostro estaba embadurnado de arena y polvo. Tenía sangre en los labios y los dientes, lo cual significaba que la bala le había destrozado un pulmón. Respiraba de un modo acelerado y ronco. No intentaba hablar.
– Muy bien, ya basta -dijo Karch.
Se inclinó hacia Paltz y puso la boca de la Sig Sauer bajo su oreja izquierda. Con la otra mano sostuvo la pala por el cuello de la herramienta y colocó la hoja de forma que bloquease la salpicadura de la sangre. Disparó un tiro al cerebro de Paltz y observó cómo se quedaba quieto. El casquillo rebotó en la pala y cayó en la arena. Karch lo agarró y se lo metió en el bolsillo.
Se bajó la cremallera del mono, puso la Sig Sauer en la pistolera y levantó la vista hacia el cielo. No le gustaba hacer un trabajo así durante el día, y no sólo por estar con un mono negro bajo el sol. A veces, cuando había problemas en McCarran ponían a los aviones a esperar dando vueltas a baja altura por esa zona.
Empezó a cavar de todos modos, con la esperanza de que eso no sucedería y preguntándose si se daría la coincidencia de que su pala golpease otro hueso ya enterrado.