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Capítulo 26

Cassie Black pulsó el timbre de la puerta de Leo Renfro a mediodía y casi se dobló sobre sí misma por el dolor que esta sencilla acción le causó en el brazo. Cuando Leo le abrió, ella pasó con el maletín. Él miró a ambos lados de la calle y se volvió hacia Cassie al tiempo que cerraba la puerta. Empuñaba una pistola a un costado. Ella habló antes de que él pudiera decir nada y antes de ver la pistola.

– Estamos en un lío gordo, Leo. Esto era… ¿por qué llevas eso?

– Aquí, no. No hables en la puerta. Vamos al despacho.

– ¿Qué, más chorradas del feng shui?

– No, John Gotti. ¿A quién coño le importa? Vamos.

Él la guió una vez más a través de la casa hasta el despacho de atrás. Llevaba un albornoz blanco y tenía el pelo mojado. Cassie supuso que había estado haciendo unos largos, claro que era un poco tarde, a no ser que necesitara calmarse.

Entraron en el despacho y Cassie levantó el maletín con la derecha y lo dejó sobre el escritorio.

– Joder. Cálmate, ¿quieres? Me estaba volviendo loco aquí. ¿Dónde coño estabas?

– Con el culo en el suelo del salón. -Señaló el maletín-. Esta puta mierda trató de electrocutarme.

– ¿Qué?

– Llevaba una pistola aturdidora incorporada. Traté de abrirlo y fue como si me cayera un rayo encima. Me dejó frita, Leo. Tres horas. Mira esto.

Cassie se inclinó y utilizó las dos manos para apartarse el pelo y mostrarle el cuero cabelludo. Tenía un corte superficial y un chichón que parecía doloroso.

– Me golpeé con el canto de la mesa al caer. Creo que eso fue peor que la descarga.

La rabia de Leo por la falta de información fue reemplazada de inmediato por un semblante de sincera sorpresa y preocupación.

– Joder, ¿estás segura de que estás bien? Será mejor que te lo hagas mirar.

– Me siento como si tuviera el brazo de ese jugador de béisbol, Nolan O’Brien.

– Nolan Ryan.

– Como se llame. Es como si lo tuviera dormido. El codo me duele más que la cabeza.

– ¿Has estado tumbada en el suelo de tu casa todo este rato?

– Algo así. Tengo la alfombra manchada de sangre.

– Joder, creí que estabas muerta. Me estaba volviendo loco aquí dentro. Llamé a Las Vegas y ¿sabes qué me dijeron? Mi hombre me explicó que pasaba algo muy raro.

– ¿De qué estás hablando?

– El tipo desapareció. El objetivo. Es como si nunca hubiese pasado por allí. No está en la habitación y han borrado su nombre del ordenador. No hay ningún registro de él.

– ¿Sí? Bueno, eso no es lo peor. Echa un vistazo.

Cassie se estiró hacia la cerradura del maletín, pero Leo rápidamente le agarró el brazo para detenerla.

– No, no lo hagas.

Ella se lo sacó de encima.

– No pasa nada, Leo. Tengo unos guantes muy resistemes, como los que usan los que trabajan en líneas de alta tensión. Me costó casi un hora abrirla, pero lo conseguí. Desconecté la pila. El maletín es inofensivo, pero no lo que hay dentro. Mira.

Cassie abrió el maletín. Estaba lleno de un extremo a otro de fajos de billetes de cien empaquetados con celofán y con un 50 escrito en tinta negra. Leo abrió la boca y la consternación ensombreció su semblante. Ambos sabían que ver un maletín lleno de billetes grandes no era motivo de inmediata celebración. No era precisamente el sueño dorado de todo ladrón, sino más bien causa de preocupación y sospecha. Del mismo modo que un abogado nunca plantea a un testigo una pregunta cuya respuesta desconoce, los ladrones profesionales nunca roban a ciegas ni se llevan algo cuyas consecuencias se les escapan. Las consecuencias legales no eran la cuestión. La preocupación provenía de consecuencias de naturaleza más seria.

Transcurrieron al menos diez segundos antes de que Leo fuese capaz de articular palabra.

– Joder…

– Sí.

– Joder…

– Ya sé…

– ¿Lo has contado?

Cassie asintió.

– He contado los fajos. Hay cincuenta. Y si ese cincuenta significa lo que parece, estás viendo dos millones y medio en efectivo. No ganó este dinero, Leo. Llegó a Las Vegas con él.

– Espera, espera un momento. Pensemos un minuto en esto.

Cassie empezó a frotarse el codo dolorido de forma inconsciente.

– ¿En qué hay que pensar? En caja no te pagan en paquetes de cincuenta mil dólares envueltos en plástico. No ganó este dinero en Las Vegas, Leo. Punto. Lo trajo consigo. Es algún tipo de pago. Quizá sea un asunto de drogas o de otra cosa. Pero nosotros nos lo llevamos (yo me lo llevé) antes de que fuera entregado. Quiero decir que este tipo, el objetivo, era un simple recadero. Ni siquiera tenía la llave del maletín. Sólo iba a entregarlo, y probablemente ni siquiera conocía el contenido.

– ¿No tenía llave?

– Leo, ¿has oído algo de lo que te he dicho? Me he pasado cerca de una hora tratando de abrirlo con ganzúas. ¿Crees que iba a hacerlo si hubiese tenido la llave?

– Lo siento, lo siento. Lo había olvidado, ¿vale?

– Le quité las llaves al tío. Tenía una que abría las esposas, pero no la del maletín.

Leo se desplomó en su silla y Cassie puso la mochila en el escritorio y empezó a rebuscar en su interior. Sacó cuatro fajos de billetes de cien sujetos con una goma y los puso en la mesa.

– Esto es lo que ganó. Ciento veinticinco mil. Y la mitad de la información del infiltrado de tus socios no sirvió de nada.

Hurgó en la bolsa y sacó la cartera que había cogido de la mesilla de noche de la habitación 2014. Se la dio.

– El nombre del tipo no es Hernández, y no es de Tejas.

Leo abrió la billetera y miró el carnet de conducir de Florida protegido por un plástico.

– Manuel Hidalgo -dijo-. Miami.

– Tiene tarjetas de visita ahí. Es abogado de algo llamado Buena Suerte Group.

Leo sacudió la cabeza, pero lo hizo demasiado deprisa. Como si tratase de sacudirse la idea, no de negar su conocimiento. Cassie al principio no dijo nada. Puso las palmas de las manos en la mesa y se inclinó hacia adelante para mirarlo con una cara que revelaba que había visto el gesto y quería saber lo que él sabía. Leo miró a la piscina y Cassie siguió sus ojos. La manguera de la aspiradora automática se desplazaba lentamente por la superficie.

Él le devolvió la mirada.

– No sé una puta mierda de esto, Cass, lo juro.

– Te creo en lo del dinero, Leo, pero ¿qué me dices de Buena Suerte? Cuéntame lo que sabes.

– Es dinero en serio. Son cubanos de Miami.

– ¿Dinero legal?

Leo se encogió de hombros en un ademán que indicaba que desconocía la respuesta.

– Quieren comprar el Cleo -dijo.

Cassie se dejó caer en la silla de enfrente de la que ocupaba Leo.

– Era un soborno por el permiso. He robado un puto soborno.

– Pensemos un minuto.

– No paras de decir eso, Leo. -Apoyó el brazo herido en el torso.

– Bueno, ¿qué otra cosa podemos hacer? Tenemos que encontrar una solución.

– ¿Quiénes eran los tipos para los que hacías esto? No quisiste decírmelo, pero ahora me lo vas a contar.

Leo asintió y, acto seguido, se puso en pie. Caminó hasta la puerta corredera y la abrió para dirigirse a la piscina. Se quedó de pie en el borde y observó la aspiradora que se deslizaba silenciosamente por el fondo. Cassie se colocó tras él, y Leo empezó a hablar sin apartar en ningún momento la vista del agua.

– Son de Las Vegas por cuenta de Chicago.

– Chicago, ¿te refieres a la mafia de Chicago, Leo? Dime.

Leo empezó a pasear por el borde de la piscina, con las manos hundidas en los bolsillos del albornoz.

– Mira, para empezar, soy lo bastante listo para no mezclarme por propia voluntad con Chicago, ¿de acuerdo? Confía un poco en mí, joder. No tuve elección en esto.

– Vale, Leo. Te entiendo. Explícamelo.

– Todo empezó hace cosa de un año. Me encontré con estos tipos. Estaba en Santa Anita y vi a Cari Lennertz. Te acuerdas de él, ¿no?

Cassie asintió. Lennertz era un informador, siempre tenía la vista puesta en conseguir un buen objetivo. Vendía la información a Leo, normalmente por un fijo o por el diez por ciento de las ganancias brutas. Cassie lo había visto una o dos veces con Leo y Max años atrás.

– Bueno, él estaba con esos dos tipos y me los presentó. Eran un par de tipos que buscaban financiar un golpe. Dijeron que eran inversores.

– Y tú no lo dudaste.

Un camión con un mal sistema de amortiguación de ruidos pasó atronando por la autovía próxima y Leo no contestó la pregunta hasta que el ruido disminuyó.

– No tenía motivos para dudar de ellos; estaban con Cari y él es un buen tipo. Además, entonces las reservas se estaban agotando y yo estaba tocando fondo. Necesitaba dinero para montar algo y allí tenía a esos dos individuos. Así que organicé una reunión para más adelante. Nos reunimos y les pedí que me respaldaran en un par de asuntos que tenía sobre la mesa. Y ellos dijeron que sí, que no había problema.

Caminó hasta una valla situada al lado de la piscina, donde tenía colgada una red con un palo de tres metros. Descolgó ésta y la utilizó para sacar de la piscina un colibrí muerto.

– Pobres, creo que no ven el agua. Se sumergen de golpe. Es el tercero esta semana. -Sacudió la cabeza-. Los colibríes muertos dan mala suerte, ¿sabías?

Lanzó el pájaro por encima de la valla al jardín de un vecino. Cassie se preguntó si los tres colibríes muertos no serían el mismo, que el vecino devolvía a la piscina tirándolos otra vez por encima de la valla. No dijo nada. Quería que Leo retomase su relato.

Leo volvió a colgar la red en la valla y se acercó a Cassie.

– Así es como empezó. Acepté sesenta y cinco a cambio de cien cuando cobrara los trabajos. Pensaba en seis semanas como máximo. Uno era de diamantes, y eso siempre va rápido. Y el otro era un depósito de muebles italianos. Tenía a alguien en Pensilvania con eso y estaba pensando en seis semanas de tope en la operación. Iba a quedarme con doscientos mil y les debía cien mil a esos tipos. No estaba mal. La mayoría del dinero que necesitaba de ellos era para la información, porque la gente para la que trabajaba tenía su propio material.

Estaba paseando, contando demasiados detalles del plan, pero sin llegar a explicar lo que había ocurrido.

– Puedes saltarte todo esto, Leo. Léeme la última página.

– La última página es que los dos trabajos se fueron al carajo. La información sobre los diamantes era una mierda. Una estafa. Pagué cuarenta mil y el tipo desapareció. Y luego resultó que los muebles habían sido fabricados en Mexicali. Eran muebles de diseño falsos y las etiquetas de made in Italy tan poco auténticas como la mayoría de las tetas que ves en esta ciudad. No lo supe hasta que el camión llegó a Filadelfia y mi comprador echó un vistazo. Una puta mierda. Les dije que abandonaran el camión en una carretera de Trenton.

Hizo una pausa como si tratase de recordar algún otro detalle, luego agitó una mano en un gesto de resignación.

– Así fue todo. Debía a esos tipos cien de los grandes y no los tenía. Les expliqué la situación y fueron tan simpáticos conmigo como un juez del turno de noche con una puta. Pero cuando todo estuvo dicho y hecho pensé que había comprado algo de tiempo; sólo que ellos se fueron a vender mi deuda a otro.

Cassie asintió. Ya podía terminar el relato por ella misma.

– Vinieron otros dos tipos y dijeron que representaban al nuevo dueño del papel -dijo Leo-. Dejaron bien claro que el nuevo dueño era Chicago sin necesidad de decirlo. ¿Me entiendes? Me dijeron que teníamos que organizar un calendario de pagos. Acabé pagando dos mil a la semana sólo de intereses, para permanecer a flote. Me estaba matando. Todavía debía los cien mil, pero nunca iba a levantar cabeza. Nunca. Hasta que un día se presentaron con una propuesta.

– ¿Cuál?

– Me hablaron de este trabajo. -Señaló con la barbilla a la puerta corredera abierta para referirse al maletín que estaba en el escritorio-. Me dijeron que lo organizara con un tipo de Las Vegas y que si lo hacía quemarían el pagaré y todavía me quedaría una parte del botín.

Leo negó con la cabeza. Caminó hasta la mesa y las sillas situadas cerca del extremo poco profundo y se sentó. Se estiró hasta una manivela que accionaba el parasol de la piscina y éste se abrió como una flor en cuanto empezó a girarla. Cassie fue a reunirse con él y se sentó. Apoyó el codo izquierdo en su mano derecha.

– Así que obviamente sabían lo que había en el maletín -dijo ella.

– Quizá.

– Sin quizá. Lo sabían, si no no habrían sido tan jodidamente magnánimos contigo. ¿Cuándo vendrán a buscarlo?

– No lo sé. Espero una llamada.

– ¿Te dieron un nombre?

– ¿Qué quieres decir?

– Un nombre, Leo. El que compró tu pagaré.

– Sí, Turcello. El mismo nombre que estaba en el paquete del mostrador para ti. Se supone que es el tipo que recogió los trozos después de que cayera Joey el Marcas.

Cassie apartó la mirada. No conocía el nombre de Turcello, pero sabía quién había sido Joey el Marcas, el brutal hombre de la mafia de Chicago en Las Vegas, uno en una larga lista de despiadados hampones. Su verdadero nombre era Joseph Marconi, pero todos lo conocían como Joey el Marcas por los recuerdos que dejaba en las víctimas a las que abandonaba con vida. Cassie recordó que ella y Max se habían pasado un año atemorizados por el Marcas, que quería una parte de sus ganancias. En High Desert leyó en un diario que el Marcas había muerto en su limusina en un extraño tiroteo con el FBI y la policía en el aparcamiento de un banco de Las Vegas. Después de leer el artículo lo celebró, lo cual en la cárcel equivalía a tomarse un aguardiente de manzana en vaso de plástico y comprar un paquete de cigarrillos.

No sabía quién era el sustituto de Marconi, Turcello, pero supuso que si había llegado a esa posición sería un psicópata despiadado como el Marcas.

– Y ahora me has metido a mí en esto -dijo Cassie-. Gracias, Leo. Gracias por…

– No, te equivocas. Te protegí. No saben nada de ti. Yo acepté el trabajo y lo organicé. Como te dije, nadie conoce a todos los implicados. No te conocen y nunca lo harán.

La promesa de Leo no sonaba muy tranquilizadora. Cassie no podía seguir sentada mientras tenía la sensación de que toda su vida pasaba ante sus ojos. Se levantó, caminó hasta el borde de la piscina y observó el agua limpia y en calma. El brazo izquierdo le colgaba como un peso muerto.

– ¿Qué vamos a hacer, Leo? Si lo he entendido bien, la mafia de Chicago nos utilizó para robar un soborno que esos cubanos de Miami estaban haciendo a una tercera parte para comprar el Cleo. Estamos en medio de una guerra a punto de estallar. ¿Te das cuenta? ¿Qué vamos a hacer?

Leo se levantó y se le acercó. La abrazó con fuerza y le habló con voz pausada.

– Nadie sabe nada de ti. Te lo prometo. No lo saben y nunca lo sabrán. No tienes que preocuparte.

Ella se separó.

– Por supuesto que lo hago, Leo. Vuelve a la realidad, ¿quieres?

El tono de su voz silenció a Leo, quien levantó y bajó las manos en un gesto de rendición. Empezó a darse golpecitos con el puño en los labios. Cassie se paseó junto a la piscina. Después de un prolongado silencio, habló de nuevo.

– ¿Qué sabes de Buena Suerte?

– Ya te he dicho que no sé nada, pero haré algunas llamadas. -Tras otra larga pausa, Leo se encogió de hombros-. Quizá baste con que devolvamos el dinero y digamos que ha sido un error. Encontramos a un mediador que…

– Entonces tendremos a Chicago detrás de nosotros, Leo. A ese Turcello. Piensa, ¿quieres? No podemos hacer eso.

– Les diré que cuando entraste en la habitación anoche el maletín no estaba.

– Estoy segura de que se lo van a creer. Sobre todo, después de que el objetivo haya desaparecido de repente.

Leo volvió a dejarse caer en su asiento, bajo la sombrilla. Su rostro empezaba a reflejar un sentimiento de derrota. Hubo un largo silencio durante el cual ninguno de los dos miró al otro.

– A veces puedes robar demasiado -dijo Cassie, más para sí misma que para Leo.

– ¿Qué?

– Max solía decir que a veces puedes robar demasiado. Y nosotros acabamos de hacerlo.

Leo consideró la afirmación en silencio. Cassie se cruzó de brazos. Cuando habló su voz sonó decidida y raerte.

– Quedémonos con el dinero. -Esta vez miró directamente a Leo-. Con todo. Nos lo partimos y huimos, Leo. Más de un millón trescientos para cada uno. Es más que suficiente. A la mierda Chicago y Miami. Nos lo quedamos todo y salimos corriendo.

Leo ya negaba con la cabeza antes de que ella terminara de exponer su propuesta.

– Ni hablar.

– Leo…

– De ninguna manera. ¿Crees que puedes huir de esa gente? ¿Adonde vas a ir? Nombra un lugar en el que merezca la pena vivir donde no vayan a encontrarte. No existe. Te perseguirían hasta el fin de este puto mundo para demostrarlo. Mandarían tus manos a Chicago o Miami en una caja de zapatos y las pondrían en una vitrina en el buffet del domingo de los chicos listos.

– Correré el riesgo. No tengo nada que perder.

– Yo sí. Yo estoy establecido aquí, y lo último que deseo es pasarme el resto de mi vida cambiando de nombre cada mes y llevando la Glock a la espalda cada vez que abra la puta puerta.

Cassie se acercó a la mesa y se agachó al lado de Leo. Apoyó las dos manos en los brazos de la silla y lo miró a los ojos, pero él desvió la mirada.

– No, Cass, no puedo.

– Leo, puedes quedarte con dos millones y yo me llevaré el resto. Aun así es más de lo que necesito. Hace un par de días pensaba que tendría suerte si sacaba doscientos mil de esto. Tú te llevas los dos millones. Es suficiente para que…

Él se levantó y se apartó de ella. Volvió al borde de la piscina. Cassie apoyó la frente en el reposabrazos. Sabía que no conseguiría convencerlo.

– No es cuestión de dinero -dijo Leo-. ¿No estás escuchando lo que te digo? No importa si es un millón o dos millones. ¿Qué diferencia hay si no vives para gastarlos? Deja que te explique lo que le pasó a un tipo hace unos años. Lo siguieron hasta Juneau, en la puta Alaska. Lo siguieron hasta allí y lo destriparon como a un salmón. Creo que cada dos años tienen que dar ejemplo para que todos se porten bien, y yo no quiero ser el próximo.

Cassie, todavía agazapada como un niño que se esconde, miró a su espalda.

– Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Esperar hasta que alguien venga aquí y te destripe? ¿Qué diferencia hay entre eso y huir? Al menos tendríamos una oportunidad.

Leo observó la aspiradora que se movía en silencio por el fondo de la piscina.

– Mierda… -dijo.

Algo en su tono hizo que Cassie lo mirase con expectación. Empezó a pensar que tal vez lo había convencido. Esperó.

– Dos días -dijo al fin, todavía con la mirada fija en el fondo de la piscina-. Dame cuarenta y ocho horas para ver qué puedo hacer. Conozco gente en Miami. Deja que intente averiguar algo. Haré algunas llamadas y veré cómo están las cosas en Las Vegas y Chicago. Quizá pueda encontrar una salida. Sí, quizá pueda hacer un trato e incluso guardar una parte para nosotros.

Estaba asintiendo para sí, preparándose para la negociación más difícil, la de sus propias vidas. No podía ver que Cassie negaba con la cabeza. Ella no creía que tuvieran ninguna oportunidad de ese modo, pero se levantó y se le acercó.

– Leo, hay algo que tienes que entender. Turcello no va a darte una parte de lo que había en el maletín. Nunca lo haría. Si llamas a su gente y les dices que lo tienes será como decirles: «Estoy aquí, chicos, venid a buscarme». Serás el salmón de este año.

– ¡No! Te digo que puedo encontrar una solución. Puedo negociar con esta gente, recuerda que todo es cuestión de dinero. Mientras que todos se lleven algo, podremos salvarnos.

Cassie sabía que no iba a convencerlo. Estaba resignada.

– Como quieras, Leo. Dos días. Eso es todo. Si no, lo partimos y nos perdemos. Correremos el riesgo.

Él asintió para expresar su total conformidad con el acuerdo.

– Llámame esta noche. Quizá sepa algo. De lo contrario, haz lo que quieras. ¿Sólo puedo localizarte en el concesionario?

Ella le dio el número de su móvil, pero le pidió que no lo anotase en la agenda.

– Me voy, Leo. ¿Qué hacemos con el dinero?

– Lo habitual, sigue siendo el lugar perfecto.

Cassie vaciló. Sabía que era mejor que Leo guardara el dinero, pero la inquietaba desprenderse de él. Entonces recordó algo que se le había olvidado por completo a raíz de los acontecimientos recientes.

– Oye, ¿tienes mis pasaportes?

– Lo único que puedo decirte es que me han prometido que están en camino. Comprobaré la casilla otra vez esta noche. Si no están hoy, estarán mañana. Te lo garantizo.

– Gracias, Leo.

Leo asintió. Cassie se volvió hacia la puerta corredera.

– Espera un momento -dijo Leo-. Deja que te pregunte una cosa, ¿qué hora era cuando entraste a la habitación?

– ¿Qué?

– ¿Qué hora era cuando entraste en la habitación de ese tipo anoche? Mirarías el reloj, ¿no?

Ella lo miró: sabía adonde quería ir a parar.

– Eran las tres y cinco.

– Y hacer el trabajo te lleva cinco o diez minutos como máximo, ¿verdad?

– Normalmente.

– ¿Normalmente?

– Lo llamaron por teléfono, Leo. Estaba en el armario con la caja cuando sonó el teléfono y él habló con alguien. Creo que era sobre la entrega. Iba a hacerla hoy. Luego, después de colgar, se levantó y fue al cuarto de baño.

– Y tú te escabullíste.

– No, me quedé en el armario.

– ¿Cuánto tiempo?

– Hasta que volvió a dormirse. Hasta que lo oí roncar. Tenía que hacerlo, Leo. No era seguro. Tú no estabas allí. No podía irme hasta…

– Te quedaste durante la luna vacía de curso, ¿no?

– No pude evitarlo, Leo, eso es lo que trato de…

– ¡Oh, Dios!

– Leo…

– Te lo dije, sólo te pedí una cosa.

– No pude evitarlo. Lo llamaron por teléfono: una llamada a las tres de la mañana, Leo. Eso sí que fue mala suerte.

Leo negó con la cabeza como si no escuchara.

– Eso es -dijo-. Nosotros… -No terminó.

Cassie cerró los ojos.

– Lo siento, Leo. De verdad.

Un rumor próximo a su oído derecho captó la atención de Cassie. Miró en torno a sí y vio un colibrí suspendido en el aire, batiendo las alas.

El pájaro se lanzó hacia la izquierda y descendió en picado hasta que se detuvo a un palmo del agua. Parecía contemplar su reflejo en la superficie en calma. Entonces descendió más, hasta tocar el agua. Aleteó desesperadamente, pero las alas le pesaban demasiado para alzar el vuelo. El ave estaba atrapada.

– Ves lo que yo veo -dijo Leo-. Pajarillos.

Rodeó la piscina para coger la red e intentar salvar la vida del pequeño animal.