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Justo antes de llegar a Los Ángeles, Jack Karch abandonó la autovía 10 en la salida del aeropuerto de Ontario y siguió las señales del aparcamiento de larga estancia. Circuló a velocidad lenta por cinco extensas filas de coches antes de encontrar un Towncar del mismo modelo que el suyo, pero con matrícula de California. Estacionó en doble fila tras el coche y dejó el motor en marcha mientras salía con un taladro con batería, el mismo que se hallaba entre las herramientas recuperadas del conducto de aire de la habitación 2015.
El destornillador funcionó a la perfección. Karch sacó las placas delantera y trasera del Towncar en menos de un minuto. Las ocultó bajo el asiento del conductor de su coche y se dirigió a la salida. Había estado tan poco rato en el aparcamiento que el empleado de la cabina le dijo que no tenía que pagar, porque no había sobrepasado los diez minutos de estancia gratuita. Le preguntó a Karch si tenía un cigarrillo y éste se mostró encantado de complacerle.
Había puesto poco tiempo desde Las Vegas, viajando a una velocidad constante de ciento sesenta kilómetros por hora hasta que se topó con el tráfico cerca de Los Angeles. Tardó una hora para cubrir los últimos ochenta kilómetros. Se dijo, frustrado, que la gente de Los Angeles conducía igual que los que caminaban por los casinos: ajenos al hecho de que alguien pudiera tener prisa por llegar a alguna parte. En el centro se desvió de la 10 a la 101 y puso rumbo al noroeste, hacia el valle de San Fernando. Aunque habían transcurrido más de dos años desde su última visita, Karch había estado muchas veces en Los Ángeles y sabía desenvolverse. Cuando se trataba de buscar alguna calle o plaza tenía en el maletín del asiento de al lado un Thomas Brothers. El plano ya tenía varios años, pero le serviría. Se había dirigido al valle de San Fernando, porque el número de móvil de Leo Renfro que Grimaldi había obtenido de Martin tenía un código de área 818, y él sabía que pertenecía al valle de San Fernando, la zona de expansión de la ciudad por el norte. Suponía que encontraría a Leo en los confines del código de área de su móvil.
Salió de la autovía en Ventura Boulevard y continuó hasta que vio una gasolinera con un teléfono público. Allí abrió el maletín y sacó el papel con membrete del Cleopatra que tenía escrito el nombre de Leo Renfro y su número de móvil. Debajo figuraba el nombre del contacto de Grimaldi en Los Angeles, pero Karch no tenía ninguna intención de llamarle. Bajo ninguna circunstancia iba a permitir que un desconocido -no importaba quién respondiera por él- tuviera información de sus negocios y actividades. Eso sería una estupidez, y él no tenía intención de volverse estúpido. Las mismas razones persuadieron a Karch de no utilizar sus contactos para seguir la pista de Leo Renfro y Cassie Black. Iba a hacer el trabajo sin dejar rastro.
Sorprendentemente, el listín del teléfono público estaba intacto. Karch lo agarró y empezó con las páginas blancas, por si se daba la remota posibilidad de que figurase la dirección de Leo Renfro. No figuraba. Karch buscó entonces las páginas comerciales hasta que encontró los anuncios de un servicio de telefonía móvil. En función del tamaño y la calidad de sus anuncios, hizo una lista de las compañías más importantes y sus números de atención. Entonces utilizó el borde del estante situado bajo el teléfono para romper un paquete de monedas de veinticinco centavos, que había comprado en la taquilla de cambio del Cleo, y realizó su primera llamada.
La llamada fue contestada por una máquina que ofrecía diversas alternativas. Karch eligió una y fue transferido a información de facturación, donde le hicieron esperar dos minutos antes de que una voz humana contestase.
– Gracias por llamar a L. A. Cellular, ¿en qué puedo ayudarle?
– Sí -dijo Karch-, tengo que dejar la ciudad por tiempo indefinido y quisiera cancelar el servicio de mi móvil.
Después de escuchar la charla de un comercial acerca de los servicios fuera de la zona, el representante de la compañía se puso a trabajar.
– ¿Nombre?
– Leo Renfro.
– ¿Número de cuenta?
– No lo tengo a mano…
– ¿Número de móvil?
– Ah, sí.
Karch miró el papel y leyó el número que Martin le había proporcionado a Grimaldi durante su interrogatorio.
– Un momento, por favor.
– Tómese su tiempo.
Karch oyó que tecleaban al otro lado de la línea.
– Lo siento, señor, no veo ninguna cuenta con ese nombre o…
Karch colgó e inmediatamente marcó el número de la siguiente compañía de la lista. Repitió la historia una y otra vez hasta que a la séptima llamada encontró la empresa correcta. Renfro tenía su cuenta con la compañía SoCal Cellular. Cuando la operadora obtuvo la información de la cuenta en el ordenador, Karch fue directo al engaño final.
– Voy a necesitar que me envíe la última factura a mi nueva dirección en Phoenix, si no le importa.
– En absoluto, señor. Déjeme primero que busque la pantalla de liquidación.
– Ah, disculpe.
– No hay problema, será un segundo.
– Tómese su tiempo.
Karch dejó que transcurriesen unos segundos y empezó de nuevo.
– ¿Sabe?, acabo de darme cuenta de que estaré de nuevo en Los Angeles al final de la semana que viene para cerrar algunos asuntos. Quizá necesite el teléfono entonces. Tal vez debería esperar y hacer esto después.
– Como usted quiera, señor.
– Pues bien…, esperemos entonces.
– De acuerdo, señor. ¿Quiere esperar también a cambiar la dirección?
Karch sonrió. Siempre funcionaba mejor cuando era la víctima quien daba pie al engaño.
– No, vamos…, ¿sabe qué?, quizá debería esperar. Van a reenviarme el correo desde mi vieja dirección de todos modos. Pero aguarde un momento, de golpe lo he olvidado, ¿a qué dirección envían la factura, a mi casa o a la oficina?
– No lo sé, señor. Cuatro mil Warner Boulevard número quinientos veinte. ¿Cuál es?
Karch no respondió. Estaba anotando la dirección.
– ¿Señor?
– Es la oficina. Entonces está todo bien. Dejémoslo tal cual está y ya me ocuparé la semana que viene.
– Muy bien. Gracias por llamar a SoCal Cellular.
Karch colgó el teléfono y volvió al coche. Buscó la dirección en el índice del plano-guía y comprobó que había acertado. La dirección estaba en la zona del código de área 818. Pero no pertenecía a Los Angeles, sino a Burbank. Puso en marcha el Lincoln y miró el reloj digital del salpicadero. Eran las cinco en punto. No estaba nada mal, se estaba acercando.
Un cuarto de hora más tarde, el Lincoln se hallaba frente a una empresa privada de servicio postal en el cuatro mil de Warner Boulevard. No estaba demasiado decepcionado. Habría resultado muy fácil y sospechoso que la dirección obtenida de SoCal Cellular le condujese directamente al domicilio de Leo Renfro.
Comprobó las horas de oficina indicadas en la puerta. El negocio cerraba en cuarenta y cinco minutos, sin embargo, otro cartel anunciaba que los clientes contaban con acceso de veinticuatro horas a sus buzones. Karch pensó un rato en qué hacer y decidió que probablemente Renfro sería de los que comprobaban el buzón después del cierre para evitar resultar familiar a los empleados. Fue esta idea la que de pronto le inspiró un plan de acción.
Karch entró en la tienda y vio que estaba dispuesta en forma de ele, con el mostrador al extremo de uno de los palos y las casillas postales a lo largo del otro palo. A la izquierda de la puerta había un mostrador con una grapadora, un rollo de cinta y diversos vasos de plástico llenos de bolígrafos, clips y gomas. Karch vio a un hombre trabajando en algo en el suelo, tras el mostrador. Sobre él había una persiana de seguridad que cerraba la parte interior de la tienda fuera de las horas de atención al público.
Karch miró a su izquierda y observó que los buzones eran de los de ventana muy pequeña, y sólo permitían ver si se había recibido correo. Enseguida encontró el número 520. Tuvo que agacharse para mirar en su interior. Había un sobre en el fondo. Miró de nuevo a su derecha: un espejo situado en la esquina superior permitía al dependiente ver los buzones, pero el hombre seguía bajo el mostrador, trabajando en algo.
Karch sacó una linternita de boli del bolsillo de la camisa y la encendió. Iluminó el interior del buzón 520 y leyó el anverso del sobre.
Estaba dirigido a Leo Renfro. No constaba remite en la esquina superior izquierda, pero sí unas iniciales. Se acercó más al cristal y trató de leerlas. Entonces se dio cuenta de que eran números: 773.
Como ya había una carta en el buzón, Karch pensó por un momento en si necesitaba proceder con su plan. Decidió seguir adelante. Si funcionaba, el plan tendría la ventaja añadida de confundir a su objetivo, dejándolo momentáneamente fuera de combate.
Karch rodeó la esquina del mostrador. Tras él había un hombre de veintipocos años que estaba echando bolitas de porexpán en una gran caja. Habló sin levantar la mirada de su trabajo.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Este tipo de atención impersonal, que en Las Vegas veía continuamente, siempre molestaba a Karch. Esta vez, sin embargo, le agradó, porque no quería que el conserje le prestase excesiva atención.
– Necesito un sobre.
– ¿De qué tamaño?
– No importa. De tamaño normal.
– ¿Del número diez?
El dependiente dejó la caja que estaba rellenando y caminó hasta la parte posterior de la zona del mostrador. Había diversas cajas y sobres de varios tamaños junto a la pared. Debajo, estaba el material organizado en estantes según su tamaño. Karch observó los sobres y vio los del número diez.
– Sí, el diez está bien.
– ¿Acolchado o sin acolchar?
– Ah, acolchado.
El conserje cogió uno del estante y fue al mostrador anunciando en un tono tan agudo como un relincho que Karch debía cincuenta y dos centavos. Karch pagó con el importe exacto.
– Bonito sombrero -dijo el conserje.
– Gracias.
Karch se llevó el sobre hasta el mostrador situado junto a la puerta. Se le ocurrió que el conserje quizá se estaba burlando de su sombrero, pero lo dejó pasar.
De espaldas al conserje para que éste no viera lo que estaba haciendo, Karch hurgó en el bolsillo de su traje y sacó el sobre que contenía el as de corazones que había encontrado en el suelo mientras registraba la habitación 2015 del Cleo. Sacó la carta y la deslizó en el sobre que acababa de comprar. Luego lo cerró.
Utilizando el rotulador más grande que encontró en los vasos de plástico, dirigió el sobre a Leo Renfro y escribió la dirección postal y el número. En letras grandes agregó: URGENTE en ambos lados. En las líneas del remite escribió 773 y en la parte de atrás el número de móvil de Leo Renfro.
Volvió al mostrador y vio que el empleado estaba cerrando la caja del suelo. Tampoco esta vez levantó la cabeza. Ni siquiera preguntó qué deseaba. Karch vio que la etiqueta enganchada a la camisa ponía «Stephen».
– Perdona, Steve, ¿te importa echar esto en el buzón que corresponda?
El joven dejó el precinto de forma hosca y se acercó al mostrador. Cogió el sobre que le ofrecían y lo miró como si dudase de si tenía que cumplir con la petición.
– Necesito que lo meta ahora, porque este hombre siempre comprueba el correo a primera hora de la mañana.
El chico decidió por fin que podía asumir el pedido y se dirigió a la partición que conducía a la sala de los buzones.
– Y me llamo Stephen -le gritó a Karch.
Karch se alejó del mostrador, dobló la esquina y se dirigió al buzón 520. Miró a través de la ventanita de cristal cómo el sobre que acababa de entregarle al empleado era depositado en el buzón, encima del otro sobre que esperaba a Leo Renfro.
Karch ya se había ido de la tienda antes de que el empleado volviese al mostrador. Mientras caminaba hacia el coche, dijo en voz alta: «Son cincuenta y dos centavos…, y me llamo Stephen».
Una vez en el Lincoln lo repitió una y otra vez, imitando el timbre de voz similar a un relincho y el tono hosco. Cuando estuvo satisfecho de su imitación, puso en marcha el coche y se alejó.
No podía utilizar un teléfono público con ruido de tráfico de fondo para realizar su llamada, de manera que condujo por Burbank durante diez minutos en busca del escenario adecuado para su actuación. Finalmente localizó un restaurante llamado Bob’s Big Boy y aparcó en la parte de atrás, junto a un Dumpster.
En el restaurante encontró un teléfono público en la antesala de los lavabos. Echó monedas y llamó a Leo Renfro. Era consciente del riesgo que corría. Aunque obviamente el nombre de Renfro estaba en el buzón, Karch no podía saber si los empleados del servicio tendrían su número de móvil, sin embargo, había previsto un plan de emergencia para esa eventualidad.
Alguien levantó el teléfono al otro lado de la línea al segundo timbrazo, pero no dijo nada.
– ¿Hola? -dijo Karch por fin, imitando lo mejor posible el relincho de Stephen.
– ¿Quién es?
– ¿Señor Renfro? Soy Stephen, de Warner Post and Packlt.
– ¿De dónde ha sacado este número?
– Está en el sobre.
– ¿Qué sobre?
Karch se concentró en su voz.
– Por eso le llamo. Ha recibido un sobre hoy. Está marcado urgente. Su teléfono está en el sobre. No sé, pensé que debía llamarle. Vamos a cerrar y como no ha venido, pensé que debería llamarle por si estaba esperando algún…
– ¿Lleva remite?
– Sí, quiero decir no. Lo único que pone es siete siete tres.
– Muy bien, gracias. Y hágame un favor, no vuelva a llamarme aquí nunca más.
Renfro colgó de golpe. Karch mantuvo el teléfono pegado a la oreja, como si pensara darle a Renfro la oportunidad de descolgar de nuevo y formularle más preguntas. Finalmente colgó. Pensó que había funcionado, se sentía seguro de sí mismo. La conversación le había dejado con la impresión de que Renfro era un tipo cauteloso, y eso significaba que tenía por delante una larga noche.
De vuelta en el restaurante fue a la barra y pidió dos hamburguesas bien pasadas, con ketchup y dos cafés para llevar. Mientras se las preparaban caminó hasta el aparcamiento. Sacó las placas de matrícula robadas y sustituyó la de atrás con una de ellas. El Dumpster le sirvió de escudo mientras lo hacía. Luego sacó el Lincoln y volvió a meterlo de cara.
Cambió la placa delantera. Con el destornillador eléctrico de Cassie Black fue coser y cantar. Decidió que se lo quedaría cuando concluyera el trabajo. El taladro y unas cuantas cosas más.