174323.fb2 Luna Funesta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

Luna Funesta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

Capítulo 29

«Summer wind» era la canción por excelencia. A Karch siempre le emocionaba. Cada vez que sonaba en su cedé de grandes éxitos de Sinatra, tenía que darle al botón de Replay y escucharla de nuevo. Todos los temas del recopilatorio eran buenos, pero ninguno comparable a «Summer wind». Era la esencia de la clase. Lo mismo que Sinatra.

Karch ya había escuchado cuatro veces el cedé, mientras controlaba la fachada del Warner Post & Pack It desde el atestado aparcamiento de un bar llamado Presnick’s, a media travesía. Eran las once en punto cuando advirtió las luces de freno de un automóvil que se detenía: un Cherokee negro de unos cinco años. Era la segunda vez que pasaba a velocidad lenta junto a la tienda. Karch apagó el cedé y se preparó. Ya llevaba su mono negro, aunque en esta ocasión por un motivo distinto. Las mangas estaban decoradas con precinto grueso de distintos tamaños, que había cortado de antemano. Sacó de su maletín un completo equipo de seguimiento por satélite. Reunió las herramientas que iba a necesitar y salió del Lincoln después de abrir el maletero. De ahí sacó una camilla acolchada de mecánico, luego cerró el automóvil y caminó a paso ligero hacia Warner Boulevard.

Warner Post & Pack It era un edificio de una planta, situado en una larga fila de inmuebles de similares características, todos ellos construidos casi hasta el límite de la propiedad, dejando un margen de no más de un metro entre una construcción y la vecina. Karch se escondió entre dos paredes, muy cerca del servicio postal. El hueco tenía medio metro de ancho y, a lo largo del tiempo, había sido usado principalmente como lugar para dejar la basura. Karch se metió entre una cantidad de desperdicios que casi le llegaban a la rodilla: sobre todo botellas y bolsas de comida rápida arrugadas. El olor invasivo de la orina se añadía a las características del lugar. Su entrada en esa oscura grieta propició que algunas criaturas ocultas se dispersaran ruidosamente por los escombros para refugiarse más adentro.

Karch se retiró un metro de la abertura y esperó a resguardo de la luz directa de la calle. Estaba seguro de que el Cherokee regresaría y que Leo Renfro sería el conductor. Lo que Karch tenía que hacer a continuación lo había hecho muchas veces en otros casos, pero nunca tan deprisa como debería hacerlo en esta ocasión. Supuso que dispondría de menos de un minuto para completar la instalación. No cabían retrasos ni errores posibles.

El sonido de un coche que se aproximaba se filtró en el escondrijo. Karch se agazapó y mantuvo la camilla levantada a modo de escudo. Aunque Renfro mirase entre los edificios, resultaba casi imposible que detectase a Karch, a no ser que se detuviese por completo y enfocase con una linterna hacia la oscuridad.

El coche pasó despacio, y poco después Karch oyó que se paraba junto al servicio postal. Avanzó lentamente hacia la esquina del edificio contra el que se hallaba apoyado y, al asomarse, vio que, efectivamente, el vehículo estacionado junto al bordillo era el Cherokee, todavía con el motor en marcha y las luces encendidas. Karch se refugió de nuevo en su grieta y aguardó. Sabía que podía salir y secuestrar a Renfro en ese mismo momento, pero acometerle en plena calle era demasiado arriesgado y, algo más importante, Renfro no era su objetivo. La prioridad era el dinero. Y para conseguirlo tenía que seguir a Renfro a su casa, al lugar en que se sentiría más seguro. Karch sabía que allí encontraría los dos millones y medio o, en su defecto, una pista hacia Cassie Black.

El motor del Cherokee se apagó. Karch se apretó contra la pared, preparado para entrar en acción. Sintió que el estuco se le clavaba en la espalda. Se dobló hacia adelante para escuchar y la puerta del coche se abrió y luego se cerró de nuevo. Oyó pasos que se movían con rapidez sobre el asfalto y volvió a mirar a hurtadillas: un hombre de unos cuarenta y cinco años y complexión delgada metía una llave en la puerta delantera del Warner Post & Pack It.

Después de abrirla, el hombre miró calle arriba, hacia la izquierda, y luego hacia la derecha. Karch salió de su escondrijo al oír que la puerta del local se cerraba, y cruzó hasta la acera donde se hallaba el Cherokee. Acuclillado detrás del vehículo y a través de la ventana del servicio postal, observó que el hombre se aproximaba a los buzones y se agachaba en la zona donde se hallaba la casilla 520. Karch supo que tenía a su hombre. Era Leo Renfro.

Encendió su linterna de boli y se la metió en la boca. Entonces puso la camilla en el suelo y se tumbó boca arriba. Se agarró de la parte inferior del parachoques y se introdujo debajo del coche. Ya había hecho una instalación en un Cherokee antes, y no esperaba tener problemas, a pesar del escaso espacio y la elevada temperatura; su pecho se frotó con los bajos grasientos en varios puntos y tuvo que mantener la cara ladeada para evitar arañarse o incluso quemarse con los tubos del sistema de escape.

Sacó el receptor de satélite y el transmisor CelluLink del bolsillo derecho del mono: ambos eran pequeños artilugios cuadrados que había unido con una cinta, junto con un pequeño cabo de antena para la conexión celular. La base del receptor era un potente imán. Karch se alzó y conectó los dispositivos a los bajos del coche, justo debajo del asiento del conductor. Aunque el imán parecía sostenerse con firmeza, él siempre lo suplementaba para asegurarse. Arrancó dos grandes trozos de precinto de su brazo derecho y los utilizó para amarrar los dispositivos al carenado del Cherokee.

Utilizando el taladro de Cassie Black, preparado para amortiguar el ruido, fijó rápidamente el cable de tierra a la carrocería con un tornillo autorroscador. Entonces rodó hasta el bordillo y trató de ver algo a través del vidrio de la oficina postal, pero el ángulo era malo y no pudo localizar a Renfro ni calcular cuánto tiempo le quedaba.

Se empujó de nuevo hacia el centro y tiró del tubo de cables que recorría el carenado inferior. Cortó el plástico protector con un cúter y rápidamente sacó un manojo de cables y los manipuló hasta encontrar uno rojo, el color que indicaba que conducía de forma permanente energía de la batería a la parte posterior del automóvil, probablemente a la luz del maletero. El extremo del cable del receptor GPS tenía un conector de pinza. Cerró éste en el cable rojo y luego tiró hacia abajo hasta notar que cortaba la funda aislante y tocaba el hilo. Miró el receptor y vio el leve brillo del piloto rojo bajo la cinta aislante.

No tenía tiempo de volver a poner los cables en su lugar, de modo que pasó inmediatamente a la última pieza de la instalación: la antena GPS. Sacó el pequeño disco del bolsillo izquierdo y empezó a desenrollar el cable. En cuanto conectó éste al receptor oyó que se abría la puerta de la tienda. Le dio la vuelta a la linterna ocultando el haz de luz en el interior de la boca. Esperó.

La puerta se cerró y Karch observó que los pies de Renfro se movían en dirección al Cherokee. Karch quiso soltar una maldición, pero sabía que tenía que mantenerse en silencio. Continuó desenrollando el cable de la antena.

Mientras Renfro abría la puerta del coche, Karch utilizó el sonido como cobertura y se impulsó hasta quedar justo debajo del parachoques trasero, con las piernas asomando por debajo del automóvil. Alzó la antena y enrolló el cable en torno al tubo de escape, justo cuando el coche arrancaba. Un chorro de aire caliente le golpeó la cara.

Karch sofocó una tos y rápidamente levantó el disco y lo colocó sobre el parachoques, desde donde tendría línea directa con los satélites. Se sirvió del último trozo de cinta de su manga para fijar el cable y sostener la antena al parachoques.

No había sido un trabajo fino, pero tendría que servir dadas las circunstancias. Sabía que Renfro repararía en la antena GPS en cuanto mirase la parte de atrás de su coche, sin embargo, Karch confiaba en que eso no iba a ocurrir en el curso de esa noche. Lo que importaba era la siguiente hora, quizá menos.

El Cherokee tembló al ponerse en marcha y empezó a separarse del bordillo. Karch dejó que el parachoques le pasase por encima y acto seguido rodó fuera de la camilla y se empujó hacia la acera. Mantuvo la cabeza baja y permaneció atento a cualquier vacilación en el ruido del motor. No la hubo. Renfro mantuvo el pie en el acelerador y salió a escape, sin mirar atrás. O si lo hizo estaría pendiente de la calzada, no de la acera.

Karch por fin levantó la mirada mientras el Cherokee se perdía de vista. Sonrió y se levantó.

En cuanto Karch llegó al Lincoln sacó un ordenador portátil del maletín, levantó la antena y arrancó el software QuikTrak. Con el receptor y el equipo que acababa de instalar en el Cherokee, Karch podría seguir los movimientos de Renfro gracias a un sistema de localización global que captaba una señal transmitida por el coche a un conjunto de tres satélites situado kilómetros más arriba y la devolvía a la tierra. Los satélites triangulaban la posición precisa del vehículo y enviaban los datos mediante un enlace celular con el módem del ordenador de Karch. El software QuikTrak le permitía seguir los movimientos del vehículo con datos en tiempo real mostrados en mapas a escala de calle en la pantalla del portátil, o bien podía descargar datos grabados que mostrarían el recorrido completo durante un periodo establecido.

A Karch le interesaba en primer lugar asegurarse de que la instalación estaba bien hecha, que funcionaba correctamente y que no tendría problemas para seguir al Cherokee. Por si acaso, había memorizado la matrícula y podría localizar el vehículo a través de los arcaicos sistemas del departamento de tráfico por la mañana; un movimiento que confiaba en poder evitar, porque eso dejaría un rastro oficial de sus actividades.

Tecleó el código y la frecuencia del receptor y aguardó. Después de lo que le pareció una eternidad, durante la cual sintió que le caían gotas de sudor desde el cuero cabelludo, empezaron a formarse en la pantalla las líneas de un plano. Tras las líneas llegaron las palabras «Mapa regional de Los Angeles». Luego apareció una luz roja parpadeante y empezó a trazar una línea. Era el Cherokee. La leyenda de la parte inferior de la pantalla proporcionaba la posición exacta.

RIVERSIDE DRIVE – WESTBOUND 23.14.06

Karch sonrió. Lo tenía. La instalación había sido un éxito y podría seguir el mapa hasta el tesoro. Eso esperaba.

– ¡De puta madre! -dijo en voz alta.

Decidió no seguir los movimientos del Cherokee en tiempo real en su coche. Supuso que probablemente Leo Renfro había abierto el sobre acolchado en el servicio postal o en el coche. En cualquier caso, la carta que encontraría en su interior era a la vez desconcertante y amenazadora. Karch suponía, basándose en las dos veces que Leo Renfro había pasado por delante antes de detenerse en Warner Post & Pack It, que su objetivo daría un buen rodeo con el fin de identificar cuidadosamente y luego perder a cualquier posible perseguidor. Tecleó una orden para crear un archivo histórico de todos sus movimientos. Luego cerró el programa y guardó el portátil de nuevo en el maletín.

Justo después de bajarse la cremallera del mono y abrir la ventana para que entrara un poco de aire, Karch oyó el grito agudo de una mujer procedente del otro extremo del aparcamiento. Se volvió hacia el sonido, y al no ver nada decidió abrir la puerta y salir a echar un vistazo. Se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió. Estaba a punto de volver al Lincoln cuando oyó otro grito y advirtió movimiento detrás de un BMW aparcado a unos diez lugares de distancia.

Karch no llevaba la pistolera con la Sig Sauer: se la había sacado y la había guardado bajo el asiento antes de enfundarse el mono. En lugar de ir a buscar el arma, se quitó la parte superior del mono y buscó en su espalda la pequeña calibre veinticinco del bolsillo de mago de sus pantalones. Entonces se ató los brazos del mono en torno a la cintura y acudió a investigar.

Ocultando la pistolita negra mientras caminaba junto a la fila de coches, Karch llegó hasta el BMW y volvió a oír los gritos. Había una pareja de pie frente al coche. Un joven y una mujer. Él la tenía tendida sobre el capó, estaba inclinado sobre ella y la besaba en el cuello, mientras la cabeza de la mujer se movía a uno y otro lado como si tratase de desengancharse del resto del cuerpo.

– ¿Hay algún problema? -gritó Karch.

El hombre lo miró.

– Estamos muy bien, ¿por qué no te vas a la mierda?

Karch empezó a avanzar. El tipo se separó de repente de la mujer y se volvió hacia Karch. Se detuvo con las piernas y los brazos separados.

– ¿Por qué no la dejas en paz? -dijo Karch-. No parece que…

– ¿Por qué no te metes en tus asuntos de una puta vez? Está bien, sólo le gusta gritar, ¿vale?

– No, no vale. A lo mejor a ti te gusta hacerla gritar para sentir que tienes el control.

El joven se lanzó repentinamente hacia Karch en un ataque que éste ya esperaba. Él se hizo a un lado con un movimiento rápido propio de un torero experimentado, eludió la embestida y utilizó las manos para redirigir la inercia de su oponente contra el costado de una furgoneta. El hombre golpeó la puerta del vehículo con la cabeza, mellando el panel metálico. Cuando estaba incorporándose de nuevo y se disponía a darse la vuelta, Karch entró en acción. Empuñó la pistolita y la colocó bajo la barbilla de su oponente, hundiendo el cañón en la suave parte inferior de la mandíbula.

– ¿Lo sientes? ¿Parece pequeña, verdad? Es una veinticinco, una pistola de juguete, en realidad. Es muy poco fiable a no ser que la tengas así de cerca. Si te pego un tiro ahora, la bala irá directamente a tu cerebro, pero no tendrá la suficiente fuerza para salir. Rebotará ahí dentro unas cuantas veces y hará papilla todo lo que encuentre. Es probable que no te mate, pero llevarás babero y tendrás que ir en silla de ruedas el resto de tu vida.

– Eh, déjelo en paz -dijo la chica desde atrás-. Él no ha hecho nada.

Karch cometió el error de no mirarla.

– Cállate y apártate. Este tío…

Ella agarró a Karch desde atrás, y éste la empujó bruscamente con la izquierda mientras mantenía la pistola presionada contra el cuello del hombre. Oyó que la mujer golpeaba con fuerza el BMW y caía al pavimento.

– ¡Johnny! -gritó.

– ¿Has visto lo que has hecho? -gritó Johnny-. ¿Has visto lo que le has hecho, valiente? ¡El caballero de la brillante armadura!

Karch se separó de él y retrocedió hasta que pudo mantener los ojos en Johnny y ver a la mujer al mismo tiempo. Ella estaba sentada en el suelo, con las piernas separadas y medio aturdida. Johnny corrió hacia la mujer y ella le echó los brazos al cuello y empezó a llorar.

Karch se volvió y caminó a paso ligero hasta su coche. Sólo pensaba: «¿Por qué coño he hecho esto? He venido por una única razón».

Se metió en el Lincoln, dio marcha atrás y se alejó. Vio que Johnny lo miraba desde el aparcamiento.

Karch se detuvo en Magnolia Boulevard, encendió la luz interior y sacó de la guantera el libro de frecuencias de la Asociación Nacional de Fuerzas del Orden. Le había comprado el ejemplar a Iverson por quinientos dólares. Enumeraba todas las agencias del orden federales, estatales y locales y las frecuencias de transmisión de radio que tenían asignadas. Impreso en letras grandes en la parte superior de cada página ponía: «Para uso exclusivo de las fuerzas del orden». Karch se había reído la primera vez que lo había visto.

Encontró en la lista el Departamento de Policía de Burbank y pinchó las tres frecuencias de patrulla que tenía asignadas en el escáner montado detrás del salpicadero. Programó un barrido repetido y se dispuso a escuchar. Si la pareja con la que se había complicado había llamado a la policía, necesitaba saberlo.

Las cosas parecían tranquilas en Burbank para ser jueves por la noche. Un par de disputas domésticas fueron puestas en conocimiento de las unidades y luego llegó el aviso del aparcamiento del bar Presnick’s. Había sido denunciado como un asalto y amenaza con arma de fuego.

– ¡Mierda! -gritó Karch.

Descargó un puñetazo contra el volante y miró su reloj. Era casi medianoche. Sabía que no estaba lejos del aeropuerto. Podía llegarse y tratar de encontrar otro juego de placas de matrícula, pero se estaba haciendo tarde y sabía que tenía que salir de Burbank. Puso el coche en marcha y condujo hasta alcanzar una calle residencial. Dobló por ella y avanzó una manzana antes de detenerse. Apagó las luces, buscó bajo el asiento las auténticas matrículas del coche y salió con el destornillador eléctrico. Al cabo de un minuto volvió con las matrículas falsas en la mano. Las ocultó bajo el asiento y arrancó el coche. Avanzó una manzana antes de volver a encender los faros.

Se dirigió hacia el oeste y no volvió a detenerse hasta que hubo salido de Burbank y estuvo bien metido en North Hollywood. Escuchó una descripción de sí mismo emitida por la policía local y no pudo reprimir una sonrisa. La descripción se pasaba por diez años y veinte kilos, el resto era tan genérico que no importaba. El número de matrícula que proporcionaban era exactamente el mismo que el de las placas ocultas bajo su asiento, pero se habían equivocado con la marca. Lo describieron como un Ford LTD. Karch encendió un cigarrillo y trató de tranquilizarse. Burbank no iba a suponer ningún problema.

Era medianoche, y Karch pensó que ya había transcurrido el tiempo suficiente para que Leo Renfro hubiera llegado a su destino. Aparcó en el estacionamiento de un supermercado abierto las veinticuatro horas llamado Ralph’s. Acababa de abrir su receptor QuikTrak cuando sonó el busca. Comprobó el número y vio que se trataba de Grimaldi. Decidió no llamarle, e incluso desconectó el aparato: no quería que volviera a sonar en un momento inoportuno.

Karch cargó el software QuikTrak y tecleó una orden solicitando el archivo histórico de movimientos del transmisor situado bajo el coche de Leo Renfro. Un plano de la zona norte de Los Angeles apareció en pantalla con una línea roja que mostraba el recorrido del vehículo. Karch había acertado. Leo Renfro había dado una larga vuelta por el valle de San Fernando, conduciendo en círculos y realizando varios giros de ciento ochenta grados. El ordenador reveló que el transmisor permanecía estático desde hacía doce minutos. Renfro se había detenido. El programa situaba el vehículo en Citrón Street, en Tarzana.

– Allá voy, Leo -dijo Karch en voz alta.

Arrancó el Lincoln y salió del estacionamiento para dirigirse a Tarzana.