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No tuvo dificultades en localizar el Cherokee. Estaba aparcado en el sendero de entrada de una casita, en Citron. Al pasar, Karch se preguntó por qué Renfro no lo había metido en el garaje. Continuó conduciendo en torno al edificio, en busca de algo inusual o sospechoso, y cuando se sintió seguro aparcó a media manzana de distancia. Volvió a pasar los brazos por las mangas del mono y se subió la cremallera. Sacó la Sig Sauer de la funda y le ajustó el silenciador. Luego echó a andar calle abajo, dejando el Lincoln sin cerrar por si acaso tenía que escapar a toda prisa.
Antes de aproximarse a la casa, Karch se tumbó en el suelo junto al Cherokee y se metió debajo para recuperar su equipo de satélite. Lo arrancó de la chapa y soltó los cables. Después fue a la parte posterior del vehículo para recuperar la antena de disco y guardar todo en el buzón situado a la entrada del sendero. Ya lo recogería más tarde, cuando volviera al Lincoln. Caminó hasta el garaje, intrigado por la decisión de Renfro de aparcar a la vista, y alumbró con su linterna de boli a través de una de las ventanitas de la puerta. El garaje estaba lleno hasta arriba de cajas de champaña. Supuso que se trataba de mercancía robada y se preguntó si valdría la pena el esfuerzo de llevarse el cargamento completo y venderlo. Quizá pudiera cedérselo a Vincent Grimaldi a cambio de un buen pellizco.
Descartó la idea y se concentró en la tarea que tenía ante sí. Cruzó ante la fachada de la casa y la recorrió por la izquierda, en busca de alguna señal que revelase que Renfro tenía perros. Las alarmas no le preocupaban. La gente que trabajaba al margen de la ley casi nunca tenía alarmas, porque no quería ningún sistema de seguridad que pudiera llevar a la policía a su puerta.
A mitad de la pared lateral de la casa había un portón de madera. Karch lo escaló sin dificultades y saltó. Iluminó el césped y el lecho de arbustos que se extendía al otro lado. No había excrementos de perro en ninguna parte, ni señal de que algún animal escarbara en las plantas. Apagó la linterna y continuó avanzando hasta el jardín trasero; la luna brillaba y no necesitaba más luz.
Al doblar la esquina posterior de la casa, Karch vio el brillo azulado de la superficie de una piscina. En cuanto empezó a avanzar, pegado al muro negro, oyó que se abría una puerta corredera. Retrocedió como pudo hasta la esquina y buscó una posición que le permitiera controlar la parte de atrás. Un hombre traspasó el umbral de la puerta corredera y caminó hasta el borde de la piscina. Era el hombre del servicio postal. Renfro miró el agua y Karch vio una aspiradora automática que se movía lentamente por el fondo. El hombre levantó entonces la mirada y pareció contemplar la luna. Karch abandonó su posición y levantó la pistola.
Renfro no lo oyó en ningún momento debido al rumor de fondo de la vecina autovía. Karch apoyó el cañón en la nuca de Renfro. Éste se tensó, pero eso fue todo. La gente como él espera sentir la fría boca de una pistola en la nuca antes o después.
– Bonita noche, ¿eh? -dijo Karch.
– Estaba pensando en eso -dijo el hombre-. ¿Tú eres el as de corazones?
– El mismo.
– Miré, pero no te vi.
– Eso es porque no estaba. Llevas una década de retraso, Leo. Instalé un GPS en tu coche. No tenía que seguirte.
– Cada día se aprende algo.
– Puede ser. Vamos a hablar adentro. Manten las manos donde yo pueda verlas.
Karch agarró a Renfro por el cuello con un brazo y mantuvo la otra mano con la pistola en su espalda. Se encaminaron hacia la casa.
– ¿Hay alguien más dentro?
– No, estoy solo.
– ¿Estás seguro? Si encuentro a alguien lo mataré.
– No lo dudo, pero no hay nadie.
Entraron en el despacho a través de la puerta corredera. Karch vio el escritorio en un extremo de la habitación, una de cuyas paredes estaba cubierta con más cajas de champaña. Karch empujó bruscamente a Renfro hacia el escritorio y se separó de él. Cerró la puerta corredera sin dejar de mirarlo.
– Quédate delante de la mesa.
Leo hizo lo que le ordenaban. Mantuvo las manos en alto, pero no se amilanó. Karch fue a colocarse detrás del escritorio. Vio el sobre acolchado que había dejado para Renfro en el buzón y el otro que ya estaba allí sobre el tablero. Ambos sobres habían sido abiertos. Karch se sentó y miró a Renfro.
– Eres un hombre ocupado, Leo.
– Bueno, no sé. La cosa está un poco parada.
– ¿De verdad? -Señaló en dirección a la pared del champaña-. Parece que vas a celebrar algo a lo grande.
– Es una inversión.
Karch levantó el sobre acolchado y lo agitó hasta que el as de corazones cayó a la mesa. Tiró el sobre por encima del hombro y agarró el naipe.
– El as de corazones. La carta del dinero, Leo.
Se guardó el naipe en uno de los bolsillos del mono, luego agarró el otro sobre y lo miró.
– Tengo curiosidad. ¿Qué significa el siete siete tres? Es algún tipo de código.
– Sí, es un prefijo.
Karch negó con la cabeza.
– Debería haberlo supuesto. ¿De dónde?
– De Chicago. Es el nuevo.
– Sí, es verdad. Trabajas para Chicago.
– No, te equivocas. Yo no trabajo para nadie.
Karch asintió, pero la sonrisa de su semblante indicaba que no creía a Renfro. Levantó el otro sobre y cuando lo agitó dos pasaportes cayeron en el escritorio. Abrió uno por la página de la foto. También había un carnet de conducir de Illinois y dos tarjetas de crédito unidas con un clip. Pero a Karch le interesaba más la foto.
– Jane Davis -leyó en voz alta-. Es gracioso. Se parece un montón a Cassidy Black.
Miró a Renfro para captar su reacción. Por un momento detectó en su rostro la sorpresa, incluso la estupefacción. Karch sonrió.
– Sí, sé más de lo que imaginas.
Levantó el segundo pasaporte esperando encontrar la foto de Renfro, pero en su lugar había la de una niña pequeña. El nombre de debajo de la foto era el de Jodie Davis.
– Bueno, quizá no lo sepa todo. ¿A quién tenemos aquí?
Renfro no contestó.
– Vamos, Leo, colabora. No va a haber secretos entre tú y yo.
– Jódete. Haz lo que tengas que hacer, pero jódete.
Karch se reclinó en la silla y miró a Renfro como si lo estuviese valorando.
– Vosotros los de Chicago os creéis intocables.
– Yo no soy de Chicago, pero que te jodan.
Karch asintió como si le entretuviesen las declaraciones de Renfro.
– Deja que te cuente una historia. Hace muchos años había un mago en Las Vegas. Llevaba mucho tiempo trabajando en los casinos, pero nunca llegó a triunfar de verdad. Siempre era el telonero, nunca la estrella. Además tenía que educar a un hijo él solo. Es igual, el caso es que hacía un número en el Circus, Circus. No era gran cosa, sólo una actuación en las mesas a cambio de unas monedas, una propina. Así que una noche estaba jugando al monte mexicano en una mesa con tres tipos que le pedían que lo hiciera una y otra vez. Ya sabes. «Vuélvelo a hacer, y esta vez lo pillo.» Sólo que no lo pillaban nunca. Nunca levantaban el as. La cosa fue a más y uno de los tíos se fue calentando, como si pensase que el mago les estaba tomando el pelo. Bueno, salto al fin de la historia. El mago ficha la salida y está en el garaje de camino a su coche. Y adivina quién lo está esperando, si no los tres tipos del bar.
Karch hizo una pausa, pero no para provocar un efecto en Leo, sino porque la historia siempre le emocionaba en este punto. Cada vez que pensaba en ella o la explicaba, la rabia le quemaba como ácido en la garganta.
– Y uno de ellos, el jefe de los tres tipos, tenía un martillo. No dijeron ni una palabra. Se limitaron a poner al mago sobre el capó del coche. Uno de ellos lo amordazó con su corbata. Entonces, uno a uno, el hombre del martillo le rompió todos los nudillos al mago. En un momento dado se desmayó, y cuando terminaron lo dejaron allí tirado en el suelo, al lado de su coche. Nunca volvió a trabajar de mago. Ni siquiera podía esconder una moneda entre los dedos. Cada vez que lo intentaba, se le caía al suelo. Yo estaba sentado en mi cama y oía que intentaba practicar trucos en la otra habitación. Escuchaba caer la moneda al suelo de madera una y otra vez… A partir de entonces se ganó la vida como chófer, hasta que el cáncer lo mató. Pero él ya estaba muerto desde mucho antes.
Karch miró a Renfro.
– ¿Sabes quién era el tío del martillo?
Renfro negó con la cabeza.
– Era Joey el Marcas, el jefe de Chicago en Las Vegas.
– Joey el Marcas está muerto -dijo Renfro-. Y como te he dicho no trabajo para Chicago ni para nadie.
Karch se levantó y rodeó el escritorio.
– He venido por el dinero -dijo con voz tranquila-. Robaste a la gente equivocada y he venido a solucionarlo. Me da igual si estás con Chicago o no. No voy a irme sin el dinero.
– ¿Qué dinero? Yo vendo pasaportes e invierto en champaña. No soy un ladrón.
– Escúchame, Leo. Tu informador está muerto y el de las cámaras también. No querrás acabar como ellos, ¿verdad? Así que dime dónde está el dinero y dónde está Cassie Black.
Renfro se volvió para dar la cara a Karch, con la espalda hacia la puerta corredera. Detrás de él la piscina brillaba en la oscuridad. Bajó la barbilla como si mirase en su interior y llegase a una decisión. Entonces asintió para sí y miró de nuevo a Karch.
– Jódete.
Karch negó con la cabeza.
– No, Leo, esta vez te vas a joder tú.
Bajó el cañón de la pistola y disparó con toda calma. La bala destrozó la rodilla izquierda de Leo. Traspasó limpiamente el hueso y el tejido, golpeó el suelo detrás de él y rebotó hacia la puerta corredera de cristal. La puerta se hizo añicos y grandes trozos de cristal afilado saltaron y se pulverizaron una vez más. Renfro cayó al suelo y se agarró la rodilla con ambas manos. Su cara era una máscara de dolor.
El cristal roto causó más ruido del que Karch había pensado hacer. La puerta quedó hecha añicos, salvo por un trozo grande de cristal mellado que permanecía en pie en la parte inferior del marco. Supuso que la casa había sido construida antes de que el cristal de seguridad se convirtiese en un elemento imprescindible. Miró hacia el jardín y confió en que el sonido de la autovía hubiese ahogado el ruido.
Renfro empezó a jadear y gemir mientras rodaba sobre el cristal y se cortaba en brazos y espalda; el suelo empezaba a ponerse resbaladizo con tanta sangre. Karch se acercó a Renfro y se cernió sobre él.
– Dame el dinero, Leo, y te prometo que acabaré deprisa y sin dolor.
Esperó, pero no obtuvo respuesta. El rostro de Renfro estaba amoratado, los labios mostraban una mueca de dolor que dejaba entrever sus dientes apretados.
– ¿Leo? Leo, escúchame. Sé que te duele mucho, pero escucha. Si no me das el dinero, vamos a estar aquí toda la noche. ¿Crees que te duele ahora? No te imaginas lo que…
– ¡Jódete! Yo no tengo el dinero.
Karch asintió.
– Bueno, vamos haciendo progresos, ¿no? Ya hemos pasado la etapa de «¿qué dinero?». Si tú no lo tienes, entonces ¿dónde está?
– Se lo di a Chicago.
La respuesta llegó con demasiada rapidez para Karch. Miró de cerca el rostro de Renfro y decidió que estaba mintiendo.
– No me lo creo, Leo. ¿Dónde está la chica? ¿Dónde está Cassie Black, Leo?
Renfro no respondió. Karch dio un paso atrás y, sin inmutarse, le disparó en la otra rodilla.
Renfro dejó escapar un grito, seguido por una sarta de insultos que también se disolvió entre gemidos. Rodó sobre su pecho, con los codos juntos y el rostro entre las manos. Tenía las piernas abiertas y dos charcos de sangre idénticos brotaban de sus rodillas. Karch miró a través de la puerta rota hacia la piscina y buscó luces o alguna indicación de que los vecinos se habían despertado. Sólo oyó el fragor de la autovía, y esperaba que eso lo protegiese.
– De acuerdo -lloriqueó Leo-. Te lo diré, te lo enseñaré.
– Eso está muy bien, Leo. Ahora nos entendemos.
Renfro levantó la cabeza y se incorporó sobre los codos. Empezó a avanzar hacia la puerta hecha añicos, arrastrando las piernas y dejando un rastro de sangre.
– Te lo diré -masculló entre el dolor y las lágrimas-. Te lo enseñaré.
– Entonces, dímelo, Leo -dijo Karch-. ¿Adonde vas? No puedes ir a ninguna parte. Ni siquiera puedes caminar, cómo vas a pedir ayuda. Sólo dime dónde está.
Renfro se acercó más a la puerta en otro doloroso paso. Cuando habló lo hizo entre dientes y con voz entrecortada.
– Lo ves… fue la maldita luna… la luna vacía de curso…
– ¿De qué estás hablando? ¿Dónde está el dinero?
Karch se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Renfro deliraba a causa del dolor y la pérdida de sangre. Pronto no le serviría de nada.
– La luna vacía de curso -repitió Renfro-. Fue la luna vacía de curso.
Karch dio un paso hacia él.
– ¿Vacía de curso? ¿Qué quiere decir eso?
Renfro dejó de moverse. Volvió el rostro y miró a Karch. La tensión había desaparecido, parecía casi relajado.
– Quiere decir que puede pasar cualquier cosa, hijo de puta.
Su voz sonó con fuerza esta vez. De repente se impulsó con los codos y apoyó las palmas de las manos en el suelo. Estiró los brazos con todas sus fuerzas y se dejó caer sobre la puerta corredera. Su cuello se desplomó sobre el trozo de cristal afilado que aún se mantenía en el marco de la puerta.
Karch comprendió demasiado tarde lo que pretendía.
– No, maldita sea.
Se agachó, agarró a Leo por el cuello y tiró de él hasta desclavarle el cristal. Lo dejó en el suelo y lo agarró por el hombro para darle la vuelta.
Había tardado demasiado en reaccionar. Un profundo tajo recorría el cuello de Renfro. Se había cortado la garganta y la sangre manaba del lado izquierdo, donde se había seccionado la carótida.
Los ojos de Leo Renfro brillaban cuando miraron a Karch. En su rostro se formó una sonrisa sangrienta. Lentamente levantó una mano y la utilizó para sostenerse el cuello. Su voz salió en un ronco susurro.
– Has perdido.
Leo dejó caer la mano y la sangre manó de nuevo de su cuello. Mantenía la sonrisa en el rostro y los ojos fijos en Karch.
Karch se arrodilló y se inclinó sobre él.
– Crees que me has vencido, ¿eh? ¿Crees que has ganado?
Leo sólo podía contestar con una sonrisa. Karch conocía la traducción: «Jódete». Levantó la pistola y presionó el cañón contra la boca sangrienta de Leo.
– No has ganado.
Se echó hacia atrás y volvió la cabeza. Apretó el gatillo y el disparo voló la parte posterior del cráneo de Renfro y lo mató al instante.
Karch apartó la pistola y examinó el rostro del cadáver. Tenía los ojos abiertos y de algún modo conservaba su sonrisa.
– Jódete, no me has ganado.
Karch miró en torno a sí. Vio una salpicadura de sangre en el empeine blanco de uno de sus zapatos Line Tread. Usó el pulgar para limpiarlo y luego se secó el dedo en la camisa de Leo.
Se levantó y miró por el despacho. Suspiró audiblemente. Sabía que tenía por delante una larga noche de búsqueda. Tenía que encontrar el dinero. Tenía que encontrar a Cassie Black.