174323.fb2 Luna Funesta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

Luna Funesta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

Capítulo 31

El viernes por la mañana, Cassie Black llegó al concesionario a las diez y se reunió con Ray Morales. Él había atendido sus llamadas durante los últimos días de ausencia. Ray dijo que todo estaba tranquilo, pero que un posible cliente llegaría a las tres para probar un Boxster nuevo. Acababa de cerrar un acuerdo millonario con la Warner Brothers. Ray había obtenido la información del Hollywood Repórter y confiaba en lograr una venta fácil. Cassie le agradeció que hubiera pensado en ella y ya se encaminaba a su despacho cuando él la detuvo.

– ¿Estás bien, chiquilla? -preguntó.

– Claro, ¿por qué?

– No lo sé, no parece que estés durmiendo mucho últimamente.

Cassie levantó la mano derecha y se agarró el codo, que todavía le dolía a consecuencia de la descarga.

– Ya lo sé -dijo-. Sólo he estado pensando en algunas cosas, y eso no me deja dormir.

– ¿Qué cosas?

– No lo sé, cosas. Estaré en mi despacho si me necesitas.

Ella lo dejó entonces y se refugió en el santuario de su pequeño despacho. Dejó caer la mochila a los pies del escritorio y se sentó. Puso los codos sobre el cartapacio y se mesó el cabello. Sintió ganas de gritar que no podía hacer eso nunca más, pero trató de dejar a un lado su ansiedad y se recordó a sí misma que, de un modo u otro, su vida iba a cambiar muy pronto.

Levantó el teléfono para comprobar su buzón de voz, aunque el martes había dejado un mensaje diciendo que estaría fuera unos días y desviando las llamadas a Ray Morales hasta su regreso. De todos modos le habían dejado cuatro mensajes. Uno era de una chapistería que le informaba de que ya tenían preparado el juego de cuatro ruedas cromadas personalizadas para un Speedster del 58 que había vendido. La segunda llamada, también de la semana anterior, era de uno de los posibles clientes de Ray, un productor de la Fox. No llamaba por el coche que había probado, sino para decirle que le había gustado su estilo y que si quería acompañarle a la première de la película de un amigo la semana siguiente. Cassie no se molestó en apuntar el número de móvil del tipo.

– Si te gustaba mi estilo, ¿por qué no compraste el coche? -dijo en voz alta.

El tercer mensaje era de Leo. Su voz mostraba una agitación que nunca le había oído. El mensaje se había recibido a las doce y diez de la noche. Lo escuchó tres veces.

«Hola, soy yo. ¿Qué le pasa a tu móvil? No puedo contactar contigo. Es igual, acabo de volver del correo. Tengo lo que me pediste, pero había algo más, algo malo. Un as de corazones del Flamingo. No sé qué significa, pero significa algo. Llámame cuando escuches esto. Usa todas las precauciones y ten mucho cuidado. Ah, y borra este mensaje.»

Cassie pulsó el tres en el teléfono para borrar la grabación de Leo antes de escuchar el cuarto mensaje. La última llamada la había recibido a las siete y media de esa mañana. Habían colgado sin decir nada. No había sonido de fondo, sólo unos segundos de alguien respirando y luego se cortaba la comunicación. Se preguntó si habría sido Leo.

Colgó el teléfono, se agachó y se puso la mochila en el regazo. Hurgó en ella hasta extraer su móvil. Estaba apagado. Recordó haberlo hecho la noche anterior después de hablar con Leo y decidir que no quería que volviese a comunicarse con ella.

Conectó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Continuó rebuscando en su mochila hasta encontrar la baraja que había comprado en la tienda de recuerdos del Flamingo. Abrió el paquete y empezó a pasar las cartas en busca del as de corazones. Cuantas más cartas miraba, más crecía el pánico en su interior. Cuando llegó a la última sin ver el as de corazones maldijo en voz alta y lanzó el mazo contra el póster de Tahití. Los naipes se desparramaron en todas direcciones y cayeron al suelo y sobre el escritorio.

– ¡Mierda!

Enterró el rostro entre las manos mientras trataba de pensar en qué hacer. Levantó el teléfono para llamar a Leo, pero se lo pensó mejor. «Toma todas las precauciones.» Pensó en utilizar el móvil, pero también descartó esta posibilidad. Abrió el cajón del escritorio, agarró un puñado de monedas de la bandeja de los lápices y se levantó.

Abrió la puerta y casi se dio de bruces con Ray Morales, que al parecer había acudido a ver a qué se debía tanto escándalo.

– Perdón -dijo ella, al tiempo que hacía un movimiento para rodearle.

Ray se fijó en las cartas que llenaban todo el espacio.

– ¿Estás jugando a agarrar una entre cincuenta y dos?

– Más bien, cincuenta y una.

– ¿Qué?

– Vuelvo en unos minutos, Ray. Tengo que dar un paseo.

Él miró en silencio cómo cruzaba el concesionario y salía a la calle.

Cassie caminó la media manzana que la separaba del Cinerama Dome, donde sabía que había un teléfono público en el exterior. Marcó el número del móvil de Leo de memoria y escuchó diez timbrazos antes de colgar. Dudando de todo, volvió a marcar por si acaso se había equivocado la primera vez. Esta vez esperó doce timbrazos antes de colgar. El temor que había empezado a crecer en su interior mientras buscaba el as de corazones había subido muchos peldaños en la escalera del pánico.

Trató de calmarse y buscar una razón por la que Leo no hubiera contestado. Leo estaba unido a su móvil como si se tratase de un hermano siamés. Si el teléfono hubiese estado desconectado, la llamada habría sido transferida a un buzón de voz, no se habría encontrado con los timbrazos sucesivos. De manera que el teléfono estaba encendido pero nadie contestaba. La cuestión era por qué.

De repente recordó la piscina. Leo nadaba unos largos por la mañana. Se habría llevado el teléfono a la mesa de al lado de la piscina, pero si estaba en el agua no lo oiría. No con el ruido del chapoteo y el de la autovía.

La explicación la calmó un poco. Llamó una vez más al número de Leo, pero de nuevo no contestó. Colgó el aparato y decidió regresar al concesionario. Volvería a intentarlo al cabo de media hora o cuarenta y cinco minutos. Recordó que Leo le había dicho una vez que nadaba cinco kilómetros cada día. No sabía cuánto tiempo le llevaría, pero supuso que con media hora sería suficiente.

Al cabo de cinco minutos regresó al concesionario y vio que Ray y un hombre que llevaba un sombrero estilo años cincuenta miraban un Carrera plateado con alerón de cola de ballena. Ray vio a Cassie y le hizo una seña para que se uniese a ellos.

– Cassie, éste es el señor Lankford. Quiere comprar un coche.

El cliente se volvió y sonrió con apuro.

– Bueno, quiero mirar un coche. Quiero decir, conducirlo. Luego, veremos. -Extendió la mano-. Terrill Lankford.

Le estrechó la mano. El apretón era firme y la mano seca como el polvo.

– Cassie Black.

Ella miró a Ray. No quería hacerlo, no tenía la cabeza para vender coches.

– Ray, ¿aún no ha llegado Billy? ¿O Aaron? Quizás alguno de ellos pueda…

– Meehan está en una prueba y Curtís no entrará hasta las doce. Necesito que le muestres el coche al señor Lankford.

El tono de Ray indicaba que estaba más que ofendido por su excéntrico comportamiento y que no iba a permitir ningún tira y afloja. Ella volvió su atención hacia el señor Lankford. Era pulcro e iba bien vestido, con un aspecto retro que combinaba con el sombrero. A juzgar por su tez pálida supuso que estaría interesado en un cupé. No estaba mal, porque no hacían cupés del Boxster, y eso sólo le dejaba los muy caros Carrera.

– ¿En qué modelo está interesado?

Lankford sonrió, mostrando una dentadura perfecta. Cassie vio que sus ojos eran del gris del asfalto, una combinación inusual con el pelo negro del hombre.

– Quiero un Carrera nuevo.

– Bueno, tengo uno. Si le da el carnet de conducir y la tarjeta del seguro a Ray, él hará una fotocopia mientras yo preparo el coche.

La boca de Lankford se abrió, pero no dijo nada.

– Tiene el documento del seguro, ¿no? -preguntó Cassie.

– Claro, claro.

– Muy bien, entonces deje que Ray se ocupe de eso y yo iré a buscar el coche. ¿Cabriolet o cupé?

– ¿Perdón?

– ¿Descapotable o de techo fijo?

– Ah. Bueno, hace un día tan bonito hoy que ¿por qué no le quitamos el techo?

– Perfecto. Tenemos uno disponible en stock. Es color plata ártico, ¿qué le parece?

– Genial.

– Muy bien, vaya a la cochera cuando haya terminado con Ray. -Señaló hacia las puertas de cristal de la parte de atrás del concesionario.

– Nos encontramos allí -dijo Lankford.

Mientras Ray llevaba al cliente al despacho financiero, donde se hallaba la fotocopiadora, Cassie fue a la oficina de su jefe y cogió la llave del cabriolet plateado del tablero. Luego volvió a su propia oficina y sacó su billetera de la mochila. Miró en torno a sí y vio los naipes tirados por todas partes. Comprendió que si Lankford quería comprar tendría que retenerlo en la oficina de Ray mientras ordenaba la suya. De momento no tenía tiempo.

Iba a salir del despacho cuando se acordó de algo. Agarró el móvil y se lo enganchó al cinturón. «Por si llama Leo», se dijo.

Salió hacia el aparcamiento lateral. Entró, deslizó su billetera en un portacedés del salpicadero y arrancó. Bajó las ventanas y el techo, comprobó el depósito de gasolina y vio que tenía un cuarto de tanque. Entonces se dirigió hacia la salida del concesionario, justo en el momento en que Lankford salía.

– Déjeme que conduzca yo hasta que salgamos de aquí -dijo por encima del sonido del motor que Cassie llevaba sobrerrevolucionado para calentarlo.

Lankford sonrió, le hizo una señal de aprobación y se sentó en el asiento del pasajero. Ella tomó por Sunset y luego hacia el norte por Vine. En Hollywood Boulevard dobló a la izquierda y puso rumbo a Cahuenga, que tomó de nuevo hacia el norte, en dirección a las colinas y Mulholland Drive.

Al principio circularon en silencio. A Cassie le gustaba dejar que los clientes escucharan el coche, que sintieran su potencia en las curvas, que se enamorasen de él, antes de empezar a hablar. No le gustaba comenzar con la charla de venta y los detalles hasta que el cliente ocupaba su lugar tras el volante. Además, sus pensamientos no estaban en Lankford ni en su interés en el coche de setenta y cinco mil dólares. No dejaba de pensar en la llamada de Leo y en la ansiedad que había detectado en su voz.

El Carrera subía sin aparente esfuerzo por las curvas de Mulholland, desde Cahuenga y hacia la cima de las montañas de Santa Mónica. En el mirador de Hollywood, ella se detuvo en el arcén, paró el motor y salió.

– Su turno -dijo; sus primeras palabras desde que había subido al Porsche.

Caminó hasta el quitamiedos del precipicio y miró al Hollywood Bowl, bastante más abajo. Su mirada viajó desde el Bowl, a través de Hollywood, hasta los rascacielos del centro de la ciudad. La gruesa capa de contaminación tenía un tinte rosa anaranjado, pero por algún motivo su aspecto no era en absoluto desagradable.

– Bonita vista -dijo Lankford desde detrás de ella.

– A veces.

Ella se volvió y observó cómo él ocupaba el asiento del conductor; luego rodeó el vehículo y se sentó a la derecha.

– ¿Por qué no sigue un rato por Mulholland? Así se formará una idea de cómo se maneja. Podemos bajar por Laurel Canyon hasta la ciento uno y volver a Hollywood, de paso podrá acelerar por la autovía.

– Buena idea.

Encontró la llave de contacto en el lado izquierdo enseguida y arrancó. Salió marcha atrás, luego puso la primera y se metió en Mulholland. Mantenía permanentemente la mano derecha en la palanca del cambio. Cassie se dio cuenta de inmediato de que sabía conducir.

– Ya veo que ha conducido uno igual antes, pero voy a darle la charla de todos modos.

– Muy bien.

Ella empezó a relatar las virtudes del vehículo, empezando por el nuevo motor y transmisión refrigerados por agua y siguiendo por la suspensión y los frenos. Luego pasó a especificar los accesorios incorporados.

– Lleva instalado control de crucero, control de tracción y ordenador de a bordo, todo de serie. Tiene cedé, elevalunas y techo eléctrico, dos airbags. Y allí abajo… -señaló entre sus piernas a la parte frontal del asiento. Lankford miró un momento, pero enseguida fijó la vista en la carretera- tiene un anulador del airbag automático, por si viaja con un niño pequeño. ¿Tiene hijos, señor Lankford?

– Llámeme Terrill. Y no, no tengo hijos. ¿Usted?

Cassie tardó un momento en responder.

– Supongo que no.

Lankford sonrió.

– ¿Supone que no? Creía que ésa era una pregunta de sí o no para una mujer.

Cassie no hizo caso del comentario.

– ¿Qué le parece el coche…, Terrill?

– Muy suave, muy dulce.

– Lo es. ¿En qué se gana la vida?

Él la miró.

El viento amenazaba con volarle el sombrero. Levantó una mano y se lo caló un poco más.

– Supongo que podría decir que me dedico a resolver problemas -dijo-. Soy consultor, tengo mi propia consultoría. Me encargo de distintas cosas. En realidad, soy mago. Hago desaparecer los problemas de otras personas. ¿Por qué lo pregunta?

– Simple curiosidad. Estos coches son caros. Debe de ser muy bueno en lo que hace.

– Oh, lo soy, sin duda lo soy. Y el precio no es un problema. Pago en efectivo. En realidad, Cassie, espero ingresar una buena suma de dinero pronto. De hecho, muy pronto.

Cassie lo miró y sintió un repentino escalofrío de miedo. Fue algo instintivo.

Lankford pisó un poco más a fondo el acelerador y el Porsche empezó a tomar las cerradas curvas más deprisa. Él la miró de nuevo.

– Cassie. ¿Qué es, diminutivo de Cassandra?

– De Cassidy.

– ¿Como Butch Cassidy? ¿Sus padres eran fans de los delincuentes?

– Como Neal Cassidy. Porque mi padre estaba siempre en la carretera, o eso me dijeron.

Lankford frunció el ceño y aceleró un poco más.

– Eso está muy mal. Mi padre y yo estábamos muy unidos.

– Yo no me quejo. ¿Quiere ir un poco más despacio, señor Lankford? Me gustaría volver entera al concesionario, si no le importa.

Lankford no respondió ni de palabra ni levantando el pie. El coche tomó otra curva a gran velocidad, con los neumáticos protestando mientras pugnaban por aferrarse al asfalto.

– Le he dicho que…

– Sí -dijo Lankford por fin-, que quiere volver viva.

Algo en el tono en que Lankford pronunció la frase reveló que no se estaba refiriendo a un eventual accidente de tráfico. Cassie lo miró y se movió en su asiento, de manera que su cuerpo quedara pegado a la puerta.

– ¿Cómo dice?

– He dicho que quiere asegurarse de volver viva, Cassidy.

– Muy bien, pare el coche. No sé a qué cree que…

Lankford pisó a fondo el freno y dio un volantazo hacia la izquierda. El Porsche derrapó y dio un giro de ciento ochenta grados hasta detenerse. Miró a Cassie y sonrió, luego metió de nuevo la marcha y levantó el pie del embrague. El coche saltó hacia adelante y él empezó a acelerar por las curvas, de nuevo en la misma dirección por la que habían venido.

– ¿Qué diablos está haciendo? -gritó Cassie-. ¡Pare el coche! ¡Pare el coche ahora mismo!

Cassie levantó la mano derecha y se agarró a la abrazadera del parabrisas. Su mente se movía a la misma velocidad que el coche mientras trataba de urdir un plan de fuga.

– De hecho, no me llamo Lankford -decía el hombre que tenía al lado-. Saqué el nombre de un libro que encontré en un estante de la casa de Leo Renfro anoche. Cuando tu jefe me preguntó el nombre en el concesionario no se me ocurrió ningún otro, ¿sabes? Me llamo Karch. Jack Karch, y he venido a buscar el dinero, Cassie Black.

Una idea se abrió paso a través del terror que crecía en el interior de Cassie: «Jack Karch -pensó-. Yo conozco ese nombre».