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Capítulo 32

El Porsche descendía en un salvaje eslalon por Mulholland. Jack Karch iba demasiado deprisa para su capacidad de conducción y el coche cruzaba de manera intermitente la línea amarilla que separaba los dos carriles de la carretera y luego rebotaba saliéndose hasta el arcén. Karch iba en la zona roja del cuentarrevoluciones, pero no quería bajar la mano del volante para meter una marcha más larga. El motor rugió y protestó mientras el coche tomaba las curvas. Cassie se agarró de la abrazadera del parabrisas con ambas manos, pero era sacudida violentamente adelante y atrás. Karch gritó por encima del estruendo del motor.

– ¡Quiero el puto dinero!

Ella no contestó nada. Estaba demasiado ocupada mirando la carretera que se desenroscaba ante ellos y pensando en que iban a salirse del arcén y precipitarse por el barranco.

– ¡Martin está muerto! ¡Paltz está muerto! ¡Leo está muerto!

Ella se volvió hacia Karch ante la mención del último nombre. Sintió que le desgarraban el corazón. Karch levantó el pie, y aunque mantuvo el coche a buena velocidad el ruido del motor y el viento disminuyeron.

– Están todos muertos -dijo él-, pero no necesito hacerte daño a ti ni quiero hacerlo, Cassie Black. -Sonrió y negó con la cabeza-. En realidad, te admiro. Haces bien tu trabajo y eso es admirable. Pero he venido a buscar el dinero y tú me lo vas a dar. Si me das el dinero estamos en paz.

Cassie habló despacio y con dureza.

– No sé de qué está hablando, ¿vale? Pare el coche.

El semblante de Karch adquirió de repente un aire de sincera decepción. Negó con la cabeza.

– Me he pasado toda la noche en casa de Leo. He despedazado ese lugar. He encontrado un montón de champaña y el maletín que buscaba, pero no he encontrado lo que esperaba ver en el maletín. Y no te he encontrado a ti hasta casi el amanecer. Lo tenía delante, en el móvil de Leo. Le di al botón de rellamada y conecté con el concesionario. Me salió una lista de extensiones y, ¡quién lo iba a decir!, oí el nombre de Cassie Black. Llamé otra vez sólo para oír tu voz. «Soy Cassie, de Hollywood Porsche. Estaré unos días fuera de la oficina, pero si vuelve a llamar y pregunta por Ray Morales, él le atenderá.» Bla, bla, bla. No me mientas. No me gusta. ¡Quiero el dinero!

– ¡He dicho que pare el coche!

– Claro.

Karch dio un fuerte volantazo hacia la derecha y el Carrera se metió violentamente en una carretera de grava que atravesaba un pinar. Cassie pensó que era una pista forestal o algún tipo de camino de acceso de un servicio público. Fuera lo que fuese, estaba claro que Karch buscaba alejarse del tráfico, y de potenciales testigos.

Cuando estuvieron a doscientos metros de la carretera. Karch pisó a fondo el freno y el Porsche derrapó hasta detenerse sobre la gravilla. Cassie fue impulsada hacia adelante y su cuerpo, contenido por el cinturón de seguridad, rebotó hacia atrás. Aún no se había recuperado del brusco frenazo cuando se encontró con Karch inclinado hacia ella y apretando el largo cañón de una pistola contra su rostro. Él levantó su mano libre y la apoyó bajo la mandíbula de ella.

– Escúchame. ¿Me estás escuchando?

Estaba apretándole la mandíbula y ella no podía hablar. Asintió.

– Bien. Tienes que saber que a la gente para la que trabajo sólo le importa el dinero. Nada más. Así que no te comportes como tus colegas Leo y Jersey, si no quieres acabar igual que ellos.

Cassie se limitó a mirar el arma. Advirtió que llevaba silenciador.

– No pienses -dijo Karch-. ¡Habla!

Él disminuyó la presión ligeramente para que ella pudiese hablar.

– De acuerdo -dijo ella-. No me hagas daño y te diré dónde está el dinero.

– Vas a hacer más que eso, cielo. Me vas a llevar hasta allí.

– De acuerdo. Lo que…

Él la cortó, apretándole el cuello.

– Tienes una sola oportunidad. ¿Está claro?

Cassie asintió. Karch poco a poco la fue soltando hasta que apartó la mano. Ya se estaba retirando hacia su asiento cuando de repente chascó los dedos y se inclinó de nuevo hacia ella. Levantó la mano hacia la cara de Cassie y ella se estremeció, pero la mano pasó de largo hasta su oreja.

– He visto tu despacho del concesionario antes de que aparecieras. Estaba todo lleno de cartas, como si hubieses estado buscando algo. ¿Buscabas esto?

Karch retiró la mano y aparentemente sacó algo de detrás de la oreja de ella. Lo sostuvo sonriente ante el rostro de Cassie. Era el as de corazones.

– ¡Magia! -dijo.

Y entonces ella lo recordó. Magia. El nombre de Karch. Recordó los artículos de los periódicos que había leído en las celdas de la Metro antes de llegar a un acuerdo. Jack Karch. Era él.

Él leyó algo en su rostro.

– No te ha gustado, ¿eh? Bueno, sé algunos más. Después de que nos ocupemos de esto, te enseñaré un auténtico número de desaparición.

Karch se colocó al volante, con el brazo derecho todavía extendido y apuntando la pistola negra a las costillas de ella.

– Ahora, vamos a tener que trabajar juntos, ¿te parece bien? Pon la marcha.

Él pisó el pedal del embrague y ella metió la primera. Karch arrancó, dio la vuelta y subió de nuevo por el sendero de grava hasta Mulholland. Después de acelerar pidió que metiera la segunda y ella obedeció. Karch empezó a hablar de nuevo, como si hubieran salido a dar un paseo dominical.

– ¿Sabes una cosa? Tengo que decirte que la forma en que hiciste esto… Tengo que quitarme el sombrero. Creo que, ¿sabes?, en otras circunstancias tú y yo quizá podríamos… No sé, hacer algo.

Él sacó la mano del volante y señaló la palanca del cambio.

– ¿Ves? Trabajamos bien juntos.

Ella no respondió. Sabía que era un psicópata capaz de hablar sinceramente de hacer planes con una mujer a la que mantenía encañonada. A Cassie no le cabía ninguna duda de que el tipo iba a matarla, que ella sería parte del número de desaparición que le había prometido. No pudo evitar una sonrisa triste ante la ironía de su situación: podía objetar que ese hombre ya la había matado seis años y medio antes.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

Ella lo miró. Él había percibido su sonrisa insustancial.

– Nada. Los caprichos de la vida, supongo. Y las coincidencias.

– ¿Te refieres al destino, la mala suerte y todo eso?

Ella movió disimuladamente el brazo derecho hasta colocar la mano entre sus piernas. Karch lo notó y empujó el cañón con más fuerza en su costado.

– ¿Como la luna vacía de curso?

Ella se volvió bruscamente para mirarlo.

– Sí, Leo mencionó algo al respecto anoche. Más tarde cuando estaba buscando el dinero leí uno de esos libros que tiene. Es un gran creyente. Al final no le sirvió de mucho, ¿no? ¿Adonde vamos?

Avanzaban entre los pinos, subiendo hacia Mulholland. Cassie se dio cuenta de que ésa podía ser su mejor oportunidad. Respiró hondo e hizo su movimiento.

– ¿Cuándo subiste allí…?

Empezó a levantar el brazo izquierdo como si quisiera señalar algo, pero de repente dio un manotazo y apartó la pistola de su diafragma. En un abrir y cerrar de ojos, agarró el volante con la mano izquierda, al tiempo que bajaba la derecha para desactivar el airbag. Tiró con fuerza del volante hacia la derecha y el coche se salió del camino de grava y se estrelló en el tronco de un pino. Todo pasó tan deprisa que Karch no tuvo tiempo de gritar ni de disparar.

El airbag del conductor se abrió desde el volante al impactar con el árbol y empujó a Karch contra el reposacabezas.

El cinturón de seguridad de Cassie detuvo su trayectoria antes de que golpease el parabrisas. Se quedó momentáneamente aturdida, pero sabía que tenía que moverse. Se desabrochó el cinturón y trató desesperadamente de abrir la puerta. Ésta no se movió. No lo intentó una segunda vez, se alzó y saltó por encima. Inmediatamente echó a correr colina abajo por entre los árboles, sin volverse a mirar al Porsche.

Karch estaba más que momentáneamente aturdido por el impacto. El airbag le había golpeado como un uno dos al pecho y a la barbilla. El pequeño explosivo utilizado para impulsar el colchón de aire desde el volante también le había chamuscado la cara y la garganta. El impacto le arrebató la pistola de las manos y la envió a uno de los minúsculos asientos traseros. Cuando el airbag empezó a desinflarse se recuperó y se lo sacó de la cara. Trató de saltar, pero el cinturón de seguridad lo retuvo. Rápidamente se lo soltó y se arrodilló en el asiento. Miró en todas direcciones hasta que finalmente divisó a Cassie Black descendiendo en una veloz carrera entre los árboles.

Instintivamente supo que no la alcanzaría. Le llevaba la delantera, y probablemente sabía adonde se dirigía. Era el territorio de ella, no el suyo.

– ¡Mierda!

Encontró la Sig Sauer en el asiento trasero. Se estiró para agarrarla y se deslizó de nuevo a su asiento. Hizo girar la llave y trató de arrancar el coche. No ocurrió nada. A pesar de que volvió a intentarlo varias veces, lo más que consiguió fue oír un ligero clic.

– ¡Mierda!

Trató de abrir la puerta, pero estaba trabada. El impacto con el árbol al parecer había dañado la carrocería de manera que las puertas no podían abrirse. Empezó a subirse al asiento para salir y al hacerlo vio la billetera negra que Cassie Black había dejado en el portacedés del salpicadero. La agarró y la abrió. Detrás de una ventanilla de plástico había un carnet de conducir de California. Examinó la foto de Cassie Black y luego miró la dirección. Vivía en Selma, en Hollywood.

Karch miró hacia el bosque. Cassie Black ya se había perdido. Aun así, de pie en el asiento delantero del Porsche, sostuvo en alto la billetera como si ella estuviese en algún lugar desde el que pudiera verle.

– Mira lo que he encontrado -gritó-. Todavía no has ganado, cielo.

Sacó el silenciador de la Sig Sauer y disparó al aire, solo para hacerle saber que iba a por ella.

En su cuidadosa carrera colina abajo, Cassie empezó a oír música y utilizó la fuente del sonido como guía. Al final salió del bosque en el estacionamiento del Hollywood Bowl. Supuso que la Filarmónica estaría ensayando. Siguió el camino de acceso hasta Highland y luego caminó por Sunset.

Tardó veinte minutos en regresar al concesionario. Mientras se aproximaba vio dos coches blancos y negros de la policía aparcados en la entrada del estacionamiento. También había un coche sin identificar con una sirena en el salpicadero, aparcado enfrente de Hollywood Porsche. Detrás había una ambulancia, pero tenía el portón trasero cerrado.

Entre la multitud congregada en la acera se contaba la mayoría del personal de ventas y servicio. Cassie se acercó a un vendedor llamado Billy Meehan, que estaba mirando al concesionario con semblante afligido.

– ¿Qué ha pasado, Billy?

Él la miró y sus ojos se abrieron de par en par.

– Oh, gracias a Dios. Pensé que estabas allí dentro con ellos. ¿Dónde te habías metido?

Cassie vaciló, luego se decidió por una mentira que técnicamente no era tal.

– Estaba dando un paseo. ¿Allí dentro con quién?

Meehan puso las manos en los hombros de ella y se inclinó hacia su rostro, como si se dispusiera a darle muy malas noticias. Eso iba a hacer.

– Ha habido un atraco. Alguien tumbó en el suelo de la oficina a Ray y Connie y les disparó a los dos.

Cassie se llevó las manos a la cara y sofocó un grito.

– Luego robaron el cabriolet plateado. Pensamos que quizá te habían tomado como rehén o algo así. Me alegro de que estés bien.

Cassie se limitó a asentir con la cabeza. Ray Morales había mantenido en secreto su pasado. Cayó en la cuenta de que si los empleados lo hubieran conocido, probablemente la habrían sugerido a ella como posible sospechosa a la policía.

De repente, se sintió débil y tuvo que sentarse. Prácticamente se escurrió entre el cuerpo de Meehan y se sentó en el bordillo. Trató de comprender lo que había ocurrido y sólo pudo concluir que Karch había matado a Ray y Connie porque no tenía un carnet de conducir falso con el nombre de Lankford, y sabía que no podía dejar ningún rastro con su verdadero nombre. No con lo que planeaba hacer con ella.

– Cassie, ¿estás bien?

– No puedo creerlo. ¿Están muertos?

– Sí, los dos. He mirado allí dentro antes de que llegara la policía y no era una imagen agradable.

Cassie se inclinó hacia adelante y vomitó en la alcantarilla; una interminable arcada que pareció dejarla vacía. Se limpió la boca con la mano.

– Cassie -gritó Meehan al verla-. Voy a avisar a los enfermeros.

– No, no lo hagas. Estoy bien. Es sólo que… Pobre Ray, lo único que quería hacer era ayudar.

– ¿A qué te refieres?

Cassie cayó en la cuenta de que había cometido un error al verbalizar sus pensamientos.

– Quiero decir que era un buen tipo, y Connie también. Le hubieran dado las llaves de la caja. ¿Por qué iba a matarlos ese tipo?

– Ya sé, no tiene sentido. Por cierto, ¿viste a alguien?

– No, ¿por qué?

– He notado que decías ese tipo.

– No, me había ido. Supongo que he dicho ese tipo, porque pienso que probablemente era un hombre. No puedo pensar con claridad ahora mismo.

– Ya sé a qué te refieres. Yo no puedo creer que esté sucediendo esto.

Cassie se sentó en la acera con la cara entre las manos. Toda la culpa del mundo caía sobre ella. Las palabras «es culpa mía, es culpa mía, es culpa mía» no paraban de pasar por su cerebro. Sabía que tenía que desaparecer y no volver nunca más.

Hizo acopio de fuerzas y se levantó, ayudándose del brazo de Meehan para mantenerse en pie.

– ¿Estás segura de que estás bien? -preguntó él.

– Sí, estoy bien. Gracias, Billy.

– Quizá deberías decirle a la policía que estás bien y que estás aquí.

– Muy bien, lo haré. En realidad, ¿podrías decírselo tú? No estoy segura de querer entrar ahí.

– Claro, Cassie, iré a decírselo ahora mismo.

Cassie esperó unos segundos después de que Meehan se alejara, luego caminó por la acera hasta el callejón de la parte de atrás del concesionario y siguió hasta el aparcamiento de ventas. El Boxster plateado que Ray le había dejado utilizar estaba allí. Ella siempre lo aparcaba en el estacionamiento de ventas por si algún cliente mostraba interés por él.

El coche estaba abierto, pero ella tenía la llave de contacto en la oficina. Abrió la puerta y tiró del botón que abría el maletero. Sacó un manual del propietario forrado en cuero, luego cerró el maletero y subió al Boxster. En uno de los pliegues del folleto había una llave de plástico para que el eventual propietario la guardase en la cartera como copia de emergencia. La sacó, arrancó el coche y salió al callejón. Mantuvo una velocidad deliberadamente lenta hasta que hubo cubierto dos manzanas, luego salió a Sunset y dobló a la derecha para alejarse del concesionario y dirigirse a la autovía 101.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras conducía. Lo sucedido en el concesionario lo cambiaba todo. La muerte de Leo era espantosa y le dolía en el alma, pero Leo formaba parte del círculo y conocía los riesgos. Ray Morales y Connie Leto, la directora financiera, eran inocentes. Sus muertes mostraban hasta dónde era capaz de llegar Karch para recuperar el dinero. Significaba que ya no existían límites. Ni para Karch, ni para su culpa, ni para nada.