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Karch se levantó muy despacio cuando la mujer armada se lo ordenó.
– ¿Quién coño es usted?
Él asintió, con la esperanza de que ese gesto fuese tomado como signo de plena cooperación y docilidad.
– Me llamo Jack Karch. Soy detective privado. Mi licencia está en el bolsillo derecho de mi americana. ¿Puedo sacarla y mostrársela?
– Quizá más tarde. ¿Detective privado? ¿Qué quiere de Cassie Black? Y dé dos pasos atrás y apóyese en la pared.
Ella iba entrando lentamente en la habitación. Karch hizo lo que le ordenaban y apoyó los hombros en la pared mientras hablaba. Vio que ella reparaba en la Sig Sauer que seguía en la cama.
– Estoy trabajando en un caso. Un atraco en Las Vegas. En la habitación de un hotel. Mataron a un jugador profesional para robarle un montón de dinero. Si no le molesta que se lo pregunte, ¿quién es usted?
La mujer estaba a los pies de la cama. Con los ojos fijos en el cañón de su Beretta y en su interlocutor, se dobló hasta alcanzar la pistola de Karch con la mano libre.
– Agente Thelma Kibble, de la oficina de la condicional.
– Ah, sí, Kibble. Pensaba contactar con usted hoy para hablar de Black.
– ¿Desde cuándo el estado de Nevada permite a sus detectives privados llevar armas equipadas con silenciador?
Karch trató por todos los medios de mostrarse sorprendido.
– Ah, se refiere a eso. No es mía. La encontré en el cajón. Es de Cassie Black. Y debería manejarla con cuidado. Creo que es una prueba.
– ¿De qué? ¿Ha dicho que fue un robo?
– Encontraron el cadáver de su socio, un hombre llamado Jersey Paltz, en el desierto. Le dispararon.
Kibble miró el arma que sostenía en la mano izquierda. Karch estaba a un par de metros de ella y decidió que era muy arriesgado intentar algo desde tan lejos.
– Señor Karch, ¿por qué no abre muy despacio su americana?
– Claro.
Karch obedeció, mostrando la pistolera vacía.
– Ya sé lo que va a decir. Si la pistolera está vacía, la Sig Sauer tiene que ser suya. No es cierto. Tengo licencia para llevar un arma oculta, pero es una licencia del estado de Nevada. No sirve en California. Si llevara un arma en esta pistolera estaría violando la ley. Mi arma está cerrada en su caja, en el maletero de mi coche. Si quiere salir conmigo se la enseñaré.
– Eso no me preocupa. Lo que me pregunto es por qué está usted aquí y no la policía de Las Vegas. Si ha habido un asesinato, ¿por qué no participan las autoridades? ¿Por qué no están aquí?
– Bueno, para empezar sí participan. Pero, como debe saber, la policía está obstaculizada por la burocracia, y el complejo del hotel y casino Cleopatra me contrató a mí para investigar el robo de la habitación. Tengo un equipo y cuenta de gastos. Me muevo más deprisa. La policía no tardará en presentarse y ponerse en contacto con usted. De hecho, trabajo en estrecha colaboración con la policía de la Metro. Si lo desea, puedo darle el nombre y el número del detective que responde por mí.
Si mordía el anzuelo pensaba darle el número de Iverson. Él sabría improvisar. Karch tendría que buscar una solución para Iverson más adelante, un soborno o una bala. Pero Kibble no picó.
– El hecho de que alguien responda por usted no explica por qué ha irrumpido sin autorización en el domicilio de un sospechoso.
– Yo no he irrumpido -dijo Karch con indignación-. La puerta de la calle estaba abierta. Fíjese que mi coche está aparcado en la entrada. ¿Iba a aparcar ahí si pensase entrar sin permiso?
– Parece que tiene respuestas para todo, señor Karch.
– Mientras sean ciertas. ¿Puede dejar de apuntarme con ese arma? Creo que he establecido suficientemente quién soy y qué estoy haciendo aquí. ¿Quiere ver mi licencia ahora?
Kibble vaciló, pero luego bajó la pistola. Karch bajó las manos a un costado sin que ella protestase. Había tenido la esperanza de que ella se guardara el arma, pero aun así estaba complacido. Decidió continuar con su ofensiva.
– Ahora, ¿puedo preguntarle qué está haciendo usted aquí?
Kibble encogió sus anchos hombros.
– Estoy haciendo mi trabajo, señor Karch. Sólo una visita de rutina de uno de mis casos.
– Me parece una coincidencia muy grande.
– Tuve una charla con ella hace un par de semanas que no me cuadraba. La puse en mi lista de visitas, pero no tuve tiempo de pasar hasta hoy.
– ¿Y viene aquí en lugar de visitar el concesionario?
– Llamé al concesionario, pero tenía un mensaje que decía que no iba a estar hoy, así que vine aquí. Y no me haga más preguntas, señor Karch. Soy yo la que hace las preguntas.
– Muy bien. -Levantó las manos en ademán de rendición.
– Dice usted que hubo un homicidio. Bueno, conozco a Cassie Black probablemente mejor que nadie de por aquí y le digo que de ninguna manera puede estar envuelta en un homicidio.
Karch pensó en el cuerpo de Hidalgo, al pie de la cama del ático del Cleopatra.
– Tendremos que convenir en no estar de acuerdo, agente Kibble. Las pruebas hablan por sí solas. Y después de todo, recuerde que estamos hablando de una ex reclusa que estuvo presa en Nevada por asesinato.
– Fue homicidio sin premeditación, y ambos conocemos las circunstancias. La ley la consideró culpable de la muerte de su compañero, pero ella estaba veinte plantas más abajo cuando él cayó por la ventana. Quizás alguien le empujó, pero no fue Cassie.
– ¿Es eso lo que le dijo? ¿Que alguien le empujó?
– Eso es lo que supuso. Dijo que los casinos querían dar ejemplo con él y que lo empujaron.
– Eso es mentira, pero no importa. ¿Cómo vino aquí?
– Pidió una transferencia de la condicional. Y en cuanto consiguió el trabajo en el concesionario con Ray Morales no hubo más problemas. Un abogado hizo la petición y le aprobaron la transferencia. Conocía a Ray de cuando ella era crupier en Las Vegas. Ray es un ex presidiario rehabilitado. Quería darle una oportunidad a Cassie. Probablemente también quería algo más, pero Cassie nunca se quejó.
Karch ya había pensado antes que Morales había estado en la cárcel. Cuando lo obligó a tumbarse en el suelo del despacho, Morales lo tomó con cierta dignidad, algo que nunca se veía en los ciudadanos comunes. La mujer era como todos, empezó a lloriquear y estaba a punto de gritar, de modo que tuvo que dispararle a ella primero.
– ¿Así que la conocía lo suficiente para saber qué la movía a actuar así? -preguntó Karch.
– ¿Se refiere a por qué empezó a robar a jugadores profesionales en Las Vegas?
Karch asintió.
– Si quiere mi opinión, creo que tenía que ver con su padre. Era un jugador degenerado. Supongo que pensó que era una forma de vengarse de los casinos. No lo sé.
– No creo que lo sepa. ¿Le importa si me siento? Me duele la espalda. -Levantó los brazos como si estirase los músculos, y sin dejar de hablar en ningún momento-. Tengo una pensión de la Metro: incapacidad parcial. Me hice polvo la espalda persiguiendo a un tipo colgado con metadona. Me levantó y me tiró por un tramo de escaleras.
Nada de lo que contaba era cierto, todo formaba parte del juego de manos. Mientras hablaba, su mano izquierda se metió bajo la americana y extrajo la veinticinco milímetros del bolsillo de seda cosido a la cinturilla del pantalón.
– Nunca he visto fuerza semejante en una sola persona…
Karch llevó las manos hacia adelante y las juntó en un improvisado estiramiento durante el cual se pasó la pistola a la derecha. Entonces, mientras se quejaba, se sentó en la cama y apoyó la mano en la colcha, ocultando el arma. Kibble estaba a poco más de un metro de distancia, todavía sosteniendo su Beretta a un costado. Sostenía la Sig Sauer por el cañón en la otra mano, también a un costado. Karch sabía que ya era suya, pero antes quería sacarle más información.
– Hábleme del bebé que tuvo con Max Freeling -dijo.
Kibble se lo pensó un momento antes de contestar.
– ¿Qué bebé y qué tiene eso que ver con los robos en Las Vegas?
Karch sonrió y negó con la cabeza.
– Ella no vino aquí porque alguien le ofreciera un trabajo vendiendo coches, agente Kibble. Vino porque ella y Max tuvieron una hija que terminó aquí. -Levantó la mirada hacia la agente-. Pero supongo que eso ya lo sabe, ¿no?
– No sabía nada de dónde estaba la niña, pero sí, tiene razón. Cassie estaba embarazada cuando la detuvieron. Lo mantuvo en secreto hasta que resultó evidente. Por entonces ella ya había llegado a un acuerdo y estaba en High Desert. La niña nació allí. Ella le dio el pecho tres días hasta que la entregó en adopción.
Karch asintió. No conocía los detalles, pero se había figurado los elementos principales de la historia.
– ¿Tiene hijos, agente Kibble?
– Dos.
– Tres días es tiempo suficiente para crear un vínculo, ¿no le parece? Un vínculo que nadie puede romper.
– Con tres minutos basta.
– ¿Sabe?, estoy cansado… -saltó de la cama y colocó la pistola de veinticinco milímetros en el grueso cuello de la agente Kibble- de su manera sarcástica de responderme, agente Kibble. Está… -le dio una palmada a la Beretta para quitársela de una mano y luego le quitó la Sig Sauer de la otra- empezando a molestarme.
Kibble se quedó de piedra y sus ojos se abrieron como platos.
– ¿Qué está haciendo?
– Estoy clavándole el pequeño cañón de una pistola de calibre veinticinco en su papada, agente Kibble. Voy a hacerle unas cuantas preguntas más y usted va a dejarse de ironías. ¿Está claro?
– Sí -susurró ella-. Ya le he dicho que tengo dos hijos. Soy lo único que tienen, así que por favor no…
Karch la esquivó y luego la puso boca abajo en la cama. Se guardó la veinticinco milímetros en el bolsillo y la apuntó con la Sig Sauer, después de comprobar que el silenciador continuaba perfectamente acoplado. Esperó hasta que los ojos aterrorizados de ella lo miraron antes de hablar.
– Bueno, si quiere volver a verlos, conteste unas preguntas y sin esa ironía de mierda.
– Vale, vale, ¿qué preguntas?
– ¿Qué más sabe del bebé que tuvieron? La niña.
– Nada. Sólo lo que me contó una vez del parto. Es lo único que mencionó sobre el tema.
– ¿Cómo surgió?
– Estaba enseñándole unos fotos de mis chicos y ella lo mencionó. Fue al principio. Acababa de llegar de Nevada. Yo estaba intentando conocerla un poco y me pareció una buena chica.
– ¿Qué más le dijo? ¿No le contó que su hija vino a parar aquí?
– Nunca lo mencionó. Me dijo que le había contado a Max que estaba embarazada esa noche, la noche que él cayó por la ventana.
– ¿Esa noche?
– Eso es lo que dijo. Me explicó que iba a ser su último trabajo. Ella le contó que iba a tener un hijo antes y Max se puso protector y decidió hacerlo él.
– ¿Qué está diciendo, que ella era la que tenía que subir a esa habitación?
– ¿No lo sabía?
– ¿Cómo iba a saberlo nadie? Max acabó aplastado contra las mesas de crap y ella nunca habló. Aceptó un trato, ahora entiendo por qué.
Karch se estremeció. Las piezas de lo sucedido aquella noche estaban encajando. Pensó que lo comprendía todo seis años demasiado tarde. Se volvió y se alejó de la cama como si huyese de un doloroso recuerdo. En el espejo de encima del escritorio vio que el cuerpo de Kibble se tensaba como si fuese a intentar un movimiento. Luego se vio a sí mismo observándola en el espejo.
– No haga ninguna estupidez, agente Kibble. Acuérdese de esos dos hijos que tiene. ¿Qué dijo Cassie Black de que Max intentase volar esa noche?
– No hablaba de eso, al menos conmigo. Sólo la vez que he mencionado. Y dijo que alguien tuvo que ayudar a Max a romper esa ventana, eso es todo.
– Sí, bueno, tenía razón. Pero la ayuda vino de ella, de nadie más.
– ¿Usted estaba allí?
Karch fijó su mirada en la agente y vio que el miedo asomaba a sus ojos.
– Ahora soy yo el que hace las preguntas, ¿recuerda?
Hizo una pausa para que la agente respondiera, pero Kibble no contestó. Karch levantó lentamente el cañón de la Sig Sauer hasta que estuvo apuntando a la mujer que caminaba por la playa en el póster.
– Hábleme de Tahití.
– ¿Tahití? -Ella miró el póster de la pared-. Tahití era un sueño.
– ¿Era?
– Estuvo allí con Max una vez. Despilfarraron las ganancias de un golpe y se fueron a pasar una semana allí.
Karch miró a la papelera que había junto a la mesilla de noche. Sobre la tapa estaba la foto de Cassie Black y Max con el vaso con sombrilla. Sin duda, la instantánea había sido tomada en Tahití.
– Ella creía que fue allí donde la niña fue concebida -dijo Kibble-. Y el plan era volver allí después de que el bebé naciera. Ya sabe, retirarse y vivir en una isla de Tahití. Vivir felices para siempre y educar a la criatura.
– Pero todo eso saltó por la ventana con Max.
Kibble asintió.
– Nunca lo consiguieron -dijo la agente-, así que Tahití es sólo un sueño para Cassie. Es todo lo que planeaba, lo que nunca logró con Max.
Karch hizo una breve pausa antes de responder. Miró hacia el informe de investigación que estaba en el suelo, a los pies de Kibble.
– Ya casi estamos -dijo por fin, con la mirada todavía en el informe-. Pero nuestra Cassie Black tenía un plan, agente Kibble. Algo me dice que es de las que siempre tienen un plan.
Estaba sumido en sus pensamientos. Revisó rápidamente su teoría y de repente miró a Kibble.
– Una última pregunta -dijo-. ¿Qué hago con usted ahora?