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El cielo del desierto era azul oscuro, el aire fresco y reparador. A Karch le encantaba el desierto por la noche. Adoraba la paz que transmitía y los recuerdos que le evocaba. Incluso dentro del Lincoln, circulando a ciento cuarenta kilómetros por hora, le gustaba. El desierto era un reconstituyente, mientras que la ciudad te dejaba vacío.
Estaba a medio camino entre Primm y Las Vegas y el brillo del Strip iluminaba el horizonte como un incendio distante. La autovía 15 iba casi vacía. Se fijó en el reloj del salpicadero. Eran casi las ocho y decidió que era el momento de llamar a Grimaldi. El viejo probablemente se estaría subiendo por las paredes. Encendió la luz del techo una vez más y observó a la niña. Seguía tumbada en el asiento trasero, durmiendo. El mero hecho de mirarla hizo bostezar a Karch. Llevaba más de treinta y seis horas sin dormir.
Sacudió la cabeza y dio un sorbo de café de un vaso de plástico. Lo había comprado en Barstow y ya estaba frío. Volvió a dejarlo en el soporte del salpicadero y sacó el móvil de la americana. Marcó el número personal de Grimaldi y volvió a apagar la luz. Contestaron de inmediato.
– ¿Sí?
Había mucho ruido de fondo, ruido de gente hablando y gritando y aplaudiendo. Grimaldi había contestado desde la atalaya.
– Vincent, necesito que vayas a tu ordenador.
– ¿Dónde coño te habías metido? Te he estado enviando mensajes al busca desde…
– He estado intentando recuperar tu dinero. Ahora puedes…
– Lo único que quiero saber es si lo tienes, no que estás «intentando» recuperarlo. Intentarlo no significa nada si no lo consigues.
Karch negó con la cabeza. Tenía ganas de soltar un grito por el teléfono, pero sabía que eso despertaría a la niña. Mantuvo la voz calmada.
– Va para allá, pero para recogerlo voy a necesitar un poco de colaboración. Ahora, ¿puedes reservarme una habitación o no?
– Claro que puedo conseguirte una habitación. Espera que coloque a alguien aquí. Espera.
Grimaldi no aguardó respuesta. Puso la llamada de Karch en espera mientras el Lincoln se aproximaba a Las Vegas. Después de al menos cinco minutos, Grimaldi levantó de nuevo el auricular. El sonido de fondo había desaparecido: estaba en su despacho. No se entretuvo con charla. Fue directo al grano.
– ¿Qué número?
– El ático. Dos mil uno. Como en la odisea del espacio.
– Espera un momento. Ésa es la…
– Ya lo sé. ¿Está ocupada?
– Lo estoy comprobando… No, está libre esta noche.
– Bien, Vincent. Ahora resérvala a nombre de Jane Davis. ¿Tienes un boli? Te daré un número de tarjeta de crédito.
Karch sacó los pasaportes del bolsillo y extrajo una tarjeta American Express del paquete de documentos de Jane Davis. Encendió la luz y le leyó a Grimaldi el número de la tarjeta.
– Ya lo tengo -dijo Grimaldi-. ¿Qué más?
El tono ansioso de Grimaldi hizo sonreír a Karch. Sabía que era él quien controlaba la situación. Lo difícil sería mantenerse así después de que todo terminara. Pasó los siguientes diez minutos perfilando su plan; miró dos veces por encima del hombro para asegurarse de que la niña continuaba dormida y no escuchaba nada. Mientras hablaba, el Lincoln pasó el cartel de «Bienvenidos a Las Vegas» que adornaba el perímetro de la ciudad desde hacía cuatro décadas. Los contornos de neón de los hoteles del Strip aparecieron ante él. Grimaldi le incordió durante su exposición con preguntas y dudas sonoras. Cuando finalizó le había cambiado el humor y estaba exasperado.
– ¿Estás seguro de que esto va a funcionar? -preguntó Grimaldi.
– Es cuestión de sincronía, Vincent -dijo Karch, enfadado-. ¿Habías oído alguna vez la palabra? Todo encajará y tú recuperarás el dinero. Eso es lo que quieres, ¿no?
– Sí, Jack, eso es lo que quiero.
– Muy bien, entonces estamos en marcha. Será mejor que lo vayas preparando todo. Ya casi estoy ahí.
Cerró el móvil y lo dejó en el asiento, a su lado. Miró a la niña una vez más y comprobó que seguía dormida. Apagó la luz justo cuando el teléfono empezaba a sonar. Lo abrió deprisa antes de que despertara a la niña.
– ¿Qué pasa ahora, Vincent? No encuentras «sincronía» en tu diccionario.
– ¿Quién es Vincent?
Era Cassie Black. Karch sonrió, dándose cuenta de que no podía ser Grimaldi porque él no tenía el número.
– Cassidy Black -dijo, rápidamente, tratando de tapar su error-. Ya era hora de que llamaras. Lo has hecho muy bien hoy, pero creo que si estuvieras en mi campo, quizá las cosas…
– ¿Dónde está la niña?
Su voz sonó fría como el acero. Karch hizo una pausa, todavía con la sonrisa pintada en el rostro. El momento era delicioso. Él tenía el control e iba a ganar la partida.
– Está conmigo y está bien. Y así es exactamente como seguirá, siempre y cuando hagas exactamente lo que yo te diga. ¿Lo entiendes?
– Escúchame, Karch. Si le pasa algo a la niña… no te lo perdonaré, ¿entiendes? Dedicaré mi vida a joderte. ¿Lo entiendes?
Karch tardó en contestar. Abrió la ventanilla un centímetro y sacó un cigarrillo. Lo encendió con el mechero del salpicadero.
– ¿Estás ahí, Karch?
– Oh, sí, estoy aquí. Sólo estaba pensando en lo irónico que es esto. Vamos, creo que se llama ironía, nunca fui muy bueno en clase de lengua. ¿Es irónico que alguien que planea secuestrar a una niña se queje de que otro se le adelante? ¿Es eso la ironía?
Karch esperó la respuesta de ella, pero no se produjo. Su sonrisa se hizo más amplia. Sabía que le estaba clavando un cuchillo hasta el fondo de su alma, y la verdad es siempre la mejor arma para hacerlo.
– Así que dime una cosa, Cassie Black, ¿qué hacías viviendo en Los Angeles? ¿Vender coches o vigilar a la niña? ¿Y a quién pensabas llevarte a Tahití, en vista de que Max no iba a poder acompañarte?
Esperó, pero sólo hubo más silencio en la línea.
– Tal como yo me lo imagino, probablemente llegué media hora o una hora antes que tú. Así que ahórrate la indignación moral. No cuela.
Karch creyó oír que ella lloraba al otro lado de la comunicación, pero no estaba seguro. Sentía una extraña proximidad con ella, quizá por conocer su plan, por saber cuál era su sueño secreto. Era maravilloso sentirse tan íntimamente conocedor del único motivo por el que vivía otro ser. Era casi como el amor.
– Eso es -dijo tranquilamente-. Lo sé todo sobre ti y tu pequeño plan. Controlar a la niña y esperar a cumplir la condicional, ¿cuánto te faltaba?, ¿un año? Luego pensabas llevártela al paraíso, a Tahití, al lugar donde tú y Max lo pasasteis tan bien hace ya tanto tiempo. Por cierto, tengo algo tuyo, y no me refiero a la niña.
Aguantó el teléfono en el cuello y levantó los pasaportes del asiento de al lado. Abrió uno y miró la foto de la mujer con la cual estaba hablando por teléfono en ese preciso momento.
– Jane y Jodie Davis -dijo-. ¿No es bonito? El que los haya hecho para Leo hizo un muy buen trabajo. Qué mala suerte que no tuvieras ocasión de probarlos.
Cassie continuaba en silencio. Karch seguía clavando agujas.
– Supongo que cuando viste ese cartel de «En venta» supiste que tendrías problemas. Jodie me contó que la familia se iba a vivir a Paguis, como dice ella, dentro de un mes. Estoy seguro de que eso te obligó a acelerar el plan. Fuiste a pedirle trabajo a Leo Renfro y él te envió otra vez al Cleo. Y aquí estamos.
– ¿Qué quieres que haga, Karch? Tengo el dinero. Hablemos del dinero y solucionemos esto.
– ¿Dónde estás?
– ¿Dónde crees? En Los Angeles.
– Eso está muy mal. Supongo que eso significa que no encontraste mi mensaje hasta que fue demasiado tarde para la agente Kibble. ¡Qué pena! Habrá un buen par de zapatos que llenar en la oficina de la condicional.
Karch se echó a reír al tiempo que se colocaba en el carril para salir a Tropicana Boulevard. En diez minutos estaría en el Cleo.
– Estás loco, ¿lo sabes, Karch? Thelma Kibble no te había hecho nada.
– Cariño, deja que te diga algo. La mitad de la gente que he matado nunca me había hecho nada. Tampoco me ha hecho nada Jodie Shaw, ¿o debería decir Jodie Davis? Me importa un carajo, ¿entiendes?
– Eres un psicópata.
– Exactamente. Así que esto es lo que vas a hacer. ¿Me escuchas? Trae el dinero a Las Vegas lo antes posible. Me da igual si vas en avión o en coche, pero tienes que llegar al Cleo a medianoche. De vuelta a la escena del crimen. -Miró el reloj del salpicadero-. Cuatro horas. Tienes tiempo de sobra. Cuando llegues aquí, vuelve a llamarme y enviaré a alguien para que te acompañe arriba.
– Karch, tú…
– ¡Calla! Aún no he terminado. Será mejor que tenga noticias tuyas antes de medianoche o los Shaw tendrán que volver a High Desert para ver si hay otra reclusa con bombo que quiera deshacerse de la criatura.
– Yo no quería deshacerme de ella.
Karch se apartó el teléfono de la oreja.
– ¡No tuve elección! No iba a educar a mi hija en una…
– Sí, sí, la misma historia. Veo que Max y tú estudiasteis teatro juntos.
Se produjo un silencio durante un buen rato.
– ¿De qué estás hablando? Tú le mataste. Sé que eras tú el que estaba allí arriba aquella noche.
– Yo estaba allí arriba, pero te equivocas en lo demás, señorita. Aunque tengo que decirte que hasta hoy no había entendido lo que ocurrió. Hasta que me enteré de lo de la niña.
Karch hizo una pausa, pero ella no dijo nada.
– ¿Quieres que siga?
Karch esperó de nuevo, hasta que Cassie le pidió con voz quebrada que continuara.
– Verás, yo estaba en la cama como si estuviera dormido. Dejé que entrara en la habitación y que pasara a la sala de estar. Entonces me levanté, saqué la pistola de debajo de la almohada y salí. Me enfrenté a él. Yo tenía el arma y él no tenía nada. No podía hacer otra cosa que tumbarse en el suelo como yo le pedí, pero no lo hizo. Se lo pedí otra vez y él se me quedó mirando. Luego dijo algo que me ha costado todo este tiempo comprender, porque yo no sabía nada de ti y de él, ni de lo que le dijiste aquella noche antes de que subiera a hacer el trabajo.