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La niña se enderezó en el asiento trasero del Lincoln y asimiló las deslumbrantes luces del Strip.
– ¿Dónde estamos? -preguntó.
– Ya casi llegamos.
– Quiero ver a mi papá.
Karch ajustó el retrovisor y miró a la niña. Parecía otra vez al borde del llanto. A mitad de camino desde Los Angeles había empezado a llorar y a llamar a gritos a su madre y su padre. Karch se había visto obligado a detenerse en Barstow para calmarla. La había sobornado con patatas fritas y Coca-Cola. La convenció para que dejara de sollozar hasta que llegaran al hotel de Las Vegas en el que la estaba esperando su papá. Lo bueno fue que tanto llanto terminó por agotar a la niña y luego había dormido durante casi todo el resto del camino.
– Recuerda nuestro trato. Nada de llantos ni gritos hasta que lleguemos a la habitación del hotel y veas a tu padre. ¿De acuerdo?
– No me importa. Quiero ver a papá.
– Ya casi estamos -dijo Karch-. Muy pronto estarás con tu papá. -Sonrió, aunque sabía que la niña nunca entendería el chiste.
– ¿Estamos en Francia?
– ¿Qué?
A través del espejo, Karch vio a la niña vuelta hacia la ventanilla de su derecha y el reflejo de los neones en su rostro infantil. Estaban pasando junto a una reproducción a escala de la torre Eiffel instalada delante de un casino.
– Puede ser, niña, puede ser.
Al cabo de unos pocos minutos más, el Lincoln giró hacia la entrada del Cleopatra y siguió los indicadores hasta el aparcamiento de la parte de atrás. Continuó hasta el garaje del oeste, tal como le había dicho a Grimaldi que haría, y encontró un hueco en la cuarta planta. Luego, él y la niña bajaron por la escalera hasta la planta baja. Karch caminaba deprisa, llevando a la pequeña de la mano y tirando de ella.
Habían dejado abierta para él una puerta de salida de emergencias mediante una toalla que ataba la barra de empuje interior con la exterior. Entrando por ahí, Karch podía saltarse todas las cámaras del casino. No podía permitir que quedara documentación en vídeo de él con la niña. Después de pasar, Karch tiró de la toalla para que la puerta volviera a cerrarse y dejó la toalla en el suelo.
En el pasillo de los ascensores, Jodie Shaw se detuvo y trató de soltarse de Karch. A él le recordó el ligero tirón de un pez que muerde el cebo. Bajó la mirada hacia ella.
– ¿Dónde está mi papá? -preguntó Jodie.
– Vamos a subir a verlo ahora mismo. ¿Quieres apretar el botón? -Señaló los botones de llamada del ascensor.
– No. Tengo casi seis años, no tres.
– Bueno, entonces lo haré yo.
Karch pulsó el botón y, tras mirar a ambos lados para asegurarse de que nadie los observaba, hundió los dedos en el tarro de arena que había bajo los botones y sacó la llave magnética que Grimaldi había dejado allí para él. El camarín se abrió y Karch metió a la niña dentro. Utilizó la llave magnética para desbloquear el botón del ático. Una vez cerrada la puerta soltó la mano de la niña. Ella miró a la cámara de la esquina. No había ninguna luz ni forma de determinar si funcionaba o la habían apagado de acuerdo con sus instrucciones.
Al mirar a la niña advirtió que estaba asustada y a punto de romper a llorar otra vez. Se agachó para situarse a su altura y sonrió.
– No pasa nada, niña. Dentro de unas horas todo habrá terminado.
– Quiero ver a mamá y papá ahora.
– Pronto estaréis todos juntos. Te lo prometo. Ah, ¿sabes qué?, ¿te he enseñado esto?
Sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo y extrajo uno. Luego realizó de manera impecable el truco de meterlo por la oreja y sacarlo por la boca. Las cejas de la niña se arquearon. Él encendió el cigarrillo y sopló el humo por encima de la cabeza de Jodie.
– Esto es magia -dijo-. Me lo enseñó mi papá. -Se levantó-. O al menos él creía que era mi padre.
Las puertas se abrieron y Karch dejó que la niña saliera al pasillo. Utilizó la llave magnética para abrir la primera puerta de la derecha y la niña entró a toda prisa, antes que él.
– ¡Papá!
Karch la vio examinar la habitación, expectante, y luego pasar entre las puertas dobles que conducían al dormitorio. Karch cerró la suite con llave y dejó caer ésta en una mesilla situada bajo el espejo del recibidor. Cuando fue a reunirse con la niña en el dormitorio, ésta estaba apoyada en la cama, con la cabeza sobre la colcha.
– ¿Dónde está mi papá?
– Supongo que tenemos que esperarle.
La niña se volvió y miró a Karch con ojos acusadores.
– Me habías dicho que estaba aquí.
– No te preocupes, habrá salido un momento. Sólo hemos de esperar a que vuelva. Haré algunas llamadas para ver si puedo encontrarle, ¿vale? Mientras tanto, espera en esta habitación. Puedes acostarte en la cama y dormir un rato o ver la tele, lo que quieras. Hay un canal de dibujos, ¿por qué no lo buscas?
Sonrió a la niña, pero ella no estaba por la labor. Apenas se había calmado y Karch estaba a punto de perder la paciencia. El siguiente paso sería agarrar a la niña y meterla debajo de la ducha con una mordaza en la boca. Optó por hacer un último intento antes de llegar a ese extremo.
– ¿Tienes hambre? Voy a pedir algo al servicio de habitaciones. Estoy cagado de hambre. ¿Qué te parece un bistec bien jugoso?
– Asqueroso. Y hablas muy mal.
– Eso es verdad, eso es verdad. Muy bien, nada de bistecs. ¿Qué quieres comer entonces?
– Spaghettios.
– ¿Spaghettios? Estás segura. Hay muy buenos cocineros aquí. ¿Estás segura de que quieres Spaghettios?
– Spaghettios.
– Vale, vale, Spaghettios. Sabes qué te digo, quédate viendo la tele y yo llamaré al servicio de habitaciones.
Karch agarró el mando a distancia de encima de la tele y la encendió. Le pasó el control a la niña y salió de la habitación. Entonces recordó algo y regresó a desconectar el teléfono. La niña observó en silencio cómo él salía de la habitación con el aparato. Justo cuando Karch cerró las dos hojas de la puerta, ella lo llamó desde dentro.
– Y también una Coca-Cola.
Se preguntó por un momento si dejaban tomar Coca-Cola a los niños de esa edad, pero pronto dejó de lado esa idea. Al fin y al cabo, no tenía importancia.
– Muy bien, una Coca-Cola para la señorita.
Karch enrolló el cable del teléfono alrededor de los pomos. No creía que la niña fuera a intentar escapar, pero nunca estaba de más tomar precauciones. Marcó el número directo de Grimaldi y de nuevo el director de operaciones del casino contestó de inmediato.
– ¿Estás dentro?
– Has desconectado todas las cámaras del ascensor, ¿verdad?
– Y las del garaje, tal como habías pedido. Tareas de mantenimiento. Si no has pasado por el casino, entonces no hay ningún registro de que hayas entrado.
– Muy bien, ¿y las escaleras?
– Tengo gente en todos los huecos de escalera. Y sabemos que no tiene llave porque le devolvió la suya a Martin. Así que no puede usar los ascensores, sólo las escaleras. ¿Quieres a alguien allí arriba?
– No.
– ¿Estás seguro de que va a volver con el dinero sólo por la niña?
– Vendrá, Vincent. Te lo garantizo.
– Con tu vida, Jack. ¿Lo entiendes?
Karch no contestó. Grimaldi trataba de reafirmar su autoridad, pero ya era demasiado tarde para eso. Karch seguía conservando el control.
– Ella dice que no mató a Hidalgo.
– ¿Quién lo dice?
– Cassie Black. Dice que no le disparó.
– Chorradas. ¿Qué quieres que diga? ¿Que las cosas se le complicaron y le pegó un tiro? No, nunca reconocen nada, Jack, ya lo sabes.
Karch pensó en eso un momento.
– Muy bien -le dijo al fin-. Supongo que tienes razón.
– Sé que tengo razón. ¿Así que ya lo tienes todo listo ahí, Karch?
– Sí, ah, una última cosa. Necesito que el servicio de habitaciones me suba un bistec. Muy poco hecho. Y… -Miró hacia las puertas del dormitorio, desde donde llegaba el sonido ahogado de disparos de dibujos animados.
– ¿Qué?
– ¿Y tienen Spaghettios allí abajo?
– Esa mierda enlatada.
– A los niños les gusta.
– No, Jack, no tenemos Spaghettios. Esto es un hotel de cuatro estrellas, joder.
– Bueno, entonces algo parecido a eso. Y dos Coca-Colas, sin hielo. Diles que llamen a la puerta y que lo dejen fuera, y que no tengo que firmar. Nadie puede verme aquí arriba, Vincent. ¿Entendido?
– Perfectamente. ¿Algo más?
– Nada más. Todo acabará a medianoche, Vincent. Tú tendrás todo el dinero, Miami tendrá el Cleo, tú lo dirigirás todo y Chicago se joderá.
– Te estaré muy agradecido, Jack.
– Ya lo creo.
Colgó. A continuación sacó el móvil del bolsillo y comprobó los mensajes. Querían derivarle dos casos de personas desaparecidas, pero nada más. Karch sabía que de un modo u otro sus días de buscar personas desaparecidas estaban a punto de terminar.
Cuando se guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo interior del traje, notó que había algo allí y recordó que se había llevado la agenda de Leo Renfro. La sacó y la abrió. Antes sólo la había hojeado por si había alguna pista acerca del paradero del dinero o de Cassie Black. En lugar de eso, se había encontrado con las páginas llenas de notas escritas a lápiz acerca de situaciones astrales. Le fascinaba que hubiera gente que llevara a cabo sus decisiones vitales en función de la posición de las estrellas, la luna y el sol. Le parecía estúpido, y lo ocurrido a Leo constituía buena prueba de ello.
Pasó las hojas para ver lo que Leo había escrito acerca del futuro que no había vivido para conocer. Empezó a sonreír al llegar a una anotación particularmente larga en la fecha de ese día.
– Vaya, tenemos una luna vacía de curso -dijo en voz alta-. Entre las diez y diez y medianoche.
Pensó que tal vez había cierta verdad en todo aquello, al fin y al cabo, sabía que esa noche alguien iba a tener mala suerte. Dejó la agenda y se levantó. Caminó hasta la esquina y abrió las cortinas, descubriendo una ventana de suelo a techo. Retrocedió y admiró la vista y el cristal. Localizó el lugar donde Max Freeling había golpeado el cristal y lo había atravesado.
Miró hacia las puertas del dormitorio y oyó el característico bip-bip del Correcaminos y supo que el Coyote iba tras él.