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Karch desenredó el cable de teléfono de los dos pomos y miró a la niña. Estaba tumbada boca abajo al extremo de la cama, con la cabeza apoyada en las manos mientras trataba de mantenerse despierta y ver los dibujos animados.
– ¿Estás bien aquí, niña?
– ¿Dónde está mi papá?
Karch miró su reloj.
– Pronto lo verás…, muy pronto.
Cerró la puerta y volvió a enrollar el cable en los pomos.
«Lo que a mí me importa es dónde está la jodida comida», dijo para sí.
Se acercó al teléfono y marcó el número de Grimaldi. De nuevo la llamada fue contestada de inmediato.
– ¿Novedades? -preguntó Karch.
– Aquí ninguna.
– ¿Has llamado al servicio de habitaciones?
– En cuanto has colgado.
– Vincent, tu cocina de cuatro estrellas no vale una mierda. Estoy muerto de hambre, joder.
– Hay mucho trabajo en la cocina, pero llamaré otra vez.
– Muy bien. Y avísame en cuanto alguien la vea.
– Lo haré.
– Ah, Vincent.
– ¿Qué, Jack?
– Será mejor que cierres algunas mesas de crap ahí abajo. No querrás que nadie resulte herido.
– Joder. ¿Estás seguro de que tiene que ser asi? ¿No podríamos…?
– Vincent, Vincent. No quieres preguntas, ¿verdad?
– No, Jack.
– Entonces no hay ninguna otra manera. Sincronía, Vincent. Llama al jefe de sala y cierra las mesas.
Colgó y se acercó a la ventana. Pegó un puñetazo para tratar de formarse una idea de la tensión del cristal. Se preguntó si los policías de la Metro se darían cuenta si disparaba antes al cristal para simplificar las cosas. ¿Recogerían el cristal para examinarlo? Probablemente, no. Demasiadas complicaciones para lo que iba a parecer un caso obvio de asesinato y suicidio.
Decidió que el plan a seguir sería pegar un tiro al cristal e inmediatamente arrojar los dos cuerpos. Primero la niña y después la madre. Un asesinato y suicidio clásico: la madre trastornada tira a su hija y luego se arroja ella.
En el cuarto de servicio, Cassie movió el carrito para colocarlo justo debajo de uno de los paneles de la trampilla del techo. Luego apartó los platos sucios a un lado y se subió al otro. El carrito tenía largas patas con ruedas para deslizarse con suavidad sobre las espesas moquetas de las suites del ático, y eso lo convertía en una plataforma poco firme. Cassie se levantó despacio y se estiró hacia el techo. Empujó el panel hacia arriba y hacia un lado y luego se agarró de los rieles del marco que lo sostenía y comprobó que resistían su peso. Ella pesaba unos cincuenta kilos vestida, y la bolsa ocho o diez más. Los rieles resistían. Tiró primero la bolsa y luego se agarró del marco y lanzó las piernas para escalar hasta el espacio que quedaba entre el techo falso y el real.
El hueco no tendría más de un metro veinte de altura y estaba lleno de cables de electricidad, tuberías de agua y cañerías del sistema antiincendios. Pero lo que ocupaba el mayor espacio era la red de conductos del sistema de calefacción y aire acondicionado. Los conductos gemelos de entrada y retorno recorrían el pasillo y se ramificaban en pequeñas líneas secundarias que iban a cada una de las suites de la planta. Los conductos principales tenían un metro cuadrado, lo cual permitía avanzar a gatas con facilidad. Los secundarios eran más pequeños, pero Cassie sabía por experiencia que los túneles de retorno de aire eran lo bastante amplios para que ella pasara, siempre y cuando empujara la bolsa por delante. También sabía que si ella podía pasar Jodie también podría.
El plan adolecía de graves defectos y dificultades. El ruido sería una cuestión primordial. Cualquier ruido en los túneles del sistema de ventilación se magnificaba antes de llegar a las rejillas de las habitaciones. No le preocupaba tanto su entrada como su salida con Jodie. Mantener callada a una niña de cinco años en una situación de pánico no iba a resultar nada fácil. Esperaba que siguieran los dibujos animados en la televisión y poder usar el sonido como protección en su huida.
Otro problema que se le planteaba era quitar la rejilla cuando llegara a la habitación en la que Jodie permanecía retenida. La rejilla estaría atornillada desde dentro y lo difícil sería acceder a los tornillos. El plan consistía en doblar las láminas con una pequeña palanca que llevaba en la bolsa. Luego sacaría el brazo y aflojaría los tornillos que sostenían la rejilla. Esto sería laborioso y lento. Si se le caía el destornillador, o incluso uno de los tornillos, el ruido podría alertar a Karch.
Su esperanza de éxito se basaba en la creencia de que probablemente Karch mantendría a Jodie en la habitación de la suite mientras él permanecía en la sala de estar. Pero si se equivocaba y Karch se hallaba junto a la niña, entonces las posibilidades de Cassie de rescatar a su hija eran infinitesimales.
A pesar de todo, ella siguió adelante. Se metió en aquel angosto lugar y volvió a colocar el panel en su sitio. Una vez más se puso la linterna en la boca y la enfocó hacia el conducto principal de aire hasta que encontró la unión de dos segmentos. Avanzó en esa dirección, poniendo mucho cuidado en mantener su peso en el armazón del falso techo.
Cassie empezó a sacar las tuercas de la abrazadera que mantenía unidos los dos segmentos. El trabajo era difícil porque cada una de las ocho tuercas había sido soldada, al parecer como medida de seguridad. Habían pasado casi siete años desde que Cassie había estado en ese mismo espacio -cuando había preparado el trabajo que luego Max no le había dejado llevar a cabo-, pero todavía lo recordaba y sabía que las soldaduras eran nuevas. Necesitó todas sus fuerzas para romper la primera soldadura y medio minuto para desenroscar la tuerca. El proceso le insufló una sensación de pánico. Estaba tardando demasiado.
Cassie se había puesto manos a la obra con la última tuerca cuando oyó el repiqueteo del montacargas en el cuarto de servicio. Dejó la llave inglesa y rápidamente avanzó a gatas hasta el panel por el que había trepado. Abrió una rendija y miró justo cuando el montacargas se abría y un camarero del servicio de habitaciones empujaba una mesita al descansillo.
Cuando el camarín se cerró tras él, el hombre sacó una carpeta de piel del bolsillo interior de su chaquetilla roja y la abrió para comprobar su destino. Cassie estaba un metro por encima de él y no tuvo problemas para leer la nota del interior de la carpeta:
2001
DEJAR EN EL PASILLO
V. Grimaldi
La nota era una confirmación más de la implicación de Vincent Grimaldi y también brindó a Cassie la idea de un nuevo plan.
La llamada a la puerta sacó a Karch de su ensoñación junto a la ventana.
– Servicio de habitaciones -dijo una voz desde el pasillo.
Se volvió, miró a la puerta y esperó, pero no hubo una segunda llamada. Agarró la veinticinco de la mesa y se aproximó cuidadosamente a la entrada. Antes de poner el ojo en la mirilla, colocó la oreja en la jamba para escuchar. No oyó nada.
Miró a través de la lente convexa de la mirilla y vio un carrito del servicio de habitaciones en el pasillo. Estaba cubierto con un mantel blanco y preparado para dos. Un jarroncito con flores ocupaba el centro de la mesa. No vio a nadie en el pasillo.
Continuó observando y aguardó, por si el camarero del servicio de habitaciones estaba esperando junto a los ascensores. Karch no tenía ni idea de las instrucciones que Grimaldi le había dado ni de si éstas habían despertado la curiosidad del empleado.
Transcurridos treinta segundos, abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo vacío y luego a la mesa. Advirtió que no había platos en la mesa. Levantó el mantel y miró debajo. Había un horno para mantener caliente la comida incorporado a la mesa. Satisfecho, Karch tiró del carrito a la suite. Costaba moverlo y pensó en decirle a Grimaldi que la moqueta de las habitaciones era demasiado espesa. Cerró la puerta de una patada y empujó el carrito hacia la habitación. Dejó la pistola en la mesa del recibidor al pasar.
Después de abrir las puertas del dormitorio empujó el carrito hasta dejarlo junto a la cama.
– Ven a comer -le dijo a la niña.
– No tengo hambre -replicó ella.
Karch le lanzó una mirada y dijo:
– Haz lo que quieras, yo tengo hambre.
Levantó el mantel y abrió el calientaplatos. Lo recibió una ráfaga de aire muy caliente. Había dos platos tapados con aluminio en una bandeja. Sacó el primero y lo estaba sosteniendo con las dos manos cuando se dio cuenta de que se estaba quemando. Lo sacó deprisa y lo puso en la mesa.
– Joder, cómo quema.
Sacudió las manos y se inclinó para mirar: había tres hornillos encendidos justo debajo del estante de aluminio en el que se hallaba el plato.
– ¡Capullos!
Miró a la niña para asegurarse de que no se estaba riendo de la situación. Jodie se limitaba a mirarlo, con una nota de miedo en su carita.
– Ya sé que hablo muy mal. Voy a echarme agua.
En cuanto Cassie oyó correr el agua en el cuarto de baño, salió arrastrándose desde debajo del otro extremo del carrito de servicio. Arrodillada en el suelo, junto a la mesa, echó un vistazo a la habitación para ver si Karch había dejado un arma cerca. No lo había hecho.
– ¡Eh!
Se volvió hacia Jodie y rápidamente se inclinó sobre la cama. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y vio el reflejo de la espalda de Karch en un espejo. Sabía que en cuanto el agua dejara de correr tenía que estar escondida.
– Jodie, estoy aquí para llevarte lejos de este hombre -susurró a toda prisa.
– Bueno, quiero…
Cassie puso un dedo sobre los labios de la niña.
– Habla en susurros para que no nos oiga. ¿Quieres venir conmigo?
La niña aprendía pronto. Asintió.
– Muy bien, entonces tienes que hacer lo que yo te diga, ¿vale?
Jodie volvió a asentir.
Karch sacó las manos de debajo del grifo y se las miró. Los dedos pulgar e índice de ambas manos tenían marcas rojas. Soltó otro exabrupto. Tenía ganas de bajar a la cocina del hotel, agarrar al responsable y meterle la cabeza en un horno caliente. Se sumió en una ensoñación en la que se veía haciendo eso, y luego se dio cuenta de que la persona cuya cabeza mantenía en el horno era Vincent Grimaldi. Karch se contempló en el espejo y sonrió. Estaba seguro de que haría las delicias de un psiquiatra.
Cerró el grifo y volvió a la habitación. La niña estaba de pie al otro lado de la mesa, mirando debajo del mantel. Karch se apresuró y, al recordar que la veinticinco estaba en la otra habitación, metió la mano en la chaqueta en busca de la Sig Sauer. No quería sacarla delante de la niña si podía evitarlo.
– ¿Qué estás mirando?
– Nada.
La apartó y luego levantó el mantel, con la otra mano preparada para sacar el arma. No había nada debajo en ese lado.
– Buscas un sitio para esconderte, ¿eh?
– No, sólo miraba.
Karch agarró el segundo plato con una de las servilletas de encima.
– Bueno, veamos qué tenemos aquí -dijo.
Sin dejar la servilleta, levantó la tapa del primer plato. Contenía un filete Nueva York en un charco de mantequilla chisporroteante, junto a una pila de puré de patata. El bistec estaba crudo y la sangre se mezclaba con la mantequilla caliente.
– ¡Qué asco! -dijo Jodie.
– ¿De qué estás hablando? Esto es fabuloso. Bueno, a ver qué hay para ti.
Levantó la otra tapa y vio un bol de rigatoni con salsa boloñesa.
– Esto no son Spaghettios.
– Tienes razón, pero qué más te da. ¿No habías dicho que no tenías hambre?
Se acercó a la cama y sacó la funda de una de las almohadas. La dobló en cuatro y se la puso sobre la palma de la mano. Empujó el plato del bistec caliente en la funda de almohada utilizando la servilleta y luego se metió un juego de cubiertos en el bolsillo de la camisa.
– Sabes qué te digo, voy a ir a comer allí y tú te quedas aquí con los dibujos animados. Si quieres come y si no, no comas, a mí me da igual.
– Muy bien, entonces no comeré.
– Bueno, sólo ten cuidado de no quemarte con el plato.
Se llevó la comida al escritorio y luego volvió al dormitorio a por la Coca-Cola y el salero. Al salir cerró de nuevo la puerta con el cable telefónico. Recogió la veinticinco de la mesa de la entrada y la dejó en el escritorio. Empezó a cortar el bistec y a meterse grandes trozos en la boca.
– Esto está de puta madre -dijo con la boca llena.