174323.fb2
El bistec chorreaba sangre, como le gustaba a Karch. Tenía tanta hambre y el trozo de carne era tan sabroso que estaba a punto de tener una experiencia religiosa mientras se lo comía, untando cada trozo en el puré de patata antes de metérselo en la boca. Se hallaba tan enfrascado en este proceso que cuando la puerta se abrió le pilló desprevenido. Levantó la cabeza, con un tenedor lleno de carne y patata suspendido en el aire delante de su boca, y vio a un hombre que reconoció vagamente entrando en la sala de estar seguido de Vincent Grimaldi y del matón principal de éste, Romero. El nuevo y Romero llevaban armas al costado.
Karch dejó el tenedor en el plato.
– ¿Está bueno, Jack? -preguntó Grimaldi.
– Excelente, Vincent. Llegas un poco pronto, ¿sabes?
– No lo creo, más bien un poco tarde.
Karch arqueó las cejas y se levantó. Instintivamente supo que algo iba mal y que tenía problemas. Levantó la servilleta y se limpió la boca. Luego dejó caer las manos a los costados, con la servilleta todavía en la mano derecha. Muy natural. El David de Miguel Ángel.
– Está a punto de llamar -dijo-, pero será mejor que no estés aquí cuando todo…
– ¿De verás? -lo interrumpió Grimaldi-. Un pajarito me ha dicho que ya ha estado aquí. De hecho, ha venido y se ha ido.
Grimaldi hizo una señal al hombre que había encabezado la procesión.
– Regístrale.
El hombre se acercó a Karch, quien levantó los brazos. Conservó la servilleta colgando suelta de la mano derecha. El guardaespaldas mantenía la pistola en su izquierda y apuntada a la tripa de Karch cuando su mano se metió bajo la chaqueta de éste y sacó la Sig Sauer de la pistolera. Luego cacheó a Karch y encontró el silenciador en el bolsillo. Sus manos le palparon la entrepierna sin vacilar y terminó levantando los bajos del pantalón en busca de una pistolera de tobillo. Un trabajo muy profesional y concienzudo, pero no lo suficiente. Durante todo el proceso Karch lo miró y trató de recordar dónde lo había visto antes. Concluido el registro, el tipo se guardó la Sig Sauer de Karch en el cinturón y se colocó en silencio al lado de Grimaldi.
– ¿Qué pasa, Vincent? -preguntó Karch.
– Lo que pasa es que la has cagado, Jack. Dejarla marchar de ese modo es un problema para mi plan. Ahora voy a tener que ir a por ella.
– ¿De qué plan hablas?
Después de quitar los tres primeros, Cassie aflojó el último tornillo de la rejilla de entrada de aire. Tiró cuidadosamente de ésta hacia adelante y la hizo girar sobre ese único tornillo restante hasta dejar el hueco abierto y la rejilla colgando. Entonces miró hacia abajo desde el carrito del servicio de habitaciones e hizo una señal a Jodie para que subiera con ella. La niña se subió a una silla y luego al carrito. Cassie la levantó, con cuidado de no perder el equilibrio, y la empujó hacia el sistema de ventilación. Jodie se debatió y apoyó una mano en la pared, evitando así que Cassie la empujara al interior.
– Todo irá bien, Jodie -susurró Cassie-. Métete y yo te seguiré.
– Nooo -replicó la niña con un hilo de voz.
Cassie la bajó para abrazarla y le dijo al oído:
– ¿Recuerdas que me has dicho que ya no eras pequeña, que eras una niña mayor? Bueno, esto es algo que haría una niña mayor. Tienes que ir, Jodie, o tendré que dejarte aquí. -Cassie cerró los ojos, porque la amenaza la hizo sentir fatal.
La niña no dijo nada. Cassie la levantó otra vez y en esta ocasión Jodie se metió dentro. Las rodillas de la niña golpearon en el lateral de aluminio y Cassie se quedó inmóvil. Por fortuna, las voces severas de la otra habitación no se interrumpieron. Después de que Jodie se introdujera por completo, Cassie le pasó la linterna y le susurró que se adentrara. Luego fue ella quien se impulsó y se metió en el conducto. Una vez en el angosto lugar, se desabrochó la bolsa de herramientas y la empujó por delante de ella.
El espacio era tan limitado que no podía darse la vuelta para colocar de nuevo la rejilla de la ventilación en la pared del dormitorio. Instó a Jodie a seguir adelante hasta el conducto principal del aire de retorno, con la esperanza de tener espacio allí para dar la vuelta y reptar hacia atrás para colocar la rejilla de nuevo en su sitio.
Después de sólo cuatro metros había un cruce en el que se unía una vía de similar tamaño. Cassie miró por ese ramal y vio luz y escuchó voces. Se dio cuenta de que era Karch, que preguntaba: «¿Qué pasa, Vincent?».
Pasó ese túnel en silencio y luego retrocedió, se metió en él y salió en sentido contrario hacia el dormitorio. Al llegar allí, agarró la rejilla, la hizo resbalar por la pared hasta colocarla de nuevo en su lugar y empezó a retroceder por el túnel sin perder más tiempo.
Karch trataba de asimilar con rapidez la situación y hacerse una idea de lo sucedido. Pronto dio con la única explicación posible.
– Ella te ha llamado, ¿verdad, Vincent?
Grimaldi no contestó, del mismo modo que no lo había hecho acerca de su así llamado plan. Se limitó a mirar a Karch con ojos que parecían negros a causa de la ansiedad y el odio.
– Mira, Vincent, no sé lo que te ha dicho, pero es todo mentira. No ha estado aquí todavía, y yo no tengo el dinero. Estoy esperando, Vincent. Va a llamar y yo haré que suba aquí. Me dará el dinero y ella y la niña saltarán por la ventana. Como te he dicho, sincronía.
Mientras decía la última palabra, Karch reparó en un error. Recordó que había dejado escapar la palabra cuando Cassidy Black lo había llamado. Se preguntó si eso había bastado, si con esa palabra le había proporcionado la suficiente información para interpretar su plan y urdir uno que lo contrarrestara.
– Vincent, por favor, dime qué está pasando aquí.
Los ojos de Grimaldi examinaron la suite.
– ¿Qué hay en el dormitorio, Jack?
– No es qué, es quién. La niña está en el dormitorio.
Grimaldi hizo una señal al hombre que había registrado a Karch y el gorila se encaminó hacia la habitación. Desapareció en el interior y Karch y Grimaldi se limitaron a mirarse el uno al otro mientras esperaban. Romero dio dos pasos hacia su izquierda. Karch supuso que eso lo situaba en mejor posición en caso de tener que hacer un movimiento hacia la habitación.
– Te digo que está jugando contigo, Vincent -dijo Karch-. Está…
Se detuvo cuando vio al hombre surgir del dormitorio con una bolsa de deporte negra. La cremallera estaba abierta y Karch vio el rostro de Benjamin Franklin en el interior. Muchas veces. La bolsa estaba llena de fajos de billetes de cien dólares. La boca de Karch se abrió. Cassidy Black, pensó. De algún modo había hecho el cambio. Empezó a caminar hacia el dormitorio, pero el hombre con la bolsa y Romero levantaron las armas y le ordenaron que no se moviera.
– Había una niña -dijo Karch.
– Claro -dijo el de la bolsa-, pero ya no está.
Se acercó a Grimaldi y separó las dos correas de la bolsa, abriendo ésta por completo y exponiendo muchos de los fajos de billetes envueltos en plástico.
– Vincent esto no es lo…
No terminó. No sabía qué decir y advirtió que el interés de Grimaldi estaba puesto en el dinero, no en él. Grimaldi puso una mano en la bolsa y la apoyó sobre uno de los fajos, como si tocara el hombro de un viejo amigo. Luego hizo una señal al hombre que sostenía la bolsa.
– Muy bien, Martin, acaba con esto.
Karch observó cómo se cerraba la bolsa y luego levantó la mirada hacia el hombre que la sostenía. ¿Martin? Recordó la cinta de vídeo. Hidalgo subiendo en el ascensor junto con su escolta de seguridad. Martin. El que se suponía que estaba muerto. Martin, a quien Grimaldi le había pedido que enterrara en el desierto.
– ¿Martin? -dijo.
Paseó la mirada de Martin a Grimaldi, como si de pronto lo entendiera todo. Todo era un engaño, parte de un plan más elaborado.
– Tú -le dijo a Grimaldi-. Tú pusiste todo esto en marcha. Todo era un montaje.
Entonces miró a Martin, que sostenía la bolsa en la derecha y el arma en la izquierda. Recordó el cadáver de Hidalgo en la cama. La bala en el ojo derecho, disparada por una pistola empuñada con la zurda.
– Y tú -le dijo a Martin-. Tú mataste a Hidalgo.
Martin levantó un lado de la boca en algo parecido a una sonrisa de orgullo.
– No fue la chica -dijo Karch, mirando nuevamente a Grimaldi-. Lo único que hizo ella fue llevarse el dinero que tú querías que se llevara.
Cuando Cassie dio la vuelta en la intersección oyó intensas voces procedentes de la sala de estar. No se detuvo a escuchar. Se dirigió hacia el conducto principal y cubrió el terreno en unos diez segundos. Vio la luz que Jodie sostenía y se dio cuenta de que la niña seguía en el conducto secundario y que no había entrado en el principal. Al acercarse comprendió la razón. Jodie había llegado a un callejón sin salida. La abertura al túnel principal estaba cerrada por una rejilla de barras de metal. Cassie rodeó a la niña para palpar el extremo de las barras y determinar cómo estaban unidas a la pared del tubo. Sintió la suavidad metálica de una soldadura. No podían seguir adelante.
– ¿Qué…? -empezó a decir Jodie antes de que Cassie le tapara la boca. Le hizo la señal de silencio y la niña continuó en un susurro-. ¿Qué vamos a hacer?
Cassie agarró uno de los barrotes y lo sacudió. Luego apoyó la espalda contra la pared superior del tubo y tiró del barrote con todas sus fuerzas, pero éste no se movió ni mostró la menor señal de debilidad en las soldaduras. Cassie negó con la cabeza. Los gerentes del hotel habían puesto barrotes en los conductos de aire acondicionado, pero no se habían preocupado por reemplazar los engranajes de media vuelta de las cerraduras. No tenía sentido gastar dinero en un lado y descuidar el otro. Por eso llegar a ese callejón sin salida le resultaba tan sorprendente y desalentador.
– ¿Qué hacemos? -susurró Jodie de nuevo.
Cassie miró la cara hermosa e inocente de la niña a la luz de la linterna. Entonces observó las barras y se le ocurrió algo.
– Jodie, tú puedes pasar por ahí.
– ¿Y tú?
– No te preocupes por mí. Tú pasa. Yo daré la vuelta y te iré a buscar por el otro lado.
– No, quiero ir contigo.
– No, no puede ser. Este es el único camino. Cuélate por ahí y espera a que yo dé la vuelta.
Cassie empujó a la niña por entre los barrotes. Jodie introdujo la cabeza a regañadientes hacia el conducto principal, luego pasó el torso y las piernas y miró hacia atrás, a Cassie.
– Buena chica -susurró Cassie-. Ahora espera allí. Vendré lo antes posible, pero tengo que esperar hasta que esos hombres salgan de la habitación, ¿de acuerdo?
– ¿Cuánto tardarás?
– No lo sé, cariño. Tienes que esperar. ¿Sabes leer la hora en el reloj?
– Claro, tengo casi seis años.
Cassie se sacó el reloj y se lo pasó entre los barrotes. Le enseñó cuál era el botón que iluminaba la esfera. Luego le tendió a la niña su teléfono móvil y le mostró cómo se abría. Jodie dijo que su papá tenía uno, pero que nunca le dejaba jugar con él.
– Si no vengo a buscarte a las doce en punto abre el teléfono y llama a Emergencias, al novecientos once. ¿Sabes cómo hacerlo?
La niña no contestó de inmediato. Cassie volvió a coger el móvil y le mostró cómo hacerlo.
– Marcas nueve uno uno y luego aprietas este botón, el botón de llamada. Le dices al que conteste que estás atrapada en los conductos de aire acondicionado de la última planta del Cleopatra. ¿Lo recordarás?
– Claro.
– ¿Dónde estamos?
– En el Cleopatra. Ultima planta.
– Buena chica. Ahora me voy a marchar a esperar que se vayan esos hombres. Luego iré a buscarte. Ven aquí.
La niña se inclinó hacia adelante y Cassie metió la cara entre los barrotes y la besó en la frente. Pudo olerle el cabello una vez más. Dudó un momento y luego empezó a retroceder hacia el cruce, desde donde podría controlar lo que sucedía en la habitación.
Cassie vio a Jodie saludarla entre los barrotes y tuvo la premonición de que ésa sería la última vez que vería a su hija. Ella la saludó con la mano y le lanzó un beso.
Grimaldi sonreía abiertamente mientras contemplaba cómo Karch comprendía su plan.
– Yo era como Leo y la chica, una pieza más que tú usaste -dijo Karch.
– Una pieza que usé a la perfección y que actuó con brillantez -respondió Grimaldi.
– ¿Y Chicago tenía algo que ver en esto?
– Eso es lo mejor. Utilicé a Chicago y ellos ni siquiera se enteraron. Pero sabía que con sólo mencionarles te herviría la sangre y saldrías disparado a por ellos. Leo Renfro tenía contactos con gente que yo conocía. Compré su deuda y envié a Romero y a Longo a Los Ángeles para que le explicaran que había un sheriff nuevo en la ciudad. Le dijeron que eran de Chicago y que trabajaban para Tony Turcello. Él se lo tragó y empezó a cagarse en los pantalones. Entonces le ofrecieron una salida: si robaba a Hidalgo su deuda quedaría saldada. Mordió el anzuelo, igual que tú, Jack.
Karch asintió.
– Sí, piqué. Mi trabajo era seguir la pista, eliminar a todos los participantes y recoger el dinero.
– Y has hecho un buen trabajo, salvo dejar escapar a la chica. Ahora ella es un cabo suelto, pero ya nos encargaremos de eso. Esto es lo importante. -Levantó la bolsa de deporte llena de dinero.
Karch trató de contener cualquier muestra de ira.
– Estás cometiendo un error, Vincent. Yo no…
– No lo creo, Jack, no lo creo en absoluto.
Ambos se miraron un largo instante, con un odio capaz de calentar la habitación.
– Bueno, ¿qué pasa ahora? -preguntó Karch por fin.
– Lo que ocurre ahora es que todavía necesitamos que alguien desaparezca con el dinero. Alguien para que Miami envíe a su gente detrás.
– Y ése seré yo.
– Siempre has sido muy listo, Jack.
Karch negó con la cabeza. La falta de visión del plan de Grimaldi era asombrosa.
– Y tú siempre has pensado poco, Vincent. A corto plazo. Deberías haber seguido adelante con el plan. Esa bolsa de dinero sólo habría sido un grano de arena en el desierto una vez que Miami consiguiera la licencia y llegara aquí. Has vendido el futuro por una bolsa de dinero. Eso ha sido una estupidez.
En lugar de enfadarse, como Karch esperaba, Grimaldi se rió en voz alta y negó con la cabeza como si le hiciera gracia la ingenuidad de un niño.
– Todavía no lo entiendes, ¿verdad, Jack?
– ¿El qué? ¿Por qué no me lo explicas, Vincent?
– Miami nunca conseguirá la licencia. ¿No lo ves? Nunca iba a existir un soborno. Esto es el nuevo Las Vegas, Jack. Miami nunca llegará aquí. Yo lo preparé todo desde el primer día. Yo, Jack. Yo llamé a Miami y les dije que tenían un problema y que les costaría cinco millones solucionarlo y llegar aquí. La mitad por adelantado y la otra mitad después de que se aprobara la licencia. Son avariciosos y mordieron el anzuelo. Igual que tú.
Esta vez Karch lo entendió todo. Era un plan perfecto. Grimaldi se quedaría dos millones y medio y Miami perseguiría eternamente a Karch, aunque nunca lo encontrarían porque iban a escoltarle al desierto en un viaje sin retorno. Karch bajó la mirada. Ya no quería continuar viendo a Grimaldi.
– ¿Sabes cuál es tu problema, Jack? -dijo Grimaldi. Estaba tan orgulloso de sí mismo y de su éxito que no podía evitar hundir más el cuchillo-. Tu problema es que pensabas demasiado a largo plazo. Lo sé todo sobre ti. Las miraditas, los comentarios a mi espalda, toda esa mierda. Querías joderme y pensaste que ésta era la manera de conseguirlo. Yo lo sabía y lo utilicé. Te he utilizado como a un puto piano, y ahora la canción se ha terminado. Así que jódete, Jack. Esta noche dormirás en la arena. Vamos a bajar en el montacargas y usaremos tu propio coche, seguramente ya conoces el camino. Siempre llevas la pala en el maletero, ¿verdad, Jack?
Grimaldi esperó una respuesta de Karch, pero sólo hubo silencio. Entonces Grimaldi dio el último giro al cuchillo.
– Encontraremos un bonito lugar para ti cerca de tu madre.
Karch volvió a mirar a Grimaldi y el viejo asintió.
– Sí, lo sé todo. Tú y el viejo, vuestro lugar favorito. Pero apuesto a que hay algo que tú no sabes. Era yo, Jack. Yo se la quité. Estuve diez años con ella a sus espaldas. Pero ella no quería dejarlo por ti. Yo la quería y entonces él… Dime, ¿qué clase de chico ayuda a su padre a enterrar a su madre? Tú, cabrón. Voy a disfrutar de esto. Vamos.
Martin y Romero dieron dos pasos atrás y mantuvieron una distancia de seguridad mientras escoltaban a Karch fuera de la suite. Mientras Karch caminaba, su mente se oscureció a causa del dolor y la rabia. Concentró la mirada en el hombre que lo precedía. Vincent Grimaldi. Por fin Karch conocía hasta el último secreto.
Los cuatro hombres caminaron pasillo abajo hasta que Grimaldi los dirigió hacia las puertas que conducían al cuarto de servicio. Martin pulsó el botón y todos esperaron la llegada del montacargas. Karch tenía la cabeza baja y aún mantenía la servilleta en su mano derecha, como una bandera blanca. Grimaldi lo vio y sonrió.
– ¿Qué tal la última cena, Jack?
Karch lo miró, pero no contestó. Cuando llegó el montacargas, Romero fue el primero en dar un paso para pulsar el botón de apertura de las puertas. Mantenía el agujero negro del cañón del arma apuntado al cuerpo de Karch. Grimaldi entró después, pasando por un instante entre Karch y Romero. Era la ocasión que Karch había estado esperando. Levantó la mano derecha hacia Martin, que estaba de pie a su lado. Este vio que la mano que sostenía la servilleta se situaba a la altura de su cara.
Se produjo una explosión en el instante en que Karch disparó con la veinticinco oculta en la servilleta. La cabeza de Martin cayó instantáneamente hacia atrás cuando la bala penetró en su cerebro a través del ojo izquierdo. Al mismo tiempo que el cuerpo sin vida caía al suelo del cuarto de servicio, Karch lanzó su brazo sobre el hombro de Grimaldi. Disparó a Romero demasiado pronto. La bala se incrustó en la pared del ascensor, un palmo a la derecha de la cara de Romero.
Romero estiró el brazo con el que empuñaba el arma pero dudó al ver a Grimaldi en su línea de tiro. El retraso era todo lo que Karch necesitaba para corregir su propio error. Su segundo disparo alcanzó a Romero en la mejilla izquierda, el tercero en la frente, tirándole la cabeza hacia atrás. La cuarta bala entró por la barbilla y se incrustó en el cerebro. Romero cayó al suelo del montacargas sin opción de disparar ni un solo tiro.
Karch agarró a Grimaldi por la corbata y tiró de él hacia la puerta del montacargas. Karch tenía los pies firmemente apoyados en la entrada para que la puerta no se cerrara. Colocó la veinticinco bajo la barbilla de Grimaldi, de manera que su rostro quedó torcido hacia arriba mientras que los ojos miraron hacia abajo y hacia atrás, a Karch.
Una sonrisa de maldad se dibujó lentamente en el rostro de Karch.
– Bueno, Vincent, ¿qué te parece ahora mi cortedad de miras?
– Jack…, por favor…
– Asegúrate de saludar a mamá de mi parte.
Karch esperó una réplica, pero no se produjo.
– No lo sabes, ¿verdad?
– ¿El qué, Jack?
– Deja que te cuente una pequeña historia. Hace unos diez años el viejo enfermó. Cáncer. Estaba muy extendido y la única oportunidad que tenía de salvarse era un transplante de médula. Yo quería hacerlo y me hicieron un análisis de compatibilidad. -Karch negó con la cabeza-. No era compatible, Vincent. Les pedí que repitieran las pruebas y lo hicieron. No era compatible porque no era mi padre. -Karch se limitó a mirar a los ojos de Vincent-. Gracias, Vincent. En la habitación me has aclarado la última parte de la historia.
– Quieres decir que…
Karch apretó dos veces el gatillo y observó cómo el cuerpo de Grimaldi caía sobre el cadáver de Romero. Luego se miró la mano y vio que la servilleta y sus dedos estaban bañados en sangre. Se sintió tremendamente excitado. Tres contra uno y había salido airoso. Miró en torno a sí, casi esperando que alguien hubiera visto el truco de magia que acababa de ejecutar y prorrumpiera en aplausos.
Y más estimulante incluso que la inyección de adrenalina de haber sobrevivido era el alivio de saber que estaba saliendo de una etapa de la vida para pasar a la siguiente.
Dejó caer la servilleta y se agachó para frotarse la sangre de la mano y la pistola en la camisa blanca de Grimaldi, hasta que estuvieron razonablemente limpias. Entonces se metió la pistola en el bolsillo del pantalón y arrancó la bolsa de deporte de la mano derecha exánime de Grimaldi.
Karch retrocedió, agarró una de las piernas de Romero y arrastró su cadáver hasta el umbral del montacargas para que la puerta no se cerrara. Entonces pasó de un cuerpo a otro comprobando el pulso y sacando la Sig Sauer de la cinturilla del pantalón de Martin. Comprobó el arma para asegurarse de que no tenía sangre y se la enfundó. Cacheó el cadáver de Martin hasta que encontró el silenciador y lo sacó de uno de los bolsillos delanteros del pantalón.
Finalmente, examinó el cuarto de servicio y vio que en una especie de armario empotrado había un gran carro de ropa sucia con ruedas. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Dio un paso atrás y pegó una patada. Su talón impactó en el armario justo por encima de la cerradura y la puerta se abrió y quedó ligeramente hundida. Karch fue a sacar la canasta, la volcó y tiró varias pilas de toallas limpias en el suelo.
Tuvo que utilizar toda su fuerza para meter los tres cadáveres en el carrito de la lavandería. A continuación utilizó algunas toallas para limpiar el suelo. Cuando terminó, sacó una manta de un estante y la usó para cubrir el carro. Lo empujó al hueco y cerró la puerta.