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Cassie se dirigió hacia el oeste por Sunset, con el techo del Porsche bajado. Le encantaba el repiqueteo del motor que subía a través del asiento y los tonos profundos y guturales que oía en las curvas. En Beverly Glen dobló hacia el norte y siguió la sinuosa carretera que discurría por el cañón, salvaba la colina y descendía hacia el valle de San Fernando.
Leo Renfro vivía en Tarzana, en los llanos que quedan al norte de Ventura Boulevard, en una calle orientada a la autovía 101. Su casa era un pequeño chalet de posguerra carente de un estilo definido. No se diferenciaba en nada de las casas vecinas y ésa era precisamente la voluntad de Leo, que siempre había sobrevivido por saber pasar desapercibido, por saber mezclarse.
Cassie pasó junto a la casa sin frenar y continuó yendo arriba y abajo por las manzanas circundantes, estudiando los vehículos aparcados que pasaba en busca del detalle revelador de un automóvil de vigilancia: furgonetas con ventanas ahumadas, coches con más de una antena o con remolque. Un vehículo llamó su atención. La furgoneta de un fontanero, según el letrero del panel lateral. Estaba detenida junto al bordillo, enfrente de una casa situada a un centenar de metros de la de Leo. Cassie la pasó sin detenerse, pero después dio la vuelta y aparcó a media manzana de la furgoneta. Se sentó allí a observar el vehículo en busca de movimiento tras el cristal: un hundimiento de la suspensión cuando la gente se moviera en el interior, cualquier signo de vida. No ocurrió nada, aun así Cassie mantuvo la vigilancia durante casi diez minutos antes de ver que un hombre con mono azul salía de la casa, se aproximaba a la furgoneta y entraba por la puerta lateral. Instantes después bajó a la calle con cuidado una máquina desatascadora. Cerró con llave el vehículo y empujó la máquina hasta el portal de la casa. A Cassie no le pareció sospechoso. Arrancó de nuevo, dio una vuelta más por el barrio y regresó a la casa de Leo. Aparcó al otro lado de la calle y se recordó a sí misma que no debía dejarse llevar por la susceptibilidad paranoide de Leo. Se acordaba de todas las reglas y precauciones que imponía a Max y a ella antes de dar un golpe: no apostar a negro antes de un trabajo, no comer pollo antes de un trabajo, no llevar nunca un sombrero rojo, y un largo etcétera. En lo que a Cassie concernía eran un sinfín de historias del estilo «si pasas bajo la escalera…».
Hasta aquella noche en el Cleopatra.
Cuando Cassie llegó a la puerta de entrada levantó la vista hacia las vigas del voladizo y vio que la cámara de ojo de pez seguía en su sitio. Se preguntó si todavía funcionaría y obtuvo su respuesta cuando Leo abrió la puerta antes de que ella llamara.
– Parece que aún funciona.
– Por supuesto. Lleva funcionando, ¿cuánto?, ocho años. La persona que la colocó garantizó que duraba toda la vida y yo la creo. -Sonrió-. ¿Cómo estás, Cassie? Adelante.
Dio un paso atrás para franquearle la entrada. Leo Renfro, de complexión esbelta y estatura media, tenía cuarenta y pocos. El escaso pelo que le quedaba ya estaba gris. Era gris desde que Cassie lo había conocido hacía casi una década. Él le había contado que era porque había tenido que crecer demasiado deprisa. Prácticamente había criado a Max, su hermanastro, después de que la madre de ambos muriera en un accidente cuando conducía borracha. El padre de Leo era un desconocido, pero no así el de Max, que estaba cumpliendo una condena de entre diez y veinticinco años por atraco a mano armada.
Cassie entró en la casa y Leo la atrajo para darle un abrazo de oso. A ella le gustó: fue reconfortante, con sabor a hogar.
– Eh, niña -dijo en tono sombrío y cariñoso.
– Leo -dijo ella, y entonces se apartó de él con una mirada de preocupación-. Puedo llamarte por tu nombre ahora, ¿verdad?
El rió, señaló hacia atrás y empezó a guiarla hacia donde, como bien sabía Cassie, tenía su despacho en un estudio de madera, junto a la piscina.
– Tienes buen aspecto, Cassie. Muy bueno. ¿El pelo corto es un recuerdo machote de High Desert? ¿Cómo llamaban a las bolleras, allí, las zampabollos del desierto? -Miró a Cassie y le hizo un guiño.
– Tú también tienes buen aspecto, Leo. Igual que siempre.
Él la miró de nuevo y ambos se sonrieron. Hacía años que Cassie no lo veía, sin embargo, Leo apenas había cambiado. Algo menos de pelo, quizá, y un poco más gris, pero con un buen corte. Supuso que seguiría con su régimen de yoga y unos largos cada mañana para mantenerse en forma.
En la sala de estar tuvieron que rodear un sofá situado en un curioso ángulo, orientado a una esquina de la habitación en lugar de encarado hacia la chimenea. Esto provocó que Cassie se fijara en el resto de la habitación y reparara en que todos los muebles estaban colocados de un modo extraño, como si la chimenea, el centro obvio de la sala, no estuviera allí.
– No te olvides de pasarme el teléfono de tu interiorista antes de que me marche -dijo ella-. ¿Qué estilo es éste? ¿Asaltapisos posmoderno?
– Sí, ya sé. He aplicado un poco de feng shui, y esto es lo mejor que he conseguido por ahora.
– ¿Feng qué?
– Feng shui, el arte chino de la distribución armoniosa.
– Ah.
Cassie recordó haber leído algo acerca de que era lo último de lo último entre los cósmicamente iluminados de Los Angeles.
– Este sitio no tiene remedio -estaba diciéndole Leo-. Hay malas vibraciones en todas direcciones. Me siento como Dick Van Dyke, entrando por la puerta y tropezando con todos los muebles. Debería largarme. Pero llevo tanto tiempo aquí, y tengo la piscina aquí mismo y todo. No sé qué voy a hacer.
Entraron en el despacho. El escritorio de Leo estaba al fondo, junto a las puertas correderas de cristal que daban a la piscina. Alineadas en la pared opuesta había decenas de cajas de champaña. Ver la pila de cajas dio que pensar a Cassie. El Leo que conocía y para el que había trabajado nunca habría guardado mercancía robada en su propia casa. Él era un intermediario que organizaba robos y arreglaba la posterior venta de la mercancía, pero casi nunca entraba en contacto con ésta, a no ser que se tratara de dinero en efectivo. Al ver el champaña en el despacho, Cassie se preguntó qué estaba haciendo allí. Quizá Leo había cambiado desde lo de Max. Cassie se quedó en el umbral, temerosa de entrar.
Leo se situó tras el escritorio y la miró. No se sentó.
– ¿Qué ocurre?
Ella hizo señas hacia las cajas que tapaban por completo la pared. Habría, a ojo de buen cubero, unas cincuenta cajas.
– Leo, tú nunca guardabas el botín en casa. Además de ser peligroso es una estupidez. Tú…
– Cálmate, ¿quieres? Es todo completamente legal. Se las he comprado a un distribuidor. Es una inversión.
– ¿Qué?
– Invierto en el futuro. La celebración del milenio acabará con las reservas de champaña en todo el mundo, ya verás. El precio se disparará y yo estaré aquí esperando a que vengan a visitarme de todos los putos restaurantes de la ciudad. Deberías ver mi garaje. He acaparado quinientas cajas: seis mil botellas. Voy a doblar el precio, me ganaré doscientos mil como mínimo. ¿Quieres poner dinero en esto? Acepto inversores.
Cassie entró en la estancia y miró la superficie trémula de la piscina al otro lado de los cristales. Estaba iluminada desde abajo y brillaba como un neón azul en la noche.
– No puedo permitirme ese lujo.
Vio la aspiradora automática avanzando con lentitud por el fondo, el tubo arrastrándose y la bolsa elevándose, y ondeando en el agua como un fantasma.
Oía el siseo de fondo de la autovía cercana, tan semejante al de su casa de Hollywood. Se preguntó si era casualidad que ambos hubieran elegido vivir tan cerca de la autovía, o bien era una necesidad de los ladrones sentir que la vía de escape estaba próxima.
– Podrás invertir, después del golpe -dijo Leo-. Siéntate, vamos.
Él se sentó, abrió el cajón de en medio del escritorio, sacó una gafas de lectura y se las puso. Había una carpeta sobre la mesa: Leo siempre pensaba en el trabajo. Lo mismo podría haber estado preparando una declaración de la renta que un robo. De hecho había estudiado contabilidad en la UCLA hasta que se había dado cuenta de que quería manejar su propio dinero y no el ajeno.
Cassie se acercó y se sentó frente a Leo, en la silla con acolchado de cuero. Observó un colgante de monedas rojas que pendía del techo, justo encima de la mesa. Leo captó su mirada e hizo una señal hacia las monedas.
– Ése es el antídoto, el remedio.
– ¿El antídoto para qué?
– Es por el feng shui. Son monedas del I Ching, solucionan la falta de armonía, por eso las he colgado aquí. Mi lugar de trabajo es el más importante de la casa. -Hizo un ademán hacia el escritorio y abrió la carpeta.
– Leo, siempre has sido un paranoico, pero me parece que has perdido la cordura definitivamente.
– No, creo en esto. ¡Y funciona! Y la otra cosa son las estrellas. Ahora consulto los astros antes de hacer un plan.
– No me estás inspirando confianza. ¿Quieres decir que le pides a un astrólogo que bendiga tus pasos? Leo, no te parece…
– No le pregunto ni le cuento nada a nadie. Lo hago yo, ¿ves?
Se volvió y señaló una hilera de volúmenes sostenidos entre sujetalibros en un aparador situado tras él. Los títulos no dejaban lugar a dudas: Calendario de lunasvacías de curso e Invertir en las estrellas eran dos ejemplos.
– Leo, antes te limitabas a citar a tu abuelo judío que decía cosas como «nunca cojas un penique con la cara hacia abajo». ¿Qué pasa con él?
– Sigo creyendo en él. Creo en todo. Lo importante es creer en algo. No confiar, sino creer. Es distinto. Creo en estas cosas y eso me ayuda a hacer lo que tengo que hacer para conseguir lo que quiero conseguir.
Cassie pensó que esa filosofía no podía haber surgido en ningún otro lugar que no fuera California.
– Eso es lo hermoso -decía Leo-. Estoy protegido en todas las direcciones. Es bueno contar con una ventaja, Cass. Max siempre lo decía, ¿recuerdas?
Cassie asintió con gravedad.
– Lo recuerdo.
Se instaló una pausa de incómodo silencio y recuerdos tristes. Cassie miró hacia la piscina y se acordó de una noche en la que se echó a nadar con Max después de que creyeran que Leo dormía. Entonces la luz de la piscina se encendió e iluminó sus cuerpos desnudos.
Por fin miró a Leo, que había abierto la carpeta. Había un fajo de billetes de cien dólares de más de medio centímetro de grosor, junto con una página de notas indescifrables garabateadas en hojas arrancadas de un bloc. Una de las precauciones de Leo consistía en tomar notas en un lenguaje codificado que sólo él conocía.
– Bueno, ¿por dónde empiezo? -se preguntó a sí mismo.
– ¿Qué tal si empiezas por el motivo por el cual no me iba a gustar?
Leo se reclinó en su silla y miró a Cassie durante unos segundos.
– Bueno -dijo Cassie al cabo-, ¿vas a decírmelo o está escrito en las estrellas para que yo lo lea?
Leo no hizo caso de la burla.
– Éste es el trato. Como te avisé, es en Las Vegas y me han dicho que se trata de mucho dinero en efectivo. Pero es un encargo y…
– ¿De quién?
– Una gente, es todo lo que necesitas saber. Todo el mundo tiene su parte, y nadie se conoce entre sí. Ni siquiera yo los conozco. Tenemos a un tipo vigilando al objetivo ahora mismo y para mí es sólo una voz en el teléfono que me cuenta cosas. No tengo ni idea de quién es. A mí me conoce por teléfono y no sabe nada de ti, ¿entiendes? De esta manera es más seguro. Los diferentes participantes tienen piezas distintas del puzzle, pero nadie ve el puzzle completo, sólo la pieza que tiene que colocar.
– Está bien, Leo, pero no me refiero a los pequeños participantes. Tú conoces a las personas que han encargado esto, ¿verdad?
– Sí, los conozco. He hecho negocios con ellos en el pasado. Son gente de fiar, de hecho, son inversores. -Señaló a las cajas de champaña de la pared.
– De acuerdo -dijo Cassie-, mientras tú respondas por ellos. ¿Qué más no iba a gustarme de esta historia?
– ¿Qué más? Lo principal es que es en el Cleo.
– ¡Joder!
– Lo sé, lo sé.
Leo levantó las manos como para dar a entender que se rendía, luego se reclinó en la silla y se quitó las gafas. Se puso una de las patillas en la comisura de los labios y dejó que las gafas colgarán de su boca.
– Leo, ¿esperas que no sólo vuelva a Las Vegas, sino que vuelva a ese sitio después de lo que pasó?
– Ya sé.
– No pienso volver a poner los pies en ese maldito lugar nunca más.
– Ya sé.
Cassie se levantó y se quedó de pie con la cara a pocos centímetros de una puerta corredera. Volvió a mirar hacia la piscina, donde la aspiradora seguía trabajando. El constante movimiento adelante y atrás le recordó su propia existencia.
Leo volvió a ponerse las gafas y le habló con voz calma y mesurada.
– ¿Puedo decir algo?
Ella le dio permiso para continuar con un ademán, pero siguió sin mirarle a la cara.
– Muy bien, recordemos algo. Fuiste tú quien llamó, no yo. Me pediste que te preparase un trabajo y me dijiste que querías que fuera algo gordo y pronto. Y querías que fuera efectivo. Te he conseguido todo eso, ¿no es cierto? -Esperó una respuesta, pero ésta no llegó-. Tomaré tu silencio como un sí. Bueno, Cass, éste es el trabajo.
Ella se volvió para mirarle.
– Pero no dije que…
Leo levantó la mano para interrumpirla.
– Déjame terminar. Lo único que estoy diciendo es que te lo ofrezco para que lo consideres. Si no te interesa, no pasa nada. Haré algunas llamadas y conseguiré a alguien. Pero, chiquilla, tú eras la mejor que he conocido en este oficio. Si alguna vez he conocido a una auténtica artista, ésa eres tú. Incluso Max habría estado de acuerdo. Él era el maestro, pero la alumna salió aventajada. Por eso, cuando esos tipos vinieron a hablarme de este asunto, empecé a pensar que tú eras la persona adecuada. Pero yo no te fuerzo a hacer nada, ya surgirá otra cosa y te llamaré. No sé cuándo será, pero tú seguirás siendo la primera de mi lista. Siempre serás la primera, Cassie. Siempre.
Ella regresó despacio a su silla y tomó asiento.
– Tú eres el artista, Leo. Un gran artista de la mentira. Este discursito es tu manera de decir que debería hacerlo, ¿verdad?
– Yo no he dicho eso.
– No hace falta. Es sólo que, Leo, tú crees en tus astros, en tus monedas del I Ching y en todo eso. Lo único en lo que yo tengo que creer es que aquella noche…, que allí había un fantasma o algo. Una maldición. Y estaba en nosotros o en el lugar. Durante seis años me he estado convenciendo de que el problema no era nuestro, sino del lugar. Y ahora tú…, tú quieres que vuelva allí.
Leo cerró la carpeta. Cassie vio que el fajo de billetes desaparecía.
– No quiero que hagas nada contra tu voluntad. Pero ahora tengo que hacer algunas llamadas, Cass. Necesito preparar esto con alguien, porque el trabajo hay que hacerlo mañana por la noche. Se supone que el objetivo se va el jueves por la mañana.
Cassie tuvo la extraña sensación de que si dejaba pasar ese trabajo no habría ningún otro, y no sabía bien si era porque Leo no iba a confiar en ella o por otro motivo. Era una especie de premonición. Por su cabeza pasó la escena de una playa y de una ola que rompía y borraba las letras escritas en la arena. Antes de que Cassie las hubiera leído ya no estaban, pero conocía el mensaje: acepta el trabajo.
– ¿Cuál es mi parte si acepto?
Leo la miró y vaciló.
– ¿Estás segura de que quieres saberlo?
Ella asintió. Leo abrió de nuevo la carpeta y extrajo la hoja de debajo del fajo de billetes. Habló mientras revisaba sus notas.
– Muy bien, éste es el trato. Nos quedamos los primeros cien y el cuarenta por ciento del resto. Ellos han estado vigilándolo. Creen que lleva quinientos mil en un maletín, todo en efectivo. Si es así, nos corresponden doscientos sesenta. Lo reparto sesenta cuarenta, para ti la mejor parte. Más de ciento cincuenta mil para ti. No sé si es lo bastante para desaparecer permanentemente, pero es un punto de partida de puta madre y no está nada mal para una noche de trabajo. -Leo miró a Cassie.
– Tampoco está nada mal para ellos -dijo ella-. Doscientos cuarenta por el morro.
– Por el morro no. Ellos encontraron al objetivo. Eso es lo más importante, y también tienen a alguien dentro que te facilitará las cosas. -Hizo una pausa para que ella asimilara los detalles del caso y las cantidades de las que estaban hablando-. ¿Te interesa ahora?
Cassie pensó un momento.
– No sabes cuándo tendrás otra cosa, ¿no?
– Nunca lo sé. Ahora mismo es todo lo que tengo, pero para ser sincero no contaría con que el próximo sea tan gordo como éste. Probablemente harán falta dos o tres acciones para juntar tanto dinero. Este es el gordo, éste es el que querías.
Leo se recostó en la silla, la miró por encima de las gafas y aguardó. Ella comprendió que Leo había sabido jugar sus cartas. Le había dejado alejarse, pero estaba tirando de nuevo de la cuerda. Estaba atrapada y él lo sabía. Un trabajo con un beneficio potencial de ciento cincuenta mil no se presentaba a menudo. Lo máximo que ella y Max habían sacado fueron sesenta mil dólares que le robaron al ayudante de un sultán de Brunei. Para el sultán era calderilla, pero ella y Max lo habían celebrado hasta el amanecer en el Aces and Eights de North Las Vegas.
– De acuerdo -dijo ella por fin-. Me interesa. Hablemos de ello.