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Sí, ya sé, inspector Méndez. Sé que usted no se da prisa en detenerme -entre otras cosas, porque no se da prisa para nada-, pero de todos modos vendrá a buscarme muy pronto, porque el juez ya ha dado la orden. Y es seguro que en Comisaría le encargarán de la detención a usted, que es especialista en perseguir a delincuentes que no se escapan.
La verdad es que yo no pienso escaparme, y además le dejaré escrita esta carta, para facilitarle las cosas.
Usted me detendrá para acusarme de un delito de lesiones, porque arrojé un televisor a la cabeza de mi mujer, aunque sin dañarla apenas. Pero reconozco que ya es bastante en esta triste época que vivimos, llena de mujeres agredidas. Y encima pensará que soy un imbécil y no sé responder de mis actos, porque todo lo que hice después de la agresión fue bajar a la calle y ponerme a llorar junto a un niño.
Pero a usted quiero decirle la verdad, señor Méndez, quiero decirle por qué llegué a todo eso. Usted debe de saber ya que vivo en un barrio sombrío de Barcelona, que las únicas ventanas de mi casa dan a una pared, y que por lo tanto no tengo un mundo exterior que valga la pena. Me levanto y sólo tengo delante una pared iluminada por el sol, me acuesto y sólo tengo delante una pared iluminada por la luna.
Sí, ya sé que hay mucha gente que vive así en los barrios bajos de esta ciudad, y que eso tiene un remedio: la gente no mira hacia afuera, sino hacia dentro. Cierra las ventanas e instala un televisor por el que ve desfilar el mundo.
A mí también podía haberme pasado esto, pero no me pasaba. Vamos a ver por qué. En primer lugar, mi mujer y yo -un matrimonio sin hijos- éramos tan pobres que sólo podíamos disponer de televisores pequeñitos y baratos, en los que apenas se podían ver las cosas. Usted me dirá que eso no es normal, porque hasta la gente más miserable, la que apenas puede comer, se gasta lo que no tiene en un televisor de gran tamaño, porque es mejor ver la vida de los otros que ver tu propia vida. Pero es que mi vida valía la pena, señor Méndez, y yo no necesitaba ninguna otra. Además yo tenía una segunda razón para no querer que un televisor fuera el rey de mi casa.
Con mi mujer hablábamos en torno a la mesa familiar, que era el centro de nuestras vidas. En otra época ese centro había sido la cama, pero ahora ya no. Qué le vamos a hacer. La mesa nos servía para hablar de nosotros mismos, de la calle, del trabajo, de la ciudad: de ese algo tan duro, pero tan apasionante, que se llama Barcelona. A veces, los domingos, venía a vernos algún vecino y echábamos una partidita. Los vecinos eran como nosotros, y a veces pienso que en conjunto, en aquella escalera de pobres, hecha de sueños baratos, todos éramos una familia.
Luego las cosas empezaron a cambiar. Qué le voy a explicar a usted, señor Méndez, que tantas veces ha visto morir y nacer el barrio. Los televisores se vendían ya a precios relativamente más baratos que antes. Ganaron en técnica y en perfección. Ganaron también en programas, de tal modo que cuando antes sólo ofrecían dos cosas, ahora habían pasado a ofrecer diez. La gente no sólo podía seguir los deportes -que a mí no me han apasionado nunca, porque sólo son un toma y daca del dinero- sino también los seriales, los reportajes de las grandes bodas y sobre todo los chismes, montañas de chismes, señor Méndez, en sesiones donde unos cuantos hijos de puta se reúnen ante las cámaras para hablar de lo hijos de puta que son los otros. Puedes saber si un banquero le ha puesto piso a una cabaretera (y encima conocer la opinión que tienen del caso la cabaretera y la esposa legítima del pagano). Saber si una cabaretera le ha puesto piso a un cubano, y si ambos han decidido bautizar por el rito copto al hijo que les acaba de nacer. Enterarte del tamaño de los cuernos que tienen muchos respetables personajes de la vida nacional. Numerar los divorcios. Calcular lo que puede haber cobrado determinada «miss» por el uso de su coño, y determinar, por tanto, si tiene el coño de platino o solamente de oro, lo cual originará entre los telespectadores grandes controversias, e incluso enemistades para toda la vida, porque siempre habrá quien diga que si una vecina sabe el valor de un coño es porque antes lo ha vendido.
Yo le diría también, señor Méndez, que todos los gobiernos han tenido interés en aumentar con eso la idiotez colectiva, porque así la gente no critica, y muchas veces ni piensa. Pero no quiero abordar aquí los grandes temas de la vida nacional, aunque ese es uno de los primeros. Pero sí le diré que en nuestro entorno todo fue cambiando. Primero los vecinos: ya no venían a nuestra casa a hablar o echar una partidita, porque ver el programa del domingo valía más que ver nuestro comedor o nuestra cara. Segundo, mi mujer: se dio cuenta de que yo no le enseñaba nada del mundo, y la televisión sí. La pequeñez de nuestra vida se le fue metiendo dentro, y entonces se dio cuenta, repito, de que el televisor nuevo le permitía vivir, como si fueran suyas, otras vidas más grandes.
Por lo tanto perdió el gusto de hablar conmigo, pero le juro, señor Méndez, que yo no perdí nunca el gusto de hablar con ella. Mi mujer era la persona que yo había elegido para compartir mi vida, y nunca entendí por qué tenía que
compartirla con un cacharro comprado a plazos, y menos con las presuntas sesiones de cama de un director general con un diplomático. Pero la cosa era imparable y se ve que ya no tenía remedio: durante las comidas y las cenas ya no hablamos. Era el televisor el que hablaba por nosotros.
Me di cuenta de que el televisor-que tenía que haber unido a las familias en un diván, frente a la pantalla- las dispersaba. En la mesa familiar se resolvían antes los problemas de la casa, pero ahora en la mesa no se hablaba, lo cual tal vez signifique -yo soy un poco tonto en eso- que las familias ya no tienen problemas. Otro motivo de dispersión era que a nadie le gustaban los mismos programas, de tal modo que cada persona necesitaba un televisor distinto. A tantas habitaciones, tantos televisores para unas personas que cada vez se conocían más de lejos.
En mi casa pasó lo mismo que en todas las otras. No podíamos tener apenas nada, pero en cambio teníamos un televisor de los más grandotes, lleno de mandos a distancia, antirreflejos, pantallas panorámicas y estereofonías, de modo que por poco no nos lo sirven con mueble bar, microondas y bidé. El instalador nos dijo que eso era sólo el principio, que pronto podríamos captar imágenes por medio de unos satélites instalados en Marte.
Entonces empezaron mis desgracias, inspector Méndez, y lo que quedaba de mi vida se llenó de negros presagios. Un día me di cuenta de que ni mi mujer ni yo hablábamos ya en el comedor, que ella no sabía lo que me pasaba ni yo sabía lo que le pasaba a ella. Nuestras comidas llegaron a estar atravesadas por impenetrables silencios: sólo el tío o la tía de la pantalla hablaban, sólo ellos eran nuestro pensamiento, nuestra alma, el centro de nuestro mundo. Mi mujer decía a veces: «Es que así nuestro mundo se ensancha». Tal vez sí, pero ya no era nuestro.
Incluso llegué a intuir que a ella le molestaba mi presencia en la mesa, porque la distraía con mis observaciones. «Me han dicho hoy en el trabajo que…» «Por favor, cállate», contestaba con cortesía, pero con firmeza. Más tarde la firmeza se mantuvo, pero la cortesía ya no: «Y a mí qué me importa lo que te digan en el jodido trabajo, si no vas a cambiar nada. ¡Cállate!».
En estos casos ya sabe usted que lo mejor es no discutir, aunque el hecho de que no discutas no significa que no pienses. Me vino a la cabeza que si mi mujer y yo no teníamos temas comunes para hablar, ello se debía a que éramos pobres sin grandes perspectivas, y sobre todo -lo más importante, lo básico- a que no teníamos un hijo.
Entonces, inspector Méndez, hice dos cosas, las dos en orden correlativo. La primera y más fácil fue aceptar un cambio de horario en el trabajo, para llegar a comer a casa algo más tarde, ya que me dije: «Entonces mi mujer ya no estará en la hora punta de la tele y podrá sentarse un rato a mi lado, para que charlemos». Pero qué coño. Yo no sabía entonces que las horas puntas de la tele son exactamente todas las horas. O sea que aguántate. Cuando yo llegaba estaban pasando uno de sus programas favoritos, tres telenovelas (una detrás de otra, claro), a las que seguía una especie de confesión pública donde unas señoras explicaban sus pecados, pero con preferencia los pecados de sus maridos. Mi mujer me gritaba, sirviéndome la comida a golpes: «¡Y encima vienes ahora!».
La segunda cosa que por orden correlativo hice, inspector, fue remediar el hecho de que no tuviéramos un hijo. Los hijos unen, según se dice, y si no unen, al menos hacen hablar a los padres. Pero usted ya debe de haber leído en el atestado que somos un matrimonio estéril, la cual cosa tenía mal remedio cuando éramos jóvenes, pero ahora muchísimo peor. Y como no teníamos pasta para adoptar un chaval, ni perspectiva de tenerla, decidí que podía acompañarnos el hijo de unos vecinos que estaba todo el día solo en casa. El hijo de los vecinos vino encantado al comprobar que nuestra tele era diez veces más grande que la suya, y enseguida descubrió que tenía unos videojuegos, cosa que ni mi mujer ni yo hubiéramos podido descubrir jamás. Yo creo que, en cuestión de apretar botoncitos, todos los chavales nacen ingenieros ahora. Se sentaba en la alfombra, tomaba el mando a distancia y dale que dale, se hartaba de matar en la pantalla a unos extraños seres cuya muerte no le importaba a nadie, porque por lo visto eran marcianos, o al menos inmigrantes sin papeles.
El remedio, amigo inspector que ha de perseguirme, fue peor que el mal. Mi mujer, hastiada de no tener el televisor para ella, echó de casa al hijo de los vecinos (que también nos echaron de la suya) y encima dejó de hablarme del todo: en el comedor, en el pasillo de casa, en la cocina, y ya no digamos en el dormitorio. Cuando terminaba el último programa de la noche, se quedaba dormida como un tronco sin ni siquiera apagar el cacharro. Así ya me dirá usted si podíamos soñar en llegar a tener un hijo.
Solamente, al cabo de unos días, abrió la boca para hablarme. Yo me dispuse a oírla, lleno de esperanza. Pero lo único que me dijo fue:
– Tienes que trabajar más para que podamos abonarnos a unas cadenas de pago que están muy bien, y que al fin y al cabo ya tiene todo el mundo. Lo que ahora podemos ver es una auténtica birria. De modo que… ¡espabila!
Fue entonces cuando le aticé con el cacharro, cuando le di a traición y con todas las agravantes del caso. Y fue entonces también cuando bajé a la calle, donde aquel chaval de los vecinos se puso a hablar conmigo. Me dijo que nunca veía a sus padres, y que cuando éstos llegaban, lo primero que hacían era enchufar el televisor, o sea que no hablaban con él. No llegaba a hablar con nadie, de modo que me daba las gracias por estar a su lado.
Y también fue entonces, inspector Méndez, cuando, para vergüenza mía, me puse a llorar.