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UNA FELICIDAD ASÍ DE PEQUEÑITA

Todos los barceloneses saben que Méndez trabaja -o dice trabajar- en la Comisaría de un barrio miserable. Todos saben también que no tiene ningún plus -o sea vive del sueldo pelado-, por lo cual no puede permitirse más lujo que comprar libros y encima leerlos, lo cual acabará con su salud. Todos están enterados, en fin, de que Méndez se ilusiona con las mujeres, pero no tiene ninguna fuerza en la cama, lo cual le ha originado una serie de reclamaciones a las que no sabe cómo hacer frente.

Por eso hubo juerga general en la Comisaría cuando Méndez les dijo a sus compañeros que se iba a visitar a una viuda.

En la mente calenturienta del funcionario español siempre ha estado escrito el axioma de que las viudas lloran al macho ausente pero necesitan cambiarlo por otro. Por lo tanto la viuda es una presa fácil, con la única condición de que hayan transcurrido más de cuarenta y ocho horas desde el sepelio. Todos los funcionarios españoles mueren convencidos de ello, aunque nunca hayan tenido una oportunidad, según parece por pura mala suerte.

Hubo gritos de ánimo para Méndez:

– ¡No la dejes escapar!

– ¡Agárrala en la puerta!

– ¡Dale una lupa para que te la vea!

Pero Méndez marchó muy dignamente, y en lugar de ir cuanto antes a casa de la viuda pasó primero por el despacho de un notario. Le atendió una chica redondita, culona, con gafas, de las que siempre le habían gustado a Méndez porque, según él, se dejaban tocar las rodillas por debajo de la mesa, y para disimular recitaban en voz alta la Ley Hipotecaria.

Pero la chica redondita, culona y con gafas no se dejó tocar nada. Le dijo a Méndez:

– Ya tengo toda la documentación lista. El jefe le ha dado número de protocolo esta mañana.

– Pues muchas gracias.

– Después de la sentencia judicial condenando al estafador, se han modificado los datos del Registro de la Propiedad y el piso vuelve a estar a nombre de la auténtica dueña. Cuando usted le dé los papeles, tendrá una gran alegría. Se ha tomado muchas molestias, señor Méndez.

– Creí que era mi deber.

– Espero que la viuda se lo agradezca.

Y la empleada de la notaría le miró de refilón, mientras nacía un destello en el fondo de sus gafitas de niña buena. «Coño», pensó Méndez, «tenía buenas piernas, buen culo y buena piel, pero también mala leche. Creía que toda viuda bien nacida no tiene más remedio que agradecer los detalles».

Claro que en el fondo era como para sentirse halagado. Porque pensaba que Méndez aún se mantenía joven y era capaz de corresponder a la gratitud.

Tomó los papeles y dijo con una sonrisa de funcionario desengañado:

– Lástima que usted no tenga que agradecerme nada.

Un sexto piso con el ascensor estropeado porque los vecinos lo sobrecargan de peso y no hay dinero para arreglarlo. Una puerta metálica donde alguien ha dejado escritas las normas de la felicidad perfecta: «Follate a la Anita». O: «Lolita, la del tercero, lo hace bien». En la misma puerta hay una consigna de aliento para que la gente use el ascensor: «Cabrón el que suba». A Méndez le hubiera gustado ser cabrón, pero el ascensor no funcionaba.

Menos mal que sólo eran seis pisos, porque el bloque tenía diecisiete. A partir del tercero, Méndez quedó sin aliento y empezó a maldecir todos los tabacos selectos que había fumado en su vida, procedentes la mayor parte de las cárceles municipales y los cuarteles de la Legión. En el cuarto ya se ahogaba, en el quinto pensó en la conveniencia de pedir los santos viáticos y al llegar al sexto ya estaba en plenorigor mortis.

Menos mal que le esperaba la viuda, dispuesta a ser agradecida como fuese. La culona de la notaría ya debía de estar pensando que recibiría a Méndez con faldita corta, liguero y medias negras.

La viuda abrió.

– Hola, señor Méndez.

Era joven, pero ya tenía el cabello casi blanco. Las piernas insinuaban esas varices que una mujer cultiva sin saberlo cuando se pasa la vida de pie. Las manos estaban hinchadas por el contacto con detergentes, lejías, aguas sucias y toda clase de líquidos urbanos. La piel gastada albergaba en su fondo los gusanos del tiempo que aún habían de nacer.

La mujer sostuvo la puerta y le invitó a pasar a una sala desde la que se veían otras torres iguales, bloques ¡guales, barrancos que bajaban hasta la autopista, árboles comidos por orinas vecinales, containers con gatos de plantilla, tuberías rotas por las que se deslizaban líquidos esponjosos, bolitas negras y cacas gratinadas. Toda Ciutat Meridiana era un Manhattan de torres de ladrillo y antenas, pero edificado sobre barrancos llenos de coches, bolsas de basura y hogares del jubilado. Las calles subían hacia la montaña y bajaban hacia el abismo sin un solo rincón que mereciese tener un nombre. Una autopista a la derecha, otra a la izquierda y en medio aquella erupción volcánica.

– Pase usted, señor Méndez.

Cuando los inmigrantes ya no cupieron en el corazón barato de la ciudad, o sea el barrio de Méndez, fueron desplazados a lugares más remotos, como Montjuïc y el Carmelo, montañas que adornaron con una corona de barracas. O a las playas de Pekín, Marbella y Somorrostro, donde los temporales se llevaban las chabolas y donde los policías franquistas despertaban a los vecinos cada amanecer, fusilando cara al mar a unos cuantos rojos malnacidos. O al final del Cementerio Nuevo -que, por supuesto, es el antiguo- sobre cuyas paredes exteriores se asentaban las barracas. Por descontado, no convenía profundizar demasiado en aquellas paredes, a no ser que se quisiera entablar amistad con los muertos.

Claro que había sitios mejores -pensó siempre Méndez, mientras se ilusionaba con la prosperidad del país- como La Bordeta, Pueblo Nuevo y el Clot, donde tampoco cupieron. Entonces se construyó dentro de la ciudad una autopista llena de semáforos y bordeada por rascacielos para pobres que habían dejado de ser pobres. Se llamaba Avenida Meridiana, y Méndez evitó siempre pasar por ella, no fuese a pillar una corriente de aire. Pero eso era para ricos ex-pobres, y lo que abundaba eran los pobres que no habían llegado a ser ex, los cuales seguían sin caber en ninguna parte. Se les envió a una ciudad artificial llamada «San Ildefonso», que al no ser ciudad recibió el nombre de «Satélite», o a las barriadas de Verdún y Torre Baró, en la montaña, donde los pobres que nunca serían ex se construyeron sus propias calles y sus propias cloacas los domingos por la mañana. También llenaron Hospitalet, que no era capital -como San Ildefonso no era ciudad- pero se convirtió en una de las capitales más importantes de España.

– Siéntese en la salita-comedor, señor Méndez. Mire, desde aquí hay una buena vista.

Los otros rascacielos, los barrancos, las luces de la autopista, la noche que cae, los vecinos de al lado que se ponen a cantar «España cañí» desaforadamente.

– Le prepararé una copa de coñac.

– Que sea barato.

– Yo sólo lo tengo barato, señor Méndez.

Cuando los inmigrantes ya no cupieron en las ciudades naturales ni artificiales, se les envió más lejos. Por ejemplo a Rubí, más allá del Tibidabo, que antes estaba llena de pinos y pronto se llenó de orinales; a Tarrasa y Sabadell, donde los inmigrantes se ahogaron en las inundaciones del año 62, o a Cerdanyola, antes una población tan pequeña y bonita que las familias de medio pelo veraneaban en ella. Los niños y las mujeres residían allí, y los viernes por la noche iban los maridos que habían estado trabajando en Barcelona toda la semana. Llenaban por entero un tren cargado de ansiedad al que los vecinos llamaban «el tren de la leche».

Ciudad Meridiana, donde residía la viuda -junto a otras viudas innumerables- no estaba en Barcelona ni dentro de ella. Era un desmonte que todo lo tenía lejos: la ciudad, el trabajo, los autobuses, la esperanza. El director de una caja de ahorros del lugar le había dicho: «De la población que vive aquí, la mitad son ladrones y la otra mitad son policías». Pero ni eso: Ciudad Meridiana no ofrecía tantas emociones.

– Bueno el coñac -elogió Méndez.

– Tenía que haberle comprado otro mejor, pero es que no me ha dado tiempo. Una compañera se puso enferma y he tenido que limpiar una oficina extra en el otro lado de Barcelona, en el quinto coño. Te pasas doce horas trabajando y doce horas para ir y venir. Estoy tan reventada que ni la tele pongo.

– Le entiendo muy bien -susurró Méndez-. A mí ya sabe que no me gusta moverme de Ciudad Vieja, donde lo tengo todo a mano. Para venir aquí he de tomar antes un reconstituyente.

Y tendió a la mujer los papeles que le habían dado en la notaría.

– Tome, aquí está todo. Guárdelo bien.

– Nunca podré pagárselo, señor Méndez.

– Tampoco hace falta que me lo pague.

– Es que con dos hijos para criar, esto es lo más importante de mi vida, se lo juro. Mi marido, cuando ya estaba enfermo de muerte, me dijo: «Mira, al menos te dejo pagado el piso». Pero qué leches de pagado. Los de la Inmobiliaria habían colado bajo mano una hipoteca de no veas, y resulta que lo debíamos todo. Si ustedes, los de la policía, no llegan a desmontar la estafa, aún estaríamos igual.

– No fuimos nosotros, sino los abogados de los vecinos -dijo Méndez-. La policía hizo poca cosa, y mucho menos yo. Yo sólo persigo a gentes que roban un paquete de tabaco o pellizcan el culo de una señora en un autobús.

– Pero usted se preocupó de llevar la sentencia del juez al notario, ir al registrador de la Propiedad, hacer que los papeles volvieran a estar bien. Son esos detalles en los que una mujer como yo se encuentra sola y no sabe qué hacer.

– Bueno, pues no la molesto más. Usted tiene que estar cansada.

– Más lo estaba ayer. Ayer tuve que limpiar la oficina extra que le digo, y encima otra. Ah… Y además andaba la mar de apurada, porque creí que era ayer cuando usted vendría.

– Es verdad, tenía que venir ayer -se disculpó Méndez-, pero es que a última hora me llamaron para un programa de radio.

– ¿Para un programa de radio usted?…

– Es verdad, hay emisoras que siempre se están exponiendo a que les baje la audiencia. Pero se ve que llaman a personas de todas clases y les preguntan si saben lo que es la felicidad.

– ¿La felicidad? ¿Y lo sabe alguien?

– Yo, al menos, no. Supongo que contesté muy mal y no resolví nada. Sólo se me ocurrió decir que la felicidad es algo tan extraño y tan volátil que existe sin existir, no sé cómo explicarlo. Vamos, que cuando la felicidad no existe te das cuenta enseguida, pero cuando existe resulta que no te enteras. Los de la radio se hicieron un lío, yo también, y los oyentes supongo que cambiaron de emisora o se fueron al otro lado de la casa a hacer un pipí. Pero es verdad eso que le digo: cuando la tienes no te enteras, quizá porque es sólo un momento. Antes de que me echaran del estudio se me ocurrió incluso añadir una cosa que había dicho Benjamín Franklin.

– ¿Benjamín queeeeé?

– Era un norteamericano, uno de los padres de la Constitución, un tío que dijo que todos tenemos derecho a buscar la felicidad. Bueno, buscarla es muy sencillo, pero encontrarla es otra cosa. De todos modos, supongo que es bueno que Franklin lo dijera, porque los de arriba siempre te dicen que lo único que has de hacer es joderte. En fin, ese mismo hombre dijo que si sumáramos todos los momentos de felicidad de nuestra vida, estos no llegarían a veinticuatro horas. No parece muy estimulante, pero creo que tenía razón.

– No veo que ese hombre fuera un genio, si sólo dijo eso.

– También inventó el pararrayos.

– Ah, entonces es distinto.

– Total -recapituló Méndez-, que en la radio nos quedamos sin saber qué es la felicidad.

– En la radio y en todas partes.

– Supongo que no volverán a llamarme nunca más -suspiró Méndez-. En fin, estupendo este coñac, señora. No he probado uno mejor desde que estuve en Ceuta.

Se puso en pie y fue hacia la puerta, dando la espalda a todas las prosperidades enmarcadas en el paisaje de la ventana. Imaginó lo que sería la vuelta, resbalando por los desmontes hasta la ciudad lejana, que ahora se había convertido sencillamente en una masa de coches también llenos de prosperidad. Pero recordó que en la radio le habían echado, como ocurre siempre, sin dejarle decir todo lo que tenía que decir. Medio apoyado en la jamba de una puerta, musitó:

– ¿Sabe qué pienso a veces? Que nuestra felicidad es tan complicada que a la hora de la verdad nos pasamos la vida disfrutando la felicidad de los otros. Por ejemplo, el hombre que sólo vive para la alegría de su equipo cuando marca un gol. O para el triunfo de su ídolo en una película. O la de su líder político, con la calle llena de banderas que a la hora de la verdad sólo quedarán para el recuerdo de las fotos. Y también la de la mujer que ayer se extasió viendo la cantidad de baños que tenía la casa de Isabel Preysler, y hoy se extasía al enterarse de que miss Universo se ha casado con el amor de toda su vida. Eso. Resulta que los desgraciados vivimos la felicidad de los otros, porque es nuestro derecho. Eh… ¿Adonde va?

– A ver si los niños duermen. Perdone, señor Méndez.

El viejo policía fue tras ella, y se detuvo en el umbral. Los dos pequeños, el mayor de cuatro años, descansaban en una misma cama. La mujer hundió los hombros con cansancio, pero sonrió. En su mirada se detuvo el tiempo.

– Lástima que no haya estado usted en la radio en mi lugar -dijo Méndez en voz muy baja-. Hubiese explicado lo que es la felicidad mucho mejor que yo. Seguro.