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LAS MIGAS DE PAN

La importante señorita Bermúdez había sido, en sus mejores años, una putita de la buena sociedad. Méndez, a quien nunca se le despintaba una cara, recordaba haberla visto en esas «revistas del corazón» que hablan de adulterios de famosos, separaciones de banqueros, noviazgos de maricones y bautizos de niños que todavía han de nacer. Esas revistas no las compraba Méndez, pero las llevaban encima todas las cortesanas de la calle cuando se presentaban para denunciar que el vecino de arriba les había hecho perder la virginidad y encima les había robado el bolso.

Pues bien: las putitas de buena sociedad suelen tener más suerte que las putitas de la calle. Ahora la señorita Bermúdez tenía un piso de lujo en los barrios altos, un gran vestuario, un coche deportivo y un peluquero casi exclusivo que de vez en cuando la traicionaba dando hora a otras mujeres de la competencia. Tenía también una suegra quisquillosa y un marido que antes fueplay-boy de buena casa, esbelto y audaz, y que ahora no podía atravesar las puertas no porque hubiese engordado, sino por su amplia cornamenta. En cambio las mujeres de la calle, amigas de Méndez, no tenían más que una habitación sin vistas, un marido fugitivo y el retrato de un hijo pequeño que ahora, de mayor, no las miraba a la cara excepto cuando venía a pedirles dinero.

La señorita Bermúdez-Méndez la llamaba así, y no «señora», porque la recordaba de los viejos tiempos- había estado siempre delgada, pero ahora se le podían numerar todos los huesos porque aún aspiraba a ser modelo de lencería y llevaba años pasando hambre. Su dietista, de gran fama, era conocido como «doctor Auschwitz», pero gracias a ello algunas revistas del corazón aún fotografiaban a miss Bermúdez elogiando su esbeltez, su elegancia y su figura más bien sinuosa, que según un pie de foto «estaba dotada con todas las maravillas de la ingravidez». En otra revista del ramo se defendía a la Bermúdez de las insinuaciones de infidelidad, diciendo que el marido podía estar tranquilo, «porque una dama de tal esbeltez sólo puede meterse en cama con un ángel».

Esta mañana, sin embargo, la importante señorita y su importante suegra estaban furiosas. Acababan de robarles tres esmeraldas de gran valor, parte esencial de la fortuna de la familia, y no se explicaban cómo. Méndez fue enviado a investigar el caso no porque este correspondiera a su barrio, sino porque había sido trasladado interinamente al departamento de Policía Científica.

En efecto, si alguien conocía las técnicas del robo con escalo era Méndez. Si alguien estaba al tanto de todos los trucos de las cerraduras era Méndez. Y era Méndez, por supuesto, quien sabía de memoria todos los embustes de las damas que fingen un robo, sobre todo si no le inspiraban ninguna pasión, por estar demasiado delgaditas.

Lo primero que hizo Méndez fue examinar la cerradura de seguridad.

– Está intacta -dijo-. Si alguien entró por la puerta, es porque tenía la llave.

– Imposible. Las llaves no se han separado de nosotras ni un momento.

– Pero su marido trabaja fuera y pudo tener un descuido…

– Imposible. Mi marido es la persona más cuidadosa del mundo. Tiene las llaves junto a la de la caja fuerte del Banco, y no las suelta ni para ir al baño.

– Ahora que menciona lo de la caja fuerte del Banco… ¿Por qué no guardaban las esmeraldas allí?

– Las acabábamos de sacar provisionalmente para ir a una boda. Teníamos que devolverlas, pero al día siguiente nos las robaron.

– Entonces, sintiéndolo mucho, tengo que insistir en lo de la llave duplicada -dijo Méndez.

– A ver si lo entiende de una vez, inspector. Teniendo la llave hubieran podido vaciar la casa. Mire, mire… En dos joyeros del dormitorio encontrará alhajas de alto valor, de esas de uso 'frecuente, aunque no pueden ser comparadas con las esmeraldas. Bueno, pues siguen ahí. ¿Usted cree que un ladrón las hubiera despreciado? En el armario hay varios abrigos de piel que no ha tocado nadie. Y en esa pared tiene colgada una pequeña obra de Dalí, muy fácil de llevar. Dígame quién desprecia todo eso. Y encima no hay ni un cajón revuelto. El malparido que fuese vino por las esmeraldas, aunque no entiendo cómo las vio.

– ¿Estaban muy escondidas?

– Muy escondidas. Imposible que las vieran.

Méndez hizo un gesto de duda, porque él tampoco entendía nada. Examinó las ventanas, los accesos a la terraza, los seguros de las diversas puertas, y llegó a la conclusión de que era imposible que alguien hubiese entrado por el aire.

– Es que no queda ni un resquicio… -reconoció-. En algún robo, los delincuentes han utilizado niños pequeños para entrar por sitios muy angostos, pero aquí no ha podido ser. Tal como lo tienen, no pasaría ni una serpiente.

– Pues alguien ha entrado, eso es evidente. Y a ver si espabila, porque con las influencias de mi marido, aquí se le va a caer el pelo a alguien.

– Revisaré los archivos de los «ladrones-artistas» -dijo Méndez humildemente, tocándose la cabeza para resguardarla-. Los hay.

Pero de los archivos no revisó nada, porque ladrones tan artistas no existen. Lo que hizo fue plantearle sus dudas elegantemente al jefe.

– Esos Bermúdez son unos cabrones -dijo.

– Lo son.

– Se han robado ellos mismos las joyas, porque de otro modo no puede ser. Quieren cobrar el seguro.

– Méndez, un hombre de su experiencia sabe, aunque esté bebido, que en esos casos el falsario revuelve el piso y deja alguna pista para que el robo se haga evidente.

– Es verdad. Eso tampoco cuadra.

– Encima, me acaba de telefonear el marido para amenazarme con sus influencias. A la fuerza ha de tenerlas, porque su mujer se ha acostado con más de un ministro. Pero me ha dicho también que la familia no tenía aseguradas las joyas.

Méndez pestañeó, confundido. Cada vez lo entendía menos.

– Quizá las esmeraldas no existen -susurró, en el colmo de la duda-. Lo que esa gente quiere es un buen escándalo.

– ¿Y para qué?

– Para vender la exclusiva.

– Sería una buena razón, Méndez, pero tampoco sirve. La tía esa, la Bermúdez, ha lucido las joyas en más de una recepción. Es de esas que cobran por la asistencia, y el contrato dice que tiene que llevarlas.

– Pues este es el misterio de las pirámides, jefe.

– Yo tampoco entiendo nada, pero hay que seguir como sea. Aparte de que las esmeraldas valen un pastón, el escándalo social está servido. Todas las revistas del corazón hablarán de esto la semana que viene, diciendo que la Bermúdez puede haber quedado casi arruinada. Ya lo está en parte, créame, aunque la gente no lo sepa, pero eso a mí me importa poco. A esa tía que le den, si encuentran algún sitio por donde darle. Pero lo que me importa es el escándalo.

Méndez, quizá por primera vez en su vida, no sabía adonde acudir. Lo primero que pensó fue dimitir de su recién estrenada Policía Científica, pero no le iban a admitir la renuncia. Lo segundo que pensó fue pedir un permiso por enfermedad, pero ahora, casualmente, Méndez tenía un aspecto sano y presentable. Lo tercero que pensó fue hablar con un moro amigo suyo para fugarse en una patera.

Pero acabó volviendo a la casa de la Bermúdez, quien estaba tomando una aspirina como alimento fuerte de la mañana.

– A ver si averigua algo, inspector, coño, que esto no lo ha podido hacer Jesucristo.

Méndez revisó otra vez la cerradura, los seguros, los accesos, incluso el tiro de la chimenea. Era el caso más inexplicable ante el que se había encontrado nunca. Hizo venir a los expertos en huellas con la esperanza de que hubiese alguna ajena a los habituales de la casa.

Era esencial buscar en los marcos de plata de las fotos, claro. La familia las tenía repartidas por todas partes, luciendo su esplendor: con los duques de Alba, con la ministra de Cultura, con los Reyes en una recepción, con un torero en una boda, con el Papa en una proclamación de santo.

Méndez se mareó.

Aquella gente no era de su mundo.

También había algunas fotos de familia. La suegra ahogada entre nubes de organdí, el marido luciendo su cornamenta junto a la de un ciervo recién abatido, la Bermúdez sentada provocativamente en un diván, tratando de que le metiera mano el ministro de Hacienda.

– ¿Lo consiguió usted? -preguntó a Méndez.

– ¿Conseguir el qué?…

– Nada.

Hizo examinar los bordes de las mesas, los tiradores de puertas y cajones y todos esos sitios donde un ladrón puede dejar aunque sea el borde de una huella. Pero, al parecer, no había nada, o sea que el asunto se hacía más inexplicable cada vez. También examinó por segunda vez los marcos de plata de las fotos de familia.

– Aquí hay una variación -se atrevió a decir a la importante suegra de la importante señorita Bermúdez.

– ¿Qué variación?

– En algunas de las fotos están ustedes con un perro lobo muy joven. Incluso he visto que hay en la cocina una cama para perros, pero él no está. No tiene importancia, aunque me gustaría saberlo. ¿Ha muerto?

Los ojos de la importante suegra y de la importante nuera tuvieron a la vez un brillo gris, despectivo y metálico.

– A la mierda con él -dijo miss Bermúdez.

– ¿Por qué?

– A ver si cree que hay que estar pendiente siempre de un bicho así. Me lo regalaron de cachorro y entonces me hizo gracia, porque quedaba estupendo en las fotos de las revistas, pero luego nos hartamos. Había que sacarlo a pasear, pedir a alguien que lo cuidara si nos íbamos de viaje, darle de comer y beber… A ver si no es insoportable para unas mujeres como nosotras, tan ocupadas, estar siempre pendientes de su comidita y su bebidita. Al final ya no me acuerdo de si le echábamos puntualmente el rancho. Pero no tiene importancia.

– Entonces el perro pasaría hambre…

La suegra se encogió de hombros.

– Puede que sí, pero un perro aguanta, vaya si aguanta. No íbamos a estar pendientes siempre de él, y además hay hambres más importantes en el Tercer Mundo.

– Seguro -dijo Méndez-. Y en el Segundo, y en el Primero.

– Total, que después de la recepción esa en que tuve que lucir las joyas, mi marido se dispuso, a la mañana siguiente, a devolverlas a la caja fuerte del Banco. Pero en eso le llaman urgente desde Madrid diciendo que su madre se está muriendo: no nos quedaba más remedio que ir todos a la máxima velocidad, primero por cariño, como usted comprenderá, y segundo porque puede haber pendiente una buena herencia. De modo que, hala, todos al coche. Ya casi en la puerta, yo me doy cuenta de que las esmeraldas están en casa. ¿Qué hago? Pues lo que un experto me aconsejó una vez: «Las cosas más visibles son las que un ladrón no ve». De modo que sigo al pie de la letra las instrucciones que me dieron para una emergencia. Meto las esmeraldas en unas migas de pan y dejo las migas sobre una mesa. A ver quién les va a hacer caso. Nadie.

Méndez cabeceó.

– Es una medida astuta -dijo-. En efecto, un ladrón haría caso de todo menos de eso.

– Luego tuve otra idea rápida: un viaje en coche es ideal para deshacerse del puñetero perro. De modo que nos lo llevamos, hacemos bastantes kilómetros para que no supiese volver y luego lo arrojamos por la ventanilla. El tío aún nos siguió, y lo estuvimos viendo por el retrovisor no sé cuánto tiempo, porque parecía mentira lo que podía correr. Pero nos lo quitamos de encima y además no sufrió. Ya se habrá buscado por ahí la vida.

– No se la habrá buscado -dijo pensativamente Méndez-. Yo soy muy amigo de los perros vagabundos, y sé por experiencia que ese acabaría muerto en un rincón, con el corazón en la boca. O despanzurrado. En fin, cada uno obra como le parece bien… Y de modo que a la vuelta no encontraron ya las esmeraldas, o sea las migas de pan.

– Pues no. Y no tiene sentido. Ya ha visto que estaban perfectamente escondidas.

– Sí, sí, es cierto… -cabeceó Méndez-. En fin, señorita Bermúdez, veremos si nos aclaran algo las huellas. Ya recibirá nuestras noticias.

Méndez volvió a sus barrios, a sus tabernas conocidas, a sus humildes mujeres amadas. Ante una barra de vinos baratos y coñacs de garrafa estuvo bebiendo más de una hora y brindando por no se sabía quién. Pero estaba perfectamente sereno cuando volvió a entrar en el despacho del jefe.

– Ya he resuelto el misterio. Oiga…

Y lo contó todo, mientras el jefe sacaba del fondo de la mesa una botella para brindar él también.

Luego murmuró con una risita de conejo:

– De modo que el pobre perro hambriento se comió en dos segundos las migas de pan, sin que se dieran cuenta.

– Exacto. Y poco después lo arrojaban por la ventana. Lo siento, pero la esmeraldas no aparecerán jamás. ¿Qué le decimos a esa tía, la Bermúdez?

– No le diga nada. Que siga sufriendo y buscando debajo de las camas. Por mí, que le den.

Méndez cabeceó afirmativamente.

– Lo malo, jefe -susurró-, es que con tanta delgadez no encontrarán ningún sitio por donde darle.