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LOS GEMELOS

– Yo conozco una historia de hermanos gemelos que es conmovedora -dijo Méndez a dos de sus compañeros, muertos de asco aquel domingo por la tarde en el que no pasaba nada, mientras sentían el sol caer como una mano pegajosa en su balcón de la Comisaría-. Es además una historia real y llena de valores morales, por lo cual no es lógico que la cuente yo, que no tengo moral alguna. Pero, en fin, os voy a hablar de esa historia. Aunque me está hundiendo todo este calor, todo este paisaje sin un soplo de aire, en el que hacen la siesta hasta los pájaros. Toda esta sensación de tarde muerta y de mosca viva que, a la que te descuidas, se pone a desovar en tus cojones: no puedo con esta maldita calma de un domingo en los barrios viejos ni con el silencio de esta maldita calle.

Iba a seguir hablando cuando en ese momento, al fin, pasó algo. Uno de los jefes le avisó educadamente, como solía hacer siempre, dada la alta consideración en que todos tenían a Méndez:

– Eh, inspector, no se esté quieto ahí, sin hacer nada y tocándose los huevos como de costumbre. Venga, leches, coño, que han detenido otra vez a ese drogata del carajo mientras robaba un bolso y luego se daba de cabeza contra los árboles de la Rambla. Venga, porque el mariconete ese sólo le hace caso a usted.

– ¿Se ha herido? -preguntó Méndez.

– Y a mí qué me importa.

– Claro, los árboles de la Rambla son históricos, pero la cabeza del drogata no lo es, y por tanto que haga con ella lo que quiera. Está bien, voy. Supongo que lo tendrán en el piso de abajo.

Al drogata lo conocía Méndez muy bien, claro que lo conocía muy bien. Era el Medina, un chico sin padres ni parientes que estaba haciendo terribles esfuerzos para desengancharse de la droga, razón por la cual sufría a veces el mono.

– Eso es lo que tienes ahora, el mono -le dijo Méndez, buen conocedor de todas las desdichas urbanas-. Por eso te aporreabas la cabeza contra los árboles. Pero, burro… ¿No ves que los vas a infectar?

A continuación le pasó amigablemente una mano por el hombro, hizo que se sentara, y él se sentó enfrente. Con voz tranquila le dijo todas esas palabras alentadoras que el Medina podía entender, y que Méndez había ido recogiendo una a una desde el fondo de la calle:

– Mira, chico, esta es una cuestión de cojones. Si aguantas un poco más, Medina, te salvas, Medina, te desenganchas, te liberas, envías a la mierda esta vida que te ha estado enviando a la mierda a ti. Ahora sufres, pero te juro que estás a un solo paso de salvarte. Un poco más de arranque, coño. ¿No lo vas a hacer ni por tu novia?

– No tengo novia, Méndez.

– La tenías.

– La encontré con otro.

Méndez carraspeó.

– Ejem… Bueno, eso le pasa a cualquiera, chico, como por ejemplo a mí. A todas las putas que amo las acabo encontrando siempre con otro.

Volvió a ponerle la mano en el hombro y añadió:

– Al menos lo harás por tu hermano gemelo.

– Y un huevo, Méndez.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque a ver cómo va a tener un hermano gemelo un tipo como yo.

– Pues es la mar de lógico. Tú no conociste a tus padres.

– Ni ganas. Mi madre me entregó en la Maternidad a los cinco minutos de nacer, y de allí al orfelinato. -Pero no naciste solo.

– Déjese de mandangas, Méndez. La primera vez que me contó esa historia me reí. A ver si cree que no me voy a reír ahora.

– Te enseñé los documentos…

– Sí, la certificación de un parto doble ocurrido en la Maternidad más o menos en la fecha de mi nacimiento, que tampoco sé si es cierta. Y el nacimiento de dos tíos llamados Expósito, o sea que podía ser cualquiera. Allí se llamaba Expósito todo el mundo. Además, nos hubieran llevado juntos al orfelinato.

– Eso es verdad, aunque también es verdad que nadie se hubiera preocupado de deciros que erais hermanos. Y encima pasó algo.

– No me lo cuente otra vez, Méndez.

– ¿Por qué?

– Porque me da rabia. Ya es mala leche tener que pensar en eso.

– No es mala leche, Medina: es algo así como una lección. Lo primero que has de aprender es que en la vida, de una forma u otra, todo te lo tienes que ganar. A mí me lo contó todo una persona de confianza de la Maternidad, cuando yo tenía que vigilar por allí a algunas madres delincuentes. La verdad es que aquel día se ve que tuviste mala suerte, y tu hermano gemelo la tuvo muy buena. También he de reconocerte que la vida suele ser así.

El Medina, apodo que le habían puesto porque durante un tiempo vivió con un grupo de moros, estaba quieto, bien sentado, y ya no tenía convulsiones. Méndez pensó que lo peor estaba a punto de acabar. Había obligado al chico a pensar en otra cosa, y de momento eso era lo mejor que podía hacer: además, el Medina ya le miraba con curiosidad, con un principio de confianza, no con un principio de recelo. Le volvió a poner la mano en el hombro.

– Decía que en la vida todo hay que ganárselo porque tu hermano gemelo, en cierto modo, se lo ganó. Cuando aquel matrimonio de ricachos yanquis se presentó para adoptar un niño, cosa que era fácil entonces, tú estabas berreando y tu hermano estaba riendo. Se ve que miró a los ojos a aquel matrimonio. Así, riendo. Y se lo quedaron: se lo quedaron a él y a ti no. Ya ves si es fácil.

El Medina hundió la cabeza, contempló sus pantalones sucios, sus zapatos rotos, sus manos que aún tenían las huellas de las esposas: contempló su inutilidad y su miseria. Estuvo así largo rato, sin atreverse a alzar la cabeza y mirar a Méndez, absorto en una historia que ya era la suya, porque todos estamos dispuestos a creer a quien nos diga que nuestra mala vida es hija de nuestra mala suerte.

Incluso logró sonreír torpemente.

Ya tiene huevos la cosa -murmuró-. Resulta que a mi hermano se lo llevaron por simpático, y a mí me dejaron allí por cabrón. Bueno, eso es lo que dice usted, Méndez.

– La persona que lo presenció tiene muchos años, pero aún vive. Si te empeñas, puedes hablar con ella.

– ¿Y qué?

– Tengo otros documentos. El certificado de adopción de aquellas fechas, por ejemplo. En él consta una dirección de Nueva York, esa ciudad que debe de ser la hostia: no como estas calles donde nos movemos tú y yo, por mucho que las reformen. Bueno, pues tengo la dirección, y hace menos de un año que pedí noticias al Consulado, porque un delincuente había usado el número de tu hermano en una tarjeta de crédito. Bueno, pues aún vive allí, pero ya no es el mismo. Algo asombroso, oye, algo asombroso, como para que a miss España se le corte la regla.

Se puso en pie y añadió:

– Espera.

Fue a su mesa de trabajo, que era la peor porque estaba cerca de los lavabos y de los detenidos. Abrió un cajón, sacó un papel y fue otra vez a la silla del Medina.

– Mira, aquí tienes el informe con la dirección, aunque a ti y a mí nos la traiga floja tanto 33 Street y esas cosas. New York, NY, chico. Y mira los títulos: High School: CVA. Una licenciatura en la Universidad Tecnológica de Massa… no sé qué. Bueno, aquí tiene que decir «Massachussets». De allí salen con una limousine y con un contrato de trabajo millonario. Mira bien, chico.

Los ojos del Medina pasearon atónitos por la hoja del informe, aunque sin leerla porque estaba redactada en inglés. Pero eso, sorprendentemente, aún le daba más credibilidad: un informe en inglés y que viene de New York, N. Y, tiene que ser cosa seria. La mirada del Medina se extravió, sus hombros se hundieron y sus manos cayeron de impotencia.

– Hay que ver lo que vale una sonrisa a tiempo -musitó.

– Y lo que vale un cambio de vida a tiempo.

– No sé qué coño quiere decir, Méndez.

– Claro que lo sabes. Te lo ofrecí una vez y no quisiste perder tu independencia. Pues mira bien lo que te digo: hay centros de desintoxicación donde yo te podría lograr una plaza, y en un año eres un tío nuevo, si pones voluntad. Eso es lo que hay que poner: voluntad y cojones, y hasta hoy tú no has puesto ni una cosa ni otra. Hazlo esta vez, hazlo por tu hermano.

– Y a mí qué me importa mi hermano, el sonrisas ese.

– Te importa porque él puso voluntad: a ver si te crees que en el Niuyó ese de los cojones, y en el Boston ese de los ídem regalan los títulos por correo. Todo lo contrario: en Boston se ve que es la monda. Y si tu hermano, que salió del mismo sitio que tú, lo ha conseguido, ¿por qué tú no? ¿Es que dos gemelos son menos uno que otro? Y además no te pido que fabriques la bomba atómica, sólo te pido que hagas una cura que por tu cuenta ya has empezado a hacer. Fírmame los documentos que yo te voy a dar. Cuando venga tu hermano a España, que yo me encargaré de que venga, quiero que os conozcáis. Pero no quiero que él conozca al Medina, un mierda. Quiero que conozca a un hombre con futuro, al tío cojonudo que en el fondo tú quieres ser.

Y le volvió a poner la mano en su hombro. Por la tensión de los músculos notó que el Medina no estaba hundido ya, que por el contrario quería levantarse y luchar. Cuando volvió los ojos hacia Méndez había en ellos como la insinuación de dos lágrimas.

– Haré lo que usted diga, señor Méndez.

– Buen chico. Mira, el atestado para el juez de lo que has hecho hoy lo redactaré yo, de modo que irás tranquilo. Luego a obedecer lo que yo te diga, ¿eh? A obedecer, hostia.

Cuando Méndez volvió junto a sus compañeros, el sol ya había declinado un poco. Hacía menos calor pero imperaba la misma calma, sobre la calle yacía el mismo silencio de domingo por la tarde, en el aire seguía flotando la misma mosca buscando un sitio para desovar.

Un policía preguntó:

– ¿Qué?

– Arreglado -dijo Méndez.

– Le habrás dado cuatro guantazos, para que aprenda.

– Todo lo contrario.

– ¿Todo lo contrario qué?

– Para que un soldado tenga moral le has de proponer no el ejemplo de un cobarde, sino el ejemplo de un héroe. Yo he aprovechado un informe que tenía de un uso indebido de tarjeta de crédito. Eso es verdad. Pero… ¡coño!… lo que me ha costado montar la historia. Lo que me puede costar mantenerla en el futuro, aunque para entonces el Medina ya se habrá curado.

– O sea que es una historia falsa.

– Sí.

– Eres un cabrón, Méndez. Además, no sé de dónde coño has sacado todo eso.

– Pues de dónde se sacan las mentiras -dijo Méndez-, de una historia real. Lo que os voy a contar sucedió en la guerra civil española.

– Eso fue en tiempos del Arca de Noé.

– Te parece a ti, pero mucha gente que la sufrió aún vive, y mucha gente que murió en ella aún sigue dejando un recuerdo en las esquinas. Sucedió al final de la guerra civil, digo, cuando, según tú, Noé estaba en el arca, y cuando el ejército republicano había perdido toda esperanza. Por eso muchos soldados desertaban, y hubo uno que en la retirada pasó por su pueblo, donde podía haberse escondido perfectamente, pero se despidió sencillamente de sus padres y siguió luchando en primera línea. Era un soldado con un hermano gemelo al que había dejado herido en la batalla del Ebro después de una acción heroica. «He de seguir luchando porque eso es lo que haría mi hermano gemelo», explicó el soldado, «porque es lo que me está pidiendo desde su cama del hospital. Porque quiero ser digno de él».

– Es una historia ejemplar -susurró uno de los policías-. Vaya si lo es. ¿Pero y qué?

– Nada -dijo Méndez-, sólo que cuando esto sucedía el hermano gemelo ya no existía, ya había muerto.