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EL REGALITO

El comisario jefe estuvo a punto de tener un tembleque cuando vio que Méndez, muy serio, envolvía perfectamente en una bolsa para regalo nada menos que un revólver y un libro. Y encima, el revólver era de esos que a veces circulan por las comisarías: un arma clandestina y sin marcar.

– Pero, ¿qué pasa, Méndez? -preguntó-. ¿Va a hacer un regalo con eso?

– Claro que sí -contestó Méndez-, aunque reconozco que hoy día, tal como se están poniendo las cosas, resulta casi más civilizado regalar una pistola que regalar un libro. Pero es que la situación resulta más complicada de lo que usted cree. Tengo una historia.

– ¿Qué historia?

– Verá… A lo peor, ni usted ni yo lo entendemos, pero en el fondo de la vida moderna late una oculta desesperación: no tenemos tiempo para nada. El hombre que quiere ser culto no puede asimilar todos los conocimientos, todas las noticias, todas las sensaciones y todos los libros que llaman continuamente a su puerta.

– ¿Y quién leches le manda ser culto?

– Bueno, pues tengo un amigo lleno de otoños interiores y de ilusiones muertas que quiere serlo. En realidad hay mucha gente así. Allá ellos, digo yo. Que les den por el saco. Pero ese hombre, como tantos otros, compró libros desde niño, los cuidó, los leyó, los amó, hasta que llegó a tener mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Y más tarde dos mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Recuerdo que un día me explicó que había llegado a una conclusión aterradora: contando los años probables de su vida, ya no le quedaba tiempo para leer todo lo que tenía, ni dinero para comprar más libros. Sin embargo el final será hermoso, le dije yo:

– Te morirás en paz y con el tiempo justo para leer tu último libro.

– Me parece bien -gruñó el comisario jefe-. Sobre todo me parece bien que esos pelmazos se mueran.

– Pues las cosas no marcharon así, jefe. Mi amigo se hundió en una especie de angustia cósmica. Dejó de comprar más libros porque ya era inútil. Cada uno que terminaba era como un reloj. Repetía sus cálculos, hablaba con sus médicos, y la fecha final quedaba fijada como una sentencia. «Además», le decían sus banqueros, «será mejor que se muera, porque encima estará sin blanca».

– Coño, Méndez.

– ¿Qué?

– Lo estoy adivinando, maldita sea. Fue entonces cuando usted, que es un cabrón, le prometió regalarle ese día un revólver, para que se fuera sin sufrir.

– Pues sí, es cierto -reconoció Méndez con sonrisa de conejo-. Ya sabe todo el mundo que soy un impío, y encima partidario de que mis amigos se mueran a gusto.

– Y ahora ha llegado el momento…

– Sí.

– Me cago en todos sus muertos, Méndez. Lo voy a detener y dejarlo incomunicado.

– Aún no puede acusarme de nada.

– Es igual. Lo acusaré de comunista.

– Como en los buenos tiempos. Pero deme una oportunidad, jefe. Ha pasado algo terrible.

– ¿Qué?

– Mi amigo no se ha muerto en el plazo previsto. Sus cálculos y los de los médicos fallaron, pero no los de sus banqueros: está sin blanca y sin libros, pero vive. Y no puede comprarse nada más. Por eso…

– ¿Por eso qué?…

– Le llevo un libro y un revólver. Es su última oportunidad para morir dignamente.

– Es usted un cabrito, Méndez.

– Voy mejorando. Antes me ha llamado cabrón.

Y se largó sin que su jefe pudiera impedirlo. Y no pudo impedirlo porque en aquel momento traían entre cuatro a un atracador que intentaba romperlo todo a puntapiés. Méndez, que apenas corría, escapó esta vez como una liebre. Pero volvió sólo dos horas más tarde.

– Mierda -dijo.

– ¿Y ahora qué pasa, Méndez?

– Mi amigo, el que le decía. Resulta que el cabrito es él. Ya no le importa morir en paz y cuando quiera. El tío le ha vendido el revólver a una empresa de seguridad para comprarse diez libros.