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Cuando Méndez, el viejo policía de los barrios bajos, comprendió que podía detener a Melgares, la calle estaba llena de gente y al mismo tiempo llena de soledad. Era esa soledad anónima del día que empieza, de la parada del autobús donde nadie habla a nadie y de los transeúntes agitados que al principio del mes ya empiezan a pensar en el final del mes. Melgares, fugitivo de presidio tras un robo sin demasiada importancia, estaba en la parada del autobús con un perro vagabundo, y por lo tanto era para Méndez una presa fácil.
Además, le habían ordenado buscarlo y detenerlo.
Y es que Méndez era el único policía de Barcelona que sabía que Melgares iba a acudir algún día allí. Tronado, olvidado y viejo, Méndez sabía sin embargo eso, y la razón era sencilla: durante años y años, antes de transformarse en un pequeño delincuente, Melgares había acompañado todas las mañanas a su novia Magda a aquella parada del autobús, cuando ella se dirigía a su trabajo y él a otro. Ahora Magda estaba muerta, y Melgares, cada mañana, pese a saber que la policía le buscaba, seguía acudiendo solo a aquella parada.
Nunca tomaba el autobús. Estaba un rato quieto allí, respiraba la soledad, miraba al vacío y se marchaba seguido por el perro.
Era facilísimo detener a Melgares, una vez conocido aquel secreto sentimental, pero Méndez no lo hizo. Méndez arrastró sus pies por la calle en primavera, fue y le dijo:
– Lárgate de aquí, Melgares. Haz lo que sea, pero vete de la ciudad. Si mañana estás aquí, te llevo a Comisaría acompañado por una banda de música.
Durante una semana, Méndez siguió acudiendo a aquella parada de autobús del suburbio para comprobar que Melgares se había ido. Y en efecto se había ido, pero seguía acudiendo el perro. El perro llegaba, se estaba un rato quieto, aspiraba la soledad y se alejaba con el rabo entre piernas. Era un callejero por derecho propio, como dice una vieja canción de Alberto Cortez. Pero también sentía la soledad.
Méndez lo comprendió muy bien. De la misma forma que Melgares recordaba allí a la novia que ya no aparecería, el perro recordaba allí al amo que no aparecería. Por eso una mañana Méndez fue hacia él, se inclinó, le acarició el lomo, y se lo llevó consigo para tenerlo en su casa.
El comisario, que sabía muy bien que Méndez estaba tras la pista de Melgares, le gritó:
– ¿Pero qué pasa? ¿Aún no ha podido detener a ese tipo?
Y Méndez contestó:
– He detenido a su perro.