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ENGAÑAR A LA MUJER

«El amor se ha hecho para la eternidad, pero el sexo no».

Así pensaba Méndez mientras deambulaba por las calles de su distrito con la mirada perdida, deteniéndose en portales donde no estaba demasiado rato, no fuese que los vecinos llamaran a la fuerza pública. «Por eso el amor, que se ha hecho para la eternidad, tiene poetas, mientras que el sexo, que nace y muere cada día, no tiene apenas poeta alguno», seguía pensando Méndez, que se convertía en un provocador cuando no le encargaban ningún caso, o sea que lo dejaban sin trabajar.

«Esa es la razón», seguía pensando, «de que engañar a la mujer se haya convertido en un arte noble y antiguo, que han practicado hasta los Papas. Aquí están los pequeños hoteles-meublé del distrito, cuyas camas fueron financiadas por el abuelo y rotas por el nieto. Aquí los retratos de mujeres soñadas, que nadie habría reconocido, pero que en un día tuvieron una mirada penetrante y un culo histórico. Aquí los espejos ante los que tantos hombres casados han pedido: "Sobre todo, no se lo digas a nadie'. La historia, los negocios y los amores eternos de la ciudad se han mantenido merced a algo que nadie agradece, que es el secreto de las camas.

Pero Méndez, hombre maligno como se sabe, iba más allá. Todos los secretos se daban entre un hombre y una mujer, de modo que el viejo y noble arte de engañar a la mujer era también el viejo y noble arte -este más artístico aún- de engañar al marido.

Lo que Méndez no sabía entonces era que iban a encargarle el caso de un tío que engañaba a su mujer. Pero la verdad es que las cosas, al principio, no rodaron de esa manera.

Su jefe más inmediato (eso no resultaba difícil, porque, en la Comisaría, cualquiera era jefe inmediato de Méndez) le hizo sentarse ante su mesa.

– Oiga, Méndez.

– Oigo.

– Me han dicho que usted no cree en la Ley.

– Es verdad. No creo del todo.

– Pues por este camino no ascenderá.

– Gracias por el consejo: me encuentro bien como estoy. Pero lo pensaré, y puede que me ponga a ascender a partir de ahora.

– Me han dicho también que últimamente está usted sin trabajo, y por lo tanto se dedica a pensar.

– También es cierto.

– Pues cuando usted piensa, peligra toda la cultura occidental. Además, conviene a la Justicia que usted trabaje.

– Todo el mundo sabe que siempre estoy en situación de realizar un servicio, cuánto más sacrificado y brillante, mejor.

– Pues este puede serlo, porque tengo entendido que usted no cree en las leyes de los Tribunales, pero sí en las leyes de la calle.

– Ya estoy ansioso por practicar la espectacular detención del que sea. Pero no me obligue usted a una furiosa persecución en coche, porque el último bólido con el que me lancé a la aventura fue el famoso «Ford T». Mejor sería, creo yo, una persecución en autobús.

– No tendrá que lanzarse a la acción desenfrenada, Méndez, aunque si necesita tomar el autobús la Superioridad le entregará una tarjeta multiuso. Yo creo que le bastará con investigar en una determinada imprenta. Tenemos pocos datos, pero usted saldrá adelante con su sigilo, su prudencia y su desmedida afición por la lectura. Si a ciertos agentes que no son usted los envío a visitar una imprenta, preguntarán si hay que vacunarse antes.

– Pronto lo aconsejarán las autoridades sanitarias -gruñó Méndez-, porque se lee cada vez menos, y a la población no le conviene adentrarse en terrenos desconocidos. Pero dígame de una puñetera vez de qué se trata, formulada sea la pregunta con el debido respeto.

– Usted sabe que hay mucha gente sin trabajo, en especial inmigrantes y personas mayores que aún pueden estar en buen uso, pero a las que no quiere ni Dios.

– Dígamelo a mí -se lamentó Méndez, haciendo como que se enjugaba una lágrima.

– Si a una de esas personas le envía usted una carta con una oferta laboral que no huela mal del todo, el tío la lee cuatro veces y se corre allí mismo de tanto entusiasmo. Incluso cree de buena fe que ha de hacer lo que se le pide: enviar una cantidad para gastos de promoción, correo, formación profesional y otros.

– Ya veo la estafa -dijo Méndez.

Y añadió, dando muestras de haberse diplomado en Oxford:

– Cabrones de mierda.

– Bien mirado, no son otra cosa. Envían dos mil cartas, piden a cada aspirante diez mil pesetas y ya tienen veinte milloncetes de nada, que usted y yo, Méndez, no los ganamos en un mes. O la cantidad equivalente en euros, que yo ya me armo un lío y sigo contando a la antigua. En fin, lo que sea, pero es una putada. ¿Y qué les cuesta? ¿Eh, Méndez? ¿Qué les cuesta? Pues el alquiler por unos días de una oficina, un teléfono y una nena que da cita para unas fechas después, es decir para cuando la oficina, el teléfono y la nena, que suele ser la querida del estafador, ya han emprendido el vuelo, dejando a deber hasta la luz. Llegan los aspirantes al trabajo el día indicado y ¿qué encuentran? ¿Eh? ¿Qué encuentran? Pues sólo un conserje que se ha ido a tomar un cortado al bar más próximo y además no sabe nada. Que le hagan eso a un vejete pase, porque al fin y al cabo el vejete se morirá pronto, pero que se lo hagan a un inmigrante joven, o peor, a una inmigranta de buenas tetas, no tiene perdón de Dios, o, lo que es peor, no tiene perdón de usted, Méndez.

– Trincaré a esos cabrones y les meteré el empleo hasta lo más hondo del recto -dijo Méndez, lleno de ardor combativo y de ganas de servir a la Ley (y de paso a todas las inmigrantas engañadas que tuvieran buenas tetas).

– No nos sirven las direcciones de las falsas oficinas, porque ya no existen -dijo el brillante superior de Méndez-, y a veces ya no existe ni el conserje que se había ido al bar. Pero tenemos unas cuantas direcciones de imprentas que podían haber confeccionado las cartas. Porque, eso sí, las cartas tenían que estar individualizadas y muy bien hechas, para resultar convincentes. Ya sé, ya sé, Méndez, que se puede conseguir casi lo mismo con un ordenador, pero el ordenador hay que comprarlo, y a la imprenta se le deja a deber todo y encima se le carga el precio del papel. En fin, que todo es beneficio, y la nena del teléfono se puede comprar diez saltos de cama extras y hasta unos sostenes que lleven incorporado el liguero.

– Esa fantasía no la conocía -dijo Méndez, con vivas muestras de interés.

– Yo, hasta ahora, tampoco. Pero la ropa interior de las estafadoras es mi debilidad -dijo el superior-. En cambio mi mujer no tiene ninguna idea brillante, aunque la verdad es que tampoco estafa a nadie.

– No podemos acusar a las imprentas si actuaban de buena fe -dijo Méndez, una vez recuperado de su excitación anterior.

– Cierto, pero nos pueden dar pistas. Aquí tiene las listas de las casas que hay que investigar, Méndez. Buena caza y a ver si no le pasan el miembro viril por ninguna fotocopiadora. Suerte.

De ese modo Méndez se convirtió en investigador de las imprentas pobres de la ciudad. Las imprentas pobres de la ciudad están en plantas bajas recónditas, en semisótanos donde se citaba con sus queridas el administrador de la finca y hasta en sótanos donde cualquier día aparecerá un zulo de ETA. Esos centros de la nueva economía global aún conservan los cajetines con los amorosos tipos de imprenta con que se imprimían las obras de Rubén Darío, y suelen estar regidos por jubilados que imprimen papeles de cartas y sobres de pequeñas pero presuntuosas empresas del barrio con el nombre de «Hong Kong World Center Exportation». Esos animosos jubilados siempre trabajan, pero no siempre cobran.

Ni que decir tiene que el círculo de amistades de Méndez se amplió considerablemente mientras investigaba. A muchos de aquellos jubilados los conocía de antiguos periódicos barceloneses que ya no existían, y que aún lloraban porque su esquela de defunción no podría aparecer en sus páginas. Viejos obreros de la noche, aquellos impresores recordaban bares cerrados, timbas clandestinas, figones clausurados por Sanidad y direcciones de putas gloriosas que, con toda la razón, pedían ahora un subsidio al Gobierno por los servicios prestados.

Méndez, el investigador, y los impresores investigados se pasaron el día en las tabernas de las cercanías, hablando de sospechosos ya muertos y de mujeres retiradas. Así, la investigación avanzaba.

Claro que, como se sabe, con el tiempo se alcanza todo. Méndez llegó a conocer al impresor que había preparado las cartas con las falsas ofertas y que, naturalmente, no había cobrado ni una.

– Querían un trabajo bien hecho -dijo aquel impresor histórico mientras iba por la quinta cerveza-, con un grabado muy bonito encima de cada papel de carta. Era un grabado precioso, créame. Sólo les faltaba poner arriba la Corona real británica. Era una cosa muy fina que únicamente podía hacer un profesional como un servidor: modestia aparte, entiendo de grabadores, fotolitos y la hostia. Les hice una cosa tan fetén que me entraban ganas de solicitar el empleo yo mismo. Por supuesto, no he llegado a cobrar nada: ni el precio del papel.

– Podía haberles pedido un anticipo o una fianza -susurró Méndez, quien por otra parte jamás había pedido una fianza a nadie.

– Es que no me atreví. Usted no la ha visto, Méndez, pero me hizo el encargo una tía que llevaba unos tacones así de altos y afilados. Y unas tetas haciendo juego con los tacones, talmente como si todo lo hubiera comprado en el mismo sitio. Y con un culo que no le cabía en una rama de esas con las que antes se hacían los periódicos. A una tía así no le pides dinero, Méndez: se lo das. Verá, uno tiene su historia.

Y añadió en voz baja, mientras iba por su sexta cerveza:

– Desde entonces, mi mujer no me habla.

– ¿Vio usted si llevaba liguero? -preguntó Méndez, súbitamente interesado por los detalles de la investigación.

– Hombre, pues yo diría que sí. Se le marcaban unos botoncitos debajo de la falda.

– O sea que usted lo ha perdido todo.

– Más perdieron esos pobres bichos que pagaron un anticipo por un pedacito de humo. La primera trampa la tendían los estafadores con un anuncio en los periódicos, pero luego contestaban individualmente a cada uno que preguntaba. Y ya le digo: la carta hacía efecto. Me cago en Judas: si pesco a aquella nena me la folio de tal manera que le salen almorranas. ¿Usted no, señor Méndez?

– Yo también, aunque luego tenga que recuperarme dos meses en un balneario. Ah… Si usted llega a hacerlo, yo le daré ánimos.

– Veo que usted quiere dejar bien alto el nombre de la Ley, señor Méndez. La justicia directa es lo que hay que restablecer en este país blandengue, señor Méndez, digo yo.

Vació su vaso y añadió:

– Docenas de veces fui a la dirección que había impreso yo mismo, y allí no quedaban más que unos muebles alquilados, una bombilla y dos revistas de maricones. No había nada que quedarse.

– ¿Y no se quedó con nada?

– Sí, con las dos revistas.

– De modo que piensa que yo tampoco encontraré gran cosa.

– Me temo que no, pero le pasaré dos teléfonos de emergencia que me dieron aquellos tipos. Llamé cien veces y no contestaba nadie.

– Es natural -dijo Méndez-. De todas maneras miraré a quien corresponden.

Iba a marcharse cuando el otro exclamó:

– Ah… De todos modos tengo una pista que puede ser buena. No sé si servirá, pero la tengo.

– A ver, suéltela.

El viejo impresor fue hacia el fondo del local con sigilo de republicano que conspira. Volvió con unos papeles amarillentos que parecían sacados del archivo de un cementerio municipal.

– Mire, aquí están el nombre y la dirección: copíelos por si acaso. El tío se llama Juan Boada, pero vino tanto por aquí que acabé llamándole Juanito. Estas son algunas muestras del papel que elegía: no demasiado bueno, como ve. Pero aunque es muy pobre acabó pagando puntualmente. Por eso yo no lo denuncié como a los otros; no di su nombre a la policía. Estaría bueno que denunciase al único tío que me pagaba.

– ¿Y a mí por qué me lo denuncia?

– Porque su conducta siempre fue muy extraña. Eran también cartas relacionadas con el trabajo, y ahora que usted ha venido me da por pensar que quizá estaba relacionado con aquellos granujas. No sé… Usted se ha tomado un interés personal. Ha venido hasta aquí. Hemos hablado de tías, aunque sólo sea de viejas tías que ya no se acuerdan de dónde tienen el asunto. Es lógico que le dé más datos que a un poli tripón de la Comisaría, sentado detrás de una mesa. Tengo la sensación de que usted hará algo.

Méndez se infló un poco.

– Mis servicios a la policía siempre han sido brillantísimos -dijo.

En la oscura vida de todo servidor de la Ley hay momentos de exaltación, y Méndez estaba viviendo uno de ellos. Miró las muestras de papel y se dio cuenta de que todas eran de color y gramaje distintos, pero de mala calidad. Recordaban el color oscuro de los diarios y publicaciones de la posguerra. Mal lo tenía aquel tipo llamado Boada si con papel de esa clase pretendía ofrecer falso trabajo en nombre de grandes empresas que tenían su sede en Wall Street, la Place Vendóme, Picaddilly o el Barrio Chino de Barcelona, que para Méndez también era digno de ser tenido en cuenta. Mal lo tenía, sin duda, con unas cartas tronadas y unos sellos usados a los que ya no les debía de quedar ni goma.

Pero así como hay delincuentes de altura, hay delincuentes de bajura. Méndez tenía que seguir aquella pista.

Recordaba perfectamente la última frase del impresor, ya en la puerta:

«Me hacía imprimir nombres y direcciones de empresas distintas cada vez, y en papel también distinto. Luego no sé qué hacía con todo eso, pero no me diga que no es raro».

Méndez pensó que, en efecto, tenía que haber alguna relación. El tal Juan Boada serviría de tapadera de alguien. No sabía cuál era el método utilizado, pero a la fuerza tenía que ser un método anticonstitucional y maléfico.

Fue a la calle señalada.

La casa pertenecía a un núcleo de burguesía que aún guardaba las apariencias. El portal era antiguo, pero limpio. Hasta había un ascensor que, naturalmente, no funcionaba. Tras las cristaleras de la antigua portería ya no había portera alguna, pero el detalle hablaba de tiempos mejores y de rentas más altas. Todo el edificio, sin duda de renta antigua, respiraba el aire de una época en que los inquilinos comieron bien, pero ahora disimulaban que comían mal. Méndez, con todo su corazón de piedra de policía hecho a la antigua, se conmovió un poco, porque él conocía muy bien esos cristales opacos tras los que se disimula la miseria urbana.

Pero seguro que el estafador -que para eso lo era- comía bien y bebía whisky de marca, qué coño. Y hasta debía de espiar a las vecinitas que sólo podían comprarse unas medias en las rebajas.

Méndez tuvo que subir a pie cuatro pisos, con cada uno de los cuales aumentaba su mala leche. Cuando llegó al fin a la puerta del presunto, tenía cara de tigre en celo al que un circo se le ha llevado la tigresa.

Le abrió un hombre pequeño, arrugado, uno de esos hombres que a lo mejor han sido algo importante -por ejemplo, cajeros de una funeraria-, pero de los que sólo queda la mitad.

– ¿El señor Juan Boada?

– Soy yo mismo.

– Aquí el inspector Méndez, es decir la Ley.

– Un inspector… Oiga, yo no he hecho nada malo. Lo del maltrato a una mujer fue en el piso de arriba. Además, a mi ya me ve. No llego a los cincuenta kilos.

– No he venido por eso.

– Lo de la agresión sexual a una menor fue en el piso de al lado, donde vive un canónigo. Yo nunca he pasado de monaguillo.

– ¿Y cómo estaba la menor? -se interesó Méndez.

– Bien. Redondita. Prometía -informó el señor Boada.

– Lástima. Tampoco he venido para eso.

– Entonces ha venido por lo de los robos en el súper, sin duda. Eso es… los robos en el súper. Pero tampoco he sido yo. Sólo voy al súper el Día del Cliente, cuando hacen rebajas.

– No intente despistarme -advirtió Méndez, entrando de golpe-. Yo represento el poder de la Justicia, y he venido por algo mucho más importante. ¿Está su mujer?

El cincuenta por ciento del rostro que le quedaba al señor Boada se sonrojó.

– Ya sé… -musitó-, ya sé… Reconozco que la he engañado.

– Hostia -gruñó Méndez-, esto sí que es una confesión rápida. ¿Pero está su mujer o no?

– Está… haciendo faenas por las casas.

– Vergüenza debería darle -dijo Méndez.

– Me la da. Pero no me lo eche en cara, por favor. Que me lo digan otros no puedo soportarlo.

– No lo digo por eso. Vergüenza debería darle que engañar a la mujer con cartas falsas le haya servido de tan poco.

El señor Juan Boada, el importante estafador, se encogió aún más, retrocedió, se pegó a una pared despintada en la que había una foto de la montaña de Montserrat en día de fiesta. Disminuyó aún más su tamaño: de un cincuenta se quedó en un cuarenta, en un treinta por ciento.

– Ya sabía que lo de las cartas falsas acabaría así -gimoteó.

– Al menos la confesión espontánea le servirá de algo -dijo Méndez-. Lo haré constar en el atestado, porque me evita el trabajo de interrogarle hábilmente. Vamos a ver: ¿reconoce estos papeles?

– Sí, señor. Son los que yo encargaba en la imprenta. ¿Pero cómo los has conseguido?…

– El brazo de la Ley llega a todas partes, amigo. ¿Reconoce que en cada uno hacía imprimir la dirección de una empresa distinta?

– Sí, señor. No puedo negarlo.

– Pues ahí está el engaño.

El señor Boada se encogía cada vez más. El cuadro de la montaña de Montserrat era ya más grande que su cuerpo.

– Sí, señor, lo reconozco: ahí está el engaño.

– Pero vamos a ver, coño: ¿cómo llenaba luego esas cartas?

– Me ayudaba un amigo que tiene un ordenador, y que usaba una letra cada vez distinta. Pero, por favor, a él no lo detenga. El autor del engaño soy yo.

– Lo doy por descontado. ¡Valiente asunto miserable! Y ahora, si guarda algunas de ellas, enséñemelas. Será mejor para usted y para la labor de la Justicia.

El señor Boada echó a andar por un pasillo que olía a café de recuelo, a sopa de sobre y a verdura del día anterior. Penetró temblorosamente en un dormitorio de madera marrón, tipo años cincuenta, con un cobertor gastado y un SantoCristo cansado de dar el espectáculo, un dormitorio en el que sólo faltaba una placa con la fecha del último polvo: 1939, Año de la Victoria.

Unas manos temblorosas sacaron de un cajón del tocador diez cartas, diez, todas en papel barato pero distinto, todas con membrete de empresas distintas, todas con un texto distinto, pero que en realidad no era distinto. Méndez las leyó. Tuvo que tragar saliva dos veces. Abrió la boca.

– Pero, oiga, todas estas cartas están dirigidas a usted mismo…

– Sí, señor, pues claro. Sólo así servían.

– ¿Servían para qué?… Coño, aquí no se pide dinero a nadie, no se ofrece trabajo, no se ve la estafa… ¿Qué ganaba con esto?…

– Léalas otra vez, por favor, señor Méndez. Piense que antes yo me había presentado en todas esas empresas pidiendo trabajo y alegando que soy parado sin subsidio, porque la Casa de donde yo era contable cerró. Estas son las cartas de respuesta de las empresas, falsas naturalmente. Las que preparaba yo.

Méndez volvió a leer. Con distintas palabras, cada carta decía lo mismo: «Lo sentimos. En las pruebas realizadas ha obtenido usted una excelente calificación, por lo que debemos ante todo elogiar sus cualidades. Pero necesidades internas de esta

Empresa nos obligan a dar el cargo a otra persona más joven. Agradecemos su oferta y pensamos que tal vez en otra oportunidad…». Etc., etc.

Méndez soltó las páginas, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, y farfulló:

– Bueno, pero con todo esto usted no ha conseguido un duro, sino al contrario… Vamos a ver: ¿qué gana?

– Que mi mujer siga teniendo fe en mí -dijo el presunto-. Así cree que estoy a punto de salir del atolladero. Así ella me respeta.

Méndez, a pesar de que estaba con el bolsillo vacío por ser últimos de mes, susurró:

– Vamos, amigo. Abajo hay un bar. Creo que le debo una copa.