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LAS GOLONDRINAS

Méndez, el tronado policía de los barrios bajos, que nunca obtendría un ascenso ni un aumento de sueldo, le dijo al comisario, que era mucho más joven que él:

– Usted no puede imaginarlo, jefe, pero desde esa casa tan podrida que se ve a un lado del callejón, esa casa tan sucia y encima ya vacía, porque van a derribarla para ensanchar la calle, se veía llegar la primavera.

El comisario miró la casa desde lejos, con un gesto de incredulidad. Vio un portal afianzado con unos tablones para que no se hundiera, unas ventanas sin postigos y una pared ya derribada, dejando ver un laberinto de tuberías, los restos de una cocina y un dormitorio empapelado por alguien que sin duda ya estaba muerto. «Cojones con la primavera», pensó. Para lo único que podía servir aquella casa era para que en ella pudiera tomar el sol un cadáver.

Miró aprensivamente a Méndez.

– ¿Pero qué dice?… -masculló-. ¿De qué coño me habla? Mírela bien: a esa casa, metida entre patios vecinales asquerosos, nunca ha llegado la luz, de modo que de primavera nada. Sólo el polvo, la tristeza y la orina del vecino de arriba, que a lo mejor estaba recomendada por el médico.

– Casi todo el barrio era antes así -reconoció Méndez-. Ahora, con tanto derribo y tanto edificio nuevo, puede que lo cambien.

– El que no cambia es usted, coño. Siempre se pasa la vida en las calles y deja los asuntos para el día siguiente. Olvídese de la maldita casa, que dentro de poco no existirá, y acuérdese de detener a la Betty, que de momento existe.

– Sí, ya sé que tengo que detener a la Betty, la carterista fugada de la cárcel de mujeres, pero usted, jefe, no me ha acabado de entender.

– Es que a usted no lo entiende ni su madre, Méndez.

– Verá: lo que he querido decirle es que la primavera no dependía aquí de la luz que llegaba por los patios de atrás, entre otras cosas porque apenas llegaba luz alguna. Dependía de las golondrinas, ¿sabe?, las golondrinas. Cada año eran las mismas las que sobrevolaban este laberinto de callejas, sin equivocarse nunca, y se metían en la galería del piso principal, que yo conocía porque una vez hice allí un registro. Construían en la galería su nido. Un milagro, oiga, un milagro. Muchos vecinos que no tenían otro medio para enterarse de que había cambiado el color de la luz, decían: «Mira, ya está aquí la primavera».

– Espero que no lo diga por usted. Porque usted ha vivido en muchas pensiones podridas del barrio, pero en esa casa nunca.

– Ya le digo que la registré una o dos veces, y entonces los vecinos me contaban cosas. Ahí vivía el Mangas, que compraba objetos robados. El Mangas era el padre de la Betty. Yo había visto a la Betty, cuando ella tenía diez o doce años, mirando obsesionada el nido de las golondrinas, en el techo de la galería, porque ellas le anunciaban la primavera. Hay que vivir ahí para apreciar el valor de las cosas sencillas, jefe. Una vez hasta lloró, porque eso significaba que un rayo de luz llegaría hasta su cama muy pronto, y porque le maravillaba que las golondrinas pudieran llegar desde tan lejos, sin perderse nunca.

– Pues ahora la Betty debe de tener al menos veinte años, y seguro que no llora nunca.

– Es verdad, jefe. Seguro que ya no llora.

El comisario hizo un gesto de hastío y volvió la espalda a la casa.

– Bueno, usted a lo suyo, Méndez. Ocúpese de detener a la fugitiva y déjese de primaveras. Además, ¿puede saberse para qué ha venido a esta casa, si sabe que la van a derribar? Creí que ya estaba trabajando en Comisaría y me lo encuentro parado aquí, como un pasmarote.

– Ya sé que la van a derribar y que esto no sirve de nada, pero es una maldita curiosidad. Tengo una llave maestra del principal y voy a abrirlo para ver si las golondrinas han vuelto también este año. Aunque ellas no lo saben, será la última vez.

– Pues las avisa por escrito.

– Si me entendiesen, lo haría. Bueno, serán sólo cinco minutos.

– De acuerdo, haga lo que le dé la gana. ¡Vaya manías de viejo! Voy a tomar una copa en ese bar de ahí, porque me hacen buen precio. Le esperaré si quiere.

– Gracias, comisario. Un trago gratis no lo rechazo nunca.

Y Méndez subió, arriesgándose a que los peldaños se hundiesen. Abrió en silencio la puerta del principal, tras la que estaban todos los olvidos fabricados por los hombres y todos los miedos fabricados por los niños. Fue hasta la galería como una sombra.

Y era verdad. Las golondrinas habían vuelto. Pero había algo más.

Betty, la fugitiva, estaba allí, de espaldas a él. Las miraba en silencio. Méndez hubiese jurado que -también por última vez- ella estaba llorando.

Méndez descendió de puntillas y fue al bar. El comisario gruñó:

– ¿Qué? ¿Ya está satisfecho? ¿Ya se ha hecho una golondrina a la brasa?

Méndez se encogió de hombros.

– ¡Qué tristeza! -susurró-. ¡Qué piso tan vacío! Este año ni las golondrinas han vuelto.