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EL LADRÓN DE RECUERDOS

– Tengo un trabajo cojonudo para usted, Méndez -dijo el jefe de servicio, haciendo con dos dedos la señal de la victoria-. No se me vuelva a quejar nunca más de que sólo le encargo buscar perros perdidos, gatas de buena familia que han cometido adulterio y virgos de sacristanas. No se lo merece usted, pero le voy a dar este trabajo porque es un amante de las cosas antiguas, los museos cerrados y los bidés rescatados de la Revolución Francesa. Usted mismo, ahora que lo pienso, es un museo en trance de derribo, Méndez.

– Gracias, señor jefe de servicio. Supongo que será un trabajo difícil y lleno de responsabilidades.

– Pues claro que sí, Méndez. Y además, pesadísimo. Tendrá usted que andar sin descanso por las calles de la vieja burguesía barcelonesa, preguntar en hogares de jubilados, empresas de seguros funerarios, arquitectos que levantaron su última casa en 1910, peluquerías caninas y bares antiguos de toda clase, principalmente los que se llamen «El último descanso».

– Todos los han derribado -dijo Méndez.

– Razón de más para estar atento a los que queden. Mire, su zona principal de trabajo estará en la calle Caspe, que como usted sabe es lugar de almacenes textiles, cajeras con gafas que numeran hasta sus polvos (y algunas ya están en el dos y medio) y empresarios que se ahorcan de vez en cuando con una sábana fabricada por la competencia.

– Pues claro -se atrevió a decir Méndez-. Saben que las suyas no resistirían el peso.

– Le veo muy poco respetuoso con la clase textil del país, Méndez.

– Yo sólo soy respetuoso, señor jefe de servicio, con esos bares antiguos que aún quedan, cuyo primer dueño se ahogó en vino de Cariñena y cuya mujer le ponía los cuernos dentro de un tonel vacío. Y también de esas tabernas donde rebajan el precio de las albóndigas por liquidación de existencias, o sea las únicas tabernas que velan por la alimentación de las clases bajas de la ciudad. Hecha esta declaración de principios, dígame qué me va a encargar. ¿Un robo en el Museo Picasso? ¿La voladura de una caja fuerte en la Generalitat? ¿La desaparición de un barco cargado de droga? ¿La sustracción de la agenda de una madame, con los nombres de todo un ministerio?

– Coño, Méndez, no sé qué se ha creído usted. A lo mejor piensa que lo voy a enviar a Washington para investigar sobre una mamada en la Casa Blanca.

– ¡Qué menos! -sugirió Méndez.

– Pues más vale que se vaya desengañando. Lo que le voy a encargar está de acuerdo con sus facultades, o sea que no se haga ilusiones. Se trata de algo muy sencillo.

– ¿Qué?

– El robo de un picaporte. Nada más que eso.

Méndez, hombre mezquino como se sabe, pensó enseguida que le habían encargado aquello para sacárselo de encima. Efectivamente, si tenía que dar vueltas y vueltas por la Barcelona burguesa, comprobando el censo de picaportes, no le verían por Comisaría ni a la hora de cobrar. Sospechaba que ese era el deseo oculto de al menos las dos últimas promociones de la Escuela de Policía.

Pero el encarguito tenía sus dificultades, eso sí. En primer lugar, vaya usted a saber lo que es la Barcelona burguesa. Arquitectónicamente -barruntaba Méndez- era el Ensanche, o sea las cuadrículas de lldefons Cerda que van de la plaza Catalunya a la Diagonal, y que el genial urbanista concibió como manzanas abiertas en cuyo interior hubiera un jardín público, o tal vez un bosquecillo, donde pudieran jugar los niños burgueses, hacer pipí los perros burgueses y leer el periódico los señores burgueses, mientras miraban de reojo a las chicas de servicio y planificaban un polvo burgués. Cosa difícil, seguía pensando Méndez, porque ahora ya no hay chicas de servicio, y las que quedan lo hacen encima de una moto, o sea que el polvo burgués, con toda su ceremonia, ha desaparecido.

Además, los propietarios no quisieron perder la riqueza de los interiores de manzana y los edificaron, creando despachos de notario, oficinas debrokers, centros de marketín, almacenes de stockage y antros de fast food, o sea que el idioma de Cerda, si vamos a mirar, también ha desaparecido, ya no figura en el software, ha quedado outdoor.

Pero esta referencia arquitectónica, al parecer tan exacta, tampoco le servía a Méndez. Porque si burguesía significa riqueza, o al menos aproximación a ella, la verdad era que en aquellos edificios se daba el mayor porcentaje de miseria oculta de la ciudad. Viudas de médicos, de abogados y de arquitectos que un día tuvieron chicas de servicio (con las que planificaron mucho y no hicieron nada) vivían ahora de una pensión miserable, disimulando que sólo cenaban un yogur y no podían hablar más que con su canario, el cual, naturalmente, estaba en constante peligro, tanto que intentaba pasar desapercibido y no cantaba a fin de mes.

Las señas de identidad, sin embargo, estaban allí bien visibles, para alimentar los sueños urbanos de Méndez: los portalones anchos, con puertas de madera tallada, los enrejados de artesanía, donde los obreros de otro tiempo se habían dejado las manos, y los ascensores amplios, nobles, calculados con holgura, para que la señora propietaria no se dejara su culo en la puerta. Los arabescos de piedra, las remotas fechas de construcción y sobre todo las tribunas sobre la calle, los cristales modernistas, los tiestos que recibían un rayo de sol, los gatazos que recibían una caricia y las chicas solitarias que esperaban recibir un pellizco. Todo esto, al menos, lo imaginaba Méndez, todo esto le extasiaba, lo cual permite imaginar, puestos en plan traidor, que Méndez quizá, en el fondo, era un burgués fracasado.

Pero le habían señalado en especial la calle Caspe, de modo que acabó dirigiéndose hacia allí. Es lugar noble pero en decadencia, porque en ella estuvieron, durante la gran época de los fabricantes textiles, los enormes montones de telas tras las que cada 31 de diciembre, al hacer balance, aparecía el tenedor de libros con su secretaria. La secretaria nunca era la misma, pero el tenedor de libros sí. Ahora los almacenes se habían ido transformando en locales donde se vendían saldos a tanto la pieza y en parkings a tanto la hora. En los álbumes de viejas fotos de la ciudad se ven caballeros con bombín saliendo de esos almacenes, damas con falda hasta los pies y detrás de ellos obreros que las miran, no se sabe si imaginando sus culos o soñando en la revolución pendiente.

En las viejas fotos también se ven los picaportes de las casas, nobles instrumentos de llamada hecha a mano, trabajada y personal, dotada incluso de firma, cosa que no tendrán jamás los porteros automáticos. Unos representaban una mano de oro (con preferencia una mano femenina que era como una promesa), otros un aro de metal, unos terceros un puñal rematado con una bola, y hasta alguno hubo con cabeza de león, cara de guardia civil y concha de peregrinación compostelana.

Los libros de arte suelen reproducir algunos de esos picaportes, lo cual permitió barruntar, incluso a un hombre como Méndez, que tienen un cierto valor histórico. Ahora comprendía por qué tenía que vagar por tiendas de anticuarios y cafés de la tercera edad donde un coleccionista puede capturar una buena presa. Gracias a la denuncia pudo saber en qué portal habían robado el picaporte y en qué consistía este. Se trataba de una pieza muy complicada: dos manos, una de hombre y otra de mujer, enlazadas. «Hay que ver», pensó malignamente Méndez, «Romeo y Julieta llamando a la misma puerta, donde tal vez había un piso por alquilar».

Con su peculiar dinamismo, Méndez estuvo un par de horas visitando los cafés de la zona y decidiendo qué hacer. Luego fue a un anticuario para preguntarle qué podía valer un picaporte semejante.

– Es difícil decirlo: todos tienen más o menos la misma antigüedad, pero depende del material con que estén hechos y del artista que los terminó. Alguno hay que incluso lleva firma. De todos modos, una pieza así sólo le puede interesar a un coleccionista.

– Puede que exista algún anticuario especializado en ellos -sugirió Méndez.

– Más que anticuarios, se trataría de almacenistas que compran piezas de casas en derribo: viejas puertas modernistas, cristaleras, chimeneas de mármol y hasta pedazos de parquet donde aún están marcados los tacones de una damisela. El pasado sentimental de la ciudad, Méndez, descansa en esos cementerios a los que no lleva flores nadie.

Deseando justificar su vida, el anticuario añadió:

– Nosotros desenterramos esos cadáveres, los pulimos, los maquillamos, les damos dignidad y los devolvemos a la vida.

Adicto como era Méndez a las viejas cosas y a las viejas damas con corsé, le dio la razón al anticuario. Luego visitó a los almacenistas de que le había hablado este, aún sabiendo que la casa en cuestión no había sido derribada. No encontró la pieza, pero en cambio encontró por las cercanías bares con calamares fosilizados, croquetas de mamut y caracoles pasados por la piedra en algunos de los mesones más próximos. Eso le demostró sin lugar a dudas que, a pesar de las multinacionales, Barcelona aún seguía viva.

Antes de que se produjesen los primeros síntomas de envenenamiento si comía todo eso, Méndez volvió a la casa y contempló el portal austero, desnudo, al que habían robado el picaporte, su último detalle de humanidad. Haciendo una radiografía social del edificio, Méndez averiguó que en él tenían su residencia dos multinacionales de tipo cultural (una dedicada a distribuir fotos de Diana de Gales y otra a publicar las biografías de los maridos de Elizabeth Taylor); un abogado especializado en incobrables; un despachito donde se cambiaba de ropa el Cobrador del Frac; un tratante no de blancas, sino de negras, que tenía ficha en la policía; una madame dedicada a clientes de la tercera edad; un médico que trabajaba en el Clínico pero también atendía a los clientes de la madame; un matrimonio joven en el que trabajaban los dos veinte horas al día para pagar el alquiler de un piso en el que no estaban nunca; un padre soltero y un bebé abandonado que berreaba todo el día; una pensión de inmigrantes sin papeles cuyo dueño había solicitado una subvención por Incremento del Turismo; un gestor que tramitaba los papeles a los sin papeles; el dueño del inmueble, que vivía de sus rentas en compañía de una criada opulenta que había sido sobrina de un cura; y, en fin, un modesto pintor de interiores que esperaba alcanzar la gloria reproduciendo mosaicos gastados por los pies, manteles gastados por las salivas, puertas grises con un pomo de delgadez espiritual, cristales con la huella de un suspiro. Y también toda la tristeza de los patios de atrás, donde se tendía la ropa, se soñaba en un pedacito de cielo, se acoplaban dos gatos y se espiaba la llegada de un rayito de sol que en realidad era una burla.

Méndez sabía que en esas baldosas gastadas, esos cristales empañados, esos patios de atrás está escrita la historia de la ciudad que no se escribe nunca.

Enseguida sospechó de ese inquilino.

Encontró al pintor comiendo sencillamente un poco de pan y vaciando una lata de atún, porque al parecer aún no le había llegado la gloría.

– Ya me está diciendo qué puñetera necesidad tenía de robar el picaporte. Podía pintarlo sin sacarlo de su sitio -le apremió Méndez.

– No sé por qué cree que lo he robado yo. Yo no he tocado nada.

– Lo ha robado para pintarlo.

– Yo no pinto esas cosas.

– Pues entonces para comérselo.

– O sea para venderlo, quiere usted decir. La verdad es que paso hambre, Méndez, pero sin llegar a ese extremo. Ah… Y por él tampoco me hubieran dado gran cosa.

– Depende del interés del coleccionista. Tengo ya fichado a uno que cantará, pero sería mejor para usted que ayudara espontáneamente a la grandeza de la Ley y a la santidad de la Justicia.

– ¿La santidad de queeeeé?…

– Bueno, será mejor dejarlo. Si no quiere ayudar, allá usted. De momento, voy a echar un vistazo por el piso.

El piso, al margen de la única sala con luz, que era el taller, consistía en dos habitaciones con una sola ventana, una cocinita sin otro material que un abrelatas y un sobre de Nescafé, un cuarto de baño cuya ducha goteaba y un recibidor tapizado de cuadros del glorioso artista. Ni rastro del picaporte. En una de las dos habitaciones había una de esas camas tristes que jamás conocieron mujer. En la otra, más cuadros y un extraño ramo de flores ya muertas colgando de la pared, una especie de tumba puesta en el aire, un homenaje funerario a alguien que se había ido, un amor que se había ido, un tiempo que se había ido, pero que seguía prendido en el tallo de las flores color de piso.

Méndez nunca había visto nada igual. Gruñó educadamente:

– ¿Pero qué leches?…

– Le juro que ya estaba aquí cuando alquilé el piso -dijo el pintor-. Tal como lo ve estaba, señor Méndez, con su cinta morada y sus florecitas hechas polvo. Sólo faltaban la viuda y la lápida.

– Joder, pues es como pagar alquiler por un piso con derecho a cementerio.

– Sí, eso mismo he pensado a veces.

– ¿Y por qué no lo quita?

– Primero porque no necesito la habitación, y segundo por respeto. Yo soy un artista, señor Méndez. Yo vendo sueños, y alguien dejó aquí colgado un sueño.

– Por lo que veo, más valdría que alguien dejase colgado aquí un jamón. Pero vamos a ver: supongo que le preguntaría al anterior inquilino.

– Al anterior inquilino no lo vi, porque ya se había ido. Se ve que no podía pagar el alquiler, de modo que era algo así como mi hermano del alma, lo comprendí enseguida. Por eso también respeté sus cosas. El piso me lo alquiló de la noche a la mañana el dueño del inmueble, el mismo que vive aquí con una pintura de Utrillo, un sofá de Valentí y una criada tetona. Se lo juro, señor Méndez: yo no robo nada, yo lo respeto todo. Lo único que robaría sería el coño de la criada, pero sólo para ejercer el derecho de uso.

Esa última idea le pareció tan sugerente a Méndez que despertó su inteligencia. Le preguntó al pintor:

– Me han dicho que fue sobrina de un cura.

– Sí, señor. Y a veces veo que tiene colgadas fuera una camisita de organdí y unas braguitas de seda negra. Pero se las pone de distintos colores, según el santo del día.

– Pues debe de ser la hostia.

– Y tiene su mérito, señor Méndez. Hoy día ya no quedan mujeres que sepan seguir los ciclos religiosos del año.

– Ni miembros -gruñó el viejo policía, hablando por sí mismo-que resuciten triunfales el Sábado de Gloría. Pero vamos a lo práctico: jure decir verdad y comuníqueme dónde vive ahora el anterior inquilino, sin excusa ni pretexto alguno.

– En la calle Unión número doce. Lo sé porque dejó una nota por si llegaban cartas a su nombre. Le he enviado alguna.

Méndez hizo un gesto afirmativo y salió sin más del piso, envuelto en un silencio gatuno. La calle Unión había sido reino del moro pobre que siempre estaba celebrando el ayuno del Ramadán y la ramera vieja que no cobraba a los amigos (ni a los hijos de los amigos), pero las obras del Nuevo Liceo habían querido mejorar la calle. Se notaba enseguida, porque los moros pobres habían puesto una carnicería y las rameras viejas tenían un pisito y cobraban hasta el IVA, de modo que la reforma era un éxito. Méndez sintió que estaba de nuevo en su territorio, aspiró el aire de los cafetines, los efluvios de las pensiones baratas, los aromas de los supermercados indios y, como si llevara dos meses en un balneario, se notó reconstruido.

Ángel Guardiola, el hombre a quien buscaba, no trató de evadirse. Tampoco hubiera podido, porque vivía en una habitacioncita del terrado -un antiguo palomar- y la calle quedaba muy abajo. Tendría sólo cincuenta años, pero tampoco necesitaba más: sus ojos estaban muertos, su ropa parecía proceder del vestuario del Liceo -la parte que se quemó- y hasta el canto de su canario sonaba a derrota.

– Vine aquí porque no podía pagar el alquiler -explicó sin rodeos-. Cuando murió mi mujer, estuve dos meses sin ir a trabajar. Perdí mi empleo y tampoco busqué otro. Tome esta silla y siéntese en el terrado, señor Méndez: los días de sol da gusto.

– No se llevó nada del piso, supongo.

– Sólo el canario y la cama donde había muerto mi mujer. Pero no duermo en ella.

– El ramo de flores está en la habitación donde su mujer murió, pienso.

– No… No me diga que lo conservan.

– Bueno… Me temo que el actual inquilino es como usted. Bien pensado, podrían ponerse a vivir los dos aquí, y compartirían gastos. Pero desee prisa, porque tengo la sensación de que va a vivir poco.

– Si lo ve otra vez, déle… déle las gracias.

– Y usted dígame por qué robó el picaporte.

– ¿Hay una denuncia contra mí? Bueno, la verdad es que reconozco que soy el sospechoso más lógico. ¿Quiere saber lo que significa ese objeto para mí?… Pues significa nada menos que fue la primera cosa brillante con la que quiso jugar mi mujer, cuando nació en esa casa. La primera cosa brillante. Y yo la había llamado mil veces con esas dos manos de metal, cuando no éramos más que dos muchachos que creíamos en el futuro. Es decir, al amor le dábamos el nombre de futuro. Cuando nos casamos, fue la primera cosa que acariciamos los dos al entrar. La primera cosa que acariciábamos al salir, cuando nos íbamos los dos al trabajo. La última cosa que miré, al marcharme de la casa. Y ahora haga usted lo que quiera con este sospechoso habitual, señor Méndez. Estoy a su disposición: haga lo que le dé la gana.

Méndez miró al hombre. Miró el terrado, el color de las baldosas, el de la ropa tendida, el color del aire. Miró los ojos muertos.

Y pensó que, a pesar de todo, aún hay un corazón en la ciudad.

– Diré que no he podido encontrar al ladrón -susurró-. No se le culpará de nada. Pero al menos justifique usted mi sueldo: déme el picaporte.

El sospechoso habitual le miró con asombro, cuando ya Méndez, dando por cerrado el caso, se iba a dirigir hacia la puerta.

– No puedo darle lo que no tengo -contestó, casi con un sollozo-. El picaporte vale más dinero del que la gente piensa, porque incluso está catalogado. Imagino que cualquier coleccionista lo querría.

Hizo una pausa, como si quisiera controlar su respiración, y añadió: Lo robé, pero…

– Se lo devolví a la criada del dueño de la finca a cambio de que retiraran la denuncia, pero por lo visto se olvidaron de hacerlo. En cuanto al picaporte, no temo que desaparezca, le digo la verdad. La criada sabe que el dueño lo tiene. Y él no lo venderá a menos que se esté muriendo de hambre. No sé por qué, pero lo aprecia tanto como yo.

Méndez estaba ya en la puerta cuando un pensamiento pareció detenerle. Se volvió para preguntar:

– ¿El dueño de la casa había tenido alguna relación con su mujer, la muerta? Amistad y todo eso, digo yo… Cosas de vecinos.

– Bueno, siempre se portaba muy correctamente con ella. Tenía un lío con la criada, eso todo el mundo lo sabía, pero por lo demás era de una gran educación. Le hacía mucha gracia que mi mujer acariciase el picaporte, como si fuera un ser vivo. Ah… Yo casi lo había olvidado, pero la verdad es que el día del santo de mi mujer siempre nos enviaba un pequeño obsequio. Incluso cuando se puso enferma no nos cobró el alquiler. Luego, al morir ella, ya fue distinto. Se ve que se cansó.

Méndez miró el tejado, las montañas que se elevaban en torno a la ciudad (montañas bajitas de tortilla de patatas en domingo), las palomas solteras, las barandas rotas, las antenas por las que se inyectaba la única cultura a los niños del día de mañana. Miró (eso con más atención) a una vecina cuyo ombligo se tostaba al sol. Volvió a mirar el color del aire.

– Quizá su mujer tuvo motivos para morir feliz -musitó.

– ¿Por qué lo dice?

– Por nada, por nada… A lo mejor la quiso y deseó más gente de lo que se piensa. No vuelva a pensar en el picaporte. Adiós.