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Méndez contempló las sombras verticales de aquel verano que se negaba a morir. Y ayudó a la mujer a bajar del coche para acompañarla hasta la misma puerta de la cárcel.
– Adiós, Marlene -dijo-. Siento que el juez haya dictado contra ti orden de prisión provisional, pero por otro lado creo que te la mereces. Cuando me consultó le dije que sí, que en mi opinión debías ir a la cárcel. Me da un cierto asco una mujer que entra a robar en un piso del que se acaban de llevar a la inquilina muerta.
– Eso no era robar. Sólo me llevé un anillo -dijo Marlene, con una extraña sonrisa opaca.
– Porque el anillo valía lo suyo y porque era fácil de vender. Es lo que esperas: ¿venderlo, no? Por eso dices que no sabes dónde está. Hala, no me vengas ahora con el cuento de la lágrima. Entra y no perdamos tiempo.
Ella entró obedientemente. Antes de que la puerta de Ingresos se la tragara, dijo:
– Méndez, aquí tiene la llave de mi piso. ¿Quiere hacerme un favor?
– ¿Un favor yo a ti? ¿Y por qué?
– Tengo una jaula con dos pájaros que se van a morir de hambre y de sed. Están allí, en el piso, ¿sabe? Póngales alpiste y agua y pregunte si alguien los quiere. No merecen una muerte tan cruel, los pobrecillos. ¿Me puede hacer ese favor?
– Yo, el terror de los barrios bajos, dando de comer a dos pajaritos. Lo que me faltaba.
Pero Méndez le hizo el favor. Y fue entonces cuando entró en aquel piso pequeño, retorcido, sin vistas, que se había hecho sólo para la luz de las noches. Y también fue entonces cuando se fijó en aquel retrato de la pared. Era un retrato gris y que parecía resumir todos los años muertos, toda la tristeza de las baldosas y del aire de la casa. Sin embargo, pudo haber sido en otro tiempo un retrato hermoso.
«¿No es este el hombre que denunció el robo?», pensó Méndez. «¿No era este el amiguito de la muerta?».
En la foto estaba con Marlene, una Marlene vestida de novia. Y se veía perfectamente el anillo. Era el de la boda, era el mismo que Marlene había robado del piso de la mujer, aprovechando la confusión del entierro.
«De modo que este tío plantó a Marlene, la dejó hecha polvo y encima le regaló el anillo a la otra. La has cagado, Méndez».
Se llevó la jaula de los pájaros. Se los mostraría al juez diciendo que Marlene no iba a poder cuidarlos desde la cárcel, y que haría un bien dejándola libre. ¿Quién sabe si habría suerte?… Los jueces son unos sentimentales a veces. Pueden no apiadarse de una mujer, pero a veces se apiadan de dos pájaros.