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Mierda. Tenía que capturar al Pencas.
El Pencas, como su propio apodo indicaba, era un caradura, un sinvergüenza, un cínico. Había hecho estafas inmobiliarias fingiendo ser el dueño de una finca, estafas de electrodomésticos fingiendo ser capitán de la Guardia Civil, estafas de fianzas judiciales fingiendo ser magistrado, y hasta estafas episcopales fingiendo ser obispo. El Pencas lo abarcaba todo. Hasta se decía que, siendo un obispo ful, le había quitado la querida a un obispo de los de veras.
El jefe de grupo le dijo:
– Ahí tienes el expediente, Méndez.
El expediente era larguísimo, histórico: se remontaba incluso a los últimos tiempos del franquismo, cuando vendió a una Centuria de la Falange una falsa bandera que, según él, había estado, cubierta de sangre y gloria, en la batalla del Ebro.
Méndez se defendió como pudo:
– No sé por qué he de buscarlo yo -dijo-. Yo sólo soy un policía que no se mueve del barrio y, cuando llueve, toma el autobús. En cambio, en Jefatura hay grupos especializados, de la policía científica, que disponen de teléfonos móviles y todo.
– Ni policía científica ni hostias, Méndez. El Pencas es un viejo moribundo como tú, o sea que los dos debéis tener más o menos las mismas costumbres y ya debéis de haber hablado, más o menos, con er mismo embalsamados De modo que vigila el barrio y búscalo. Después de muchos años de perderle la pista, ahora sabemos más o menos por dónde se mueve.
– ¿Y por dónde se mueve?
– Por la calle Cerdeña, aproximadamente por la Sagrada Familia, la calle Legalidad y hasta, si me apuras, por la calle de Las Camelias. Es una zona ancha, pero la puedes dominar. Y encima quedarás relevado de todo otro servicio.
Méndez gimió:
– ¿Qué servicio?…
Era verdad. Hacía tiempo que no le encargaban nada, ni siquiera investigar por la parte baja de las Ramblas quién le había robado la virginidad a un moro. Pero eso no impedía que estuviesen haciendo una cabronada con él. La Sagrada Familia quedaba muy lejos.
– No sabré llegar hasta allí -protestó.
– Pues le preguntas a un policía.
Méndez intentó seguir defendiéndose, pensó incluso fingir un accidente gastronómico (como por ejemplo comer en un bar de los suyos unos calamares de la época del mioceno) o hasta pedir la baja por stress, o sea exceso de trabajo, pero todo cambió cuando leyó aquella noticia en el periódico.
El Ayuntamiento iba a hacer obras en aquella parte de la calle de Cerdeña, iba a derribar casas, talar árboles, construir un parking y montar encima un jardincillo con dos parterres y un pipican. Méndez, desde el fondo de su mundo antiguo, en los barrios bajos de Barcelona, sintió que corría peligro un mundo más antiguo todavía.
Parecía mentira, pero Méndez no había vuelto a aquella parte de la calle de Cerdeña desde muchos años atrás, tantos que a veces notaba como si le fallase la memoria. Prisionero de los barrios viejos, Méndez apenas salía de ellos, en parte porque eran su mundo antiguo, y en parte porque temía de verdad que unos aires más sanos -los propios de las calles anchas- acabarían con su salud y le dejarían postrado entre horribles dolores musculares. Uno no puede jugar con lo desconocido.
Y eso no es nuevo. Para cargarse de razón, Méndez se acordaba de que los burgueses de Barcelona, a mediados del siglo XIX, cuando Ildefons Cerda proyectó el Ensanche, se asustaron de aquellas calles tan rectas y tan amplias. «¡Habrá en ellas cada corriente de aire que atraparemos una pulmonía y moriremos inconfesos! Y además, ¿para qué necesitamos unas calles tan anchas? ¡Jamás se llenarán de coches!».
Era verdad: Méndez llevaba años y años sin ir a aquella otra parte de la ciudad, y por lo tanto había ido perdiendo todas las referencias menos una. Pero en el fondo de su memoria quedaban aún retazos de su primer destino, cuando empezó a ser allí un policía de gran porvenir (hasta que se equivocó y detuvo por estafa a la mujer del comisario), destino que estuvo justamente en esas calles. Todos empezamos en algún sitio.
Pero un poco más arriba de esta verídica historia se ha dicho que Méndez había ¡do perdiendo todas las referencias del barrio menos una. ¿Y cuál era esa referencia? Sencillamente la casa de la señora Bou. Todos los varones en edad terminal de esa parte de la ciudad -antes más bien triste y desolada, pues incluso junto a la Sagrada Familia había un horno de ladrillos- recuerdan la casa de la señora Bou, que estaba en una callecita con árboles, tenía una puerta gris y un número -el ocho- en una cerámica que también tenía estampado un gato. La casa de la señora Bou se dividía en dos partes: la externa y la interna, y eso hay que decirlo porque la una nada tenía que ver con la otra. La externa era municipal y un poco romántica, con su puerta gris, su número y su gato estampados en cerámica, su única ventana siempre cerrada y su balcón, que estaba repleto de tiestos con geranios. La interna, en cambio, era parisina y suntuosa, tenía cortinas rojas, alfombras levantinas, sillones, espejos y mujeres con medias negras que esperaban a los clientes. Las alfombras habían sido pisadas sigilosamente por maridos infieles y quizás también por sus esposas pecadoras, aunque no necesariamente a la misma hora. Las cortinas habían ido recogiendo a lo largo de los años sudores de manos lánguidas, y los espejos -que según un catálogo de Bellas Artes eran lo más antiguo de la casa- habían visto tantas cosas que sin duda estaban llenos de fantasmas, pero desde luego fantasmas con el pene erecto, pues lo contrario hubiera atacado directamente el buen nombre de la casa y el prestigio de la señora Bou.
El inmueble -según consta en los archivos municipales de la plaza de San Jaime- fue autorizado como una torrecita de dos plantas, y en la ciudad monumental nunca dejó de serlo, manteniendo el espíritu de aquellos barceloneses que, al edificarse una vivienda, lo hacían en sociedad con unos arbustos, un arbolito y una familia de pájaros. Desde el principio de los tiempos la torrecita fue destinada a la amistad hombre-mujer, a pesar de que el día de su inauguración fue bendecida por un ignorante rector de la parroquia. Su primera propietaria fue la señora Bou madre (nacida Salvat), según consta en los libros del Gobierno Civil, que se casó con un consejero de Obras Pías. Y su segunda propietaria fue la señora Bou, nacida Bou, que no se casó con nadie, aunque se sabe que siempre estuvo muy relacionada con la salud pública, pues fue amiga fija de un médico, un farmacéutico y un veterinario. Según decía la gente, los dos últimos al mismo tiempo.
También se decía -y de eso Méndez guardaba chispazos de memoria- que la casa, por su discreta elegancia, propia de una burguesía que aún cuidaba los detalles, había conocido grandes visitantes y grandes tiempos. La frecuentaban académicos venidos expresamente de Madrid (que a veces se olvidaban de fornicar mientras analizaban el origen de la palabra «fornicio»), directores de cine famosos (se hablaba de Orson Welles), dictadores sanguinarios (se hablaba de Leónidas Trujillo), jeques árabes (se hablaba de uno que causó grandes destrozos anales) y altos eclesiásticos de la diócesis de Toledo (aunque de estos nunca se llegó a concretar absolutamente nada).
Ese era, pues, el punto de referencia en la memoria de Méndez, cuando se situaba otra vez en el viejo barrio a punto de ser destruido, según los periódicos más solventes. Varias casas -no se decía cuáles- serían derribadas, y de ese parto nacería un solar nuevo, donde a su vez se alzarían apartamentos sin ningún alma, pero con muchos números: escalera A, bloque 2, piso 3, apartamento 208. No habría jardincillos privados, ni un árbol solitario, ni un número de cerámica con un gato estampado. ¿Para qué coño sirve un gato urbano? Por supuesto, tampoco habría ninguna mujer que usara medias negras.
Todo esto horrorizó a Méndez cuando se dirigió hacia allí, desafiando la furia de los elementos. Tomar en el Paralelo el Metro (menos mal, el Paralelo y el Metro tienen aromas conocidos, que embalsaman a la gente), bajar en Sagrada Familia, bucear en la plaza, abrirse paso entre los varios ejércitos de japoneses, respirar el aire fresco que llega de Levante, y encima en una tarde que amenaza lluvia: «Es demasiado, Méndez». Pero le horrorizaba perder su memoria, es decir su identidad, es decir la necesidad de formar parte del tiempo que ya se había ido.
Menos mal. La callecita, o mejor el pasaje urbano, aún estaba allí, con sus árboles melancólicos y sus casitas llenas de olvido, sin que ningún alcalde vestido de gala las señalase para derruirlas. Aún estaban la ventana siempre cerrada y el balcón, aunque se habían muerto los geranios. Aún estaba el número ocho con la cara del gato, pero nada indicaba que un poco más allá hubiese mujeres esperando.
Aunque estarían sus sombras, claro, sus huellas en las alfombras, sus fantasmas en los espejos, últimos rastros del tiempo que también se había ido.
«Méndez, cumple con tu deber».
Le habían encargado que buscase al Pencas y eso era lo que tenía que hacer, una vez disipados sus temores y comprobado que la casa de la señora Bou aún existía. Según los métodos de Méndez, los informes sobre un tío como el Pencas se obtienen en los bares, y cualquier otro método científico no debe ser tenido en cuenta. De hecho, pensaba Méndez, no hay método científico que supere la indagación ante la barra de un bar, hecha de cigarrillos, cafés, coñacs baratos y paciencia. Así es como se han formado siempre los policías de esquina, que tantas horas de gloria han dado a la investigación española.
Y tuvo suerte. Hay que decir que en eso la intuición de Méndez no le engañaba nunca. Allí, en el fondo del local, estaba el Pencas. Méndez hizo memoria.
Dos apuntes confidenciales de la policía franquista ya hablaban de la casa.
Como ya se ha puesto en conocimiento del llmo. Sr. Jefe Superior, la citada mancebía, señalada con el número ocho, y fácilmente identificable por la presencia de un gato de raza desconocida, es una segura fuente de información para la Autoridad. La dueña (con todas las licencias en regla), señora Bou, es persona de confianza, hija de otra señora Bou (nacida Salvat) que en los últimos tiempos del dominio rojo tuvo escondidas entre las mujeres a un fabricante y a un cura. Como era de esperar, la referida dueña de la referida pensión tolerada, da informes confidenciales a la Policía siempre que es requerida para ello.
En dicha línea confidencial, y sólo para conocimiento del limo. Sr. Jefe Superior, los agentes de la Brigada de Información que suscriben, Nicolás Alvarez Mediano y Jorge Puche Bellaterra, cuyas filiaciones se detallan al margen, deben poner en conocimiento de V. I.: que la casa nunca ha sido frecuentada por elementos masónicos, sediciosos ni disolventes, salvo el caso (ya conocido por la Superioridad) de un atracador con dinero fresco que quiso organizar allí una fiesta, y fue abatido por los agentes que le seguían, los cuales actuaron en legítima defensa, al repeler la agresión. Bien al contrario, por su emplazamiento y discreción, así como por el buen talante de la señora Bou, y así como por el buen trato de las señoritas pupilas, y así como por su origen (no siendo las interfectas realmente profesionales, sino de las llamadas «medias virtudes» en los círculos del ambiente), la clientela es selecta, rica y amante del orden.
Cabe destacar ante V. I. que la frecuenta un académico cuyo nombre es bien conocido por V. I., quien en el momento de la eyaculación (vulgo, en el momento de correrse) siempre grita: «¡Viva España!» (sic), de forma que se le oye en toda la casa, y por cuya falta de respeto V. I. decidirá si se le debe llamar la atención discretamente, para que de ningún modo se mezcle la identidad nacional con una eyaculación privada. Sobre esto, a V. I. le corresponde resolver.
Debe añadirse a este informe confidencial que también la visitó una vez el conocidísimo actor y director Orson Welles, de ideología más bien sospechosa, quien se obstinó en consumar el yacimiento carnal sólo con la dueña, es decir la señora Bou, quien tuvo que ceder ante sus reiterados requerimientos y amenazas. Cabe decir, en honor de dicha señora, que encontró tiempo para telefonear a las oficinas del Gobierno Civil, donde se le aconsejó que cediera, por temor a un conflicto internacional que pudiera socavar el buen nombre de nuestro Régimen.
Si en casos similares se debe obrar del mismo modo o cortar toda actividad de elementos extranjeros, V. I. decidirá.
Más graves son los casos que a continuación exponen los dos agentes reseñados al margen, y que deben ser conocidos y considerados por la Autoridad competente.
Cuando visitó España el Excelentísimo e Ilustrísimo Benefactor (Caudillo) de la República de Santo Domingo don Rafael Leónidas Trujillo, este manifestó, al margen del protocolo oficial, desear conocer las virtudes de las mujeres españolas, y así se hizo en Madrid, donde S. E. fue obsequiado con la amistad de varias actrices de nuestro teatro ligero, todas conocidas por su belleza, para que eligiese, aunque una de las actrices era casada, teniendo a su marido en gira cultural por Hispanoamérica. Los organizadores de la fiesta presidencial, todos ellos personas de reconocida solvencia, temían un conflicto matrimonial si algo llegaba a saberse, pero el conflicto vino por otro lado. Cuál no sería la sorpresa de los bienintencionados organizadores cuando S. E. rechazó todas las señoritas que se le ofrecían, excepto dos, pero exigió que fueran acompañadas por una menor. El alto sentido moral de nuestras autoridades les impidió proporcionársela, lo cual originó un serio desacuerdo que estuvo a punto de dañar las excelentes relaciones entre los dos países hermanos. Para que el asunto no trascendiera y no pudiera llegar hasta el Generalísimo (quien sin duda también se hubiera opuesto, dada su religiosidad), le fue proporcionada a S. E. una joven que parecía menor, pero que en realidad trabajaba en una obra de teatro haciendo de novicia, y que entonces tenía un nexo (no matrimonial, obvio es decirlo) con una dama de alta alcurnia, concretamente vinculada por parentesco a la Casa de Alba. La mencionada actriz -novicia- supuesta menor parece que no satisfizo los lógicos requerimientos del Benefactor, lo cual no es de extrañar, como V. I. habrá deducido ya, por los anteriores y lamentables desvíos sexuales de la interfecta. Lo cual es doblemente de lamentar, según tienen anotado los agentes informantes, porque además se enteró de todo ello la dama de alta alcurnia, y es de temer que, por extensión, toda la Casa de Alba.
No satisfecho, pues, el Benefactor, y creado además un estado de malestar en nuestros más altos círculos sociales (pese a lo cual, ello no llegó a trascender fuera de nuestras familias más pudientes), el Excmo. Sr. Rafael Leónidas Trujillo se trasladó en visita oficial a la ciudad de Barcelona, donde igualmente manifestó haber oído grandes elogios de la educación y prestancia de las mujeres del país, deseando asimismo conocerlas. Debidamente informadas las autoridades locales, entre las que figuraba el dignísimo antecesor de V. I., se decidió no correr riesgos e instalar al Benefactor en una casa profesional -debidamente reforzada por distinguidas señoritas de la ciudad- para que no hubiera malentendidos. Pero, con gran sorpresa de nuestras autoridades citadas, el Benefactor no encontró de su agrado señorita alguna, y manifestó su vehemente deseo de yacer con la señora Bou, que no era una pupila sino la dueña de la Casa elegida para menester tan alto. Consultados los responsables pertinentes, se ordenó a la señora Bou que cumpliera con su obligación para evitar problemas internacionales, y la señora Bou así lo hizo, según consta en las diligencias, pero consta también en las diligencias que la referida señora Bou manifestó estar hasta los huevos (sic) de que, no siendo pupila, todo el mundo se la tirara a ella, cosa que no le fue tenida en cuenta como falta de respeto a la Autoridad, porque, como I. U sabe, es imposible que la señora Bou tenga huevos.
No obstante, los informantes desean saber si en situaciones parecidas, tales expresiones deben ser tenidas como delito o falta de desacato, creyendo que no los agentes que suscriben, dado lo peculiar de las circunstancias, pero por supuesto V. I. decidirá.
Debe asimismo estar informado V. I. de que las circunstancias dichas no son en realidad tan excepcionales como pudiera deducirse del presente escrito. Años después de la visita del Benefactor, y siendo a pesar de eso la señora Bou persona de buena conducta y de gran belleza, pues el tiempo no pasaba por ella, visitó la ciudad una comisión de jeques árabes relacionados con el mundo del petróleo, que como es natural fueron acogidos con las atenciones y la cordialidad que por su significación merecían. Un grupo de personalidades de nuestro mundo financiero les obsequió con una cena de gala, al fin de la cual los jeques fueron invitados a conocer una discreta Casa de la ciudad, de toda confianza, a la cual se trasladaron en comitiva, ocasionando grandes problemas de aparcamiento que fueron solucionados por los guardias municipales con eficacia y rapidez, si bien algunos vecinos se quejaron, sin motivo alguno, de que sus coches particulares hubieran sido retirados por la grúa. Como habrá adivinado ya la proverbial intuición de V. I., la Casa en cuestión era la de la señora Bou, que pese a sus esfuerzos no había podido reunir el número de chicas necesarias para el trajín de tanto jeque.
La consecuencia fue, en primer lugar, como conviene sepa V. I., que los visitantes quedaron admirados de la belleza y juventud de las pupilas, así como de su modestia y virtudes religiosas. En segundo lugar la consecuencia fue que,, al faltar chicas, todas hubieron de servir hasta dos y tres veces, y todas por un orificio que el buen criterio nos impide nombrar, con lo cual se originaron lesiones y desgarros que el doctor Crisanto, médico de confianza de la Casa, calificó de graves en tres pupilas y en una que no era pupila, es decir la señora Bou, como sin duda no habrá escapado a la fina perspicacia de V. I. La señora Bou fue requerida por los industriales organizadores del acto para que prestara su colaboración cobrando el doble, y bajo amenazas -se dijo entonces- de mover influencias para cerrarle la «pensión tolerada», que ese era el nombre administrativo del negocio en aquella época. En el parte médico que se extendió, la señora Bou quiso, con notable desvergüenza, constara que estaba de aquello no hasta los huevos, sino hasta el culo, cosa que el facultativo escribió y rubricó por encontrarlo ajustado a derecho.
Esto es cuanto tienen que manifestar los agentes firmantes en su escrito confidencial, valorando ante V. I. los méritos y conducta de la señora Bou, que merece la máxima confianza y por tanto no debería, en nuestra opinión, padecer las restricciones que últimamente castigan las pensiones toleradas ymeublés de nuestra ciudad, en los cuales evidentemente se cometen actos inmorales, no siendo este, sin embargo, el caso que nos ocupa.
Hay que añadir, para terminar, que en los últimos años la Casa de la señora Bou ya no ha recibido visitas oficiales, pasando a ser un lugar tranquilo y desde luego muy adecuado para los padres de familia del sector, pues nunca se han producido desórdenes en ella. Este es el informe confidencial que los agentes reseñados elevan a V. I. con la súplica de que, en beneficio de la moral pública, se les indique si deben hacer retirar un emblema que llama demasiado la atención a los paseantes, como es la porcelana con el ya citado gato de raza desconocida. En este punto, como en todos los anteriormente citados, V. I. decidirá.
Bueno, este era el informe que Méndez recordaba muy bien, porqué durante un tiempo estuvo destinado -más bien confinado- en los Archivos de Jefatura, lugar de donde se le separó al saberse que había robado de ellos algún libro raro, intervenido a ex-intelectuales rojos, entre ellos dos piezas de bibliófilo. Pero el caso era que Méndez recordaba más cosas de las que un buen policía debería recordar, entre ellas la historia de la Casa. Cuando la volvió a mirar ahora, en la calle todavía apacible, con el sospechoso gato en la fachada, se dio cuenta de que todo había cambiado mucho, pese a la aparente inmovilidad del tiempo. La Casa ya no era, o no parecía ser, el lugar discreto donde los industriales y otras fuerzas vivas del país iban a practicar las artes marciales y a tirarse una obrera ya que no podían tirarse a un obrero. En este momento parecía sólo una torrecita de esas en que vive un matrimonio jubilado, con un can aburrido y fiel, un canario loco, que parece amante del rock, y un gato «okupa» que salta desde la casa contigua. El matrimonio estaría, desde luego, suscrito aLa Vanguardia, el marido cuidaría un rosal y espiaría a las vecinas desde la ventana de la planta baja, haciendo luego esfuerzos para resucitar con la mano su miembro viril. Pero, en el intento, se iría quedando dormido.
Eso es lo que parecía la Casa, pero no lo que era, y mucho menos lo que había sido. Méndez, parado en la acera, sintió la nostalgia de las mujeres con medias negras, de las alfombras que ahogaban los pasos, de las cortinas que ahogaban la voz, y de los fantasmas de los espejos. Sobre todo de los fantasmas de los espejos, porque uno de ellos era él mismo.
Pero se ha dicho, un poco más arriba de esta verídica historia urbana, que en el fondo del café estaba el Pencas. El Pencas no se había movido, no parecía dispuesto a huir, formaba parte de la antigua decoración del café, maquinada cincuenta años antes por un dueño burgués que se tiraba a una camarera revolucionaria. Había cuadros de la Barcelona vieja, una instantánea de la reunión -en aquel mismo local- de un pleno del PC, taburetes reconstruidos y enormes veladores de mármol cuyas dimensiones imitaban, sin duda, las de la lápida de Carlos Marx. Pero también había una vieja cafetera fabricada en Torino, un retrato del señor Lerroux cuando se pasó a las derechas y un espejo-anuncio, en el que aparecía un vermut con el nombre de Garibaldi.
Ya no quedan cafés así, y lo peor es que ya no queda gente nostálgica para recordarlos.
En el fondo de aquel mundo antiguo estaba el Pencas, quien sin duda había reconocido también a Méndez, porque lo saludó con un leve movimiento de cabeza.
Méndez se sentó frente a él.
– Le buscaba -dijo.
– Me lo temía. Supe que le acabarían dando el encarguito, Méndez. Lo que me extraña es que se haya atrevido a venir desde tan lejos. Estos no son sus dominios, sino los de la memoria de Gaudí y las cámaras de filmar de los japoneses. Con el cambio de aires, por lo menos atrapará una sífilis.
– Ya me ha costado, no crea. Para encontrar el sitio he tenido que consultar la guía de la ciudad, pero luego he ido recordando cosas. Hace muchos años estuve destinado aquí.
– El otro día lo recordábamos.
– ¿Dónde?
– En la Casa.
Méndez tuvo que desviar la mirada. Era como si el tiempo estuviera allí, hecho luz antigua, cristal empañado, tirador de una puerta rota, mano de muerto todavía pegada a la mesa.
Era su juventud, su tiempo.
Pero también debía de ser el de el Pencas, porque este susurró:
– Hablamos con alguna frecuencia de usted, Méndez. Sobre todo hablo yo, porque me detuvo dos veces. -¿Con quién recuerda todo eso?
– Con la señora Bou.
Los dedos de Méndez se cerraron sobre el borde de la mesa. Estuvieron a punto de volcar el vaso que le había puesto delante un dueño que ya no era el de antes: este tenía aspecto de sacristán retirado. El Pencas susurró:
– Eran tiempos muy lejanos, tanto que se me confunden en la memoria, como si los hubiese vivido otro. Pero creo recordar que usted me detuvo injustamente. ¿Qué había hecho yo? Engañar a los que querían engañarme a mí. Yo siempre he sido un estafador del «cuento largo», de los que tienen que inventar toda una historia para que los otros caigan. ¿Y quién caía? Mujeres ambiciosas que me querían engañar a mí. Aún veo flotar su saliva ansiosa sobre los billetes falsos. 0 rentistas que aún querían tener más rentas. O ex-combatientes de Franco que querían comprar una bandera gloriosa sin darse cuenta de que la había fabricado yo mismo. Una vez engañé al gobernador civil, que era el jefe nato de la policía. Le vendí las direcciones falsas de todo el Comité Central Comunista clandestino. Otra, engañé al Opus Dei: les vendí la dirección, también falsa, de la querida de un banquero que no les pagaba.
– Recuerdo esas dos detenciones. Pero usted recordará también que en el atestado puse sólo dos de las cuatro estafas que conocía. Le cayó menos pena.
– Parece mentira, Méndez.
– ¿Mentira el qué?
– Nos estamos tratando de usted. Nos hemos vuelto ceremoniosos y viejos, y eso me asusta. Pero también me ocurre con otros: con el señor Marcos, por ejemplo.
– ¿El señor Marcos? ¿No era aquel que el día de su cumpleaños organizaba una comida con todas las chicas? ¿El que se puso a llorar cuando un vendedor de pisos retiró a la Dianita? ¿Pero aún vive?
– Sí que vive. Lo que pasa es que se quedó viudo hace años.
– Su mujer era insoportable -recordó piadosamente Méndez-. No hablaba con nadie. Ni jodia ni dejaba joder. No había quién la aguantase.
– Bueno, en eso de la jodienda el señor Marcos logró engañarla, y por lo tanto pudo aguantarla y no se separaron. La cantidad de matrimonios que ha salvado la señora Bou es innombrable. Cuando la señora Marcos murió, la señora Bou envió una corona.
– También se me va la memoria, pero creo recordar que quería ser como una madre -susurró Méndez-. Y me acuerdo también de algunos clientes: por ejemplo el señor Medrano.
– Le veo también.
Méndez abrió la boca con asombro.
– ¿Pero aún vive?
– Sí. Lo que pasa es que está muy tronado y viejo. Sólo le sostienen sus recuerdos, lo que ya es una suerte: hay gente que ni buenos recuerdos tiene. El señor Medrano intentó casarse con la Marina, una mujer opulenta de unos cuarenta años, pero que era como una niña en la cama. Lo que pasó es que ella no quiso.
– Cuerno… Ni que eso hubiera sucedido ayer.
– Creo que justo ayer lo comentábamos. Y hablábamos con el señor Rossell, que siempre iba con la Merceditas y la Loli, porque, si iba sólo con una, se enfadaba la otra. No sé cómo el pobre hombre no murió. También estaba el señor Andrade. ¿Se acuerda del señor Andrade? Amaba a la señora Bou. Es el hijo del fabricante que la madre tuvo escondido durante la guerra. Siempre decía que le tenían que haber escondido a él.
– Pero es imposible… Esa gente se tiene que haber dispersado… -balbució Méndez, con el asombro todavía en los ojos-. ¿Cómo es que los ve cada día? ¿Y dónde?
– Muy sencillo -dijo el Pencas-. Pero antes dígame si me va a detener, porque prepararé mis cosas.
– Coño, Pencas, tampoco pienso darle el berrinche, si no hay necesidad. Diré que ha volado del barrio.
– Hace bien, porque ahora ya no delinco. Vivo de una pequeña pensión, que naturalmente también está obtenida con documentos falsos. Pero le diré porqué me es tan fácil ver cada día a toda esa gente.
– ¡En el nombre del Profeta! ¿Por qué?
– La casa de la señora Bou ya no funciona como tal -susurró el Pencas.
– ¿Pues entonces qué?…
– La señora Bou, con sus antiguos clientes, sus recuerdos, sus historias color de rosa, sus manías color ceniza, sus favoritas color humo, sus amores malparados, ha hecho lo mejor que podía hacer.
– ¿Qué?…
– Una residencia geriátrica. Bueno, me voy Méndez, porque allí hay un horario muy estricto. Usted pagará la cuenta.