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EL ORGULLO

«Bueno», pensó Méndez, «voy a morir».

Ya se sabe, desde tiempos inmemoriales, que un cambio de aires puede matar a un honrado padre de familia, y aunque Méndez no se consideraba honrado, y mucho menos padre de familia, era consciente del peligro. Acostumbrado a los barrios bajos de Barcelona, donde todos los olores son saludables y conocidos (las tabernas huelen a fritanga de tiburón jubilado, las peluquerías a colonia de garrafa y las cloacas a un aroma fino: a pedo del alcalde), le habían destinado de repente a los barrios altos.

«Aquí un hombre puede quedar destruido para siempre», seguía pensando Méndez. «Aquí el aire huele a moqueta recién puesta, a spray de piel de nena y a cafetería de lujo donde te sirven a la plancha un muslo de secretaria».

«Hasta asoftware recién instalado huele el aire (¿o será hardware?). Bueno, es igual: toda la gente honrada sabe que esos productos son cancerígenos de siempre».

O sea que Méndez no era feliz, y además temía por su vida. Le habían enviado a la parte noble de la Diagonal, donde hay rascacielos negros, tiendas que venden bolsos de caimán comunista, joyerías con anillos de boda y de divorcio y chiringuitos financieros cuyo dueño afirma, por lo menos, que van a nombrarle embajador de Panamá. Todo aquel mundo de la Nueva Economía le desbordaba. Para que nada faltase, el aire era demasiado limpio y no traía ningún olor de confianza; seguro que de vez en cuando lo desinfectaban, y el Ayuntamiento cobraba por ello una tasa municipal.

Méndez se ahogaba cuando llegó a las flamantes oficinas de la World Internet Association. Sus pulmones echaban en falta los productos tónicos de toda la vida, como el olor a cigarros toscanos, a aliento de inmigrante y a coñac directo de fabricante, o sea acabado de fabricar por el tabernero. Las piernas empezaban a fallarle y hasta había perdido toda la seguridad moral que a ratos le daba su placa de policía.

Sin duda el edificio en que acababa de entrar albergaba diversos negocios de importancia mundial, uno de los cuales se hundía y lo notaba a los diez minutos la Bolsa de Tokio. Las empleadas iban vestidas a la moderna: llevaban uniformes con pantalón que no enseñaban nada, botones con el águila norteamericana y pañuelos de colores como los que usaron los jinetes del general Custer. Estaban tan delgaditas que no merecieron la menor atención de Méndez. Sin duda las pesaban antes de darles el empleo, y si engordaban un kilo las despedía el propio comité de empresa.

Una recepcionista le atendió de una forma familiar y castiza:

– Your name, please?

– Méndez.

– Just a moment.

Tecleó en un ordenador que debía de haber sido traído de Cabo Kennedy, porque despedía lucecitas de colores. Aparecieron en la pantalla al menos diez tablas, ninguna de las cuales, al parecer, servía. Por fin dio con una que debía de ser absolutamente definitiva. No obstante cabeceó con gesto de duda.

Sumida en profundas reflexiones, musitó:

– You are not in the program.

– ¿No podría hablarme en español o en catalán, por favor?

– Ni el español ni el catalán son idiomas de negocios,mister. Están out. Aquí todos nos entendemos en el inglés de la Chicago University, que es la que selecciona el personal. He querido decirle que nos es usted desconocido.

– Claro que sí, puesto que no había venido nunca. Pero tal vez podría haber ahorrado tiempo preguntándomelo.

– Es el programa el que pregunta,mister, no yo. Así todo queda informatizado. Tendrá usted alguna identification card, supongo.

Méndez mostró su placa de policía, que solía ser el terror de los barrios bajos, pero que aquí no pareció causar impresión alguna. La empleada anotó en el ordenador el número y la fecha. Luego preguntó:

– Any International pólice association?

– Si el ordenador no dice lo contrario, yo creo que debería usted poner «FBI».

– De acuerdo.

El ordenador no dijo lo contrario, porque la empleada pudo terminar el laborioso proceso. Al fin preguntó:

– ¿A quién quiere ver? Mejor dicho, ¿a quién quiere detener?

– Gracias por hablarme en un idioma de mi país. -No debería hacerlo. Aquí causa mal efecto.

– Ya.

– Conteste, por favor: ¿a quién quiere detener?

– ¿Y a usted qué le importa?

– No es por mí, es por el ordenador -dijo la chica con perfecta indiferencia-. Aquí ha de quedar registrado todo.

– Pues ponga que quiero detener al director de la World Internet Association, que sin duda debe llamarse señor Internet. Si el jodido ordenador no le acepta el nombre o no lo tiene en su programa, ponga que quiero detener a su secretaria. Y ahora haga el favor de permitirme hablar con la señorita Barrios.

– La señorita Barrios es una de nuestras directivas -dijo la chica respetuosamente.

– Pues llámela por e-mail.

La señorita Barrios no llegaría a los treinta y cinco años, pero tenía el aspecto decidido de los que saben que un día, sin duda alguna, fundarán por segunda vez la Universidad de Harvard. Era delgada, tan delgada que debía de contar al menos con tres doctorados extra: en zumos de frutas y batidos de zanahoria, en filetes a la brasa hechos con carne de nativo y en hacer lavar vestidos de la talla 38 para que encojan. No tenía tetas, o al menos había que calcular su posible emplazamiento por sistemas trigonométricos. Sus piernas eran dos palitos. Su culo era simplemente una pared lisa y dura, de modo que podía causar serias lesiones al pene que lo embistiera.

En cambio su cara era decidida, tenía una mandíbula enérgica y sus labios formaban una línea irregular, como esos gráficos que registran las subidas y bajadas de la Bolsa. Méndez pensó enseguida que una sesión de cama con aquella mujer había de ser terrorífica. Mejor dicho, imposible, porque ella no follaría encima de una cama, sino encima de un ordenador.

– Pase -le dijo al inspector.

Entraron en un despacho en cuya puerta una placa decía: MISSIS BARRIOS. GERENCY ASSISTANT. Era un despacho amueblado a la antigua, con sillones de piel, mesas macizas y diplomas, un poco como los que tienen los senadores yanquis que lamentan en el fondo no haber nacido en Europa. Estaba todo tan limpio, cuidado y pulcro que Méndez, huésped de una pensión barata en el fondo de un bar, se creyó obligado a elogiarla:

– Me da usted envidia -confesó-. Está todo cuidadísimo.

– Tengo una mujer de limpieza para mí sola.

– Ah…

– Mi cargo me permite eso.

– Me da usted más envidia aún, porque el mío no me lo permite.

– Justamente de esa mujer de la limpieza tengo que hablarle.

– ¿Por qué? Al menos su trabajo veo que lo hace bien.

– Sí, muy bien. Es pegajosa y todo. Después de cada visita viene a ordenar mi mesa y cambiar el cenicero. Hasta al teléfono le saca brillo. Hasta cafés me trae sin que se los pida. Hasta tabaco, si me ve nerviosa. No la soporto.

– Pues no veo por qué -susurró Méndez-. Ya no quedan empleadas así.

– Es pegajosa, repito.

– Pues hágale una advertencia y ella obedecerá. La clase obrera española lleva muchos siglos de obediencia.

– Voy a despedirla.

– Quizá le cueste una indemnización, señorita Barrios.

– Ni eso. Tiene un contrato-basura.

– Lo que faltaba.

– No la compadezca. Ella lo aceptó, mejor dicho, lo pidió. Pero le he llamado, mejor dicho he llamado a la Comisaría, para que esa tía salga de aquí para ir a la cárcel. Mejor dicho, a una penitenciaría bien lejos de Barcelona. Mejor dicho, a…

La importante señorita Barrios se estaba poniendo nerviosa. Hasta repetía las palabras y tartajeaba. De pronto gruñó, mirando con hostilidad a Méndez:

– Dijeron que me enviarían enseguida un inspector. Pero, con franqueza, no imaginaba que fuera tan viejo.

– Siempre me encargan los casos importantes -se defendió Méndez-. Señoras que han perdido su perro, señoritas que han perdido su támpax y honrados padres de familia que han perdido su corbata en una casa de putas. He detenido a docenas de carteristas ciegos y centenares de tironeros cojos, de modo que mi hoja de servicios es brillantísima. Pero puedo mejorarla deteniendo a una mujer de la limpieza.

– Sospecho que usted no ha triunfado en la vida -dijo desdeñosamente la señorita Barrios.

– Mire por dónde, yo también lo sospecho -susurró cabizbajo Méndez.

– De un modo u otro-dijo ella con el mismo desdén-, cualquiera, hasta un policía como usted, puede hacer este trabajo. Tengo el nombre de la ladrona, su domicilio y la prueba del robo. No sé si necesita usted algo más para mejorar su hoja de servicios.

– Sólo una cosa: saber si esa mujer ha huido o no. En el primer caso, tendría que perseguirla en el tren correo o en un autobús de línea. Ya sé, ya sé que ahora hay otros procedimientos, como el fax, el télex, el exhorto judicial, Internet, la Interpol y la guardia personal de Su Majestad el Rey, pero las detenciones arriesgadas me gusta hacerlas yo mismo en persona, sin que nadie me quite el mérito.

El teléfono sonó. La señorita Barrios lo descolgó para oír unas palabras y luego dar una orden seca y tajante:

– Despídalo.

Luego sus ojos helados se volvieron a clavar en Méndez.

– Nombre y domicilio de la mujer -dijo, pasándole una nota.

– Bien.

– Prueba del delito: mire usted ese ventilador de aspas que cuelga del techo. Parece un adorno a juego con el mobiliario clásico de mi despacho. Realmente no hace ninguna falta.

– Y tanto que no. Con el aire acondicionado, aquí hay un frío de la hostia.

– Pues hace falta. Contiene una cámara que lo registra todo, aunque eso sólo lo sé yo. La mujer de que le hablo no tenía ni idea. Lo pongo en funcionamiento cuando termino mi jornada y me voy. Cuando estoy aquí, funciona a veces: por ejemplo, ahora está funcionando y registrando esta conversación. Hace poco funcionaba también cuando uno de los gerentes intentó sobrepasarse conmigo.

Méndez dio una larga cabezada, valorando la situación.

– Admirable tío -dijo.

– Vea lo que grabó la cinta. Con eso no hace falta más para condenarla.

Pulsó unas teclas, y la escena apareció en la pantalla del ordenador. Aunque estaba filmada desde arriba, el gran angular lo captaba todo perfectamente. Se veía a una mujer de algo menos de sesenta años, con el pelo cano y facciones cansadas pero todavía hermosas, que vestía un delantal blanco y una bata azul impoluta, que la Empresa debía de haber desinfectado al menos con rayos láser. Moviéndose con la familiaridad que da la costumbre, aquella mujer limpiaba los objetos de la mesa con el cuidado y la precisión no de una asistenta, sino de un joyero. Méndez pensó que la importante señorita Barrios había tenido razón en cuanto al celo profesional de la presunta ladrona. No descuidaba nada. Sacaba brillo a cualquier rincón de la mesa. Sólo le faltaba hacer un repaso con la lengua.

De pronto la mujer abría un cajón que no estaba cerrado con llave y hurgaba en él. Al final extraía un billetero de piel marrón en el que se distinguía todo, hasta el sello de «Loewe». Lo escondía en un bolsillo debajo del delantal y ordenaba el interior del cajón, de forma que no se notase nada. Terminaba su trabajo -ahora con algo más de rapidez- y salía del despacho.

La señorita Barrios murmuró:

– Voilá.

Y luego, para demostrar que era una ejecutiva internacional, añadió:

– It's okey?

Méndez afirmó:

– Okeyiiisimo.

Se puso en pie y dio una vuelta por el despacho. Se permitió abrir una puerta que daba a un cuarto de baño privado, con jacuzzi y todo, para que en los momentos de crispación la señorita Barrios se relajase después de hacer pipí. Menos mal que allí no había ventilador-espía. A Méndez le llamó la atención lo que ya le había llamado la atención antes: la limpieza exquisita, el cuidado, el orden. Hasta las toallas estaban bordadas como las de una novia. Y no con el sello de la empresa (ni el de un fabricante desoftware), sino con las iniciales de la exclusiva señorita Barrios. Eran tan perfectas que debía de dar hasta pena secarse el pompis con ellas después de salir del jacuzzi.

La ejecutiva, que estaba detrás, informó:

– Me las bordó ella, y encima sin mi permiso. Se las llevó un domingo sin decírmelo y el lunes ya estaban así.

– Pura cabronada -afirmó Méndez-. Hay que ver. Hacer una cosa así sin que esté previsto en los planes de la Empresa…

Lo siguió observando todo con un deje de envidia.

Luego añadió:

– De todos modos insisto en que ya no se encuentran empleadas de esa clase.

– Quiero que vaya a la cárcel.

– ¿No le parece excesivo? Quizá con el despido sea más que suficiente.

– La carta de despido ya le fue enviada, pero eso no es bastante. Hay que darle una lección: en mi mundo de los negocios no se permite ningún fallo, porque la competencia es dura. El que llega llega, y el que no a la calle.

– El billetero era de marca -objetó Méndez-, pero tampoco creo que tenga un valor excesivo. Eso convertiría el asunto no en un delito, sino en una simple falta.

– Qué pocas deducciones ha sacado usted, amigo mío. En un billetero suele haber billetes. ¿O no? Ese contenía quinientos euros, de modo que la cosa ya parece más grave. Ahora bien: quizá usted no sepa contar quinientos euros.

– No siempre -reconoció Méndez.

– Entonces cumpla con su deber y no me haga perder el tiempo. Tengo gran amistad, por medio de la Empresa, con el Jefe Superior, y no me gustaría tener que formular una queja.

Méndez contempló por última vez las toallas. Admiró su orden, su pulcritud, la finura del bordado hecho con horas de paciencia. A él las mujeres de la limpieza sólo le recomendaban desinfectantes. Nunca le habían tratado así.

Murmuró:

– Coño.

Ahora había que proceder a la brillantísima detención. Méndez tenía todos los datos, de modo que, debidamente armado, fue a la dirección indicada.

Le hubiera gustado que esa dirección estuviera en su Distrito, el viejo Barrio Chino, porque allí conocía a todos los que habían dormido en la cárcel alguna vez y a todos los que dormirían en ella el día de mañana. Además, en muchos casos, la tradición venía de familia, porque el abuelo, el hijo y el nieto habían dormido en la misma celda, sucesivamente. Lo que pasaba era que el abuelo había ido allí por luchador comunista, y el nieto por maricón pesetero. «Se ve que la ciudad crece», pensaba Méndez. Las detenciones en el viejo Barrio Chino eran entre gente conocida. A veces Méndez podía hacer la detención por teléfono, pero ahora, maldita sea, tendría que mover los pies.

Susana Guillen, la mujer de la limpieza, estaba censada en el Distrito, y por eso había intervenido la Comisaría del barrio, pero ahora vivía en un desmonte de Trinitat Nova, en una calle sin pasado, sin historia, sin un abuelo que hubiera luchado con la FAI-y sin una vecina que hubiese engañado al marido con el conductor del autobús. La calle tenía un sitio en el plano municipal, pero, a diferencia de las que amaba Méndez, no tenía alma.

El policía llegó agotado a lo alto del desmonte. Llamó a la puerta de una casita de dos plantas, y le abrió la misma mujer otoñal que él había visto en la pantalla del ordenador, entre butacas Chester, plumas Montblanc, mesas Despacho Oval, pisapapeles de Murano y alfombras tejidas con el pelo de una nena persa. El recibidor de la casita tenis, en cambio, una silla de enea, una bombilla, una foto de la Torre Eiffel, un calendario que decía «Anís Matador» y una cama de gato sin gato.

Bueno, el ambientillo tampoco estaba mal, pensó Méndez. Saludó respetuosamente.

– Señora Susana Guillen -dijo.

– Soy yo misma.

– Con permiso.

Fue a entrar, pero la mujer le atajó con un gesto suave y a la vez enérgico.

– Oiga, no necesito ningún seguro de entierro -advirtió.

– No sé por qué me confunden siempre con un agente de la Funeraria -susurró el viejo policía-. Pero, claro, sería peor que me confundieran con el muerto.

– ¿No viene usted a venderme nada? ¿Ni a hacer que apunte mi televisor a un canal satélite de esos de una cuota al mes? Le advierto que no me interesa, porque mi televisor es tan pequeño que cabe en una palangana.

– Ya me gustaría poder venderle algo -dijo Méndez-, pero me temo que mi trabajo es mucho más desagradable. Soy un policía de los barrios bajos, donde vivía usted antes. Me llamo Méndez.

La mujer palideció un momento, pero no hizo ningún gesto de sorpresa. Quizá esperaba esto. Trató de sonreír, aunque no lo consiguió del todo, mientras caía sin fuerzas el brazo que le había impedido el paso a Méndez.

– Me han denunciado… -musitó.

– Sí.

– Pase.

La casa parecía aún más pequeña por dentro que por fuera, lo que ya es decir. Méndez comprendió que había una parte delantera y otra trasera, aunque la puerta fuese común. La única ventana daba a una sala-comedor-cocina-trastero y lugar para pensar en el futuro y en los sueños. Del otro lado, es decir hacia el exterior, daba a una especie de vertedero, a una fachada gris, a un sol que se moría, a una hilera de coches sin pagar, una perspectiva de arbustos muertos, una tribu de perros sin dueño y muy al fondo, perdido en la bruma, un rascacielos como símbolo de la Barcelona capitalista que iba a más, marginando a Susana Guillen y a todas las que iban a menos. Méndez buscó inútilmente con los ojos al gato dueño de la cama.

– ¿Por qué se fue del barrio viejo? -preguntó.

– El alquiler de mi piso estaba subiendo mucho, y eso que era pequeño y sin luz, como todos. Pero el dueño quería que me fuese para poder alojar a una serie de moros, que le pagarían tres veces más.

– Para poder trabajar allí tendré que acabar aprendiendo el árabe -dijo Méndez-. Supongo que este piso de las afueras le sale más barato.

– Sí, de momento.

– ¿Siempre vivió en los barrios viejos?

– No. Fui a parar allí hace treinta años. Antes era criada, o sirvienta, o chacha, o como quiera llamarle, en una casa rica del Paseo de Gracia.

– Hace treinta años…

– ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué le importa donde yo haya vivido? ¿Por qué no me dice de una vez que va a detenerme por robo?

– Yo no detengo objetos, sino personas -dijo Méndez-. Creo que antes debo conocerlas un poco, y por eso se lo preguntaba. Pero es verdad: no tiene importancia. Lo esencial es que a usted la ha denunciado la señorita Barrios.

– Una mujer que vale mucho -murmuró Susana Guillen.

Méndez arqueó una ceja, sorprendido.

– No entiendo que la elogie -musitó-. Ella no parecía apreciarla mucho.

– Dice eso porque sí, señor Méndez. Usted no entiende a la señorita Barrios ni creo que la entienda nadie.

– ¿Y qué es lo que hay que entender?

– Su tremendo esfuerzo por llegar arriba. Sus estudios, su tenacidad, su espíritu de mando. Le parecerá fácil, pero no es así: el espíritu de mando no lo tiene todo el mundo.

– Y tanto que no. Yo, por ejemplo, no sé ni en qué consiste.

– Pues ella lo tiene, y ese mérito no se lo quita nadie. Piense que aquello es un avispero donde todo el mundo habla mal de todo el mundo, donde hay chicas que se acuestan con los jefes con tal de subir y luego se las dan de vírgenes. Un sitio donde vas a cambiarte de zapatos y ya te han quitado el puesto.

Respiró casi con ansia y añadió:

– Pero a ella no se lo quita nadie.

– Me extraña que la admire -dijo Méndez- después de tratarla a usted como a un objeto. Por lo menos, esa es la sensación que tengo.

– Cada uno en su trabajo y en su sitio. Yo en el mío, y ella en el suyo.

– Entonces, si usted tanto la admira, ¿por qué la robó?

Hubo un leve temblor en los labios de la mujer. Sus ojos fueron más allá de la ventana, hacia el paisaje de perros solitarios y coches embargados. Luego hundió la cabeza.

– Mire -susurró.

Le tendió a Méndez un resguardo de giro postal.

Era la cantidad exacta que había en el billetero, según la denuncia de la ejecutiva Barrios. El giro había sido impuesto el día anterior. Méndez pestañeó.

– No creo que esto impresione demasiado al juez -dijo.

– Tampoco lo busco. Es que yo no sabía que allí había dinero alguno.

– O sea que el dinero no le interesaba.

– Usted no me puede entender.

Méndez hizo:

– Hum.

Se puso en pie y dio una vuelta por la habitación hecha para guardar los sueños. Un tapetito bordado a mano cubría la mesa camilla. En ella había un televisor tan barato que sólo debía de dar los programas del año anterior. El gato apareció enroscado detrás y dio un zarpazo al aire. Colgadas de la pared, aún se mostraban a la luz de la tarde un par de fotos de boda con unos parientes grises, una iglesia a medio pintar y unos novios sonrientes que se juraban una felicidad eterna comprada a plazos. En la calle, una madre andaluza se puso a cantarle a su bebé un pasodoble de toreros muertos.

– Los ladrones devuelven la cartera y se quedan el dinero -musitó-. Usted hace al revés.

– Repito que no puede entenderme.

– Seguramente no. Oiga, esas fotos de boda son muy antiguas.

– De una hermana mía. Luego se separó.

– Pero no veo ninguna foto de la boda de usted.

– Yo no me he casado. Pero no sé qué importancia puede tener eso.

– Seguramente ninguna importancia. Ninguna. No sé por qué pregunto a veces cosas idiotas, pero me obsesiona el pasado, quizá porque no tengo otra cosa. Ya ve, me hubiera gustado conocer a aquellos viejos señores del Paseo de Gracia. Ya no queda gente de esa que tenga criada de toda la vida.

– Tampoco valía la pena conocerlos. Eran gente como todo el mundo. Muy normal.

– Quizá no tenían ni hijos.

– No al principio. Luego tuvieron uno.

– Que ahora tendría, o tiene, treinta años.

La mujer alzó de pronto la cabeza, mirándole sin entender.

– No sé por qué dice eso.

– Porque ese es el tiempo que ha pasado desde que usted dice que se marchó. Y si llegó a conocer a la niña es porque hace treinta años.

– ¿Y eso qué importa? Me está haciendo unas preguntas que no tienen nada que ver.

Méndez anduvo unos pasos más. No muchos, porque si dabas más de cuatro salías por la ventana. Luego se volvió hacia la mujer.

– Comprendo que usted se canse de oír a un policía fracasado y encima viejo. Por eso, antes de que usted llame a la Brigada Raticida, déjeme hacerle una sola pregunta.

La mujer se encogió de hombros.

– Y a mí qué me importa. Hágala.

– Comprendo que hace treinta años la moral no era la misma -dijo-, y que a una madre soltera y pobre, que además estaba en casa de otros, se le venía el mundo encima. ¿Pero ya lo pensó bien? ¿Por qué dio su niña en adopción a aquel matrimonio? ¿Se lo pidieron ellos?

La mujer le estaba mirando, pero de pronto bajó la cabeza. Durante unos segundos estuvo tan inmóvil, tan sin respirar, que parecía muerta. Luego tendió un brazo y atrajo al gato, para ponerlo en su regazo. Méndez pensó que ella necesitaba al menos alguien que la conociese, alguien que la uniera a su pequeño mundo de todos los días. Luego musitó:

– Si usted me diera el billetero robado, ¿vería en él la foto de una nena el día en que nació? Me admira que una mujer como la importante señorita Barrios conserve un recuerdo así. Pero en cambio usted no lo tenía.

Se apoyó en la pared, bajo la foto de los dos felices esposos separados. Cerró los ojos y musitó:

– Diré a la señorita Barrios que retire la denuncia para evitarse molestias. Ella, tan estupenda, tan triunfante, ¿para qué necesita acudir a un juicio? Incluso el billetero se le puede devolver, retirando la foto. Lo que no le diré es que la readmita a usted. Le será fácil encontrar otro empleo similar: aquel, con un contrato-basura y un régimen de esclavitud, no le conviene. Tampoco a mí me conviene el mío, pero no tengo otra cosa.

Miró fijamente a la mujer, pero ella seguía hundida y con la cabeza baja. Un silencio espeso hizo que hasta el gato se escapara del regazo. La madre amiga de los toreros muertos dejó de cantar.

– Sobre todo no perturbe su trabajo -suplicó Susana Guillen-. Cada minuto perdido en tonterías la perjudicará. Ella es una triunfadora y una gran mujer. Y además, tiene mucho carácter.