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COSAS DE PERROS Y GATOS

Hay una cosa de Méndez que sus jefes nunca han sabido.

Los policías, cuando detienen a alguien y lo llevan ante el juez, suelen olvidarse del asunto hasta que, a veces, los citan a declarar en el juicio. Méndez no, Méndez nunca se olvida. Normalmente va a ver a los abogados de los detenidos, habla con ellos y les cuenta todo lo que puede favorecer al preso, si se trata de pequeños delitos, dictados por el hambre. Inútil es decir esto, porque a Méndez jamás le han encargado la investigación de delitos grandes, y si un día se le ocurriese detener a un banquero, tendría que pedir disculpas hasta al presidente del gobierno.

Los abogados defensores también son de oficio, y no cobran o cobran muy poco, de modo que suelen entender a Méndez. A veces pasan más hambre que el propio detenido, porque esa defensa es el único caso que tienen en un mes, pero lo disimulan, llevan corbata y tienen unas novias muy dulces y blancas a las que siempre juran que el año que viene ganarán dinero para casarse.

Claro que siempre hay excepciones, y el despacho de Llor era una de ellas. Llor era un abogado prestigioso, tenía bufete en la Diagonal de Barcelona, muebles de estilo, alguna alfombra persa y una enorme biblioteca de libros encuadernados en rojo, que a veces acariciaba el sol poniente. Tenía también un joven pasante llamado Llar, o sea lo mismo que él cambiando una letra. Llar era joven, sabio, conocía la pobreza de las calles y normalmente se encargaba de los asuntos de oficio en el importante despacho de Llor.

Una tarde Méndez -naturalmente, sin que lo supieran sus jefes- fue al despacho de Llor para hablar de un detenido. El joven e inexperto Llar estaba hablando con el viejo y experimentado Llor. Ninguno de los dos cortó la conversación en presencia de Méndez, porque a veces consideraban al policía como si fuese un mueble.

– Todos los asuntos de oficio que noá caen a los abogados jóvenes son malos -se lamentaba el joven Llar-. No lo digo por mí, no… En este despacho estoy bien. Pero tengo un compañero a quien han encargado una defensa que no sabe si aceptar. Es por una acusación contra una mujer que pedía limosna con niños alquilados.

Méndez susurró:

– Hay muchos casos.

– Sí, claro -dijo Llar-. ¿Pero saben una cosa? Me han contado eso y es como sí toda la tristeza de la ciudad se me hubiera metido dentro, como si todo el horizonte se me hubiera llenado de músicas de acordeón y ventanas grises. No sé decirlo de otro modo.

– No hace falta -musitó Sergi Llor, el abogado importante-. Te entiendo perfectamente. ¿Pero te has fijado en una cosa?… Quizá nos hemos acostumbrado tanto que los niños ya no excitan nuestra pena. Por eso hay mendigos que piden con animales. Aquí en Barcelona, es frecuente, y en el extranjero todavía más. Y la gente da limosna.

Sergi Llor fue a encender un cigarrillo, pero de pronto detuvo el gesto porque recordó que estaba tratando de dejar el tabaco. Siguió:

– Los sentimientos humanos son lo más complicado que existe, y por eso resulta tan difícil ser un buen abogado o un buen juez: a veces soportamos menos la mirada triste de un perro que la mirada triste de un niño.

– Tal vez todos llevan dentro la misma verdad del dolor-susurró Méndez.

– A veces -prosiguió Llor con el cigarrillo aún entre los dedos-he pensado si esos animales con los que se pide limosna no estarán drogados, a causa de su alarmante quietud. Pero no: lo que pasa es que los animales son de una docilidad maravillosa. Por ejemplo, hace poco, en Milán (todo el mundo sabe que mis ahorros me los gasto en viajes) vi un joven pidiendo limosna con un enorme mastín. Un letrero a su lado decía: «Mi perro y yo tenemos hambre». Y la verdad es que los ojos del enorme mastín eran tan tristes que las monedas iban cayendo con el tintineo de la última soledad. O aquel otro mendigo, en Nueva York… Usted, Méndez, no se mueve de Barcelona, ¿pero puede imaginar el frío tremendo de los inviernos de Nueva York? Bueno, pues el perro lazarillo estaba allí, en la acera, bien abrigado y tendido sobre una manta. Su dueño era un ciego, era un negro enorme, como si con él alguien hubiese querido construir hombres de varios pisos, es decir hombres-rascacielos. No hablaba, sólo tendía la mano con un pote en el que caían las monedas. Tampoco daba las gracias: era el perro quien lo hacía. Porque aquel magnífico animal, cuando una moneda tintineaba en el pote, miraba al que la había lanzado y le movía la cola. Pasé varias horas más tarde por el mismo sitio y el ciego aún estaba allí, con su única ayuda sobre la tierra. En cambio el que no podía ayudar a nadie era el gato, el pobre gato de San Francisco.

– ¿Qué es eso del gato de San Francisco? -preguntó Méndez fascinado ante tanta exhibición viajera.

– Lo vi en esa ciudad del Pacífico -dijo Sergi Llor-, cerca del puente de la bahía, ese que los planos llaman el Golden G. Los dos, el hombre y el gato, formaban una estampa patética. El gato no miraba a nadie, el hombre ni siquiera pedía. Junto a los dos estaba el letrero de su última desesperanza.

– ¿Y qué decía ese letrero? -preguntó Méndez.

– Pues sólo una cosa: «A mi gato y a mí se nos ha terminado la suerte».

Puso otra vez el cigarrillo en sus labios y añadió:

– ¿Sabe una cosa, Méndez? No había allí ningún niño, pero también me pareció como si toda la ciudad se llenara de ventanas grises y de voces muertas.

Encendió el cigarrillo al fin, olvidando sus buenas intenciones. Ya se sabe: la carne de nuestros cuerpos dura pocos años, y encima la condenada es débil.